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Mark Walker no creía lo que estaba viendo.

Los bajorrelieves de la pequeña tumba que acababa de explorar, no lejos de la primera catarata del Nilo, se hallaban en un lamentable estado. Y sin embargo, gracias al clima del alto Egipto, hubieran tenido que conservarse durante varios milenios… Pero la alta presa de Asuán proseguía su obra destructora.

El americano habría llorado.

Con treinta y nueve años, un cuerpo de atleta modelado por las competiciones de medio fondo, un rostro alargado, con arrugas llenas de encanto, iluminado por unos ojos de un verde oscuro, la frente ancha y la voz grave, Mark Walker había nacido en El Cairo, de un industrial tejano loco por la caza y una millonada de Nueva York, apasionada por la egiptología. Hijo único, se había negado a abandonar Egipto, del que se había enamorado; alumno brillante, había aprendido a descifrar los jeroglíficos y formaba parte, desde su adolescencia, de los equipos de excavación.

Cuando se disponía a festejar sus diecisiete años, la desgracia había caído sobre él.

El avión privado de sus padres, que se dirigían a cazar al Canadá, se había estrellado en un bosque nevado.

Dueño de una inmensa fortuna, cuya gestión había confiado a algunos especialistas, Mark Walker se había entregado al trabajo, creando su propia fundación arqueológica cuyo objetivo era salvaguardar los monumentos faraónicos, amenazados por terribles agresores. Pero sin la amistad de su amigo Naguib Ghali, médico de profesión, habría caído en la depresión.

El sentido del combate, alimentado por un sentimiento de indignación, había prevalecido sobre la pesadumbre; Mark no tenía derecho a dejar morir templos, tumbas, pinturas y bajorrelieves. Tenía que vencer a «la alta presa» de Asuán, aquel monstruoso embalse que condenaba a desaparecer a la madre de las civilizaciones.

Advirtió un cofrecillo de ébano, hundido en la arena, se arrodilló y lo sacó lentamente. Con el índice, levantó la tapa.

En su interior, una hoja de papiro desenrollado; las líneas de jeroglíficos habían sido trazadas con mano segura.

El contenido del texto le conmovió.

Así habla el profeta Ipu-Ur.

El crimen estará en todas partes,

la violencia invadirá el país,

el Nilo parecerá de sangre,

el hambre impedirá la fraternidad,

las leyes serán pisoteadas,

muchos cadáveres serán enterrados en el río,

las aguas serán su sepulcro,

pues arderá un mal fuego en el corazón de los hombres.[1]

De pronto, la tumba gimió, el techo, bajo, se resquebrajó.

—¡Salga enseguida! —gritó uno de los obreros.

El americano estrechó el cofrecillo de ébano contra su pecho y salió de la sepultura mientras los bloques caían unos sobre otros, minados por las aguas de infiltración.

—Es demasiado —rugió Mark Walker—; esta vez, tendrá que oírme.

Mark dio un puñetazo en la mesa de Gamal Shafir, el supervisor del embalse de Assuan, un personaje macizo, cuadrado y panzudo, de unos sesenta años, que vestía una camiseta blanca de manga corta y unos pantalones grises de excelente corte.

—¡Eso no puede seguir así, Gamal! Es usted ingeniero y sabe, como yo, que el maldito embalse es peor que la peste.

El funcionario suspiró, mirando a su interlocutor con benevolencia, aunque fuera el más encarnizado adversario de la gigantesca presa que había ahogado para siempre la crecida del Nilo.

—No se ponga nervioso —recomendó Gamal Shafir, bonachón—; gracias al embalse, hemos aumentado la superficie de tierras cultivables, lo que permite vivir mejor a la población.

—¡No es cierto! ¿Dónde está el millón de nuevas hectáreas anunciado por los «científicos»? Su superficie útil está paralizada y temo, incluso, que disminuya.

—No exagere.

—¿Qué yo exagero? A causa de la permanente irrigación y de una mala utilización de abonos y pesticidas, cuyos nocivos efectos comienza a descubrir Europa, los fellahs empobrecen los cultivos y no comprenden por qué se secan sus campos. Desde la construcción de la presa, algunas provincias, como Fayum, han perdido el quince por ciento de las tierras cultivadas, la capa freática asciende, la salinización esteriliza unos suelos que no son ya lavados por la inundación… ¿Y se atreve a decirme que exagero?

Gamal Shafir se secó la frente con un pañuelo de algodón y reguló el ventilador que agitaba el aire caliente de su despacho, dominado por el retrato del presidente. Fuera, había cuarenta y cinco grados a la sombra.

—Siéntese, señor Walker, se lo ruego; la cólera no lleva a ninguna parte.

—He depositado un detallado informe en la sede de la Organización Mundial de la Salud; demuestra que, desde la desaparición de la crecida, las enfermedades parasitarias se desarrollan de un modo fulminante. Antaño, las aguas ahogaban ratas, escorpiones y serpientes; ahora van en constante aumento. Además, gusanos y parásitos proliferan en los canales de irrigación que el sol purificaba durante el período de sequía, indispensable para el equilibrio natural.

El supervisor levantó las manos en señal de impotencia.

—He aquí otro informe para usted —prosiguió Mark depositando un grueso legajo en la mesa del funcionario—. La ausencia de crecida priva al valle del Nilo y al Delta de ciento diez millones de metros cúbicos de aluvión; el lecho del río desciende al menos dos centímetros por año y sus orillas se desmoronan. La erosión lateral hace perder tierras cultivables y socava los puentes.

—La crecida era irregular; los años malos estábamos condenados al hambre.

—Son la superpoblación y la demografía galopante las que acarrean miseria, no la crecida. Habría bastado construir, siguiendo el ejemplo de los antiguos, pequeñas presas a lo largo del Nilo, y no entregar el país como pasto a un monstruo. Mi informe demuestra que el Delta se hunde en el Mediterráneo; hacia 2030, según los cálculos menos pesimistas, estará parcialmente sumergido. ¿Imagina usted la magnitud del desastre?

—Somos conscientes del peligro y no desdeñamos sus advertencias; tenga la seguridad de que adoptaremos las medidas necesarias.

—He añadido a mi informe las quejas de los pescadores del Delta que pronto se verán reducidos a la inactividad y engrosarán las filas de los parados; por culpa de la presa, el Nilo ya sólo lleva un agua muy pobre en sustancias nutritivas, los peces desaparecen.

—¡Y pululan en el lago Nasser! —protestó Gamal Shafir.

—¡Hablemos de su lago! Tenían que proliferar las industrias pesqueras y los centros turísticos, pero es sólo un desierto acuático cuya evaporación llega a diez mil millones de metros cúbicos por año, en vez de los seis previstos por los especialistas. Una quinta parte del caudal de Nilo desaparece, las aguas del lago se infiltran por abajo y forman una capa de agua subterránea que asciende con bastante rapidez; ya sólo está a dos metros por debajo de Karnak y a cuatro metros de la esfinge.

Irritado, el supervisor pulsó un timbre.

Apareció un coloso nubio de rara nobleza, vestido con una galabieh[2] azul. Posó una helada mirada en el funcionario.

—Tráenos té, Soleb.

—Aquí está.

—¡Apuesto a que estará tibio! Y, sin embargo, sabes que me gusta hirviendo.

Gamal Shafir probó el brebaje.

—¡No está lo bastante caliente! Lárgate, Soleb, te despido. Te he avisado más de diez veces.

El nubio desapareció sin decir una palabra.

—Qué perezoso… No hay manera de que te sirvan correctamente —masculló el egipcio.

Mark volvió a la carga.

—Financio un programa de la UNESCO para salvaguardar los monumentos egipcios en peligro; la salinización y el salitre corroen el gres de los templos. Si no actúan enseguida, Karnak se derrumbará. Por lo que a las tumbas del Valle de los Reyes se refiere, perderán su colorido. Necesito su ayuda.

—Es muy difícil… ¿Acaso mi posición no me impide criticar la presa? Y la suya, querido amigo, podría hacerse delicada; su autoridad, el peso de sus declaraciones, sus intervenciones ante los medios de comunicación internacionales comienzan a herir ciertas susceptibilidades.

—¿Y la profecía?

—¿Qué profecía?

—La que acabo de descubrir en una tumba, cerca de aquí; he aquí mi traducción, lea.

Gamal Shafir consultó el documento con atención; el americano tenía fama de egiptólogo competente.

El alto funcionario disimuló su turbación.

—No es serio… Un viejo texto sin interés.

—¿Está usted seguro? En Egipto nadie toma a la ligera la palabra de los Antiguos.

—Los faraones están muertos y bien muertos.

—La presa es la más terrible de las amenazas que pesan sobre el país; hay que encontrar soluciones.

—No corre prisa.

—¿Y el limo? —insistió Mark—. Los expertos estimaban que el lago Nasser sólo se colmaría dentro de cinco siglos, pero comienza ya a estar enlodado.

—¿No le alegra eso?

—En vez de utilizar el limo, los fabricantes de ladrillos obtienen su materia prima de las tierras cultivables, tan preciosas. Por culpa de la maldita presa, Egipto se empobrece y su población sufre. Y eso me desespera.

El supervisor abrió una carpeta que contenía varias hojas con numerosas firmas.

—Temo, como usted, un enlodamiento mucho más rápido del previsto. Con autorización de mis superiores, he comenzado a estudiar un proyecto. Convocamos una licitación para que los especialistas estudien el fondo del lago Nasser y nos propongan las técnicas de dragado menos costosas. Sin duda transcurrirán varios años antes de que se realice; pero es ya un primer paso.

—¿Ofrecerán el lodo a los fabricantes de ladrillos?

—Es posible.

—¿Cuándo piensan crear un canal de derivación para restablecer, al menos en parte, la crecida?

—No pida demasiado.

—Volveremos a hablar de ello.

El reloj marcaba las dos de la tarde; la jornada de trabajo del funcionario terminaba. Mark se levantó, pensando en su prometida que llegaría a Asuán hacia las seis. A aquella felicidad se añadía su primera victoria sobre la inercia de la administración; el verano se anunciaba radiante.