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Tradición superior: la resistencia de la razón

Soy, pues, uno de los escasos ejemplos en este país, no del hombre que abjuró de la creencia religiosa, sino del que nunca la ha tenido. […] Este aspecto de mi primera educación tuvo, sin embargo, incidentalmente una mala consecuencia, que merece noticia. Al inculcarme mi padre una opinión contraria a la del mundo, creyó necesario dármela como opinión que no era prudente confesar ante él. Esta enseñanza de reservar mis ideas para mí en aquella temprana edad no fue aprendida sin cierta desventaja moral.

JOHN STUART MILL, Autobiografía.

Le silence éternel de les espaces ínfinis m’effraie. (El silencio eterno de esos espacios infinitos me espanta.)

BLAISE PASCAL, Pensamientos.

El libro de los Salmos puede resultar engañoso. El famoso comienzo del salmo 121, por ejemplo («Alzo los ojos a los montes: ¿de dónde vendrá mi auxilio?») se presenta en la traducción inglesa como una afirmación, pero en la versión original adopta la forma de una pregunta: ¿de dónde va a venir la ayuda? (No hay cuidado: la insustancial respuesta es que los creyentes serán inmunes a todo peligro y sufrimiento.) Quienquiera que fuese el salmista, evidentemente quedó lo bastante satisfecho con el lustre y la orientación del salmo 14 para repetirlo casi palabra por palabra en el salmo 53. Ambas versiones comienzan con la misma afirmación de que «Dice en su corazón el insensato: “¡No hay Dios!”». Por la razón que sea, esta anodina observación se considera lo bastante relevante para ser reutilizada a lo largo de todos los apólogos religiosos. Lo único que podemos dar por seguro en esta afirmación, por otra parte sin sentido, es que incluso en aquella remota época debió de haber existido constancia de la falta de fe (no solo de la herejía y la reincidencia, sino de la ausencia declarada de fe). Dado que en aquel entonces el gobierno de la fe indiscutible y brutalmente punitiva era absoluto, tal vez solo podría haber sido un loco quien no mantuviera esta conclusión firmemente enterrada en lo más profundo de sí mismo, en cuyo caso sería interesante saber cómo el salmista conocía su existencia. (En los hospitales psiquiátricos soviéticos se encerraba a los disidentes porque experimentaban «ilusiones reformistas», ya que se suponía que era bastante natural y razonable que todo aquel que estuviera lo suficientemente loco para proponer reformas había perdido todo sentido de la supervivencia.)

A nuestra especie jamás se le agotarán los locos, pero me atrevería a decir que ha habido al menos tantos idiotas crédulos que han profesado la fe en dios como imbéciles y bobalicones que han concluido lo contrario. Sería inmodesto por mi parte sugerir que la proporción es favorable a la inteligencia y la curiosidad de los ateos, pero se da el caso de que algunos seres humanos siempre han reparado en la improbabilidad de la existencia de dios, en el mal causado en su nombre, en la verosimilitud de que sea una invención del ser humano y en la existencia de creencias y explicaciones alternativas menos nocivas. No podemos conocer los nombres de todos estos hombres y mujeres, ya que en toda época y lugar han estado sometidos a una despiadada aniquilación. Por idéntico motivo, tampoco podemos saber cuántas personas aparentemente devotas eran en realidad no creyentes clandestinos. Todavía en los siglos XVIII y XIX, en sociedades relativamente libres como las de Gran Bretaña y Estados Unidos, ateos tan convencidos y prósperos como James Mill o Benjamín Franklin consideraban aconsejable mantener en secreto su opinión. Así, cuando leemos las glorias de la pintura y la arquitectura devotas «cristianas», o de la astronomía y la medicina «islámicas», estamos hablando de avances de la civilización y la cultura (algunos de ellos anticipados por los aztecas y los chinos) que tienen tanto que ver con la «fe» como sus antepasados con los sacrificios humanos y el imperialismo. Y salvo en casos muy excepcionales, no disponemos de ningún instrumento para saber cuántos de estos arquitectos, pintores y científicos mantenían a buen recaudo sus pensamientos más íntimos del escrutinio de los piadosos. Galileo podría haber seguido trabajando con su telescopio con toda tranquilidad si no hubiera cometido la imprudencia de reconocer que aquello tenía consecuencias cosmológicas.

La duda, el escepticismo y la falta de fe declarada han adoptado siempre en esencia la misma forma que adoptan hoy. Siempre hubo comentarios sobre el orden natural que llamaron la atención sobre la ausencia o no necesaria existencia de un motor primordial. Siempre hubo comentarios sagaces sobre el modo en que la religión reflejaba los deseos o los designios humanos. Nunca fue tan difícil entender que la religión era una causa de odio y de conflicto, y que su persistencia dependía de la ignorancia y la superstición. Los autores satíricos y los poetas, además de los filósofos y los hombres de ciencia, fueron capaces de señalar que si los triángulos tuvieran dioses, sus dioses tendrían tres lados, exactamente igual que los dioses tracios tenían el cabello rubio y los ojos azules.

Tal vez lo que mejor ejemplifique el choque original entre nuestra capacidad de raciocinio y cualquier forma de fe organizada sea el juicio de Sócrates en el 399 a.C., si bien ya debió de haberse producido en la mente de muchas personas con anterioridad. No me importa en absoluto que no tengamos certeza absoluta de que Sócrates existiera. Los datos sobre su vida y sus palabras proceden de fuentes secundarias; casi igual, pero no tanto, como los libros de la Biblia judía y cristiana y los hadices del islam. Sin embargo, la filosofía no tiene ninguna necesidad de semejante demostración, ya que no se ocupa de la sabiduría «revelada». Por casualidad disponemos de algunos relatos plausibles de esa vida en cuestión (un soldado estoico que recuerda un poco a Schweijk en su aspecto; una esposa con mal humor; cierta tendencia a sufrir ataques de catalepsia)… y nos pueden servir. Atendiendo a las palabras de Platón, que tal vez fuera un testigo presencial, podemos aceptar que durante cierto período de paranoia y tiranía en Atenas, Sócrates fue acusado de impiedad y supo que tendría que pagar con su vida. Las nobles palabras de Apología de Sócrates también dejan patente que no se preocupó por salvarse afirmando algo en lo que no creyera, como un hombre que se exculpara al afrontar un interrogatorio. Aun cuando no fue de hecho un ateo, con bastante razón se le consideró peligroso por su defensa de la libertad de pensamiento e investigación sin límites y por su negativa a dar su aprobación a cualquier dogma. (Esta es para mí todavía la definición de una persona culta.) Según Platón, este gran ateniense se contentaba con cumplir con los ritos convencionales de la ciudad, testificó diciendo que el oráculo délfico le había dado instrucciones de convertirse en un filósofo y, en el lecho de muerte, condenado a beber cicuta, habló de otra posible vida en el más allá en la que quienes habían confundido el mundo a base de sofistería continuarían llevando todavía una existencia de idea pura. Pero aun así, se acordó, como siempre, de matizar sus palabras añadiendo que aquello podría perfectamente no ser así. Como siempre, valía la pena plantearse la pregunta. La filosofía empieza allá donde termina la religión, exactamente igual que, por analogía, la química empieza allá donde se agota la alquimia y la astronomía ocupa el lugar de la astrología.

Además, de Sócrates podemos aprender cómo discutir dos elementos que son de la máxima importancia. El primero es que la conciencia es innata. El segundo es que la fe dogmática puede ser derrotada y satirizada fácilmente a manos de aquel que simule adoptar sus prédicas tal como se expresan.

Sócrates creía que tenía un daimon, un oráculo o guía interior, con cuya sensata opinión valía la pena contar. Todo el mundo menos los psicópatas tienen esta sensación en mayor o menor medida. Adam Smith describía a un socio permanente con el que mantenía una conversación inaudible, que actuaba como un inspector y un escrutador. Sigmund Freud escribió que la voz de la razón era débil, pero muy persistente. C. S. Lewis trató de demostrar demasiadas cosas a base de opinar que la presencia de una conciencia indicaba la chispa divina. La jerga actual describe la conciencia, no del todo mal, como aquello que nos hace comportarnos bien cuando nadie nos observa. En cualquier caso, Sócrates se negó en redondo a decir nada de lo que no estuviera moralmente convencido. A veces, si sospechaba que se inclinaba demasiado hacia la casuística o a complacer a la multitud, interrumpía bruscamente su discurso a medias. Dijo a sus jueces que durante su alocución final su «oráculo» no le había insinuado en ningún momento que se detuviera. Quienes creen que la existencia de la conciencia es una demostración de algún designio piadoso están presentando un argumento que sencillamente no se puede refutar, ya que no existe ninguna evidencia a su favor ni en su contra. El caso de Sócrates, no obstante, demuestra que los hombres y mujeres con auténtica conciencia tendrán a menudo que reafirmarla ante la fe.

Se enfrentaba a la muerte, pero aun condenado, tenía la posibilidad de suavizar la sentencia si decidía apelarla. En un tono casi insultante se ofreció a pagar una multa insignificante antes que hacerlo. Al no haber ofrecido a sus iracundos jueces ninguna alternativa más que la pena capital, pasó a exponer por qué el asesinato a manos de ellos no significaba nada para él. La muerte no le producía ningún miedo: o bien era descanso perpetuo, o bien la posibilidad de la inmortalidad e incluso de comunión con grandes griegos como Orfeo y Homero, que habían fallecido antes que él. En ese afortunado caso, señaló con sequedad, uno podría incluso desear morir una y otra vez. No debe importarnos que ya no exista el oráculo deifico, ni que Orfeo y Homero sean personajes mitológicos. Lo importante es que Sócrates se mofaba de sus acusadores con sus propias armas diciendo de hecho: no tengo certeza de la existencia de la muerte ni de los dioses, pero estoy todo lo seguro que puedo estarlo de que vosotros tampoco lo sabéis.

Parte de las consecuencias antirreligiosas de Sócrates y de sus amables pero incansables preguntas pueden intuirse a partir de una obra teatral escrita y representada en vida suya. Las nubes, escrita por Aristófanes, nos presenta a un filósofo llamado Sócrates que dirige una escuela de escepticismo. A un agricultor de las cercanías se le ocurren todas las preguntas estúpidas que plantean los fieles. Para empezar, si no existe ningún Zeus, ¿quién trae la lluvia para regar las cosechas? Invitando al hombre a que utilice su cabeza durante un segundo, Sócrates señala que si Zeus pudiera hacer la lluvia, llovería o podría llover cuando en el cielo no hubiera nubes. Como esto no sucede, sería más prudente concluir que las nubes son la causa de la lluvia. Muy bien, dice el campesino, pero entonces, ¿quién lleva las nubes hasta la posición adecuada? Debe de ser sin duda Zeus. No es así, afirma Sócrates, que le habla del viento y el calor. Bien, en ese caso, replica el anciano campesino, ¿de dónde proviene el rayo que castiga a los perjuros y a otros malhechores? La luz, se le indica gentilmente, no parece discriminar entre justos e injustos. De hecho, se ha advertido a menudo que azota los templos del propio Zeus del Olimpo. Esto basta para vencer al agricultor, aunque posteriormente abjura de su impiedad y prende fuego a la escuela con Sócrates en su interior. Son muchos los librepensadores que han recorrido este mismo camino, o que se han escapado de él por muy poco. Todas las confrontaciones importantes acerca del derecho a la libertad de pensamiento, de expresión y de investigación han adoptado la misma forma: la de una tentativa religiosa de reafirmar la mentalidad literal y limitada sobre la irónica e indagadora.

En esencia, el argumento de la fe empieza y termina con Sócrates, y si uno lo desea puede adoptar el punto de vista de que los fiscales de la ciudad hacían bien en proteger a la juventud ateniense de estas perturbadoras especulaciones. Sin embargo, no se puede sostener que recurriera a mucha ciencia para plantar cara a la superstición. Uno de sus acusadores alegaba que llamaba al sol un trozo de roca y a la luna un trozo de tierra (la última de las cuales habría sido cierta), pero Sócrates eludió la acusación afirmando que ese era un problema de Anaxágoras. De hecho, este filósofo jonio había sido acusado anteriormente por afirmar que el sol era un trozo de roca incandescente y la luna un trozo de tierra, pero no fue tan perspicaz como Leucipo y Demócrito, que proponían que todo estaba compuesto de átomos en continuo movimiento. (También es posible, dicho sea de paso, que Leucipo no existiera, pero nada importante varía tanto si existió realmente como si no.) Lo importante de la brillante escuela «atomista» es que consideraba que la cuestión de la primera causa u origen era esencialmente irrelevante. En aquella época, hasta ahí era hasta donde cualquier mente podía razonablemente llegar.

Esto dejaba sin resolver el problema de los «dioses». Epicuro, que asumió la teoría atomista de Demócrito, apenas podía dejar de creer en «su» existencia, pero le resultaba imposible convencerse de que los dioses desempeñaran algún papel en los asuntos humanos. Para empezar, ¿por qué iban «ellos» a molestarse con el tedio de la existencia humana, y menos aún con el del gobierno humano? Ellos evitaban el dolor innecesario y los seres humanos procuran hacer lo mismo. Así pues, no hay por qué temer a la muerte, y entretanto todas las tentativas de interpretar las intenciones de los dioses, como estudiar las vísceras de los animales, son un absurdo desperdicio de tiempo.

En algunos aspectos, el más atractivo y delicioso de los fundadores de la antirreligión es el poeta Lucrecio, que vivió en el siglo I a.C. y admiraba sobremanera la obra de Epicuro. En respuesta a la recuperación del antiguo culto por parte del emperador Augusto, compuso un ingenioso y brillante poema titulado De rerum natura, o De la naturaleza de las cosas. Esta obra quedó prácticamente destruida por los fanáticos cristianos de la Edad Media y solo nos ha quedado un manuscrito copiado, de modo que tenemos la suerte de saber incluso que una persona que escribía en la época de Cicerón (que publicó el poema por primera vez) y Julio César había conseguido mantener viva la teoría atómica. Lucrecio se adelantó a David Hume al afirmar que la posibilidad de una futura aniquilación no era peor que la contemplación de la nada de la que procedíamos; y también se adelantó a Freud al ridiculizar la idea de disponer de antemano ritos funerarios y monumentos conmemorativos, todos los cuales manifestaban el vano e inútil deseo de estar presente de algún modo en el propio funeral. Coincidiendo con Aristófanes, pensaba que el clima se explicaba sin recurrir a otras cosas y que la naturaleza, «limpia de todos los dioses», hacía el trabajo que los necios y los egocéntricos imaginaban inspirado por la divinidad u ordenado en torno a sus insignificantes personas:

¿Quién igualmente hacerlos que rueden todos los cielos

y toda la tierra a dar fruto templar con célicos fuegos,

o en todo lugar estar preparado en todo momento

a hacer con nubes tiniebla y la haz sacudir con estruendo

del cielo serena, o rayos aún arrojar y sus templos

mismos tal vez derrocar y ya retirado a desierto,

con saña ensayar su venablo, que a veces deja a perversos

de lado y quita la vida a quien mal ni mérito ha hecho?

El atomismo fue brutalmente perseguido a lo largo y ancho de toda la Europa cristiana durante muchos siglos bajo el no poco razonable fundamento de que ofrecía una explicación mucho mejor del mundo natural que la ofrecida por la religión. Pero, como si se tratara de una tenue hebra de pensamiento, la obra de Lucrecio consiguió perdurar en unas cuantas mentes eruditas. Tal vez sir Isaac Newton fuera creyente (en toda clase de pseudociencia, además de en el cristianismo), pero cuando se dispuso a establecer sus Principia incluyó en los primeros bocetos noventa y nueve versos de De rerum natura. Aunque la obra de Galileo de 1623 Saggiatore no hace reconocimiento explícito de Epicuro, se basaba tanto en sus teorías atómicas que sus amigos y sus críticos por igual se referían a él como un libro epicúreo.

En vista del terror impuesto por parte de la religión sobre la ciencia y el estudio durante los primeros siglos de cristianismo (Agustín sostenía que los dioses paganos sí existían, pero únicamente como diablos, y que la tierra tenía menos de seis mil años), y del hecho de que a la mayoría de las personas inteligentes les parecía prudente exhibir en público su conformidad, no debe sorprendernos que la recuperación de la filosofía se manifestara originalmente en términos casi devotos. A aquellos que seguían las diferentes escuelas de filosofía autorizadas en Andalucía durante su breve período de prosperidad (una síntesis de aristotelismo, judaísmo, cristianismo e islamismo), se les permitía especular sobre la dualidad de la verdad y un posible equilibrio entre razón y revelación. Este concepto de «doble verdad» fue presentado por los seguidores de Averroes, pero recibió la firme oposición de la Iglesia por razones obvias. A Francis Bacon, que escribió sus obras durante el reinado de la reina Isabel I, le gustaba decir, tal vez inspirándose en la aseveración de Tertuliano de que cuanto mayor es la estupidez, más fuerte es la creencia en ella, que la fe alcanza su cota máxima cuando sus enseñanzas son menos asimilables por la razón. Pierre Bayle, que escribió unas décadas más tarde, era muy aficionado a exponer con gran detalle cuanto la razón podía decir contra cualquier creencia ortodoxa y concluir luego que «tanto mayor es el triunfo de la fe creyendo, a pesar de todo». Podemos estar prácticamente seguros de que no hizo esto solo para eludir el castigo. Estaba a punto de alborear la época en que la ironía exigiera demasiado a las mentes literales y fanáticas y las confundiera.

Pero esto no iba a suceder sin muchas venganzas y acciones defensivas por parte de las mentes literales y fanáticas. Durante un breve pero espléndido período del siglo XVII, la incondicional y pequeña nación de Holanda fue la tolerante anfitriona de muchos librepensadores como Bayle (que se trasladó allí para estar a salvo) y Rene Descartes (que también se trasladó allí por idéntico motivo). Además, fue el lugar en que, un año antes de la comparecencia de Galileo ante la Inquisición, nació el magnífico Baruch Spinoza, hijo de judíos españoles y portugueses que habían emigrado inicialmente a Holanda para librarse de las persecuciones. El 27 de julio de 1656, los ancianos de la sinagoga de Amsterdam hicieron la siguiente cherem, condena o fatwa de su obra:

Por la decisión de los ángeles, y el juicio de los santos, excomulgamos, expulsamos, execramos y maldecimos a Baruch de Spinoza, con la aprobación del Santo Dios y de toda esta Santa comunidad, ante los Santos Libros de la Ley con sus 613 prescripciones, con la excomunión con que Josué excomulgó a Jericó, con la maldición con que Eliseo maldijo a sus hijos y con todas las execraciones escritas en la Ley. Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa. Que el Señor no lo perdone. Que la cólera y el enojo del Señor se desaten contra este hombre y arrojen sobre él todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley. El Señor borrará su nombre bajo los cielos y lo expulsará de todas las tribus de Israel abandonándolo al Maligno con todas las maldiciones del cielo escritas en el Libro de la Ley.

Esta maldición múltiple concluía con una orden que exigía a todos los judíos evitar todo contacto con Spinoza y abstenerse de leer «nada escrito o transcrito por él» so pena de ser castigado. (Por cierto, «la maldición con que Eliseo maldijo a sus hijos» remite al muy edificante episodio bíblico en el que Eliseo, disgustado con unos niños que se mofaban de él por su calvicie, pidió a dios que enviara dos osos para que los descuartizaran. Cosa que, según cuenta la historia, los osos hicieron obedientemente. Tal vez Thomas Paine no se equivocara al decir que no podía creer en ninguna religión que escandalizara la mente de un niño.)

El Vaticano y las autoridades calvinistas de Holanda aprobaron efusivamente esta histérica condena judía y se sumaron a la erradicación de las obras de Spinoza en toda Europa. ¿Acaso aquel hombre no había puesto en duda la inmortalidad del alma y había demandado la separación de Iglesia y Estado? ¡Abajo con él! A este hereje ridiculizado se le reconoce hoy día la obra filosófica más original de todos los tiempos sobre la distinción mente/cuerpo, y sus reflexiones sobre la condición humana han proporcionado más consuelo real a personas reflexivas que ninguna religión. La discusión acerca de si Spinoza era o no un ateo continúa: ahora resulta extraño que tuviéramos que discutir si el panteísmo es un ateísmo o no. Según sus propios y manifiestos términos, es en realidad un teísmo, pero la definición que daba Spinoza de un dios que se manifestaba a lo largo y ancho de todo el mundo natural se acerca mucho a la definición de un dios religioso sin existencia. Y si existe una deidad cósmica dominante y preexistente que forma parte de su creación, entonces no queda sitio para un dios que interviene en los asuntos humanos; y menos aún para un dios que toma partido en feroces guerras aldeanas entre diferentes tribus de judíos y árabes. Para empezar, ningún texto puede haber sido escrito o inspirado por él, ni puede ser propiedad particular de una secta o tribu. (Uno se acuerda de la pregunta que formularon los chinos cuando hicieron su aparición los primeros misioneros cristianos. Si dios se había revelado, ¿cómo es que ha permitido que pasen tantos siglos sin informar a los chinos? «Busca el conocimiento, aunque sea en China», dijo el profeta Mahoma, dando a entender inadvertidamente que la mayor civilización del mundo de aquella época se encontraba auténticamente en el borde exterior de su conciencia.) Al igual que Newton y Galileo se basaron en Demócrito y Epicuro, descubrimos a Spinoza proyectado en la mente de Einstein, que respondió a una pregunta de un rabino afirmando con rotundidad que él solo creía en «el dios de Spinoza», y en absoluto en un dios «que se preocupa por los destinos y los actos de los seres humanos».[62]

Spinoza desjudaizó su nombre cambiándolo por el de Benedicto, sobrevivió veinte años al anatema de Amsterdam y murió como consecuencia de la inhalación de vidrio pulverizado con un estoicismo radical y perseverando siempre en la conversación serena y racional. La suya fue una carrera dedicada a fabricar y pulir lentes para telescopios y usos médicos, una adecuada actividad científica para alguien que enseñó a los seres humanos a ver con mayor agudeza. «A menudo quizá sin saberlo —escribió Heinrich Heine—, todos nuestros modernos filósofos miran a través de las lentes que pulió Baruch Spinoza.»[63] Los poemas de Heine serían arrojados posteriormente a una pira por chicos nazis balbucientes que creían que ni siquiera un judío asimilado podría haber sido un verdadero alemán. Los judíos atemorizados y atrasados que condenaron al ostracismo a Spinoza habían desechado una joya más valiosa que toda su tribu: el cuerpo de su hijo más valeroso fue robado tras su muerte y sometido seguramente a otros rituales de profanación.

Spinoza había anticipado algo de esto. En su correspondencia escribió la palabra Caute! (en latín, «ten cuidado») y colocó un capullo de rosa debajo. Este no fue el único aspecto sub rosa de su obra: dio un nombre falso al impresor de su famoso Tractatus y dejó en blanco la página dedicada al autor. Su obra prohibida (gran parte de la cual tal vez no habría sobrevivido a su muerte de no haber sido por la valentía y la iniciativa de un amigo) siguió habitando clandestinamente en los escritos de otros autores. En el importante Dictionnaire de 1697 de Pierre Bayle se mereció la entrada más extensa. El espíritu de las leyes, obra de Montesquieu en 1748, se consideraba tan en deuda con la prosa de Spinoza que su autor fue obligado por las autoridades religiosas de Francia a repudiar a este monstruo judío y a realizar una declaración pública anunciando su fe en un creador (cristiano). La gran Encyclopédie francesa que acabó definiendo la Ilustración, dirigida por Denis Diderot y d’Alembert, contiene una extensísima entrada sobre Spinoza.

No deseo repetir el burdo error que los apologistas cristianos han cometido. Ellos dedicaron un esfuerzo inmenso e innecesario a demostrar que los sabios que escribieron antes de Cristo eran realmente profetas y prefiguraciones de su venida. (Todavía en el siglo XIX, William Ewart Gladstone despilfarró páginas y páginas de papel tratando de demostrar esto en el caso de los antiguos griegos.) No afirmo en modo alguno que los filósofos del pasado sean antepasados putativos del ateísmo. Sin embargo, sí afirmo rotundamente que debido a la intolerancia religiosa no podemos saber cuáles eran sus convicciones más íntimas, y hemos estado muy cerca de que se nos impidiera enterarnos de lo que escribieron para que se leyera. Incluso Descartes, un individuo relativamente conformista al que le pareció aconsejable vivir en el más distendido ambiente de Holanda, propuso un breve epitafio para su propia lápida: «El que se ocultó bien, vivió bien».

En los casos de Pierre Bayle y Voltaire, por ejemplo, no es fácil determinar si eran de verdad irreligiosos o no. Su método ciertamente solía ser irreverente y satírico, y ningún lector aferrado a una fe aerifica podría salir de sus obras sin haber visto esa fe gravemente sacudida. Esas mismas obras fueron los éxitos de ventas de su tiempo e impidieron que las nuevas clases alfabetizadas siguieran creyendo en cosas como la verdad literal de los episodios bíblicos. Bayle, en concreto, ocasionó un inmenso pero saludable alboroto cuando analizó los hechos de David, el supuesto «salmista», y los presentó como la trayectoria de un bandolero sin escrúpulos. También señaló que era absurdo creer que la fe religiosa era la causa de que la gente se comportara mejor, o que la falta de fe hiciera que se comportara peor. Una vasta acumulación de experiencias observables atestiguaron en favor de esa opinión de sentido común, y la descripción de ellas hecha por Bayle es la razón por la que ha sido ensalzado o denostado por ateísmo indirecto y subrepticio. Pero acompañó o escoltó todo esto con muchas más afirmaciones ortodoxas, las cuales probablemente permitieron que su famosa obra gozara de una segunda edición.[64] Voltaire equilibró su salvaje ridiculización de la religión con algunos gestos piadosos y propuso entre sonrisas que su tumba (cuánto parlotearon todos estos hombres sobre las escenas de sus propios funerales) estuviera construida de tal modo que una mitad quedara dentro de la iglesia y la otra mitad fuera. Pero en una de sus apologías más famosas de las libertades civiles y los derechos de conciencia Voltaire también había visto a su cliente Jean Calas deshecho en la rueda de tortura, molido a mazazos y después colgado por la «ofensa» de tratar de convertir al protestantismo a alguien de su familia. Ni siquiera un aristócrata como él podía sentirse seguro, como bien sabía por haber visto el interior de la Bastilla. Al menos, que no se nos olvide esto.

Immanuel Kant creyó durante algún tiempo que todos los planetas estaban habitados y que el carácter de sus poblaciones mejoraba cuanto más lejos de nosotros estuvieran. Pero aun cuando partiera de este fundamento cósmico enternecedor y bastante limitado, fue capaz de elaborar argumentos convincentes contra cualquier presentación teísta que se basara en la razón. Demostró que el viejo argumento del diseño, uno de los favoritos permanentes tanto entonces como ahora, podría tal vez extenderse para postular un arquitecto, pero no un creador. Refutó la prueba cosmológica de la existencia de dios (según la cual la existencia de uno mismo debe suponer otra existencia necesaria) diciendo que únicamente era una reformulación del argumento ontológico. Y desbarató el argumento ontológico poniendo en cuestión la ingenua noción de que si dios podía concebirse como idea o afirmarse como un predicado, entonces debía poseer en consecuencia la cualidad de la existencia. Esta tradicional bobada queda refutada de forma involuntaria por Penelope Lively en su muy engalanada novela Moon Tiger. Al describir a su hija Lisa como una «niña embotada», no obstante se deleita con las preguntas vagas pero desbordantes de imaginación de la niña:

—¿Existen los dragones? —preguntó.

Yo le dije que no existían.

—¿Han existido alguna vez?

Yo le dije que las evidencias apuntaban lo contrario.

—Pero si existe una palabra que es «dragón» —dijo ella—, entonces deben de haber existido dragones alguna vez.

¿Quién no ha protegido a un inocente ante las evidencias refutatorias de semejante ontología? Pero, por el bien del argumento, y dado que no disponemos de toda nuestra vida para gastarla simplemente en crecer, cito aquí a Bertrand Russell: «Kant objeta que existencia no es un predicado. Cien táleros imaginados, dice, tienen todos los mismos predicados que cien táleros reales». He expuesto las evidencias refutatorias de Kant en orden inverso al que él lo hace para llamar la atención sobre el argumento, registrado por la Inquisición en Venecia en 1573, de un hombre llamado Matteo de Vincenti, que opinó sobre la doctrina de la «presencia real» de Cristo en la misa: «Es absurdo tener que creer en estas cosas; son paparruchas. Preferiría creer que llevo dinero en el bolsillo».[65] Kant no conocía la existencia de este predecesor suyo del pueblo llano, y cuando pasó a ocuparse del más reconfortante tema de la ética tal vez no sabía que su «imperativo categórico» tenía ecos de la Regla de Oro del rabino Hillel. El principio de Kant nos anima a «obrar siempre de manera que podamos convertir la máxima de nuestra conducta en ley universal». Con esta síntesis de lo que es el interés mutuo y la solidaridad no se requiere en absoluto ninguna autoridad sobrenatural a la que obedecer. ¿Y por qué debería haberla? La honradez humana no se deriva de la religión. La precede.

Tiene gran interés observar cuántas grandes mentes del período de la Ilustración del siglo XVII pensaban de forma similar, se entrecruzaban y se cuidaban mucho también de expresar sus opiniones con suma cautela, o de circunscribirlas todo lo posible a un pequeño círculo de simpatizantes cultos. Uno de mis casos predilectos sería el de Benjamin Franklin, quien, aunque no descubrió exactamente la electricidad, fue sin duda uno de los que contribuyó a desvelar sus principios y aplicaciones prácticas. Entre estas últimas se encontraba el pararrayos, que acabaría por resolver para siempre la pregunta de si dios intervenía para castigarnos mediante súbitos fogonazos aleatorios. En la actualidad no hay campanario ni minarete que no presuma de tener uno. Al anunciar al público su invento, Franklin escribió:

Dios ha permitido en su magnanimidad para con la humanidad que por fin se descubriese el sistema de defender las viviendas contra las calamidades de los rayos. El método para lograrlo consiste en lo siguiente… [66]

A continuación pasa a presentar con detalle el material casero necesario para obrar el milagro (hilo de cobre, una aguja de coser, «unas cuantas grapas pequeñas»).

Esto hace gala de una absoluta conformidad exterior con la opinión recibida, pero está adornado con un diminuto pero evidente guiño en las palabras «por fin». Uno puede optar, claro está, por creer que Franklin quería decir sinceramente todas y cada una de las palabras que dijo y que deseaba que la gente creyera que él daba crédito al Todopoderoso transigiendo después de todos aquellos años y cediendo finalmente el secreto. Pero el eco de Prometeo cuando roba el fuego a los dioses es demasiado evidente para pasarlo por alto. Y los prometeanos de aquellos tiempos todavía tenían que ser prudentes. El laboratorio de Joseph Priestley en Birmingham, el virtual descubridor del oxígeno, quedó destrozado por una turba de gentes de orientación conservadora al grito de «por la Iglesia y por el Rey», y él tuvo que trasladar sus convicciones unitaristas al otro lado del Atlántico para empezar a trabajar de nuevo. (Nada es perfecto en estos episodios: Franklin se tomó un interés tan fuerte por la francmasonería como Newton por la alquimia, y hasta Priestley era un fiel creyente en la teoría del flogisto. Recordemos que estamos analizando la infancia de nuestra especie.)

Edward Gibbon, que fue rechazado por lo que había descubierto acerca del cristianismo durante la elaboración de su inmensa obra Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, envió un ejemplar anticipado a David Hume, que le advirtió de que tendría problemas, cosa que sucedió. Hume recibió como huésped en Edimburgo a Benjamín Franklin y viajó a París para reunirse con los editores de la Encyclopédie. Aquellos hombres, ampulosamente irreligiosos en ocasiones, quedaron decepcionados al principio cuando su meticuloso huésped escocés comentó la ausencia de ateos y, por tanto, la posible ausencia de cosa semejante al ateísmo. Tal vez a ellos les hubiera gustado más Hume si hubieran leído sus Diálogos sobre la religión natural, escritos aproximadamente una década más tarde.

Basándose en un diálogo ciceroniano en el que el propio Hume adopta aparente y cautelosamente el papel de Filón, los argumentos tradicionales de la existencia de dios se limitan un poco mediante la disponibilidad de evidencias y razonamientos más modernos. Inspirándose tal vez en Spinoza (a gran parte de cuya obra se accedía todavía a través de fuentes indirectas), Hume sugería que la profesión de fe en un ser supremo absolutamente sencillo y omnipresente era en realidad una profesión de ateísmo encubierta, porque semejante ser no podía poseer nada que pudiéramos calificar con sensatez como una mente o una voluntad. Además, si «él» posee ciertamente semejantes atributos, entonces las viejas preguntas de Epicuro seguirían todavía sin respuesta:

¿Es que quiere evitar el mal y es incapaz de hacerlo? Entonces, es que es impotente. ¿Es que puede, pero no quiere? Entonces es malévolo. ¿Es que quiere y puede? Entonces, ¿de dónde proviene el mal?[67]

El ateísmo se abre camino por este falso dilema como la navaja de Ockham. Hasta para un creyente es absurdo imaginarse que dios le debería una explicación. Pero, en todo caso, un creyente se entrega a la tarea imposible de interpretar la voluntad de una persona desconocida y, con ello, hace recaer estas preguntas esencialmente absurdas sobre sí mismo. No obstante, mantengamos esa suposición y veamos dónde nos lleva y sobre qué podremos aplicar nuestra inteligencia, que es lo único de que disponemos. (La respuesta de Hume a la ineludible pregunta acerca del origen de todas las criaturas presagia la de Darwin al decir que en realidad evolucionan: las eficientes sobreviven y las ineficientes desaparecen.) Al final optó, como Cicerón, por dividir la diferencia entre el deísta Cleantes y el escéptico Filón. Esto podría haberse calificado como jugar sobre seguro, algo que Hume solía hacer, o tal vez reflejara el aparente atractivo del deísmo en la época anterior a Darwin.

Hasta el gran Thomas Paine, amigo de Franklin y Jefferson, repudió la acusación de ateísmo que temía hacer recaer sobre sí. De hecho, para hacer una vindicación de dios se dedicó a exponer los crímenes y horrores del Antiguo Testamento, además de los absurdos mitos del Nuevo. Ninguna deidad noble y magnánima, afirmaba él, se habría responsabilizado de semejantes estupideces y atrocidades.[68] Age of Reason, de Paine, representa casi la primera ocasión en que se manifestó abiertamente ese franco desdén hacia la religión organizada. Produjo un impacto tremendo en todo el mundo. Sus amigos y coetáneos estadounidenses, animados en parte por él a declarar la independencia frente a los usurpadores de la casa de Hannover y su particular Iglesia anglicana, consiguieron mientras tanto una proeza extraordinaria que no tenía precedentes: redactar una constitución republicana que no hacía mención alguna de dios y que aludía únicamente a la religión cuando garantizaba que siempre se mantendría separada del Estado. Casi todos los fundadores de Estados Unidos murieron sin que ningún sacerdote les acompañara junto al lecho, como también hizo Paine, a quien los fanáticos religiosos que pedían que aceptara que Cristo era su salvador molestaron mucho en sus últimas horas. Al igual que David Hume, declinó todos esos consuelos y su memoria ha sobrevivido al calumnioso rumor de que suplicó reconciliarse con la Iglesia en el último momento. (El mero hecho de que los piadosos busquen este tipo de «arrepentimientos» en el lecho de muerte, aparte de que después se los inventen, dice mucho sobre la mala fe de quienes viven en la fe.)

Charles Darwin nació en vida de Paine y Jefferson, y su obra consiguió finalmente vencer las limitaciones de la ignorancia bajo las que tuvo que trabajar sobre los orígenes de las plantas y animales, así como de otros fenómenos. Pero hasta Darwin, cuando empezó su investigación como botánico e historiador de la naturaleza, estaba bastante seguro de que actuaba de un modo coherente con los designios de dios. Él quería ser clérigo. Y cuantos más descubrimientos hizo, más trató de «cuadrarlos» con la fe en una inteligencia superior. Al igual que Edward Gibbon, suscitó una polémica por adelantado acerca de su publicación y (no tanto como Gibbon) hizo algunos comentarios para protegerse y defenderse. De hecho, al principio debatió mucho consigo mismo, como algunos bobalicones del «diseño inteligente» de hoy día tienen por costumbre hacer. Enfrentado a los incontestables hechos de la evolución, ¿por qué no afirmar que estos demuestran cuánto más grande es dios de lo que ya pensábamos que era? El descubrimiento de leyes naturales «engrandecería nuestra idea del poder del Creador omnisciente». No del todo convencido de ello interiormente, Darwin temía que sus primeros escritos sobre la selección natural significaran el fin de su buena reputación, algo equivalente a «confesar un asesinato». También percibía que, si descubría alguna vez que la adaptación se acomodaba al entorno, tendría que confesar algo aún más alarmante: la ausencia de una primera causa o diseño grandioso.

A lo largo de toda la primera edición de El origen de las especies pueden encontrarse síntomas de esta ocultación en clave y entre líneas a la antigua usanza. No aparece nunca el término «evolución», mientras que la palabra «creación» sí se utiliza con frecuencia. (Es fascinante que sus primeros cuadernos de apuntes de 1837 recibieran el título provisional de La transmutación de las especies, casi como si Darwin empleara el arcaico lenguaje de la alquimia.) La portadilla del volumen definitivo de El origen de las especies llevaba un comentario, tomado significativamente del, en apariencia, respetable Francis Bacon acerca de la necesidad de estudiar no solo la palabra de dios, sino también su «obra». En El origen del hombre Darwin se sintió capacitado para llevar las cosas un poco más lejos, pero aun así aceptó algunas modificaciones propuestas por su fiel y amada esposa Emma. Solo en su autobiografía, cuya publicación no estaba prevista, y en algunas cartas dirigidas a amigos, reconoció que ya no tenía fe. Su conclusión «agnóstica» vino determinada tanto por su vida como por su obra: había sufrido la pérdida de muchos seres queridos y no logró reconciliarlas con ningún dios afectuoso, y menos aún con las enseñanzas cristianas relativas al castigo eterno. Al igual que tantas otras personas brillantes, tenía cierta propensión a ese solipsismo que o bien alumbra la fe, o bien la quiebra, y que se imagina que al universo le preocupa el destino de uno. Esto, no obstante, convierte su rigor científico en algo más digno de elogio y propio de ser equiparado al de Galileo, puesto que no nació de ninguna otra intención previa que la de averiguar la verdad. No importa que esta intención incluyera la falsa y decepcionante expectativa de que dicha verdad resonaría finalmente ad maiorem dei gloriam.

Tras su muerte, Darwin también fue vilipendiado públicamente con las invenciones de un cristiano desquiciado que afirmaba que el magnífico, honrado y atormentado investigador había dirigido los ojos entreabiertos en sus últimos instantes de vida hacia la Biblia. Hubo de pasar algún tiempo hasta que se descubrió al patético mentiroso al que esto parecía una iniciativa noble.

Cuando sir Isaac Newton fue acusado de plagio científico, del cual es bastante probable que fuera culpable, reconoció de forma comedida (lo que también era un plagio) que en su trabajo se había aprovechado de ir «a hombros de gigantes». En la primera década del siglo XXI esto no podría resultar más que mínimamente gracioso. Yo puedo utilizar un simple ordenador portátil cuando y como lo desee para ponerme al corriente de la vida y obra de Anaxágoras, Erasmo, Epicuro y Wittgenstein. Lo mío no es sumergirse en una biblioteca escasa de textos a la luz de las velas y pasar apuros para ponerme en contacto con personas de otras épocas o sociedades con similares preocupaciones. Ni tampoco es (salvo cuando el teléfono suena alguna vez y escucho voces roncas condenándome a muerte, al infierno o a ambas cosas) el miedo permanente a que algo que escriba pueda significar el final de mi carrera, el exilio o el mal para mi familia, la deshonra eterna para mi nombre entre los impostores y mentirosos religiosos o la dolorosa elección entre retractarse o morir torturado. Disfruto de una libertad y un acceso al conocimiento que habría sido inimaginable para los pioneros. Al volver la vista atrás con la perspectiva del tiempo, no puedo evitar, por tanto, reparar en que los gigantes en los que yo me apoyo, y en cuyos descomunales hombros me encaramo, tenían por necesidad todos ellos un poco frágiles las altísimas y (muy poco) evolucionadas articulaciones de las rodillas. Solo un miembro de esta categoría de gigantes y genios habló alguna vez con franqueza y sin miedo aparente o exceso de cautela. Cito por consiguiente, una vez más, a Albert Einstein, un personaje al que tanto se ha deformado. Se dirige a un corresponsal que está preocupado por otra más de esas muchas tergiversaciones:

Era mentira, por supuesto, lo que leíste sobre mis convicciones religiosas, una mentira que se repite de forma sistemática. No creo en un Dios personal y nunca he negado este extremo, sino que lo he manifestado claramente. Si hay algo en mí que se pueda calificar de religioso es la admiración infinita por la estructura del mundo hasta donde nuestra ciencia puede revelárnosla.[69]

Años más tarde, respondió a otra pregunta afirmando:

No creo en la inmortalidad del individuo, y considero que la ética es una preocupación exclusivamente humana que no está respaldada por ninguna autoridad sobrehumana.[70]

Estas palabras nacen de una mentalidad, o de un hombre, célebre con razón por su prudencia, su mesura y sus escrúpulos, y cuya pura genialidad había puesto al descubierto una teoría que en manos equivocadas tal vez no solo habría arrasado este mundo, sino también todo su pasado y la posibilidad misma de que tuviera algún futuro. Dedicó la mayor parte de su vida a hacer una grandiosa negación del papel del profeta punitivo, prefiriendo en su lugar difundir el mensaje de la Ilustración y el humanismo. Abiertamente judío y exiliado, difamado y perseguido como consecuencia de ello, conservó lo que pudo de la ética del judaísmo y rechazó la mitología bárbara del Pentateuco. Tenemos más motivos de agradecimiento hacia él que hacia todos los rabinos que han plañido o plañirán a lo largo de la historia. (Cuando le ofrecieron ser el primer presidente del Estado de Israel, Einstein declinó la oferta debido a sus muchos reparos acerca del giro que estaba adoptando el sionismo. Aquello supuso todo un alivio para David Ben Gurión, que había preguntado muy nervioso a su gabinete: «¿Qué vamos a hacer si dice que sí?».)

Envuelta en las ropas de luto de una viuda, se dice que la mayor de todas las victorianas llamó a su primer ministro para preguntarle si podía ofrecerle una prueba incontestable de la existencia de dios. Benjamín Disraeli vaciló un poco ante su reina, la mujer a la que había convertido en emperatriz de la India, y contestó: «Los judíos, señora». A este genio pero supersticioso político mundano le parecía que la supervivencia del pueblo judío y su admirable y tenaz adhesión a sus rituales y narraciones antiguas demostraba el trabajo de una mano invisible. En realidad, sus palabras representan un cambio de opinión sobre la marcha. En el preciso instante en que hablaba, el pueblo judío emergía tras dos diferentes tipos de opresión. La primera y más evidente era la creación de los guetos en los que las autoridades cristianas fanáticas e ignorantes les habían impuesto vivir. Esto esta demasiado bien documentado para requerir que me extienda sobre ello. Pero la segunda opresión venía impuesta por ellos mismos. Napoleón Bonaparte, por ejemplo, había suprimido con ciertas reservas las leyes discriminatorias contra los judíos. (Seguramente esperaba recibir apoyo económico de ellos, cosa que no sucedió.) Pero cuando sus ejércitos invadieron Rusia, los rabinos instaron a su rebaño a cerrar filas con el mismo zar que había estado difamándolos, azotándolos, desplumándolos y asesinándolos. Mejor este despotismo que acosaba a los judíos, decían, que el tufo a la impía Ilustración francesa. Esta es la razón por la que el estúpido y pesado melodrama en que vivía la sinagoga de Amsterdam era y sigue siendo tan importante. Hasta en un país de mentalidad tan abierta como Holanda los ancianos habían preferido hacer causa común con los antisemitas cristianos y demás oscurantistas antes que permitir que el más exquisito de sus miembros empleara libremente su inteligencia.

Así pues, cuando cayeron los muros de los guetos, el colapso liberó de los rabinos tanto a quienes vivían en ellos como a «los gentiles». A ello siguió un florecimiento del talento como pocas veces se ha visto en otra época. Una población anteriormente idiotizada pasó a realizar inmensas aportaciones a la medicina, la ciencia, la jurisprudencia, la política y las artes. Todavía se dejan sentir aquellos ecos: basta mencionar a Marx, Freud, Kafka y Einstein, si bien Isaac Babel, Arthur Koestler, Billy Wilder, Lenny Bruce, Saúl Bellow, Philip Roth, Joseph Heller y muchos otros son también producto de esta doble emancipación.

Si hubiera que citar un día absolutamente trágico para la historia de la humanidad, sería el acontecimiento que ahora se conmemora con la insulsa y fastidiosa fiesta conocida como Hanuká. Por una vez, en lugar de que el cristianismo plagiara al judaísmo, los judíos copiaron desvergonzadamente a los cristianos en la patética esperanza de una celebración que coincide con la Navidad, que a su vez es la anexión cuasi cristiana de un solsticio nórdico pagano iluminado originalmente por la aurora boreal, con sus leños ardientes, su acebo y su muérdago. He aquí el destino hasta el que nos ha llevado el «multiculturalismo» banal. Pero no fue nada remotamente multicultural lo que indujo a Judas Macabeo a volver a consagrar el Templo de Jerusalén en el 165 a.C. y a establecer la fecha que los tiernos celebrantes de la Hanuká conmemoran ahora con tanta vacuidad. Los macabeos, que fundaron la dinastía Hasmonea, estaban restaurando por la fuerza el fundamentalismo mosaico entre los muchos judíos de Palestina y de otros lugares que se habían sentido atraídos por el helenismo. Estos auténticos multiculturalistas prematuros se habían aburrido de «la ley», se habían sentido ofendidos por la circuncisión, se habían interesado por la literatura griega, se habían sentido atraídos por los ejercicios físicos e intelectuales del gimnasio y se habían vuelto bastante adeptos a la filosofía. Percibían la atracción ejercida por Atenas, aun cuando fuera a través de Roma y del recuerdo de la época de Alejandro, y les inquietaba el temor y la superstición absoluta impuestos por el Pentateuco. Como es lógico, a los incondicionales del viejo templo les parecían demasiado cosmopolitas, y debió de haber sido fácil acusarlos de «doble lealtad» cuando aceptaban tener un templo de Zeus en el lugar en el que los altares humeantes y sangrientos solían propiciar la voluntad de la adusta deidad de antaño. Como fuere, cuando el padre de Judas Macabeo vio un judío a punto de realizar una ofrenda helénica en el antiguo altar no perdió tiempo para correr a asesinarlo. Durante los años siguientes de «revuelta» macabea, muchos judíos asimilados fueron asesinados, circuncidados a la fuerza o ambas cosas, y las mujeres que habían coqueteado con la nueva bendición helénica sufrieron ofensas aún peores. Como los romanos finalmente prefirieron a los violentos y dogmáticos macabeos antes que a los no tan militarizados ni fanáticos judíos cuyas togas resplandecían bajo el sol del Mediterráneo, el escenario estaba preparado para la precaria connivencia entre el sanedrín ultraortodoxo y de atuendo antiguo y el gobernador imperial. Esta lúgubre relación desembocó al final en el cristianismo (otra herejía judía más) y, por tanto, ineluctablemente en el nacimiento del islam. Podíamos habernos librado de todo esto.

No cabe duda de que seguiría habiendo mucha tontería y mucho solipsismo. Pero tal vez la relación entre Atenas, la historia y la humanidad no habría quedado tan maltrecha, o habría sido el pueblo judío el portador de la filosofía en lugar de serlo de ese monoteísmo árido, o las escuelas de la Antigüedad y su sabiduría no habrían acabado por parecernos tan prehistóricas. En una ocasión me senté en la oficina de la knesset del difunto rabino Meir Kahane, un racista demagogo feroz entre cuyos partidarios podía encontrarse al loco doctor Baruch Goldstein y a otros colonos israelíes violentos. La campaña de Kahane contra los matrimonios mixtos y en favor de la expulsión de Palestina de todos los no judíos le valió el desdén de muchos israelíes y judíos de la diáspora, que comparaban su programa con el de las leyes de Nuremberg en Alemania. Kahane despotricaba un poco ante ellos diciendo que podría quedarse todo aquel árabe que se convirtiera al judaísmo mediante una prueba estrictamente halaká (una concesión, hay que reconocer, que Hitler no habría autorizado), pero entonces se aburrió y descalificó a sus oponentes judíos como simple chusma «helenizada». (Hasta hoy, la palabra maldita de los judíos ortodoxos para referirse a un hereje o un apóstata es apikoros, que significa «discípulo de Epicuro».) Y estaba en lo cierto en el sentido formal: su fanatismo tenía poco que ver con la «raza» y mucho con la «fe». Al husmear en toda esta barbarie malsana he sentido una auténtica punzada pensando en el mundo de luz y color que perdimos hace tanto tiempo y en las pesadillas en blanco y negro de estos lóbregos y rectos antepasados. El hedor de Calvino, Torquemada y Bin Laden proviene de la sombra encorvada y caliginosa de los matones del partido Kach que patrullan las calles en busca de quebrantamientos del sabbat y contactos sexuales no autorizados. Para volver a utilizar la metáfora de los esquistos de Burgess, aquella era una rama venenosa que debiera haberse quebrado hace mucho tiempo, o a la que deberíamos haber dejado secarse antes de que infectara cualquier brote sano con su ADN basura. Pero todavía vivimos bajo su sombra perniciosa y ominosamente letal. Y los niños judíos celebran la Hanuká para no sentirse excluidos de los escabrosos mitos de Belén, que ahora están siendo contestados tan duramente con la propaganda más estridente de La Meca y Medina.