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 ¿Es la religión una modalidad de abuso de menores? 

Respóndeme con franqueza. Si los destinos de la humanidad estuviesen en tus manos, y para hacer definitivamente feliz al hombre, para procurarle al fin la paz y la tranquilidad, fuese necesario torturar a un ser, a uno solo, a esa niña que se golpeaba el pecho con el puñito, a fin de fundar sobre sus lágrimas la felicidad futura, ¿te prestarías a ello? Responde sinceramente.

Iván a Aliosha, en Los hermanos Karamazov.

Cuando reflexionamos acerca de si la religión ha «causado más perjuicio que bien» (sin que esto quiera decir nada en absoluto acerca de su veracidad o autenticidad), nos enfrentamos a una cuestión imponderablemente vasta. ¿Cómo podríamos llegar a saber cuántos niños llevan una vida deteriorada desde el punto de vista físico y psicológico a causa de la inculcación obligatoria de la fe? Esto es casi tan difícil de determinar como el número de sueños y visiones religiosas y espirituales que resultaron ser «auténticas», las cuales para poseer un mínimo valor deberían ponderarse frente a todos los casos no registrados u olvidados que resultaron no serlo. Pero podemos estar seguros de que la religión siempre ha confiado en aprovecharse de las mentes no formadas e indefensas de los jóvenes y ha hecho todo lo posible por asegurarse este privilegio estableciendo alianzas con los poderes seculares del mundo material.

Uno de los grandes ejemplos de terrorismo moral de nuestra literatura es el sermón pronunciado por el padre Arnall en Retrato del artista adolescente, de James Joyce. Este repugnante y anciano sacerdote prepara a Stephen Dedalus y a los demás jóvenes «a su cargo» para un retiro espiritual en honor de san Francisco Javier (el hombre que llevó la Inquisición a Asia y cuyos huesos todavía veneran quienes optan por venerar huesos). Decide impresionarles con una larga y retorcida descripción del castigo eterno, como las que la Iglesia solía imponer cuando todavía tenía seguridad en sí misma para hacerlo. Es imposible citar toda la perorata, pero hay dos elementos particularmente vívidos que tienen interés en relación con la naturaleza de la tortura y la naturaleza del tiempo. Es fácil detectar que las palabras del sacerdote están destinadas precisamente a atemorizar a los niños. En primer lugar, las imágenes son intrínsecamente ingenuas. En el apartado de las torturas, el propio diablo hace que una montaña se desmenuce como si estuviera hecha de cera. Se evocan todo tipo de enfermedades escalofriantes y se explota el miedo infantil a que un dolor semejante pudiera prolongarse para siempre. Cuando llega el momento de esbozar una unidad de tiempo, vemos a un niño en la playa jugando con los granos de arena y a continuación la magnificación infantil de las unidades («Papá, ¿qué pasaría si hubiera un millón de millones de millones de pitillones de gatitos? ¿Ocuparían el mundo entero?») para después, añadiendo aún más multiplicaciones, evocar las hojas verdes de la naturaleza e invocar las pieles, plumas y escamas de los animales domésticos. Durante siglos, las personas adultas se han dedicado a asustar así a los niños (y a atormentarles, pegarles y también violarlos, como queda patente en el recuerdo de Joyce y en el recuerdo de infinidad de otros muchos).

También es fácil detectar las demás sandeces y crueldades inventadas por las personas religiosas. La idea de la tortura es tan antigua como la maldad de la humanidad, que es la única especie con la imaginación suficiente para suponer el daño que puede ocasionar cuando se le inflige a otro. No podemos culpar a la religión de este impulso, pero podemos condenarla por institucionalizar y refinar la práctica. Los museos de la Europa medieval desde Holanda hasta la Toscana están abarrotados de instrumentos y mecanismos con los que los santos varones trabajaban con devoción para averiguar cuánto tiempo se podía mantener vivo a alguien al que se estaba abrasando. No es necesario entrar en más detalles, pero también existen libros religiosos de introducción a este arte y guías para detectar la herejía mediante el dolor. A quienes no eran lo bastante afortunados para que se les permitiera participar en el «auto de fe» (que es como se denominaba a una sesión de tortura) se les daba rienda suelta para fantasear con todas las escabrosas pesadillas que pudieran y a infligirlas de palabra con el fin de mantener al ignorante en un estado de temor permanente. En una era en la que se podía disfrutar de muy pocos entretenimientos, un buen acto público de quema en la hoguera, descuartizamiento o desmembramiento en la rueda de tortura solía ser todo el esparcimiento que los piadosos podían ofrecer. Nada avala la naturaleza artificial de la religión de un modo tan obvio como la mente enferma que concibió el infierno, a menos que sea la mentalidad profundamente limitada que no ha conseguido describir el cielo salvo como un lugar de comodidad terrenal, tedio eterno o (como pensaba Tertuliano) gozo permanente con la tortura de los demás.

Los infiernos precristianos también eran muy desagradables y su invención apelaba al mismo ingenio sádico. Sin embargo, en algunos de los primeros de los que tenemos noticia (sobre todo, el hinduista) se permanecía durante un tiempo limitado. Un pecador, por ejemplo, podía ser condenado a pasar un determinado número de años en el infierno, en donde cada día equivalía a 6.400 años humanos. Si alguien daba muerte a un sacerdote, la condena impuesta por ello era de 149.504 millones de años. A partir de ese momento se le permitía ir al nirvana, lo cual parece significar la aniquilación. Los cristianos tuvieron que buscar un infierno contra el que no hubiera recurso posible. (Y la idea se puede plagiar fácilmente: en una ocasión oí a Louis Farrakhan, el líder de la herética Nación del Islam integrada únicamente por negros, arrancar un estruendoso rugido de la multitud en el Madison Square Garden. Arrojando baba contra los judíos gritó: «Y no lo olvidéis; cuando es Dios quien os envía a los hornos… ¡ES PARA SIEMPRE!».)

La obsesión por los niños y por el estricto control sobre su educación ha formado parte de todos los sistemas de autoridad absoluta. Tal vez fuera realmente un jesuita el primero del que se cuenta que afirmó «Entregadme al niño hasta que tenga diez años y yo os devolveré al hombre»; pero la idea es mucho más antigua que la escuela de Ignacio de Loyola. El adoctrinamiento de los jóvenes tiene a menudo el efecto contrario, como bien sabemos por el destino de muchas ideologías seculares; pero parece que las personas religiosas correrán este riesgo para imprimir la suficiente propaganda en el chico o la chica medios. ¿Qué otra cosa podríamos esperar que hicieran? Si la instrucción religiosa no estuviera autorizada hasta que los niños hubieran alcanzado la madurez, viviríamos en un mundo muy distinto. Los padres que profesan creencias religiosas están divididos en este aspecto, puesto que confían de forma natural en compartir con su prole las maravillas y delicias de la Navidad y demás fiestas (y para contribuir a amansar a los indisciplinados también pueden hacer buen uso de dios, además de otras figuras secundarias como Papá Noel). Pero veamos lo que pasaría si en la primera adolescencia el niño se alejara para abrazar incluso otras creencias, cuando no otros cultos. En ese caso los padres proclamarían que ese culto se estaba aprovechando del inocente. Todos los monoteísmos formulan o solían formular precisamente por esta razón una prohibición rotunda contra la apostasía. En Memorias de una joven católica, Mary McCarthy recuerda la impresión que sufrió al enterarse por un predicador jesuita que su abuelo protestante, protector y amigo suyo, estaba condenado al castigo eterno porque había sido bautizado de forma incorrecta. Como era una niña inteligente y precoz, no dejaría que el asunto se le pasara hasta haber conseguido que la madre superiora consultara a las más altas autoridades y descubriera un vacío jurídico en los escritos del obispo Atanasio, que sostenía que solo se condenaba a los herejes si rechazaban la Iglesia verdadera con plena conciencia de lo que estaban haciendo. Su abuelo, pues, era lo bastante inconsciente de cuál era la verdadera Iglesia como para eludir el infierno. Pero ¡vaya un sufrimiento al que someter a una niña de once años! Y pensemos solo en el número de niños no tan curiosos que aceptaron esta malvada enseñanza sin ponerla en duda. Quienes mienten así a los pequeños están extremadamente enfermos.[54]

Se pueden aducir dos ejemplos más: uno de enseñanza inmoral y otro de práctica inmoral. La enseñanza inmoral tiene que ver con el aborto. Dada mi condición de materialista, creo que se ha demostrado que un embrión es un organismo y una entidad independiente, y no meramente (como algunos defendían) un bulto añadido al cuerpo o en el cuerpo del organismo femenino. Solían ser las feministas quienes decían que no era más que un apéndice, o incluso un tumor (esto se argumentaba en serio). Esa insensatez parece haberse frenado. Una de las consideraciones que la han frenado es la fascinante y conmovedora imagen proporcionada por el ecógrafo, y otra la supervivencia de bebés «prematuros» con el peso de una pluma que han alcanzado «viabilidad» fuera del útero materno. Esta es otra forma más mediante la cual la ciencia puede hacer causa común con el humanismo. Del mismo modo que ningún ser humano con una facultad moral media podría mostrarse indiferente cuando ve que se pega una patada en el estómago a una mujer, así tampoco podría dejar de sentirse aún más escandalizado si la mujer en cuestión estuviera embarazada. La embriología corrobora la moral. Aun cuando se utilicen con un tono politizado, las palabras «niño no nacido» describen una realidad material.

Sin embargo, esto no hace más que abrir el debate en lugar de cerrarlo. Puede haber muchas circunstancias en las que no sea deseable llevar a término un feto. O la naturaleza o dios parecen valorar este hecho, puesto que un número muy alto de embarazos son, por así decirlo, «abortados» debido a malformaciones y se conocen cortésmente como «espontáneos». Por triste que sea, este resultado seguramente es menos desgraciado que el gran número de niños que habrían nacido con malformaciones, deficiencias o muertos, o cuyas cortas vidas habrían sido un tormento para sí mismos y para otros. Por consiguiente, al igual que sucede con la evolución en general, en el útero encontramos un microcosmos de naturaleza y evolución en sí mismas. En primer lugar comenzamos siendo diminutas formas anfibias, hasta que poco a poco desarrollamos los pulmones y el cerebro (cultivamos y nos deshacemos de una mata de pelo ahora inútil), y luego nos esforzamos por salir al exterior y respirar aire puro tras una transición un tanto dificultosa. De este modo, el sistema es bastante despiadado al eliminar a aquellos que jamás tuvieron muchas posibilidades de sobrevivir en primera instancia: nuestros antepasados de la sabana no habrían sobrevivido tampoco si hubieran tenido varios niños enfermizos y holgazanes a los que proteger de los depredadores. Aquí la analogía de la evolución tal vez no sea tanto la de la «mano invisible» de Adam Smith (un concepto del que siempre he desconfiado) como el modelo de «destrucción creativa» de Joseph Schumpeter, mediante el cual nos acostumbramos a una determinada proporción de actos fallidos naturales teniendo en cuenta lo despiadada que es la naturaleza y remontándonos a los remotos prototipos de nuestra especie.[55]

Así pues, no todas las concepciones desembocan, o desembocaron siempre, en nacimientos. Y desde que la mera lucha por la existencia empezó a amainar, la ambición de la inteligencia humana se ha cifrado en aumentar el control sobre la tasa de reproducción. Las familias que viven a merced de la simple naturaleza y su inevitable exigencia de profusión vivirán atadas a un ciclo que no es mucho mejor que el ciclo animal. El mejor modo de adquirir ciertas dosis de control es mediante la profilaxis, por la que se ha luchado sin descanso desde las épocas de las que disponemos de datos y que en nuestros días se ha vuelto relativamente segura e indolora. La segunda mejor solución, si es necesaria (y a veces puede ser deseable por otras razones), es la interrupción del embarazo: un recurso rechazado del que muchos se lamentan aun cuando se haya llevado a cabo por estricta necesidad. Todos los seres pensantes reconocen en esta cuestión un doloroso conflicto de derechos e intereses y se esfuerzan por alcanzar cierto equilibrio. La única proposición que es absolutamente inútil, tanto desde el punto de vista moral como práctico, es la asilvestrada afirmación de que los espermatozoides y los óvulos son todos ellos vidas potenciales a las que no se debe impedir fusionarse y que, cuando llevan unidas aunque sea unos instantes, ya tienen alma y deben estar protegidas por la ley. Según este criterio, un dispositivo intrauterino que impide que el embrión se implante en la pared del útero es un arma homicida, y un embarazo ectópico (el catastrófico accidente que hace que el óvulo empiece a crecer en el interior de la trompa de Falopio) es una vida humana en lugar de un óvulo ya fracasado que, además, representa una grave amenaza para la vida de la madre.

El clero se ha opuesto de raíz y en todos sus desarrollos a todos y cada uno de los pasos encaminados al esclarecimiento de esta discusión. La tentativa de educar siquiera a las personas en la posibilidad de ejercer la «planificación familiar» fue anatematizada desde el principio y sus primeros defensores y maestros fueron detenidos (como John Stuart Mill), encarcelados o desposeídos de su trabajo. Hace tan solo unos años, la madre Teresa denunció que la contracepción era el equivalente moral del aborto, lo cual «lógicamente» significaba (dado que ella consideraba que el aborto era un asesinato) que un condón o una píldora eran también armas homicidas. Ella era un poco más fanática todavía que su Iglesia, pero aquí podemos ver de nuevo que el enardecimiento y el dogmatismo son los enemigos morales de lo bueno. Nos exigen que creamos en lo imposible y practiquemos lo inviable. Quienes, además de a los nacidos, utilizan a los niños no nacidos como meros objetos de manipulación en su doctrina han echado por tierra todo el asunto de hacer extensible la protección a los no nacidos y la expresión de un sesgo favorable hacia la vida.

Por lo que se refiere a la práctica inmoral, es difícil imaginar nada más grotesco que la mutilación de los genitales infantiles. No es fácil imaginarse nada más incompatible con el argumento del diseño. Debemos suponer que un dios diseñador prestaría especial atención a los órganos reproductores de sus criaturas, que tan esenciales son para la continuidad de la especie. Pero desde el principio de los tiempos los rituales religiosos han insistido en arrancar a los niños de la cuna y aplicar piedras afiladas o cuchillos en sus partes pudendas. En algunas sociedades animistas y musulmanas son los bebés femeninos los que peor lo pasan con la escisión de los labios vaginales y el clítoris. Esta práctica se demora a veces hasta la adolescencia y, tal como hemos descrito antes, se acompaña con la infibulación o sutura de la vagina dejando únicamente una pequeña abertura que permita el paso de la sangre y la orina. El objetivo es evidente: aniquilar o aplacar el instinto sexual y eliminar la tentación de experimentar el sexo con algún hombre, excepto con aquel a quien la joven sea entregada (y que tendrá el privilegio de desgarrar esos hilos en la espantosa noche nupcial). Mientras tanto, a ella se le enseñará que la visita mensual de la sangre es una maldición (todas las religiones han manifestado pavor ante ella, y muchas continúan prohibiendo que las mujeres con la menstruación asistan a los servicios religiosos) y que ella es un receptáculo impuro.

En otras culturas, sobre todo en la «judeocristiana», en lo que se insiste es en la mutilación de los pequeños varones. (Por alguna razón, las niñas pueden ser judías sin padecer ninguna alteración genital: es inútil buscar coherencia en las alianzas que las personas creen haber establecido con dios.) Aquí los motivos originales parecen ser de dos índoles distintas. El derramamiento de sangre en el que se insiste en las ceremonias de circuncisión es muy probablemente un resto simbólico de los sacrificios animales y humanos que eran rasgo habitual del paisaje empapado en sangre del Antiguo Testamento. Al adherirse a esta práctica, los padres ofrecían el sacrificio de una parte de su hijo en representación de la totalidad de él. Las objeciones que aluden a que eso significa cierta injerencia en algo que dios debió de haber diseñado con atención (el pene humano) se vencieron mediante el dogma inventado de que Adán nació circunciso y a imagen y semejanza de dios. De hecho, algunos rabinos sostienen que Moisés también nació circunciso, aunque esta afirmación puede derivarse del hecho de que su circuncisión no se menciona en ningún lugar del Pentateuco.

La segunda finalidad formulada de manera muy ambigua por Maimónides era la misma que para las niñas: la máxima aniquilación posible de la vertiente placentera de la relación sexual. Aquí tenemos lo que el sabio nos dice en su Guía de perplejos:

También creo que uno de los motivos de la circuncisión es minorar la cohabitación y mitigar el órgano, a fin de restringir su acción dejándolo en reposo lo más posible. Se ha pretendido que la circuncisión tenía como finalidad acabar lo que la naturaleza había dejado imperfecto. […] ¿Cómo las cosas de la Naturaleza podrían ser imperfectas al extremo de precisar un acabamiento de origen externo, tanto más cuando el prepucio tiene su utilidad para el miembro en cuestión? Pero tal precepto no tiene como objetivo remediar una imperfección física. El fin verdadero es el dolor corporal. […] Que la circuncisión atenúa la incontinencia y hasta disminuye la voluptuosidad es cosa que no admite duda, porque si desde el nacimiento se hace sangrar a ese miembro, quitándole la cobertura, quedará indudablemente debilitado.

Maimónides no parece excesivamente impresionado por la promesa (realizada a Abraham en Génesis 17) de que la circuncisión le llevará a tener una vasta progenie a la edad de noventa y nueve años. La decisión de Abraham de circuncidar a sus esclavos y a todos los varones de su casa fue un asunto colateral, o tal vez fruto del entusiasmo, puesto que esos no judíos no formaban parte de la alianza. Pero sí circuncidó a su hijo Ismael, que entonces tenía trece años. (Ismael solo tuvo que separarse de su prepucio; su hijo menor, Isaac, descrito curiosamente en Génesis 22 como el «único» hijo de Abraham, fue circuncidado cuando tenía ocho días, si bien posteriormente se ofreció en sacrificio la totalidad de su persona.)

Maimónides también sostenía que la circuncisión sería un instrumento para reforzar la solidaridad étnica e hizo particular énfasis en la necesidad de realizar la operación cuando los varones son bebés, mejor que cuando hayan alcanzado la madurez:

La primera [razón] es que si se dejara crecer al niño, se correría el riesgo de que no la practicara; la segunda [es que] no sufre tanto como sufriría un adulto, porque su miembro es tierno y él tiene todavía una imaginación débil, dado que una persona mayor se figura terrible y cruel, antes de que suceda, lo que su fantasía se forja anticipadamente; [la tercera es que] el padre no tiene todavía un gran amor al hijo en el momento de su nacimiento, porque la forma imaginativa que en él produce el amor del hijo no se ha consolidado todavía en él. […] Si, pues, se aplaza dos o tres años la circuncisión, ello tendría como consecuencia descuidarla en razón del afecto y cariño hacia el niño. Pero, a raíz de su nacimiento, esa forma imaginativa es muy tenue, sobre todo en el padre, a quien tal precepto se prescribe.[56]

Dicho en términos corrientes: Maimónides es plenamente consciente de que, de no haber sido supuestamente ordenada por dios, esta espantosa práctica produciría un rechazo natural en beneficio del niño hasta en el padre más devoto (solo especifica el padre). Pero reprime este sentimiento en aras de la ley «divina».

En época más reciente se han aducido argumentos más pseudo-laicos en favor de la circuncisión masculina. Se ha afirmado que el resultado es más higiénico para los varones y, por tanto, más saludable para las mujeres, al ayudarles a evitar, por ejemplo, el cáncer cervical. La medicina ha desmontado estas afirmaciones o bien las ha expuesto como problemas que pueden ser fácilmente resueltos por un «aflojamiento» del prepucio. La excisión completa, originalmente ordenada por dios como el precio de sangre por la prometida masacre futura de los canaanitas, se expone ahora como lo que es —la mutilación de un niño indefenso con el fin de arruinar su futura vida sexual. La conexión entre barbarie religiosa y represión sexual no puede ser más evidente que cuando queda «marcada en la carne». ¿Quién puede contabilizar el número de vidas que se han hecho miserables de esta manera, especialmente desde que los médicos cristianos comenzaron a adoptar el antiguo folklore judío en sus hospitales? ¿Y quién puede soportar leer los libros de texto y las historias médicas que, sin inmutarse, registran el número de bebés varones que morían por infección, tras su octavo día, o que sufrían severas e insoportables disfunciones y desfiguramientos? El registro de sífilis y otras infecciones, provenientes de los podridos dientes rabínicos o de otras indiscreciones rabínicas. O del torpe corte de la uretra y a veces de una vena, es simplemente espantoso. ¡Y está permitido en el Nueva York de 2006! Si la religión y su arrogancia no estuvieran involucradas, ninguna sociedad sana permitiría esta primitiva amputación o dejaría que ningún tipo de cirugía fuera practicada en la zona genital sin un consentimiento completo e informado de la persona afectada.

También hay que culpar a la religión de las terribles consecuencias del tabú de la masturbación (que proporcionó asimismo a los ingleses de periodo victoriano otra excusa más para la circuncisión). Durante décadas, se ha aterrorizado en su adolescencia a millones de chicos y jóvenes con el consejo supuestamente «médico» que les prevenía contra la ceguera, las crisis nerviosas y la locura que sufrirían si recurrían a la autocomplacencia. Los adustos sermones de los clérigos, abarrotados de insensateces acerca de que el semen era una fuente de energía irreemplazable y finita, han presidido la educación de muchas generaciones. Robert Baden-Powell redactó todo un obsesivo tratado sobre el tema, que usaba para reforzar el fornido cristianismo del movimiento Boy Scout. Hasta el día de hoy, esta estupidez pervive en las páginas web islamicas que proponen asesorar a los jóvenes. De hecho parece que los ulemas han estado estudiando minuciosamente estos mismos textos desacreditados, de Samuel Tissot y otros autores, que con tan nocivos efectos solían esgrimir sus antecesores cristianos. Idéntica desinformación inverosimil y malintencionada ofrece sobre todo Abd al-Aziz bin Baz, el desaparecido gran mufti de Arabia Saudí, cuyas advertencias contra el onanismo se repiten en muchas paginas web musulmanas. Esta práctica perturbará el sistema digestivo, nos dañará la vista, inflamará los testículos, corroerá la médula espinal (¡«el lugar donde se origina el esperma»!), y producirá temblores y convulsiones. Tampoco quedarán ilesas las «glándulas cerebrales», con su correspondiente disminución del cociente intelectual y la postrera demencia. Por ultimo y para continuar atormentando con la culpa a millones de jóvenes sanos, el mufti les dice que su semen se volverá claro e insípido, y les impedirá ser padres mas adelante. Las páginas web de la Inter-Islam and Islamic Voice reutilizan estas paparruchas como si no hubiera ya suficiente represión e ignorancia entre los varones jóvenes del mundo musulmán, a los que se suele mantener aislados de la compañía femenina, enseñar a despreciar a sus madres y hermanas y someter a una embrutecedora recitación memorística del Corán. Tras haberme topado con los productos de este sistema «educativo» en Afganistán y otros lugares, no puedo hacer otra cosa que reiterar que su problema no es tanto que deseen ser vírgenes, como que son vírgenes: su crecimiento emocional y psíquico ha quedado atrofiado de forma irreparable en el nombre de dios, y como consecuencia de esta alienación y deformación ha quedado amenazada la seguridad de otras muchas personas.

La inocencia sexual, que puede resultar encantadora en un joven si no se prolonga de manera innecesaria, es positivamente corrosiva y repulsiva en un adulto maduro. Una vez más, ¿cómo calcularemos el daño infligido por los ancianos lascivos y las solteronas histéricas a los que se ha designado guardianes clericales para vigilar a los inocentes en escuelas y orfanatos? La Iglesia Católica en concreto está teniendo que responder a esta pregunta de la forma más dolorosa, estimando el valor monetario de los abusos a menores en términos de indemnizaciones. Ya se han concedido miles de millones de dólares, pero no se puede valorar económicamente a las generaciones de chicos y chicas a las que aquellos en quienes ellos mismos y sus padres confiaban introdujeron en el sexo de la forma más alarmante y desagradable. El «abuso de menores» es en realidad un necio y patético eufemismo para referirse a lo que ha estado sucediendo: estamos hablando de la violación y tortura sistemática de niños, asistidos e inducidos por una jerarquía que deliberadamente trasladó a los agresores más flagrantes a parroquias en las que pudieran sentirse más seguros. Dado lo que ha salido a la luz en época reciente en ciudades modernas, no podemos sino estremecernos al pensar lo que sucedería en los siglos en los que la Iglesia quedaba al margen de toda crítica. Pero ¿qué esperaba la gente que sucediera cuando los vulnerables estuvieran bajo el control de aquellos a los que, siendo ellos mismos unos inadaptados y unos invertidos, se exigía que se declararan hipócritamente célibes? ¿Y de aquellos a los que se enseñaba a afirmar en tono grave, como un artículo de fe, que los niños eran «diablillos» o «extremidades» de Satán? A veces, la frustración resultante se manifiesta a través de los horrendos excesos del castigo corporal, que ya es bastante malo en sí mismo. Pero cuando las inhibiciones artificiales se derrumban realmente, como hemos visto que sucede, se traducen en una conducta que ningún vulgar pecador por masturbación o fornicación podría contemplar siquiera sin espanto. Esto no es obra de unos cuantos delincuentes que hay entre los pastores, sino el fruto de una ideología que trataba de establecer el control clerical mediante el control del instinto sexual e incluso de los órganos sexuales. Al igual que el resto de la religión, pertenece a la atemorizada infancia de nuestra especie. La respuesta de Aliosha a la pregunta de Iván acerca de la tortura sagrada de un niño consistió en decir («en voz baja») «No, no me prestaría». Nuestra respuesta, desde la repugnante ofrenda original del indefenso niño Isaac en la pira hasta los abusos y represión actuales, debe ser la misma; pero no debemos pronunciarla tan bajo.