Si no puedo demostrar de forma concluyente que la utilidad de la religión pertenece al pasado, ni que sus libros fundacionales son fábulas obvias, ni que es una imposición fabricada por el ser humano, ni que ha sido enemiga de la ciencia y de la investigación, ni que ha subsistido en gran medida a base de mentiras y miedo, ni que ha sido cómplice de la ignorancia y la culpa, así como de la esclavitud, el genocidio, el racismo y la tiranía, casi con seguridad puedo afirmar que la religión es hoy día plenamente consciente de estas críticas. También es plenamente consciente de la evidencia más abundante que nunca en relación con los orígenes del cosmos y el origen de las especies, que la circunscriben a la marginalidad, cuando no a la irrelevancia. Al desarrollar la argumentación he tratado de ir abordando la mayoría de las objeciones basadas en la fe a medida que se plantean; pero queda un argumento que no podemos evitar.
Cuando ya se ha dicho lo peor sobre la Inquisición, la caza de brujas, las Cruzadas, las conquistas imperiales islámicas y los horrores del Antiguo Testamento, ¿no es cierto que los regímenes laicos y ateos han cometido delitos que, en este orden de cosas, son al menos igual de detestables, cuando no peores? ¿Y acaso el corolario no concluye que, una vez liberados del fervor religioso, los hombres actuarán de la forma más desatada y abandonada posible? En Los hermanos Karamazov Dostoievski se mostraba extremadamente crítico con la religión (y vivía bajo un régimen despótico santificado por la Iglesia) y también caracterizó a su personaje Smerdiakov como una figura vanidosa, crédula y necia; pero la máxima de Smerdiakov según la cual «si Dios no existe, tampoco existe la virtud», resuena comprensiblemente en aquellos que contemplan retrospectivamente la Revolución rusa bajo el prisma del siglo XX.
Podríamos llegar más lejos y afirmar que el totalitarismo laico nos ha suministrado de hecho el summum de la maldad humana. Los ejemplos más habituales (los de los regímenes de Hitler y Stalin) nos muestran con pasmosa claridad lo que puede suceder cuando los seres humanos usurpan el papel de los dioses. Cuando consulto con mis amigos ateos y laicos, descubro que esta se ha convertido en la objeción más común y frecuente con la que se topan entre las personas religiosas. El asunto merece una respuesta detallada.
Para empezar con un comentario un tanto facilón, resulta curioso descubrir cómo las personas de fe buscan defenderse ahora diciendo que no son peores que los fascistas, los nazis o los estalinistas. Uno esperaría que la religión hubiera conservado un mayor sentido de la dignidad. Yo no diría que las filas del laicismo y el ateísmo estén precisamente atestadas de comunistas o fascistas, pero cabe aceptar el argumento de que, exactamente igual que los individuos laicos y los ateos han soportado tiranías clericales y teocráticas, los creyentes también han tenido que soportar tiranías paganas y materialistas. Pero esto sería únicamente constatar las diferencias.
Probablemente, la palabra «totalitario» fue utilizada por primera vez por el marxista disidente Víctor Serge, que había quedado horrorizado por la siega del estalinismo en la Unión Soviética. Lo popularizó la intelectual judía laica Hannah Arendt, que había escapado del infierno del Tercer Reich y escribió Los orígenes del totalitarismo. Es un concepto útil porque entre todas las formas «ordinarias» de despotismo diferencia las que exigen simplemente la obediencia de sus súbditos y los sistemas absolutos que demandan que los ciudadanos se conviertan en súbditos plenos y entreguen su vida privada y su personalidad entera al Estado o al líder supremo.
Si aceptamos esta última definición, entonces el primer aspecto que debemos señalar es igualmente un asunto fácil. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad la idea de un Estado total o absoluto estuvo íntimamente ligada a la religión. Un barón o un rey podían obligarle a uno a pagar los impuestos o a servir en su ejército, y por lo general conseguía disponer de sacerdotes cerca para recordarnos que era nuestra obligación; pero los despotismos verdaderamente escalofriantes eran aquellos que también buscaban el contenido de nuestro corazón o nuestra cabeza. Si analizamos las monarquías orientales de China, la India o Persia, los imperios de los aztecas o los incas, o las cortes medievales de España, Rusia o Francia, encontramos casi de manera invariable que aquellos dictadores eran también dioses o jefes de las respectivas iglesias. Se les debía algo más que mera obediencia: toda crítica hacia ellos era profana por definición y millones de personas vivían y morían bajo el miedo más profundo a un gobernante que podía escogerlos para un sacrificio o condenarlos a su antojo a un castigo eterno. La menor infracción (de un día sagrado, de un objeto sagrado o de una ordenanza sobre la sexualidad, la alimentación o el sistema de castas) podría suponer una desgracia. El principio totalitario, que a menudo suele representarse como «sistemático», está íntimamente ligado también al capricho. Las normas podían cambiar o ampliarse en cualquier momento y los gobernantes tenían la ventaja de saber que sus súbditos nunca podían estar seguros de si estaban obedeciendo la última prescripción o no. Hoy día valoramos las pocas excepciones de la Antigüedad, como la Atenas de Pericles, con todas sus deformaciones, precisamente porque hubo muy pocos momentos en los que la humanidad no viviera en el temor permanente a un faraón, un Nabucodonosor o un Darío cuya menor insinuación se convertía en ley sagrada.
Esto era válido incluso cuando el derecho divino de los déspotas empezó a dejar paso a algunas versiones de la modernidad. La idea de que hubiera un Estado utópico en la tierra, modelado tal vez a imagen y semejanza de algún ideal celestial, es muy difícil de borrar y ha llevado a las personas a cometer terribles delitos en nombre de dicho ideal. Una de las primeras tentativas de crear una sociedad paradisíaca de esta naturaleza diseñada según la pauta de la igualdad humana fue el Estado socialista totalitario establecido por los misioneros jesuitas en Paraguay. Consiguió aunar el máximo de igualitarismo con el máximo de falta de libertad y solo pudo mantenerse vigente mediante el terror más absoluto. Aquello debería haber sido una advertencia para quienes querían perfeccionar la especie humana. Sin embargo, el del perfeccionamiento de la especie, que es donde reside la auténtica raíz y la fuente del impulso totalitario, es en esencia un impulso religioso.
George Orwell, el ateo y asceta cuyas novelas nos brindaron una imagen imborrable de cómo sería auténticamente la vida en un Estado totalitario, no tenía ninguna duda al respecto. «Desde el punto de vista totalitario —escribió en 1946 en «La defensa de la literatura»—, la historia es algo que se crea más que se aprende. Un Estado totalitario es una teocracia y su casta dominante, para mantener su posición, tiene que creerse infalible.» (Se apreciará que escribió esto un año en el que, tras haber combatido durante más de una década contra el fascismo, apuntaba sus armas mucho más contra los simpatizantes del comunismo.)
Para formar parte del modo de pensar totalitario no es preciso llevar uniforme, garrote ni fusta. Tan solo es necesario desear la sumisión propia y disfrutar con la sumisión ajena. ¿Qué otra cosa es un sistema totalitario sino un sistema en el que la vil glorificación del líder absoluto se equipara a la entrega de toda privacidad e individualidad, sobre todo en asuntos sexuales, y a la denuncia y el castigo («por su propio bien») de quienes los transgreden? Tal vez el factor sexual sea el decisivo, por cuanto la mente más roma puede captar lo que Nathaniel Hawthorne plasmó en La letra escarlata: la estrecha relación existente entre represión y perversión.
En los primeros tiempos de la historia de la humanidad el principio totalitario era el principio dominante. La religión estatal suministraba una respuesta completa y «total» a todas las preguntas, desde cuál era la posición que uno ocupaba en la jerarquía social hasta las normas que regían la alimentación y el sexo. Esclavo o no, el ser humano era una propiedad y la vanguardia intelectual era el refuerzo del absolutismo. La proyección más ingeniosa de Orwell de la idea totalitaria, el delito del «crimen de pensamiento», era un lugar común. Un pensamiento impuro, o más aún, herético, podía llevarle a uno a ser desollado vivo. Ser acusado de posesión demoníaca o de mantener contacto con el Maligno equivalía a ser condenado por ello. El primer descubrimiento de Orwell de lo espantoso de esta situación se produjo en los primeros años de su vida, cuando fue encerrado en una escuela hermética regentada por sádicos cristianos en la que no se podía saber cuándo había uno quebrantado las normas. Cualquier cosa que uno hiciera y pese a las muchas precauciones que adoptara, los pecados de los que uno no era consciente siempre le acababan delatando.
Él consiguió abandonar aquella odiosa escuela (quedando traumatizado de por vida, como también han quedado millones de niños), pero, según la visión totalitaria religiosa, en este mundo no se puede escapar del pecado original, la culpa y el dolor. Siempre nos esperan infinidad de castigos incluso después de morir. Según los totalitaristas religiosos verdaderamente extremistas, como Juan Calvino, que tomó prestada su detestable doctrina de Agustín, antes incluso de haber nacido pueden estar aguardándonos ya infinidad de castigos. Hace mucho tiempo se escribió que las almas serían escogidas o «elegidas» cuando llegara el momento de separar a las ovejas de los carneros. No es posible formular ninguna apelación contra esta sentencia fundamental, y ninguna buena obra ni profesión de fe puede salvar a aquel que no ha tenido la fortuna suficiente de resultar escogido. La Ginebra de Calvino era un Estado totalitario prototípico y el propio Calvino un sádico, un torturador y un asesino que quemó vivo a Servet (uno de los grandes pensadores e interpeladores de la época). La desdicha secundaria inducida en los seguidores de Calvino, obligados a malgastar su vida preocupándose por si habían sido «elegidos» o no, queda bien recogida en Adam Bede, de George Eliot, en una antigua sátira plebeya inglesa contra las demás sectas, desde la de los Testigos de Jehová hasta la de los Hermanos de Plymouth, que se atrevían a afirmar que ellos se encontraban entre los elegidos y que solo ellos sabían el número exacto de aquellos que serían arrancados de la hoguera:
Somos los pocos escogidos, los puros, y todos los demás están condenados. Para vosotros hay sitio de sobra en el infierno; no queremos el cielo abarrotado.
Tengo un inofensivo tío de espíritu débil cuya vida quedó arruinada y se volvió desgraciada precisamente así. Tal vez Calvino no parezca una figura muy lejana, pero quienes solían concentrar y utilizar el poder en su nombre todavía se encuentran entre nosotros y actúan bajo el nombre de presbiterianos y baptistas. La necesidad de prohibir y censurar libros, de acallar a los disidentes, de condenar a quienes no son como nosotros, de invadir la esfera privada y de invocar una salvación exclusiva representa la esencia misma del totalitarismo. El fatalismo del islam, que cree que todo está preestablecido de antemano por Alá, guarda ciertas semejanzas en su tajante negación de la libertad y la autonomía humanas, además de en su arrogante e insoportable creencia de que su fe ya contiene todo lo que cualquiera podría necesitar saber en cualquier momento.
Por consiguiente, cuando en 1950 acabó por publicarse la magnífica antología antitotalitaria del siglo XX, sus editores descubrieron que solo podría tener un título. La llamaron The God That Failed. Yo conocí superficialmente y trabajé a veces para uno de aquellos dos hombres: para el socialista británico Richard Crossman. Como escribió en su introducción al libro:
Al intelectual le importan relativamente poco las comodidades materiales; lo que más le importa es la libertad espiritual. La fuerza de la Iglesia católica siempre ha residido en que exige sacrificar esa libertad inflexiblemente y condena el orgullo espiritual como un pecado mortal. El comunista principiante que somete su alma al derecho canónico legislativo del Kremlin sentía algo parecido al alivio que el catolicismo también brinda al intelectual, cansado y preocupado por el privilegio de gozar de la libertad.
El único libro que nos ha advertido de antemano contra todo esto, con más de treinta años de antelación, fue un breve pero brillante volumen publicado en 1919 y titulado Teoría y práctica del bolchevismo. Mucho antes de que Arthur Koestler y Richard Crossman hubieran empezado a explorar el naufragio de forma retrospectiva, se predijo el desastre en su conjunto en unos términos que todavía suscitan la admiración por su clarividencia. El mordaz analista de la nueva religión era Bertrand Russell, cuyo ateísmo le proporcionó una visión de futuro a largo plazo muy superior a la de muchos ingenuos «socialistas cristianos» que afirmaban percibir en Rusia los comienzos de un nuevo paraíso en la tierra. También fue mucho más perspicaz que la clase dominante cristiana anglicana de su Inglaterra natal, cuyo diario de referencia, el Times londinense, adoptó el punto de vista de que la Revolución rusa podía explicarse mediante Los protocolos de los sabios de Sión. Esta repugnante invención de la policía secreta rusa ortodoxa se reimprimió bajo el sello de Eyre y Spottiswoode, los editores oficiales de la Iglesia anglicana.
Con estos antecedentes en lo relativo a la sumisión y promulgación de la dictadura en la tierra y del control absoluto sobre la otra vida, ¿cómo plantó cara la religión a los totalitaristas «laicos» de nuestro tiempo? Deberíamos pasar revista primero, por orden, al fascismo, el nazismo y el estalinismo.
El fascismo, modelo y precursor del nacionalsocialismo, fue un movimiento que creía en una sociedad orgánica y corporativa presidida por un líder o guía. (Las «fasces», símbolo de los «cónsules» o garantes de la ley de la antigua Roma, eran un manojo de bastones atados con una cinta de cuero que representaba la unidad y la autoridad.) Nacidos de la pobreza y la humillación de la Primera Guerra Mundial, los movimientos fascistas defendían los valores tradicionales frente al bolchevismo y respetaban y defendían el nacionalismo y la piedad. Tal vez no sea una coincidencia que surgieran en primer lugar y de forma más entusiasta en países católicos, y sin duda no lo es que la Iglesia católica simpatizara por lo general con la idea del fascismo. La Iglesia no solo consideraba al comunismo un enemigo mortal, sino que también encontraba a su antiguo enemigo judío en las filas más veteranas del partido de Lenin. Benito Mussolini apenas había alcanzado el poder en Italia cuando el Vaticano firmó con él un tratado oficial, conocido como Acuerdos de Letrán de 1929. Según las cláusulas de dicho acuerdo, el catolicismo se convertía en la única religión reconocida en Italia, con el monopolio del poder sobre asuntos como los nacimientos, los matrimonios, la muerte y la educación, y a cambio instaba a sus seguidores a votar al partido de Mussolini. El papa Pío XI describió a Il Duce («el líder») como «un hombre enviado por la providencia». Las elecciones no iban a ser una característica de la vida italiana durante mucho tiempo, pero en todo caso la Iglesia provocó la disolución de los partidos católicos centristas laicos y contribuyó a patrocinar un pseudopartido político llamado Acción Católica que fue emulado en varios países. En todo el sur de Europa, la Iglesia fue un aliado fiable para la instauración de regímenes fascistas en España, Portugal y Croacia. Al general Franco en España se le permitió denominar a su invasión del país y a la aniquilación de la República instaurada democráticamente con el título honorífico de La Cruzada. El Vaticano apoyó o se negó a criticar la grandilocuente tentativa de Mussolini de recrear un pastiche del Imperio romano mediante las invasiones de Libia, Abisinia (la actual Etiopía) y Albania: estos territorios estaban habitados o bien por no cristianos, o bien por cristianos orientales de una facción incorrecta. Entre las justificaciones ofrecidas para el uso de gases venenosos y otras horripilantes medidas en Abisinia, Mussolini añadió incluso la perseverancia de sus habitantes en la herejía del monofisismo: un dogma incorrecto de la encarnación que había sido condenado por el papa León I y el Concilio de Calcedonia en el año 451.
En Europa Central y del Este la imagen no era mucho mejor. El golpe militar de la extrema derecha en Hungría encabezado por el almirante Horthy fue calurosamente refrendado por la Iglesia, como también lo fueron otros movimientos fascistas similares en Eslovaquia y Austria. (El régimen de Eslovaquia, títere de los nazis, estaba dirigido por un hombre ordenado sacerdote que se llamaba padre Tiso.) El cardenal de Austria proclamó su entusiasmo cuando Hitler asumió el poder de su país en la época del Anschluss.
En Francia, la extrema derecha adoptó el lema «Meilleur Hitler que Blum»; dicho de otro modo: mejor tener un dictador racista alemán que un judío socialista francés elegido democráticamente. Organizaciones fascistas católicas como Action Francaise de Charles Maurras y Croix de Feu lanzaron una campaña violenta contra la democracia francesa y no ocultaron su malestar, que se derivaba del modo en que Francia había venido degradándose desde la absolución en 1899 del capitán judío Alfred Dreyfus. Cuando se produjo la ocupación de Francia, estas fuerzas colaboraron con entusiasmo en las redadas y asesinatos de judíos franceses, así como en la deportación de otro gran número de franceses para que realizaran trabajos forzados. El régimen de Vichy cedió al clericalismo borrando de la moneda nacional el lema de 1789 («Liberté, Egalité, Fraternité») y sustituyéndolo por la máxima del ideal cristiano: «Famille, Travail, Patrie». Hasta en un país como Inglaterra, en el que las simpatías hacia el fascismo distaban mucho de prevalecer, consiguieron atraer un público en círculos respetables mediante la participación de intelectuales católicos como T. S. Eliot y Evelyn Waugh.
En la vecina Irlanda, los Camisas Azules del general O’Duffy (que envió voluntarios a combatir junto a Franco en España) eran poco menos que un feudo de la Iglesia católica. Nada menos que en abril de 1945, ante las noticias de la muerte de Hitler, el presidente Eamón de Valera se puso su chistera, pidió la carroza y acudió a la embajada alemana en Dublín para presentar oficialmente sus condolencias. Este tipo de actitudes supusieron que varios estados dominados por los católicos, desde Irlanda hasta España y Portugal, no pudieran ser candidatos al ingreso en las Naciones Unidas cuando se fundó esta organización. La Iglesia ha hecho esfuerzos para disculparse por todo esto, pero su complicidad con el fascismo es una marca imborrable en su historia y no fue tanto un compromiso a corto plazo o precipitado como una alianza activa que no se rompió hasta después de que el propio período fascista hubiera pasado a la historia.
El caso de la entrega de la Iglesia al nacionalsocialismo alemán es considerablemente más complejo, pero no mucho más edificante. Pese a compartir dos principios importantes con el movimiento de Hitler (los del antisemitismo y el anticomunismo), el Vaticano comprendía que el nazismo representaba también un reto para sí mismo. En primer lugar, era un fenómeno casi pagano que a largo plazo pretendía sustituir el cristianismo por ritos de sangre pseudonórdicos y mitos raciales siniestros basados en la ilusión de superioridad aria. En segundo lugar, propugnaba una actitud de exterminio hacia los enfermos, los incapacitados y los dementes y empezó a aplicar esta política bastante pronto no a los judíos, sino a los alemanes. Para mérito de la Iglesia, debe decirse que sus púlpitos alemanes denunciaron estos atroces sacrificios selectivos eugenésicos desde una fecha muy temprana.
Pero si los principios éticos hubieran sido la guía, el Vaticano no habría tenido que dedicar los siguientes cincuenta años a tratar de explicar en vano su deleznable pasividad e inacción, o a disculparse por ambas. Tal vez decir «pasividad» e «inacción» suponga en realidad una elección inadecuada de los términos. Decidir no hacer nada es intrínsecamente adoptar una política y tomar una decisión, y por desgracia es fácil documentar y explicar el alineamiento de la Iglesia en términos de una realpolitik que no buscaba la derrota del nazismo, sino la acomodación en él.
El auténtico primer acuerdo diplomático asumido por el gobierno de Hitler se consumó el 8 de julio de 1933, pocos meses después de la toma del poder, y adoptó la forma de un tratado con el Vaticano. A cambio de la cesión a la Iglesia del control indiscutible de la educación de los niños católicos en Alemania, de abandonar la propaganda nazi contra los abusos infligidos en las escuelas y orfanatos católicos y de otros privilegios, la Santa Sede dio instrucciones de que se disolviera el Partido de Centro Católico y ordenó apresuradamente que los católicos se abstuvieran de participar en ninguna actividad política sobre cualquier asunto que el régimen decidiera calificar de prohibido. En la primera reunión de su gabinete después de la firma de esta capitulación, Hitler anunció que estas nuevas circunstancias serían «especialmente relevantes en la lucha contra el judaísmo internacional». No se equivocaba con ello. En realidad, podría habérsele disculpado por no creer en su suerte. Los veintitrés millones de católicos que vivían en el Tercer Reich, muchos de los cuales habían exhibido gran valentía individual al luchar contra el auge del nazismo, habían sido destruidos y castrados como fuerza política. Su propio Santo Padre les había dicho efectivamente que le entregaran todo al peor César de la historia de la humanidad. A partir de entonces, los archivos parroquiales quedaron a disposición del Estado nazi con el fin de que determinara quién era y quién no era lo suficientemente «puro desde el punto de vista racial» para sobrevivir a una incesante persecución bajo las leyes de Nuremberg.
Otra espantosa y no menos importante consecuencia de esta claudicación moral fue el paralelo desmoronamiento moral de los protestantes alemanes, que trataron de adelantarse a los católicos para obtener una posición especial haciendo pública su adaptación al Führer. No obstante, ninguna de las iglesias protestantes llegó tan lejos como la jerarquía católica al ordenar una celebración anual del cumpleaños de Hitler el 20 de abril. Siguiendo instrucciones del Papa, con motivo de esta feliz ocasión el cardenal de Berlín transmitía habitualmente «las más calurosas felicitaciones al Führer en el nombre de los obispos y las diócesis de Alemania», aclamaciones que iban acompañadas de «las fervorosas plegarias que los católicos de Alemania dirigen al cielo en sus altares». La orden se obedecía y se llevaba a cabo fielmente.
Para ser justo, esta vergonzosa tradición no fue inaugurada hasta 1939, año en que hubo un cambio de Papa. Y, para ser justo de nuevo, el papa Pío XI siempre había albergado los recelos más profundos hacia el régimen de Hitler y su evidente capacidad para causar el mal más radical. (Durante la primera visita de Hitler a Roma, por ejemplo, el Santo Padre se marchó con ostentación fuera de la ciudad camino del lugar de reposo papal en Castelgandolfo.) Sin embargo, este Papa débil y renqueante fue vencido continuamente a los puntos a lo largo de la década de 1930 por su secretario de Estado, Eugenio Pacelli. Tenemos buenas razones para pensar que al menos una encíclica papal, que trasluce un atisbo de preocupación por el maltrato que recibían los judíos en Europa, fue elaborada por Su Santidad pero eliminada por Pacelli, que tenía en mente adoptar una estrategia distinta. Hoy día conocemos a Pacelli como el papa Pío XII, que en febrero de 1939 accedió al cargo tras la muerte de su anterior superior. Cuatro días después de ser elegido por el Colegio Cardenalicio, Su Santidad redactó la siguiente carta dirigida a Berlín:
¡Al Ilustre Herr Adolf Hitler, Führer y Canciller del Reich Alemán! Al comienzo de nuestro pontificado, Nos desearíamos garantizarle que permanecemos fieles al bienestar espiritual del pueblo alemán confiado a vuestra dirección. […] Durante los muchos años que Nos pasamos en Alemania, hicimos todo lo que estuvo en nuestra mano para establecer unas relaciones armoniosas entre la Iglesia y el Estado. Ahora que las responsabilidades de nuestra misión pastoral han incrementado nuestras posibilidades, oramos con mucho más fervor para alcanzar dicho objetivo. Que la prosperidad del pueblo alemán y su progreso en todos los ámbitos llegue, con la ayuda de Dios, a buen término.[57]
Al cabo de seis años de este diabólico y necio mensaje, el otrora próspero y civilizado pueblo de Alemania podía mirar a su alrededor y apenas podía ver algo más que un ladrillo amontonado sobre otro cuando el impío Ejército Rojo barría el camino hacia Berlín. Pero menciono esta coyuntura por otro motivo. Se supone que los creyentes sostienen que el Papa es el vicario de Cristo en la tierra y el guardián de las llaves de san Pedro. Desde luego, son libres de creer tal cosa y de creer que dios decide cuándo poner fin al mandato de un Papa o (lo que es más importante) de inaugurar el mandato de otro. Esto implicaría creer que la muerte de un Papa antinazi y la ascensión de otro pronazi unos cuantos meses antes de la invasión de Polonia por parte de Hitler y del inicio de la Segunda Guerra Mundial es asunto de la voluntad divina. Al estudiar la guerra, tal vez uno pueda aceptar que el 25 por ciento de las SS estaban integradas por católicos practicantes y que ningún católico fue siquiera amenazado con la excomunión por estar implicado en crímenes de guerra. (Joseph Goebbels sí fue excomulgado, pero eso había sucedido mucho antes y, al fin y al cabo, él lo había propiciado por la ofensa de casarse con una protestante.) Los seres humanos y las instituciones son imperfectas, no cabe duda. Pero no existe prueba más evidente ni más vivida de que las instituciones sagradas son un producto humano.
La connivencia se prolongó incluso después de la guerra, cuando se hizo desaparecer en Sudamérica a criminales nazis a través de la denominada «línea de las ratas». Fue el propio Vaticano, con su capacidad para proporcionar pasaportes, documentos, dinero y contactos, el que organizó la red de fugas y dispuso también la necesaria protección y socorro en el otro extremo. Por nefasto que esto haya sido por sí solo, también comportaba otra colaboración con las dictaduras de extrema derecha del Hemisferio Sur, muchas de las cuales estaban estructuradas siguiendo el modelo fascista. Torturadores y asesinos fugitivos como Klaus Barbie solían encontrar segundas carreras profesionales como siervos de dichos regímenes, los cuales gozaron también de una relación de apoyo sólida por parte del clero católico local hasta que empezaron a desmoronarse en las últimas décadas del siglo XX. La relación de la Iglesia con el fascismo y el nazismo sobrevivió en realidad al propio Tercer Reich.
Muchos cristianos dieron su vida para proteger a sus colegas de culto en esta noche oscura del siglo, pero la posibilidad de que lo hicieran a petición de algún sacerdote es casi insignificante desde el punto de vista estadístico. Esta es la razón por la que honramos la memoria de los muy pocos creyentes, como Dietrich Bonhoeffery Martin Niemoller, que actuaron únicamente de acuerdo con los dictados de su conciencia. Hasta la década de 1980 al papado le costó encontrar un candidato a la santidad en el contexto de la «solución final», e incluso en ese momento pudo detectar tan solo a un sacerdote un tanto ambiguo que, tras un largo historial de antisemitismo político en Polonia, se había comportado con nobleza en Auschwitz. Un candidato anterior, un simple austríaco llamado Franz Jagerstatter, fue por desgracia considerado no apto. Él se había negado de hecho a unirse al ejército de Hitler sobre la base de que estaba bajo órdenes superiores de amar a su prójimo, pero mientras estaba en prisión esperando ser ejecutado recibió la visita de sus confesores, que le contaron que debía obedecer la ley. La izquierda laica en Europa sale mucho mejor parada que todo esto en la lucha contra el nazismo, aun cuando muchos de sus miembros creyeran que al otro lado de los montes Urales existía un paraíso para los trabajadores.
A menudo se olvida que el trío del Eje incluía a otro miembro, el Imperio de Japón, cuyo jefe de Estado no solo era una persona religiosa, sino una verdadera deidad. Si la abominable herejía de creer que el emperador Hiro-Hito era dios fue denunciada desde algún púlpito o por algún prelado alemán o italiano, es un hecho que he sido incapaz de descubrir. En el sagrado nombre de este mamífero absurdamente sobrevalorado se saquearon y esclavizaron inmensas extensiones de China, Indochina y el océano Pacífico. También en su nombre se torturó y sacrificó a millones de japoneses adoctrinados. El culto a este rey-dios era tan imponente y tan desatado que se creía que todo el pueblo japonés recurriría al suicidio si su persona se viera amenazada al final de la guerra. En consecuencia, se decidió que podía «quedarse», pero que a partir de ese momento tendría que afirmar que solo era un emperador, tal vez con un toque divino, pero no un dios estrictamente hablando. Esta deferencia hacia la fuerza de la opinión religiosa debe llevar implícito el reconocimiento de que la fe y el culto pueden lograr que la gente se comporte verdaderamente muy mal.
Por consiguiente, quienes invocan la tiranía «laica» en contraposición a la religión confían en que olvidemos dos cosas: la relación entre las iglesias cristianas y el fascismo y la capitulación de las iglesias ante el nacionalsocialismo. No solo lo digo yo: ha sido reconocido por las propias autoridades religiosas. Su mala conciencia sobre esta cuestión queda bien ilustrada por un rastro de mala fe que todavía tenemos que combatir. En páginas web y propaganda religiosas uno se puede topar con una afirmación supuestamente realizada por Albert Einstein en 1940:
Como era un amante de la libertad, cuando llegó la revolución a Alemania me dirigí a las universidades para defenderla, sabiendo que siempre habían presumido de su devoción a la causa de la verdad; pero no, las universidades fueron silenciadas de inmediato. Después me dirigí a los grandes redactores de los periódicos, cuyas encendidas editoriales habían proclamado en días pasados su amor a la libertad; pero ellos, al igual que las universidades, fueron silenciados al cabo de pocas semanas. […] Solo la Iglesia se plantó con firmeza en medio de la senda de la campaña de Hitler para erradicar la verdad. Jamás sentí ningún interés especial por la Iglesia, pero ahora siento un gran afecto y admiración por ella porque la Iglesia en solitario ha tenido la valentía y la perseverancia para defender la verdad intelectual y la libertad moral. Así pues, me veo obligado a confesar que ahora elogio sin reservas lo que en otro tiempo desprecié.[58]
Publicado originalmente en la revista Time (sin ningún tipo de atribución comprobable), esta presunta afirmación fue citada en una ocasión en un programa de ámbito nacional del famoso portavoz y clérigo católico estadounidense Fulton Sheen y aún continúa en circulación. Como ha señalado el comentarista William Waterhouse, no suenan a palabras de Einstein en absoluto. Para empezar, contiene una retórica demasiado florida. No hace mención alguna a la persecución de los judíos. Y nos presenta al impasible y prudente Einstein como si fuera idiota, ya que afirma haber «despreciado» algo por lo que anteriormente tampoco «sintió jamás ningún interés especial». Hay otra dificultad más, ya que la afirmación no aparece nunca en ninguna antología de textos escritos o comentarios orales de Einstein. Finalmente, Waterhouse consiguió encontrar una carta inédita en los Archivos Einstein de Jerusalén en la que en 1947 el anciano se lamentaba de haber realizado en una ocasión un comentario elogioso de algunos «eclesiásticos» (no «iglesias») que a partir de entonces se exageró hasta el punto de volverlo irreconocible.
Todo aquel que quiera saber lo que Einstein sí dijo en los primeros tiempos de la barbarie de Hitler puede buscarlo. Por ejemplo:
Confío en que las condiciones de prosperidad regresen a Alemania y que en el futuro no se conmemore simplemente de vez en cuando a sus grandes hombres como Kant y Goethe, sino que los principios que impartieron prevalezcan también en la vida pública y en la conciencia general.
Queda bastante claro con esto que él inscribió su «fe», como siempre, en la tradición de la Ilustración. Quienes pretendan tergiversar las palabras del hombre que nos brindó una teoría alternativa del cosmos (así como las de aquellos que permanecieron callados o aún peor mientras sus compatriotas judíos estaban siendo deportados y exterminados) dejan traslucir los escozores de su mala conciencia.
Si pasamos ahora al estalinismo soviético y chino, con su exorbitante culto a la personalidad y su depravada indiferencia hacia la vida y los derechos humanos, no podemos confiar en encontrar demasiadas intersecciones con religiones preexistentes. Para empezar, la Iglesia ortodoxa rusa había sido el pilar principal de la autocracia zarista, mientras que se consideraba al propio zar como el jefe formal de la fe y un tanto superior a un ser meramente humano. En China, las iglesias cristianas se identificaban abrumadoramente con las «concesiones» extranjeras arrancadas por las potencias imperiales, que en primera instancia fueron algunas de las causas principales de la revolución. Con esto no pretendemos justificar o disculpar la matanza de sacerdotes y monjas ni la profanación de iglesias (del mismo modo que no deberíamos disculpar la quema de iglesias y el asesinato de clérigos en España durante la batalla de la República española contra el fascismo católico), pero la prolongada vinculación de la religión con el poder secular corrupto ha supuesto que la mayoría de las naciones tengan que atravesar al menos por una fase anticlerical, desde Cromwell pasando por Enrique VIII, la Revolución francesa o el Risorgimento italiano; y en las condiciones de guerra y colapso que se dieron en Rusia y China estos interludios fueron excepcionalmente brutales. (Yo añadiría, no obstante, que ningún cristiano riguroso debería confiar en la restauración de la religión tal como era en ninguno de los dos países: la Iglesia de Rusia fue la protectora del régimen de servidumbre y autora de los pogromos antijudíos, y en China los misioneros y los comerciantes y propietarios de concesiones más avariciosos eran cómplices en el delito.)
Lenin y Trotski fueron sin duda unos ateos convencidos de que las ilusiones de la religión podían erradicarse mediante medidas políticas y que, mientras tanto, las propiedades obscenamente suntuosas de la Iglesia podrían expropiarse y nacionalizarse. Entre las filas bolcheviques, al igual que entre las jacobinas de 1789, también había quien consideraba que la revolución era una especie de religión alternativa con vinculaciones con los mitos de la redención y el mesianismo. Para Iósiv Stalin, que se había educado para el sacerdocio en un seminario de Georgia, todo este asunto era en última instancia una cuestión de poder. «¿Cuántas divisiones acorazadas tiene el Papa?», preguntó tontamente, como es bien sabido. (La verdadera respuesta a este zafio sarcasmo era: «Más de las que crees».) Stalin repitió entonces con pedantería la rutina papal de hacer que la ciencia se ajustara al dogma, a base de insistir en que el chamán y el charlatán Trofim Lisenko había desentrañado la clave de la genética y prometía cosechas extraordinarias de verduras sometidas a estimulación especial. (Como consecuencia de esta «revelación» murieron de trastornos abdominales persistentes millones de inocentes.) Cuando su régimen adquirió un tinte más nacionalista y estatista, este César al que se encomendaban debidamente todos los asuntos se ocupó de mantener al menos una Iglesia títere que pudiera adherir su tradicional atractivo al suyo propio. Esto fue especialmente cierto durante la Segunda Guerra Mundial, cuando se abandonó la «Internacional» como himno ruso y fue sustituido por una especie de cantoral propagandística con la que se había derrotado a Bonaparte en 1812 (esto en una época en la que los «voluntarios» de varios estados fascistas europeos estaban invadiendo territorio ruso bajo el estandarte sagrado de una cruzada contra el comunismo «ateo»). En un pasaje muy poco mencionado de Rebelión en la granja, Orwell hace que el cuervo Moisés, defensor a graznidos durante mucho tiempo de la existencia de un cielo más allá del firmamento, regrese a la granja y predique a las criaturas más crédulas después de que Napoleón haya vencido a Bola de Nieve. Esta analogía con la manipulación de Stalin de la Iglesia ortodoxa rusa fue, como siempre, bastante literal. (Los estalinistas polacos de posguerra habían recurrido en buena medida a esa misma táctica legalizando una organización católica ficticia llamada Pax Christi y asignándole escaños en el Parlamento de Varsovia, para satisfacción de otros compañeros de viaje comunistas católicos como Graham Greene.) La propaganda antirreligiosa en la Unión Soviética adquirió el tinte materialista más banal: la capilla de Lenin tenía vidrieras, mientras que en el museo oficial del ateísmo se ofrecía el testimonio de un astronauta ruso que no había visto ningún dios en el espacio exterior. Esta estulticia manifestaba al menos tanto desprecio por los palurdos crédulos como cualquier otro icono capaz de obrar maravillas. Como dijo el gran premio Nobel polaco Czesław Miłosz en su obra antitotalitaria clásica El pensamiento cautivo, publicada por primera vez en 1953:
He conocido algunos cristianos, muchos de los cuales fueron amigos míos —polacos, franceses o españoles—, que en materia política se adherían estrictamente a la ortodoxia staliniana, haciendo tan solo algunas reservas interiores que les permitían creer en una intervención rectificadora de Dios después de la ejecución de las sentencias sangrientas por los plenipotenciarios de la Historia. Llevaban el razonamiento bastante lejos: el desarrollo histórico se cumple según leyes inmutables que existen por la voluntad de Dios: una de esas leyes es la lucha de clases; el siglo XX es el de la lucha victoriosa del proletariado, dirigido en sus combates por el Partido Comunista; como Stalin es el jefe del Partido Comunista, es el ejecutor de la ley histórica, lo que quiere decir que actúa según la voluntad de Dios y que se le debe obediencia; la renovación de la humanidad solo es posible según los preceptos aplicados a través de toda Rusia, y por esto un cristiano no puede ponerse en contra de la única idea —cruel, es cierto— que creará en el planeta entero un tipo humano superior. Este razonamiento suelen emplearlo en sus sermones eclesiásticos que son instrumentos dóciles del Partido. «Cristo es el hombre nuevo. El hombre nuevo es el hombre soviético. Por lo tanto, Cristo es el hombre soviético», declaró el patriarca rumano Justiniano Marina.
Hombres como Marina fueron sin duda detestables y patéticos; detestables y patéticos al mismo tiempo, pero eso no es peor en principio que los innumerables pactos alcanzados entre la Iglesia y el imperio, la Iglesia y la monarquía, la Iglesia y el fascismo y la Iglesia y el Estado, todos los cuales se justificaban mediante la necesidad de que los fieles establecieran alianzas temporales en aras de fines «más nobles» al tiempo que se rendían al César (la palabra de la que procede «zar») aun cuando este fuera «ateo».
A un politólogo o un antropólogo no le resultaría muy difícil reconocer lo que los editores y colaboradores del libro The God That Failed formularon con una prosa laica tan inmoral: en unas sociedades que ellos consideraban saturadas de fe y superstición, los absolutistas comunistas no negaban tanto la religión cuanto pretendían sustituirla. Esta elevación de líderes infalibles que eran una fuente de infinita munificencia y bendición; la búsqueda permanente de individuos herejes y cismáticos; la momificación de dirigentes fallecidos como iconos y reliquias; los morbosos juicios públicos que provocaban confesiones increíbles sirviéndose de la tortura… nada de esto era muy difícil de interpretar en términos tradicionales. Ni tampoco la histeria durante las épocas de epidemias y hambrunas en las que las autoridades desplegaban una búsqueda enloquecida de cualquier culpable menos el verdadero. (La magnífica Doris Lessing me contó en una ocasión que abandonó el Partido Comunista cuando descubrió que los inquisidores de Stalin habían desvalijado los museos del zarismo y la ortodoxia rusa y habían reutilizado los viejos instrumentos de tortura.) Ni tampoco la incesante invocación de un «Futuro Luminoso», cuya llegada justificaría algún día todos los delitos y disolvería todas las pequeñas dudas. «Extra ecclesiam, nulla salus», como solía decir la antigua fe. «Dentro de la revolución, todo. Fuera de la revolución, nada», como le gustaba subrayar a Fidel Castro. De hecho, en las proximidades de Castro apareció una singular mutación conocida como «teología de la liberación», un oxímoron, según la cual los sacerdotes e incluso algunos obispos adoptaron liturgias «alternativas» que consagraban la absurda idea de que Jesús de Nazaret era en realidad un socialista al corriente del pago de sus cuotas. Mediante una combinación de buenas y malas razones (el arzobispo Romero de El Salvador fue un hombre valiente y de principios, del mismo modo que algunos clérigos nicaragüenses de «comunidades de base» no lo fueron), el papado la catalogó como una herejía. Ojalá hubiera condenado el fascismo y el nazismo con el mismo tono resuelto e inequívoco.
En muy pocos casos, como el de Albania, el comunismo trató de extirpar por completo la religión y proclamar un Estado enteramente ateo. Esto solo desembocó en el culto más extremo a seres humanos mediocres, como el dictador Enver Hoxha, y en bautismos y ceremonias secretas que revelaron el distanciamiento absoluto del pueblo llano con respecto a su régimen. En la argumentación laica moderna no hay nada que insinúe siquiera la posible prohibición de la observancia religiosa. Sigmund Freud estaba bastante en lo cierto cuando en El porvenir de una ilusión describía el impulso religioso como algo esencialmente imposible de erradicar hasta que la especie humana venza su miedo a la muerte y su tendencia al pensamiento ilusorio, o a menos que ambas cosas sucedan. Ninguna de ambas circunstancias parece muy probable. Todo lo que los totalitarismos han demostrado es que cuando se reprime el impulso religioso, la necesidad de rendir culto a algo puede adoptar formas más monstruosas incluso. Esto no necesariamente es un piropo para nuestra tendencia a rendir culto.
En los primeros meses de este siglo hice una visita a Corea del Norte. Allí, contenida en un cuadrilátero de territorio hermético cercado por el mar o por unas fronteras casi impenetrables, hay una tierra absolutamente entregada a la adulación. Todos y cada uno de los instantes conscientes del ciudadano (el súbdito) están consagrados a ensalzar al Ser Supremo y a su Padre. En todas las escuelas resuena eso mismo; todas las películas, óperas y obras teatrales están dedicadas a ello; todos los programas de radio y emisiones televisivas se han rendido a ello. También sucede eso con los libros, las revistas y los artículos periodísticos, en todos los acontecimientos deportivos y en todos los centros de trabajo. Siempre me he preguntado cómo sería tener que cantar alabanzas imperecederas; ahora lo sé. Tampoco se ha olvidado al diablo: el siempre vigilante mal de los extranjeros y los no creyentes es rechazado con una atención perpetua, que incluye momentos diarios dedicados a los rituales en el lugar de trabajo donde se inculca el odio al «otro». El Estado norcoreano nació aproximadamente en la misma época en que se publicó 1984, y cualquiera podría casi creer que el santo padre del Estado, Kim Il-sung, recibió un ejemplar de la novela y le preguntaron si sería capaz de ponerla en práctica. Sin embargo, ni siquiera Orwell se habría atrevido a hacer que en la novela el nacimiento del Gran Hermano viniera acompañado por presagios y signos milagrosos, como por ejemplo aves que saludaran el glorioso evento emitiendo voces humanas. Tampoco el Partido Interior de Airstrip One,[59] perteneciente a Oceanía, dedicó miles de millones de los tan escasos dólares en una época de una hambruna atroz a demostrar que el ridículo mamífero Kim Il-sung y su patético hijo mamífero Kim Jong-il eran dos encarnaciones de la misma persona. (Según esta versión de la herejía aria tan condenada por Atanasio, Corea del Norte es única por cuanto su jefe de Estado es un hombre muerto: Kim Jong-il es el jefe del partido y del ejército, pero la presidencia la ejerce a perpetuidad su difunto padre, lo cual convierte al país en una necrocracia o mausoleocracia, además de en un régimen al que solo le falta un personaje para tener una Trinidad.) En Corea del Norte no se habla de la otra vida porque no se fomenta la idea de deserción en ninguna dirección, pero contra ello tampoco se afirma que los dos Kim seguirán dominándole a uno una vez que esté muerto. Los estudiosos del tema pueden apreciar con facilidad que lo que tenemos en Corea del Norte no es tanto una forma extrema de comunismo (este término apenas se menciona en mitad de las tormentas de entrega extática) como una forma refinada pero envilecida de confucionismo y culto a los antepasados.
Cuando abandoné Corea del Norte, lo que hice con una mezcla de alivio, ira y compasión tan fuertes que todavía puedo evocarla, estaba abandonando un estado totalitario y también religioso. Desde entonces he hablado con muchas de las valientes personas que tratan de socavar desde dentro y desde fuera este régimen atroz. Permítaseme reconocer de antemano que algunos de los más valientes de estos resistentes son fundamentalistas cristianos anticomunistas. Uno de esos hombres valientes concedió una entrevista hace no mucho tiempo en la que era lo bastante honesto para decir que fue muy difícil predicar la idea de un salvador para las pocas personas aterrorizadas y medio muertas de hambre que habían conseguido huir de su Estado-prisión. La idea de que existe un redentor infalible y todopoderoso, decían, les resultaba demasiado familiar. Lo máximo que podían pedir, por el momento, era un tazón de arroz, un poco de exposición a una cultura un poco más amplia y liberarse un poco del espantoso estruendo del fervor obligatorio. Quienes han tenido la suerte suficiente de llegar hasta Corea del Sur o Estados Unidos, tal vez se vean confrontados por otro Mesías más. El delincuente habitual y evasor de impuestos Sun Myung Moon, jefe indiscutible de la Iglesia de la Unificación, es uno de los patrocinadores del tinglado del «diseño inteligente». Una figura destacada de este llamado movimiento y un hombre que nunca deja de otorgar a su hombre-dios gurú el adecuado nombre de «Padre» es Jonathan Wells, el autor de una irrisoria diatriba antievolucionista titulada The Icons of Evolution. Como el propio Wells señala de un modo enternecedor, «las palabras del Padre, mis estudios y mis oraciones me convencieron de que debía dedicar mi vida a aniquilar el darwinismo, exactamente igual que muchos de mis camaradas unificacionistas ya han dedicado su vida a aniquilar el marxismo. Cuando el Padre me seleccionó (junto con aproximadamente una docena de seminaristas) para ingresar en un programa de doctorado en 1978, acepté la oportunidad de luchar que se me brindaba». Es poco probable que el libro del señor Wells llegue siquiera a merecer una nota a pie de página en la historia de las paparruchas, pero tras haber visto cómo funciona la «paternidad» en las dos Coreas, me hago una idea de lo que el Burned-Over District del norte del estado de Nueva York debió de haber sido y parecido cuando los creyentes campaban a sus anchas.
Hasta en su modalidad más sumisa la religión tiene que reconocer que lo que está proponiendo es una solución «total», según la cual la fe debe ser hasta cierto punto ciega y en la que todas las facetas de la vida pública y privada deben estar sometidas a la supervisión permanente de una instancia superior. Esta vigilancia y sometimiento continuos, reforzados por lo general por el miedo bajo la forma de venganza infinita, no hace aflorar nunca las mejores cualidades de los mamíferos. No cabe duda de que la emancipación de la religión tampoco produce siempre los mejores mamíferos. Tomemos dos ejemplos destacados: uno de los científicos más grandes y más inteligentes del siglo XX, J.D. Bernal, fue un abyecto incondicional de Stalin y desperdició gran parte de su vida defendiendo los crímenes de su líder. H.L. Mencken, uno de los mejores escritores satíricos sobre religión, era demasiado entusiasta de Nietzsche y defendió una forma de «darwinismo social» que incluía la eugenesia y el desprecio de los débiles y los enfermos. También sentía cierta debilidad por Adolf Hitler y escribió una crítica imperdonablemente indulgente de Mi lucha.[60] El humanismo ha cometido muchos delitos por los que debe disculparse. Pero puede disculparse por ellos y enmendarlos dentro de sus propios márgenes y sin tener que sacudir ni poner en cuestión los fundamentos de ningún sistema de creencias inalterable. Los sistemas totalitarios, cualquiera que sea la forma exterior que puedan adoptar, son fundamentalistas y, como diremos ahora, están «basados en la fe».
En su magistral análisis del fenómeno totalitario, Hannah Arendt no estaba adoptando una actitud meramente tribal cuando concedió un lugar especial al antisemitismo. La idea de que un grupo de personas, ya se defina como nación o como religión, pueda ser condenada eternamente y sin ninguna posibilidad de apelación fue (y es) en esencia una idea totalitaria.[61] Resulta espantosamente fascinante que Hitler empezara siendo un propagador de este prejuicio trastornado y que Stalin acabara siendo víctima y defensor de él al mismo tiempo. Pero la religión había mantenido vivo el virus durante siglos. A san Agustín le entusiasmaba positivamente el mito del judío errante y el exilio de los judíos en general porque lo consideraba una prueba de la justicia divina. Los judíos ortodoxos no son inocentes en este aspecto. Al afirmar ser los «elegidos» de una alianza exclusiva y especial con el Todopoderoso, despertaron el odio y la desconfianza y dieron muestras de su propia forma de racismo. Sin embargo, fueron sobre todo los judíos laicos quienes fueron y son odiados por los totalitaristas, de modo que no tiene sentido que se despierte el sentimiento de «culpar a la víctima». Hasta casi el siglo XX la orden de los jesuitas se negaba en sus estatutos a acoger a un hombre a menos que pudiera demostrar que no había en él nada de «sangre judía» desde hacía varias generaciones. El Vaticano predicaba que todos los judíos heredaron la responsabilidad del deicidio. La Iglesia francesa soliviantó a la muchedumbre contra Dreyfus y «los intelectuales». El islam nunca ha perdonado a «los judíos» que se encontraran con Mahoma y decidieran que no era el auténtico enviado. Por haber subrayado en sus libros sagrados la importancia del origen tribal, dinástico y racial, la religión debe asumir la responsabilidad de haber transmitido durante generaciones una de las ilusiones más primitivas de la humanidad.
La relación entre religión, racismo y totalitarismo también puede encontrarse en la otra dictadura más odiosa del siglo XX: el vil sistema del apartheid de Sudáfrica. No se trataba solo de la ideología de un clan que hablara holandés dedicado a obligar a realizar trabajos forzados a unos pueblos con un tono de pigmentación diferente en la piel; era también una forma de calvinismo en activo. La Iglesia Reformada Holandesa predicaba como un dogma que la Biblia prohibía que los negros y los blancos se mezclaran, y menos aún que coexistieran en condiciones de igualdad. El racismo es totalitarista por definición: marca a su víctima a perpetuidad y le niega el derecho a un retazo siquiera de dignidad o privacidad, incluso al derecho elemental a hacer el amor, casarse o tener hijos con una persona amada de la tribu «equivocada» sin que la ley invalide ese amor… Y así fue la vida de millones de personas que vivían en el «Occidente cristiano» de nuestro tiempo. El gobernante Partido Nacional, que también estaba muy infectado por el antisemitismo y se había puesto del lado del bando nazi en la Segunda Guerra Mundial, confiaba en los desvaríos del púlpito para justificar su sangriento mito de un «Éxodo» bóer que les concedía derechos exclusivos sobre una «tierra prometida». En consecuencia, una permutación afrikáner del sionismo dio lugar a un Estado atrasado y despótico en el que los derechos de todas las demás personas quedaron abolidos y en el que la supervivencia final de los propios afrikáners se veía amenazada por la corrupción, el caos y la brutalidad. En ese momento los plácidos ancianos de la Iglesia tuvieron una revelación que permitía el abandono gradual del apartheid. Pero esto jamás puede permitir que se perdone el mal que la religión causó mientras todavía se sentía lo suficientemente fuerte para infligirlo. Si la sociedad sudafricana se salvó de la barbarie absoluta y el estallido interno, debe atribuirse al mérito de muchos cristianos y judíos laicos y a numerosos militantes ateos y agnósticos del Congreso Nacional Africano.
El siglo pasado ha sido testigo de muchas otras improvisaciones sobre la vieja idea de que una dictadura podía ocuparse de algo más que de problemas seculares o cotidianos. Comprenden desde las variantes ligeramente ofensivas e insultantes (la Iglesia ortodoxa griega bautizó a la junta militar que usurpó el poder en 1967, con sus viseras y sus cascos de acero, como «una Grecia para los griegos cristianos») hasta el «Angka» absolutamente esclavizante de los jemeres rojos de Camboya, que hundía su autoridad en templos y leyendas prehistóricas. (El anteriormente mencionado rey Sihanuk, su en ocasiones amigo y en ocasiones enemigo que se buscó un refugio de playboy bajo la protección de los estalinistas chinos, también era proclive a considerarse un rey-dios cuando le venía bien.) Entre medias se encuentra el sha de Irán, que afirmaba ser «la sombra de dios», además de «la luz de los arios», y que reprimió a la oposición laica y tuvo un cuidado extremo de presentarse a sí mismo como el guardián de los santuarios chiíes. Su megalomanía vino seguida por uno de sus primos cercanos, la herejía jomeinista del velayet-i-faqui o control social absoluto por parte de los ulemas (que también presentan a su difunto líder como su fundador y afirman que sus santas palabras nunca pueden revocarse). En el mismo extremo puede encontrarse el puritanismo primigenio de los talibanes, que se dedicaron a buscar nuevas cosas que prohibir (todo, desde la música hasta el papel reciclado, ya que podría contener una diminuta mota de pulpa de papel procedente de un Corán desechado) y nuevos métodos de castigo (el enterramiento de homosexuales vivos). La alternativa a estos grotescos fenómenos no es la quimera de la dictadura laica, sino la defensa del pluralismo laico y del derecho a no creer y a no ser obligado a creer. Esta defensa se ha convertido hoy día en una responsabilidad imperiosa e ineludible: en una cuestión de supervivencia.