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A Mark le gustaba Asuán cuyo encanto a duras penas resistía la presa, la industrialización y las edificaciones modernas, copiadas de los barrios dormitorio de Occidente. La puerta del Gran Sur conservaba, sin embargo, cierto salvajismo, recuerdo de los exploradores que se lanzaban por las pistas de Nubia, en busca del oro destinado al embellecimiento de los templos.

Aquí, el Nilo y el desierto se desposaban bajo el azul de un cielo muy puro antaño, desfigurado cada vez más a menudo por las tormentas. La catarata, que tanto había asustado a los viajeros, ya sólo era un caos de rocas estranguladas entre el antiguo y el nuevo dique. Si te limitabas a pasear por la isla de Elefantina, adornada por las ruinas del templo del dios carnero Khnum, a vagabundear por los jardines de la isla de las Flores o meditar junto a las tumbas de la orilla oeste, desde las que contemplaban su ciudad los antiguos señores, podías mantener la ilusión de un Egipto intemporal y luminoso, entregado al placer de vivir.

Pero en veinte años, la apacible ciudad de Asuán, que de cincuenta mil habitantes había pasado a tener cien mil, se había convertido en un centro industrial, sometido a la tiranía de la alta presa. Como por todas partes, en Egipto, la explosión demográfica arruinaba cualquier esperanza de una existencia mejor. La central hidroeléctrica sobre la presa, la fábrica de productos químicos y el horrendo edificio de hormigón para turistas llamado «New Cataract» se erguían con soberbia, desfigurando un paisaje hechicero antaño cuyos únicos dueños habían sido el Nilo, los acantilados ocre y las islas.

A menudo, al caer la tarde, Mark tomaba una falúa y, desde el centro del río, admiraba la puesta de sol.

Con un brusco movimiento del volante, evitó a un chiquillo. Perseguido por una cuadrilla de futbolistas recentales, el pilluelo corría detrás del balón que acababa de mandar al otro lado de la calzada. Mejor es no soñar si se conduce en Egipto. A poca velocidad, el americano se introdujo en el barrio comercial; allí el principal peligro procedía de los jóvenes motoristas cuyos juegos y proezas concluían, a menudo, en el hospital.

Mark le preparaba a su prometida dos sorpresas: la primera, un ajuar oriental compuesto de veinte galabiehs de algodón, de variados colores, muy agradables de llevar; la segunda, una ceremonia privada en una iglesia copta, en presencia sólo del sacerdote y sus ayudantes. Ni Hélène ni él eran cristianos: pero había encontrado, en una tienda de anticuario, un viejo ritual de resonancias mágicas. El padre Butros, un viejo amigo, había aceptado celebrarlo, sin esperanza alguna de convertir a un pagano inveterado, pero tan enamorado de Egipto que Dios iba a perdonarle. A pesar de las tensiones cada vez mayores, las comunidades musulmanas y coptas, los cristianos de Egipto, seguían cohabitando, como lo habían hecho durante siglos; la prensa occidental había exagerado mucho algunos incidentes sin importancia.

Mark circuló lentamente por la calle Sharq el-Bandar donde turistas japoneses compraban especias y una falsa pata de cocodrilo. Corriendo junto al vehículo, un chiquillo ofreció un vaso de té que el conductor cambió por una libra egipcia;[3] tan regia retribución provocó la hilaridad del comprador.

Mark se detuvo ante una tienda cuya oxidada persiana metálica estaba cerrada, bajó y dio tres ligeros golpes, por miedo a provocar el hundimiento de las existencias. Chirriando, la persiana se levantó unos cincuenta centímetros: dos manos le ofrecieron un pesado paquete a cambio del cual Mark entregó un sobre. Las galabiehs estaban generosamente pagadas. Tras haber intercambiado las fórmulas de cortesía, la tienda cerró de nuevo; sólo Mark podía permitirse turbar así la larga siesta imprescindible para la buena marcha del negocio.

Al futuro novio ya sólo le quedaba ir a la cornisa, donde aguardaría el autobús de Misr Travel. ¡Él, casado! Se acostumbraba a la idea, preguntándose cómo iba a cambiar Hélène sus costumbres de soltero. Sin ser maníaco, apreciaba el silencio del amanecer, frente al sol naciente, sus discusiones en el café con la gente sencilla de Asuán, Luxor o El Cairo, tres ciudades en las que tenía casa, sus interminables paseos por el desierto; ella conocía sus exigencias, él sabía que Hélène combatiría la presa con inteligencia y lucidez. Formar una verdadera pareja que viviría el mismo ideal, ¿no era eso el colmo de la felicidad?

Les vio a un centenar de metros de la mezquita al-Rahma.

Los hombres de las brigadas especiales de seguridad, vestidos de negro, tocados con una gorra de visera, armados con kalachnikov y escudos de plástico. Era imposible retroceder; en pocos minutos, los policías de élite cerraron el barrio.

Mark vio a cinco jóvenes, vestidos a la occidental, aparecer a la espalda de un policía y romperle la nuca a golpes de cadena de bicicleta. La respuesta fue inmediata; dos agresores se derrumbaron con la cabeza ensangrentada. Una bala perdida atravesó el parabrisas del Range Rover y rozó la mejilla derecha de Mark. Disparando cortas ráfagas a diestro y siniestro, varios policías avanzaron hacia él.

Proclamar su inocencia hubiera sido suicida; las fuerzas del orden le considerarían un terrorista. Un disparo y algunos aullidos del lado de la mezquita. Mark abandonó su vehículo y corrió en línea recta, hacia una desierta calleja; algunos abejorros silbaron en sus oídos.

Un adolescente blandió el Corán e intentó cerrarle el paso; envistiendo como un toro, le apartó y se introdujo en un oscuro callejón transversal. Tendidas entre los techos, algunas polvorientas telas de algodón impedían que la luz llegara a las casas de dos pisos. Un policía empecinado le persiguió disparando al azar; cerrando la calleja, una pared de adobe.

Un callejón sin salida.

Mark no tenía posibilidad alguna de tranquilizar al hombre de negro; iba a morir estúpidamente, en un sórdido rincón de Asuán, víctima de un error policial.

Se volvió para contemplar su muerte. Las botas martilleaban el suelo.

Una poderosa mano le agarró por la cintura y le metió en el interior de una casa cuya puerta se cerró ruidosamente. Fuera, una ráfaga pespunteó la pared de adobe.

La mano soltó a Mark.

—¡Soleb! Pero ¿cómo…?

El nubio habló con voz tranquila.

—Apresurémonos; si pasamos por los patios interiores y los techos, saldremos del barrio. Le llevaré a mi casa.

El antiguo criado del supervisor de la presa vivía en un bloque de hormigón, a la salida sur de la ciudad. Mark y él habían huido en su moto, cuyo motor amenazaba con entregar el alma a cada aceleración. Majestuosamente, Soleb vertió té en la taza de su huésped.

—No me he separado de usted desde que salió del despacho de Gamal Shafir.

—¿Por qué?

—Porque su principal enemigo es el embalse; y también es el mío.

El minúsculo apartamento de dos habitaciones, de desnudas paredes, estaba lleno de recuerdos de una Nubia que había desaparecido bajo las aguas: multicolores alfombras, joyas de plata, jarrones de terracota, herraduras, manos protectoras de marfil, adornadas con cuentas azules.

—Lea —ordenó Soleb entregando a Mark un amarillento artículo de periódico, casi hecho jirones.

Una empresa como la construcción del embalse tiene ventajas e inconvenientes. Por ejemplo, la formación del lago Nasser ha provocado el desplazamiento de la población nubia, algo que siempre es doloroso. Sin embargo, las personas afectadas han sido instaladas en modernas construcciones, más cómodas que las aldeas tradicionales donde vivían.

—Ésas son las mentiras que los occidentales se atrevieron a propalar, mientras los nubios siguen amontonados en casas muertas. La electricidad, los campos de deporte, el hospital, el depósito de agua, las calles que se cruzan, estúpidamente, en ángulo recto… No deseábamos ese falso progreso. Sabíamos alimentarnos, cuidarnos, educar a nuestros hijos con nuestros métodos, vivíamos en una tierra antigua a la que amábamos y que nos amaba. Mis padres murieron de pena antes de que los expulsaran de su aldea; yo decidí quedarme aquí, a las puertas de Nubia, para contemplar cada día mi desaparecido país. Entonces me alojaron en esta prisión y me hicieron esclavo de un funcionario perezoso, imbuido de su poder. Nunca volveré a ver la fachada de mi casa, adornada con dibujos de flores y pájaros, nunca volveré a mi casa.

—Me ha salvado la vida, Soleb.

—Está usted en peligro porque lucha contra la presa. He advertido que le amenazaba y he decidido protegerle.

Sorprendido todavía, Mark miró su reloj.

—¿Qué ha ocurrido en la ciudad? Tengo que recoger a mi prometida.

—Esta mañana, dos islamistas han matado al padre Butros en su iglesia. La reacción de la policía ha sido brutal; ha tomado por asalto la mezquita al-Rahma, donde se reúnen los integristas. Como han intentado resistir, las fuerzas del orden han disparado sobre ellos.

—¿Muertos?

—Más de cincuenta, y muchos heridos.

—¿Quiere llevarme a Asuán?

—Si mi moto acepta. Antes, prométame que destruirá la presa.

—Es imposible. Pero le juro que lucharé hasta el último aliento para reducir sus efectos; mi prometida me ayudará.

La respuesta pareció satisfacer al nubio.

La moto aceptó ponerse en marcha.