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Las fuerzas del orden abandonaban el barrio comercial; alrededor de la mezquita integrista, un cordón de policías impedía el acceso. Un cortejo de ambulancias con aulladoras sirenas terminaba la evacuación de muertos y heridos.

El Ranger Rover estaba intacto; muchos habitantes del barrio conocían bien el coche de Mark, ninguno habría pensado en robarlo. Al ponerse en marcha, pensó en el padre Butros; ¿cómo podían ser tan cobardes como para asesinar a un anciano inofensivo que se había pasado la vida ocupándose de los pobres? Al sacerdote le habría complacido celebrar un rito caído en el olvido; Mark no podría ofrecer a Hélène aquella felicidad.

En la cornisa, todo parecía tranquilo; Soleb le seguía, a cierta distancia. Aquí y allá algunos grupos; se comentaba la matanza.

El sol vespertino se hizo acariciador; el viento del norte se levantó, proporcionando cierto frescor. Asuán salió poco a poco de su somnolencia, como cada día a aquella hora. Las sirenas de las ambulancias habían callado.

Por primera vez, un incidente de tanta gravedad ensangrentaba la ciudad del sur; consciente de que el fanatismo musulmán estaba aumentando su poder, Mark confiaba en la tolerancia natural de los egipcios para evitar una guerra de religión entre islamistas y cristianos, impidiendo el acceso al poder a los locos de Alá. Pero la peste se extendía y la violenta reacción de la policía podía engendrar otras violencias. Turbado, aumentó su velocidad; llegaba ya con un cuarto de hora de retraso.

A las seis y veinte, se detuvo en el lugar donde el autobús de Misr Travel tenía que desembarcar sus pasajeros.

Nadie, salvo un empleado de la compañía sentado en el borde de la acera.

—¿El autobús de Luxor?

—¡Ah, señor Walker! Lleva retraso.

—¿Mucho?

—Sabe usted, con los embotellamientos…

—¿Nada más preciso?

—Si el chófer ha tenido una avería, telefoneará.

—Salvo si el teléfono está averiado también.

Maalech, «así es». Tendrá que esperar.

Mark compró dos Coca-Cola a un vendedor ambulante, ofreció una al empleado de Misr Travel. Soleb había desaparecido; estaría observando sin ser visto. En materia de magia, los nubios tenían fama de maestros desde la Antigüedad; incluso los expertos de Faraón les temían. Tal vez Mark había dado con un auténtico hechicero. En su guerra contra el embalse, su ayuda no sería superflua.

Transcurrió una hora. Mark sugirió al empleado que fuera a informarse en la oficina central; se alejó con paso lento. Regresó veinte minutos más tarde, con aspecto turbado.

—Al parecer ha habido un accidente.

—¿Grave?

—No. un problema mecánico.

—¿Lo repararán esta noche?

—Yo ya no lo sé.

Mark fue a la oficina de Misr Travel, cuyo responsable estaba ausente; sus subordinados le aconsejaron dirigirse a la comisaría principal. La policía, que custodiaba los desplazamientos de los vehículos de turismo, tenía sin duda más información.

El centro de la policía de Asuán estaba conmocionado; se interrogaba a jóvenes sospechosos de integrismo. Así pues, Mark fue muy mal recibido por un oficial de la brigada especial. Levantando el tono, exigió explicaciones sobre el accidente del que había sido víctima el autobús Luxor-Asuán. Su interlocutor le pidió que esperara en una pequeña oficina, cuya pintura verde se desconchaba. Una mesa coja, dos sillas de madera que databan de la ocupación inglesa y un armario metálico componían un mobiliario siniestro.

La noche había caído cuando un hombrecillo nervioso entró en la oficina, con una carpeta en la mano.

—¿Qué desea, señor Walker?

—Tener noticias exactas del autobús Luxor-Asuán.

—¿Por qué razón?

—Porque mi prometida viaja en él.

El hombre se sentó, dejó la carpeta en la mesa y destrozó un clip.

—Soy el comisario que se encarga del asunto. ¿Cómo se llama su prometida?

—Hélène Doltin. ¿Por qué lo llama usted «asunto»?

—Bueno… A consecuencias de un lamentable accidente, el autobús se ha retrasado.

—Puesto que se ocupa usted del «asunto», ¿cuándo llegarán los pasajeros a Asuán?

El comisario lanzó el retorcido clip al suelo y comenzó a martirizar otro.

—Hay algunas complicaciones.

—¿Cuáles?

—Para serle franco, no se trata de un accidente normal.

—Explíquese.

—Unos terroristas han atacado el autobús.

Mark tragó saliva.

—¿Vi… víctimas?

—Los islamistas están rabiosos; no vacilan en disparar contra personas inocentes y desarmadas. El chófer ha resultado muerto.

—¿Y los pasajeros?

—La emboscada estaba bien preparada.

Mark se levantó, con las piernas temblorosas.

—Mi prometida…

—Tranquilícese, las fuerzas del orden han intervenido inmediatamente. I#—¿Dónde está?

—Por necesidades de la investigación, hemos…

—Quiero verla.

—Un poco de paciencia.

—No me haga perder ni un segundo, comisario.

—Como quiera.

Dio unas palmadas y apareció un policía uniformado.

—Este hombre le conducirá al anexo del hospital; debido a los incidentes de esta tarde, las salas están repletas.

Suelo manchado, paredes desnudas, pintura verdosa desconchada, luz macilenta, olor acre, el anexo del hospital de Asuán daba ganas de poner pies en polvorosa.

Mark se dirigió a un médico barbudo que rellenaba documentos administrativos.

—Quiero ver a Hélène Doltin.

—¿Qué enfermedad?

—¿Me está tomando el pelo?

—El médico levantó la cabeza.

—Nadie me habla en este tono.

—Apresúrese, doctor, o no respondo ya de mí.

El furor que el facultativo descubrió en los ojos de Mark le incitó a la conciliación. Abrió el cajón central de su mesa y sacó una larga lista. Su índice derecho recorrió una columna de nombres.

—Hélène Doltin… Ya lo tengo. No está visible.

—¿Por qué?

—La examinan.

—¿Aquí, en esta pocilga?

—¡No se lo permito!

—No tiene usted derecho a retenerla. Quiero verla enseguida.

El médico chasqueó los dedos; un enfermero con la bata mancillada de manchas marrones, condujo a Mark hasta una estancia sobrecaldeada, con un ventanuco provisto de barrotes. Junto a la pared, una camilla cubierta por una manta mugrienta.

—¿Dónde está?

Con una lacia mano, el enfermero señaló la camilla. Petrificado, Mark se aproximó y apartó con suavidad la manta.

Hélène tenía el rostro y el pecho ensangrentados; acribillada por las balas, era casi irreconocible. De su belleza y su juventud quedaba sólo un cadáver destrozado.

Mark aulló como si le destrozaran el corazón.