El verdadero valor de un ser humano no viene determinado por su grado de posesión, supuesto o real, de la verdad, sino más bien por la honestidad de su esfuerzo en pos de alcanzarla. No es la posesión de la verdad, sino más bien la búsqueda de la misma, lo que ensancha su capacidad y donde puede hallarse su siempre creciente perfectibilidad. La posesión nos convierte en sujetos pasivos, indolentes y orgullosos. Si Dios ocultara toda la verdad en su mano derecha y en su izquierda no escondiera más que el firme y diligente impulso para perseguirla, y se me brindara la oportunidad de escoger únicamente entre una de las dos, tomaría con toda humildad su mano izquierda, aun con la condición de errar siempre y eternamente en el proceso.
GOTTHOLD LESSING, Anti-Goeze (1778)
«El Mesías no va a venir… ¡y ni siquiera va a llamar!»
Éxito musical israelí de 2001.
El gran Lessing lo expresó con mucha delicadeza en el transcurso de su intercambio de ataques con el predicador fundamentalista Goeze. Y su adecuado recato hacía que pareciera como si tuviera, o pudiera tener, alguna posibilidad de elección al respecto. Ateniéndonos a los hechos, nosotros no tenemos la posibilidad de «escoger» entre verdad o fe. Solo tenemos derecho a decir acerca de quienes sí afirman conocer la verdad de la revelación que se engañan a sí mismos y tratan de engañar o de intimidar a los demás. Desde luego, para la mente es mejor y más saludable «escoger» en todo caso la senda del escepticismo y la indagación, ya que únicamente mediante el continuo ejercicio de estas facultades podemos esperar lograr algo. Mientras que las religiones, tal como sagazmente las define Simón Blackburn en su estudio de La República de Platón, son tan solo «filosofías fosilizadas» o filosofía despojada de preguntas. «Escoger» el dogma y la fe antes que la duda y el experimento es rechazar el fruto maduro y tender la mano con avaricia al Kool-Aid.
Tomás de Aquino escribió en una ocasión un documento sobre la Trinidad y, considerándolo humildemente uno de sus logros más redondos y elaborados, lo dejó sobre el altar de Notre Dame para que el propio dios pudiera examinar la obra y, tal vez, honrar al «doctor angelical» con una opinión. (En esto Aquino cometió el mismo error que cometen quienes, convertidas en monjas, ocultan su aseo en los conventos bajo una lona durante las abluciones: tenían la impresión de que un dispositivo tan modesto desviaría la mirada de dios de las formas femeninas desnudas, pero olvidaban que en virtud de su omnisciencia y omnipotencia él supuestamente podía «verlo» todo, en cualquier lugar y en cualquier momento, y olvidaban además que podía «ver» sin duda a través de los muros y techos del convento sin sentirse siquiera contrariado por el escudo protector de lona. Suponemos que las monjas en realidad estaban impidiéndose contemplar sus propios cuerpos, o los de las demás.)
Como quiera que fuera, Tomás de Aquino descubrió más adelante que dios realmente había echado un vistazo detenido a su tratado (lo cual le convirtió en el único autor de la historia que afirmó de sí mismo semejante distinción) y unos monjes y novicias turbados lo descubrieron levitando desbordante de felicidad por el interior de la catedral. Tengan la seguridad de que contamos con testigos presenciales de este acontecimiento.
Cierto día de primavera del año 2006, el presidente Ahmadineyad de Irán participó acompañado de su gabinete en una procesión a un lugar situado entre la capital, Teherán, y la ciudad santa de Qom en la que se encuentra un pozo. Se dice de dicho pozo que es la cisterna en la que se refugió el Duodécimo Imán, o imán «oculto» o «escondido», en el año 873, a la edad de cinco años, para no volver a ser visto jamás hasta que su muy esperada e implorada reaparición asombre y redima al mundo. Al llegar al lugar, Ahmadineyad tomó un manuscrito de papel y lo arrojó por la abertura para poner al día a la persona oculta de los progresos realizados por Irán en la fisión termonuclear y el enriquecimiento de uranio. Uno habría dicho que dondequiera que se encontrara el imán, estaría ya al tanto de estos avances, pero de algún modo tenía que ser el pozo el que actuara como buzón de esa carta perdida. Podríamos añadir que el presidente Ahmadineyad había regresado hacía poco de las Naciones Unidas, en donde había pronunciado un discurso que fue recogido ampliamente tanto por la radio y la televisión, así como contemplado «en directo» por un numeroso público. En todo caso, a su regreso a Irán contó a sus partidarios que mientras dirigía su alocución había sido bañado por una resplandeciente luz verde (el verde es el color predilecto del islam), y que las emanaciones de esta luz divina habían mantenido a todos los asistentes a la Asamblea General inmóviles y en silencio. Como este fenómeno se circunscribió exclusivamente a él (según parece, solo él lo sintió), lo interpretó como una señal más del inminente regreso del Duodécimo Imán, por no decir un refrendo adicional de su ambición por ver que la República Islámica de Irán, sumida como estaba en la mendicidad, la represión, el estancamiento y la corrupción, es en todo caso una potencia nuclear. Pero, al igual que Tomás de Aquino, no se fiaba de que el Duodécimo Imán o imán «escondido» fuera capaz de examinar documentos a menos que se le pusieran, como hizo él, directamente delante de sus narices.
Después de haber presenciado con frecuencia ceremonias y procesiones chiíes, a mí no me sorprendió enterarme de que, tanto en su forma como en su liturgia, están tomadas en parte del catolicismo. Doce imanes, uno de ellos actualmente «en ocultación» y a la espera de reaparecer o volver a despertar. Un culto frenético al martirio, sobre todo tras la agonizante muerte de Husein, que fue abandonado y traicionado en las áridas y amargas llanuras de Kerbala. Procesiones de penitentes y gentes que se mortifican inundadas de dolor y culpa y se dirigen al lugar en que su sacrificado líder fue abandonado. A la fiesta que más se parece la masoquista celebración chií de la Ashura es a la de Semana Santa, en la cual se portan por las calles de España hábitos, cruces, capirotes y antorchas. Pero una vez más se demuestra que la religión monoteísta es un plagio de una habladuría sobre una habladuría de una ilusión sobre una ilusión que se remonta mucho tiempo atrás a la invención de unos cuantos fiascos.
Otra forma de expresarlo consiste en decir que, mientras escribo estas páginas, una versión de la Inquisición está a punto de dar con un arma nuclear. Bajo el anquilosado gobierno de la religión, la magnífica, ingeniosa y sofisticada civilización de Persia ha ido perdiendo su pulso a ritmo constante. Sus escritores, artistas e intelectuales están principalmente en el exilio o han sido ahogados por la censura; sus mujeres son un bien más y una presa sexual; la mayoría de sus jóvenes no han completado su educación y carecen de empleo. Tras un cuarto de siglo de teocracia, Irán todavía exporta las mismas cosas que exportaba cuando los teócratas se hicieron con el poder: pistachos y alfombras. La modernidad y la tecnología la han pasado de largo, excepto para el singular logro de la nuclearización.
Esto sitúa la confrontación entre fe y civilización en un terreno absolutamente nuevo. Hasta hace relativamente poco tiempo, quienes adoptaban la senda clerical tenían que pagar un alto precio por ello. Sus sociedades entrarían en declive, sus economías se replegarían, sus mejores mentes se echarían a perder o se irían a otra parte, y ellos, por consiguiente, se verían superados por sociedades que habían aprendido a amansar o aislar el impulso religioso. Un país como Afganistán sencillamente se descompondría. Siendo esto ya bastante malo por sí solo, empeoró el 11 de septiembre de 2001, cuando desde Afganistán se dio la sagrada orden de adueñarse de dos famosos logros del modernismo (el rascacielos y el avión a reacción) y utilizarlos para la inmolación y el sacrificio humano. La fase posterior, anunciada con claridad en sermones enardecidos, iba a ser el momento en el que los nihilistas apocalípticos coincidieran con el armamento de Armagedón. Los fanáticos sustentados por la fe no podían diseñar nada tan útil o hermoso como un rascacielos o un avión a reacción. Pero, avanzando en su larga historia de plagios, podían tomar prestadas o robar estas cosas para utilizarlas como una negación.
Este libro ha estado dedicado a la discusión más antigua de la historia de la humanidad, pero casi todas las semanas que he dedicado a escribirlo me he visto obligado a hacer una interrupción para participar en los debates tal como estaban desarrollándose en ese momento. Esos debates solían adoptar formas desagradables: no abandonaba el escritorio normalmente para departir con algún viejo jesuita habilidoso en Georgetown, sino que más bien me apresuraba a mostrar solidaridad ante la embajada de Dinamarca, un pequeño país democrático del norte de Europa cuyas otras embajadas estaban ardiendo por la aparición de unas cuantas caricaturas en un periódico de Copenhague. Esta última confrontación resultó particularmente deprimente. La turba islámica estaba violando la inmunidad diplomática y profiriendo amenazas de muerte contra civiles, pese a que la respuesta de Su Santidad el Papa y del arzobispo de Canterbury fue la de condenar… ¡las caricaturas! En mi profesión hubo cierta prisa por ver quién se sometía antes, por informar sobre las imágenes en liza sin llegar a mostrarlas realmente. Y vivimos en una época en la que los medios de comunicación han acabado alimentándose casi exclusivamente de imágenes. Se oyeron voces eufemísticas sobre la necesidad de mostrar «respeto», pero conozco a un buen número de los editores implicados y puedo afirmar con certeza que el principal motivo de la «contención» era simplemente el miedo. En otras palabras, unos cuantos matones y fanfarrones religiosos podían, por así decirlo, impugnar la tradición de libertad de expresión en el mismísimo corazón del territorio occidental. Y en el año 2006… ¡con esas! Al innoble motivo del miedo debemos añadir la práctica moralmente perezosa del relativismo: ningún grupo de personas no religiosas que amenazara con la violencia y la ejerciera habría obtenido una victoria tan fácil, ni habría sido excusada con tanta rapidez (no es que ellos ofrecieran ninguna).
Entonces de nuevo, otro día, uno abría el periódico y leía que el estudio más importante sobre la oración que se haya emprendido en toda la historia había vuelto a revelar que no existía ningún tipo de correlación entre la oración «intercesora» y el restablecimiento de los enfermos. (Bueno, quizá había alguna correlación: los enfermos que sabían que se estaban elevando oraciones por ellos tenían más complicaciones postoperatorias que aquellos otros que no lo sabían, aunque yo no diría que esto demostrara nada.) Además, un grupo de científicos pacientes y entregados a su trabajo había localizado en un remoto lugar del océano Ártico canadiense varios esqueletos de un enorme pez que, hace 375 millones de años, exhibía los rasgos precursores de unos dedos, protomuñecas, codos y hombros. El Tiktaalik, así llamado a propuesta de la población nunavut local, se suma al Archaeopterys, una forma de transición entre los dinosaurios y las aves, como uno de los llamados eslabones perdidos que se buscan desde hace tanto tiempo y que contribuyen a ilustrarnos acerca de nuestra verdadera naturaleza. Entretanto, los roncos defensores del «diseño inteligente» asediarían otro consejo escolar exigiendo que se enseñaran bobadas a los niños. En mi cabeza, este contraste de acontecimientos empezó a adoptar las características de una carrera: un diminuto paso adelante del conocimiento y la razón; un inmenso bandazo de las fuerzas de la barbarie; la gente que sabe que tiene razón y que desea instaurar, como expresó en una ocasión Robert Lowell en otro contexto, «un reino de piedad y hierro».[71]
La religión alardea incluso de contar con una rama específica dedicada al estudio del fin. Se llama a sí misma «escatología» y cavila sin cesar sobre la desaparición de todas las cosas terrenales. Este culto a la muerte se resiste a amainar, aun cuando tenemos toda clase de razones para pensar que las «cosas terrenales» son lo único que tenemos o vamos a tener jamás. Pero a nuestro alcance y desde nuestra perspectiva se despliega todo un universo por descubrir y esclarecer, el cual es un placer en sí mismo estudiar, que proporciona a un individuo medio acceso a ideas que ni siquiera Darwin o Einstein albergaron y que nos ofrece la promesa de avances casi milagrosos en los campos de la salud, la energía y el intercambio pacífico entre culturas diferentes. Sin embargo, millones de personas de todas las distintas sociedades siguen prefiriendo los mitos de la caverna, la tribu y los sacrificios de sangre. El desaparecido Stephen Jay Gould escribió generosamente que la ciencia y la religión pertenecen a «magisteria que no se solapan». Con toda seguridad, no se solapan; pero esto no significa que no sean antagónicos.
A la religión se le han agotado las justificaciones. Gracias al telescopio y el microscopio, ya no ofrece ninguna explicación de nada importante. Allá donde en otro tiempo solía ser capaz de impedir la aparición de rivales mediante la imposición absoluta de una visión del mundo, hoy día solo puede obstaculizar y retrasar (o tratar de hacer retroceder) los progresos constatables que hemos realizado. En ocasiones, es cierto, los reconoce con astucia. Pero es para brindarse a sí misma una alternativa entre la irrelevancia y la obstrucción, la impotencia o la respuesta categórica y, ante semejantes alternativas, está programada para escoger la peor de las dos. Entretanto, interpelada por las imágenes jamás soñadas del interior de nuestro córtex en evolución, de los confines más remotos del universo conocido o de las proteínas y ácidos que constituyen nuestra naturaleza, la religión ofrece o bien la aniquilación en nombre de dios o, además, la falsa promesa de que si aplicamos un cuchillo a nuestros prepucios, rezamos mirando en la dirección adecuada o ingerimos trocitos de barquillo, estaremos «salvados». Es como si alguien, cuando se le ofreciera una deliciosa y aromática fruta de otra temporada, madurada en un invernadero cuidadosa y esforzadamente concebido, arrojara la carne y la pulpa y royera el hueso con aire taciturno.
Sobre todo necesitamos una Ilustración renovada que se fundamente en la proposición de que el objeto de estudio adecuado de la humanidad es el hombre y la mujer. Esta Ilustración no necesitará depender, como sus etapas predecesoras, de los heroicos avances de unas pocas personas con mucho talento y excepcionalmente valientes. Está al alcance de una persona media. El estudio de la literatura y la poesía, tanto por sí mismas como para adentrarse en las eternas preocupaciones éticas de las que se ocupa, puede deponer fácilmente el escrutinio de unos textos sagrados de los que se ha demostrado que están corrompidos y que constituyen una amalgama de materiales diversos. El desarrollo de la investigación científica sin límites y la facilidad de acceso a nuevos hallazgos para miles de personas mediante herramientas electrónicas sencillas revolucionarán nuestros conceptos de investigación y desarrollo. Y lo más importante: el divorcio de la vida sexual y el temor, de la vida sexual y la enfermedad y de la vida sexual y la tiranía pueden tratar de emprenderse por fin mediante el requisito único de que desterremos del discurso a todas las religiones. Y todo esto y mucho más, por primera vez en la historia, está a la vista, cuando no al alcance, de todo el mundo.
No obstante, solo los utopistas más ingenuos pueden creer que esta nueva civilización humana avanzará en línea recta en una especie de ensueño de «progreso». Primero tenemos que superar nuestra prehistoria y huir de las nudosas garras que acechan para arrastrarnos de nuevo a las catacumbas, los altares hediondos y los placeres culpables de la sumisión y la abyección. «Conócete a ti mismo», decían los griegos proponiendo con discreción los consuelos de la filosofía. Para aguzar la mente para este proyecto se ha vuelto necesario también conocer al enemigo… y disponerse a combatirlo.