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 ¿Sirve la religión para que las personas se comporten mejor? 

Poco más de un siglo después de que Joseph Smith cayera víctima de la violencia y la histeria que contribuyó a desatar, se alzó otra voz profética en Estados Unidos. Un joven pastor negro llamado Martin Luther King empezó a predicar que su pueblo, los herederos de la misma esclavitud que Joseph Smith y todas las demás iglesias cristianas habían aprobado con tanta calidez, debía ser libre. Resulta bastante imposible incluso para un ateo como yo leer sus sermones o ver grabaciones de sus discursos sin sentir una emoción profunda como la que a veces puede arrancar lágrimas auténticas. La «Carta desde la cárcel de Birmingham» del doctor King, escrita en respuesta a un grupo de clérigos cristianos blancos que le habían instado a guardar la compostura y tener «paciencia» (en otras palabras, a recordar cuál era su sitio), es un modelo de argumentación y contraargumentación. Con su frialdad cortés y su espíritu generoso todavía emana la insaciable convicción de que no se debe tolerar nunca más la obscena injusticia del racismo.

Los tres volúmenes de la magnífica biografía del doctor King escrita por Taylor Branch se titulan sucesivamente Parting the Waters, Pillar of Fire y At Canaan’s Edge. Y la retórica con la que King se dirigía a sus seguidores estaba concebida para evocar la historia que ellos mejor conocían: la que comienza cuando Moisés le dice al faraón «Deja salir a mi pueblo». En todos sus discursos, uno tras otro, animaba a los oprimidos y exhortaba y avergonzaba a sus opresores. Poco a poco, la abochornada dirección religiosa del país se puso de su lado. El rabino Abraham Heschel preguntó: «¿En qué lugar de Estados Unidos escuchamos hoy una voz como la de los profetas de Israel? Martin Luther King representa una señal de que Dios no ha abandonado a los Estados Unidos de América».

Si tomamos como referencia el relato mosaico, lo más inquietante de todo fue el sermón que King pronunció la última noche de su vida. Su esfuerzo por modificar la opinión pública y convencer a las obstinadas administraciones de Kennedy y Johnson estaba casi concluido y se encontraba en Memphis, Tennessee, para apoyar una larga y dura huelga llevada a cabo por los trabajadores del saneamiento de la ciudad, en cuyas pancartas aparecían únicamente las palabras «Soy un hombre». En el púlpito del templo Masón pasó revista a la prolongada lucha de los años recientes y a continuación dijo: «Pero ya no me preocupa». Se hizo un silencio, y luego prosiguió: «Porque he llegado a la cima de la montaña. Y no me importa. Como a cualquier persona, me gustaría vivir una larga vida. La longevidad tiene su lugar. Pero no me preocupa eso ahora. Solo quiero hacer la voluntad de Dios. Y él me ha permitido subir a la cima de la montaña. Y he observado desde allí. Y he visto la Tierra Prometida. Y puede que no llegue a ella con vosotros, pero quiero que sepáis, esta noche, que nosotros, como pueblo, ¡llegaremos a la Tierra Prometida!». Ninguno de los presentes aquella noche lo ha olvidado jamás; y me atrevería a afirmar que lo mismo puede decirse de todo aquel que ve la película que con tanto acierto ha plasmado ese trascendental momento. El segundo mejor modo de experimentar esta sensación en diferido es escuchar cómo Nina Simone cantó aquella misma fatídica semana «The King of Love Is Dead». El drama en su conjunto tiene capacidad para combinar ciertos elementos procedentes de Moisés en el monte Nebo con la agonía del huerto de Getsemaní. El efecto apenas queda debilitado, ni siquiera cuando descubrimos que aquel era uno de sus sermones favoritos, que lo había pronunciado en varias ocasiones con anterioridad y que podía volver a meterse en ese texto cuando la ocasión lo requería.

Pero los ejemplos que King extrajo de los libros de Moisés eran, por suerte para todos nosotros, metáforas y alegorías. Su predicación más imperiosa era la de la no violencia. En su versión de la historia no había ningún castigo violento ni ningún derramamiento de sangre genocida. Tampoco hay crueles mandatos sobre lapidación de niños ni quema de brujas. A su pueblo perseguido y despreciado no se le prometía el territorio de otros, ni se le incitaba a ejercer el pillaje y el crimen en otras tribus. Ante la provocación y la brutalidad sin fin, King rogaba a sus seguidores que se convirtieran en lo que durante algún tiempo fueron auténticamente: los tutores morales de Estados Unidos y, más allá de sus orillas, del mundo entero. De hecho, perdonó a su asesino de antemano: el único detalle que hubiera vuelto las últimas palabras que pronunció en público impecables y perfectas habría sido una declaración a tal efecto. Pero la diferencia entre él y los «profetas de Israel» no podía haber quedado más clara de ningún otro modo. Si la población hubiera sido izada en brazos desde la cuna para escuchar la historia de la Anábasis de Jenofonte y el largo, penoso y peligroso viaje de los griegos hacia la victoriosa contemplación del mar, esta alegoría habría servido igualmente. Según parece, no obstante, «El Libro» era el único punto de referencia que todo el mundo tenía en común.

El reformismo cristiano surgió originalmente de la capacidad de sus defensores de contraponer al Antiguo Testamento, el Nuevo. Los libros judíos antiguos tan apresuradamente redactados presentaban un dios malhumorado, implacable, sangriento y provinciano, que tal vez resultara más escalofriante cuando estaba de buen humor (el clásico atributo de un dictador). Mientras que los libros apresuradamente redactados de los últimos dos mil años contenían asideros para la esperanza y referencias a la mansedumbre, el perdón, los corderos, las ovejas, etcétera. La diferencia es más aparente que real, puesto que únicamente en los comentarios atribuidos a Jesús encontramos alguna mención al infierno y la condena eterna. El dios de Moisés impondría con rudeza las matanzas, las plagas e incluso el exterminio sobre sus tribus, incluida su favorita; pero cuando la tumba se cernía sobre sus víctimas prácticamente todo se acababa en ellos, a menos que se acordara de maldecir a las generaciones posteriores. No fue hasta el advenimiento del Príncipe de la Paz cuando hemos oído hablar de la manida idea del castigo y el tormento posterior de los muertos. Augurado en un principio en los sermones de Juan el Bautista, el hijo de dios se revela como aquel que condenará a los desobedientes al fuego eterno si no acatan directamente sus palabras más dulces. Esto ha abastecido de textos a los sádicos clericales desde el principio, y en las invectivas del islam aparece con un realismo que parece salirse de las páginas. En ningún momento el doctor King, que en una ocasión fue fotografiado en una librería esperando tranquilamente a un médico mientras llevaba todavía clavado en el pecho el cuchillo con el que le había agredido un loco, insinuó siquiera que quienes le hirieran y vilipendiaran serían objeto de ninguna venganza o castigo, ni en este mundo ni en el próximo, a excepción de las consecuencias derivadas de su propia necedad, egoísmo y brutalidad. Y en mi humilde opinión, expresó ese llamamiento incluso con unos modales mucho más corteses de los que merecían aquellos a quienes iba dirigido. Así pues, bajo ningún punto de vista real, en contraposición al nominal, era él cristiano.

Esto no desmerece lo más mínimo su condición de gran predicador, como tampoco lo hace el hecho de que fuera un mamífero como el resto de nosotros y plagiara tal vez su tesis doctoral y sintiera una notable afición por la bebida y por mujeres bastante más jóvenes que su esposa. Dedicó lo que le quedaba de su última noche a tal disipación orgiástica, cosa por la que no le culpo. (Estos hechos, que desde luego perturban a los fieles, son bastante más alentadores por cuanto demuestran que un perfil moral alto no es un requisito para realizar grandes hazañas morales.) Pero si, como a menudo se hace, hay que utilizar su ejemplo para demostrar que la religión tiene un efecto ennoblecedor y liberador, analicemos entonces la premisa más general.

Al tomar como ejemplo la memorable historia de los estadounidenses negros deberíamos advertir, en primer lugar, que los esclavos no eran cautivos de ningún faraón, sino de varios estados y sociedades cristianas que durante muchos años llevaron a cabo un «comercio» triangular entre la costa occidental de África, el litoral oriental norteamericano y las capitales de Europa. Esta descomunal y atroz industria estaba bendecida por todas las iglesias y durante mucho tiempo no despertó absolutamente ninguna protesta religiosa. (Su equivalente, el comercio de esclavos en el Mediterráneo y en el norte de África, estaba refrendado explícitamente por el islam y se realizaba en su nombre.) En el siglo XVII unos cuantos disidentes menonitas y cuáqueros de Estados Unidos empezaron a exigir que se aboliera, como también hicieron algunos librepensadores como Thomas Paine. Cavilando sobre el modo en que la esclavitud corrompía y embrutecía a los amos en igual medida que explotaba y torturaba a los esclavos, Thomas Jefferson escribió: «De hecho, cuando pienso que Dios es justo, siento miedo por mi país». Fue una afirmación tan incoherente como memorable: dadas las maravillas de un dios que era asimismo justo, a largo plazo no debería haber mucho por lo que echarse a temblar. En cualquier caso, el Todopoderoso se las arregló para tolerar aquella situación mientras nacían y morían bajo el látigo varias generaciones más y hasta que la esclavitud dejó de ser tan provechosa y el Imperio británico empezó a desvincularse de ella.

Este fue el acicate para la recuperación del abolicionismo. A veces adoptaba forma cristiana, de manera más notable en el caso de William Lloyd Garrison, el gran orador y fundador de The Liberator. El señor Garrison era un hombre espléndido bajo cualquier punto de vista, pero probablemente sea una suerte que no se obedeciera ninguno de sus primeros consejos religiosos. Basó su reivindicación inicial en el peligroso versículo de Isaías que insta a los fieles a «apartarse» y «salir de allí» (este es también el fundamento teológico del presbiterianismo fundamentalista y fanático de Ian Paisley en Irlanda del Norte). A juicio de Garrison, la Unión y la Constitución de Estados Unidos eran «un pacto con la muerte» y deberían ser ambas destruidas: de hecho, fue él quien reclamó la secesión antes de que lo hicieran los confederados. (Posteriormente descubrió la obra de Thomas Paine y fue menos un predicador y por tanto un abolicionista más eficaz, además de uno de los primeros defensores del sufragio femenino.)[47] Fue el esclavo fugitivo Frederick Douglass, autor de su conmovedora y mordaz Vida de un esclavo americano escrita por él mismo, quien se abstuvo de utilizar un lenguaje apocalíptico y, por el contrario, exigió que Estados Unidos hiciera honor a las promesas universalistas contenidas en su Declaración de Independencia y en su Constitución. El fiero John Brown, que también empezó siendo un temible y despiadado calvinista, hizo lo mismo. Más tarde, en su vida, tenía obras de Paine en su campamento, admitió a los librepensadores en su diminuto pero influyente ejército y hasta redactó y publicó una nueva «Declaración» en defensa de los esclavos hecha a imagen y semejanza de la de 1776. Esto fue en la práctica una demanda mucho más revolucionaria, así como más realista y, como reconoció el propio Lincoln, allanó el camino para la Proclamación de la Emancipación de los negros. Douglass fue un tanto ambiguo con respecto a la religión, acerca de la cual señaló en su Vida que los cristianos más devotos eran los esclavistas más feroces. La verdad obvia que ello encerraba quedaba subrayada cuando se produjo realmente la secesión y la Confederación adoptó la expresión latina Deo Vindice o, en realidad, «Con Dios de nuestro lado». Como apuntó Lincoln en su muy ambiguo segundo discurso de investidura, ambos bandos de la disputa efectuaban dicha afirmación, al menos en sus púlpitos, exactamente igual que ambos eran adictos a citar en voz muy alta y con mucha convicción otras palabras de los textos sagrados.

El propio Lincoln vacilaba a la hora de reclamar la autoridad de ese modo. De hecho, es bien conocido que en un determinado momento dijo que este tipo de invocaciones a la divinidad eran erróneas, ya que la cuestión radicaba más bien en tratar de estar del lado de dios. Presionado para promulgar de inmediato una Proclamación de la Emancipación de los negros en una reunión de cristianos celebrada en Chicago, siguió considerando que ambas caras de la argumentación venían avaladas por la fe y afirmó: «No obstante, los nuestros no son tiempos de milagros y supongo que todo el mundo sabrá que no espero recibir una revelación directa».[48] Aquello fue una clara evasiva, pero cuando finalmente se armó de valor para promulgar dicha proclamación dijo a quienes seguían indecisos que se había prometido a sí mismo hacerlo… a cambio de que dios concediera la victoria en Antietam a las fuerzas de la Unión. Aquel día se registró en territorio estadounidense el mayor número de muertos de toda su historia. De modo que es posible que Lincoln quisiera de algún modo santificar y justificar aquella espantosa carnicería. Habría sido un acto bastante noble si uno no se parara a pensar que, siguiendo idéntica lógica, si esa misma carnicería hubiera concluido con victoria de signo contrario… ¡la liberación de los esclavos habría quedado postergada! Y también dijo: «Me temo que los soldados rebeldes rezan con mucho más fervor que nuestras tropas y confían en que Dios favorezca a su bando; porque uno de nuestros soldados que había sido tomado prisionero dijo que nada le pareció tan desalentador como la aparente sinceridad de aquellos con quienes estuvo mientras rezaban». Si los de los uniformes grises hubieran tenido un poquito más de suerte en el campo de batalla de Antietam, el presidente podría haberse preocupado por si dios desertaba por completo de la causa antiesclavista.

No conocemos las creencias religiosas íntimas de Lincoln. Le gustaba hacer referencia a Dios Todopoderoso, pero jamás fue miembro de ninguna Iglesia y los clérigos se opusieron de forma radical a sus primeras candidaturas. Su amigo Herndon sabía que había leído atentamente a Paine, a Volney y a otros librepensadores y se había formado la opinión de que en privado era un no creyente categórico. Parece improbable. Sin embargo, también sería inexacto afirmar que era cristiano. Hay muchas evidencias que avalan la opinión de que era un escéptico atormentado con cierta tendencia al deísmo. Como quiera que fuese, lo máximo que puede decirse en favor de la religión en el grave asunto de la abolición de la esclavitud es que muchos cientos de años después y habiéndose impuesto y pospuesto el asunto hasta que el interés egoísta condujo a una horripilante guerra, consiguió finalmente deshacer una pequeña parte del daño y la desgracia que en primera instancia había infligido.

Eso mismo puede decirse de la época de King. Tras la reconstrucción, las iglesias del sur regresaron a sus viejas costumbres y bendijeron a las nuevas instituciones de la segregación y la discriminación. No fue hasta después de la Segunda Guerra Mundial, la extensión de la descolonización y la propagación de los derechos humanos cuando volvió a alzarse la voz en favor de la emancipación. En respuesta a ello, se afirmaba otra vez con rotundidad (en territorio estadounidense y en la segunda mitad del siglo XX) que Dios no quería que los descendientes discrepantes de Noé se mezclaran. Esta estupidez cavernícola tenía consecuencias en el mundo real. El difunto senador Eugene McCarthy me dijo que en una ocasión había instado al senador Pat Robertson, padre del actual profeta televisivo, a apoyar determinada legislación poco estricta en defensa de los derechos civiles. «Claro que me gustaría ayudar a las personas de color —fue su respuesta—, pero la Biblia dice que no puedo.» La única definición que «el Sur» daba de sí mismo era que era blanco y cristiano. Eso es exactamente lo que confirió al doctor King su ascendencia moral, ya que podía vencer con sus prédicas a los sureños reaccionarios. Pero la pesada carga jamás habría recaído sobre él si, para empezar, la religiosidad no hubiera estado tan profundamente afianzada. Como muestra Taylor Branch, muchos de los miembros del círculo más cercano y del séquito de King eran comunistas y socialistas laicos que llevaban varias décadas abonando el terreno para la aparición de un movimiento en defensa de los derechos civiles y contribuyendo a formar valientes voluntarios como la señora Rosa Parks para que se incorporaran a una meticulosa estrategia de desobediencia civil generalizada; y estas vinculaciones «ateas» iban a utilizarse continuamente contra King, sobre todo desde el púlpito. De hecho, una consecuencia de su campaña fue la de producir el «contragolpe» de la cristiandad blanca de derechas, que todavía es una fuerza muy poderosa por debajo de la línea Mason-Dixon.[49]

Cuando en 1517 el tocayo del doctor King clavó sus tesis en la puerta de la catedral de Wittenberg y proclamó con firmeza «Aquí estoy, no puedo hacer otra cosa», marcó una pauta para la valentía intelectual y moral. Pero Martín Lutero, que inició su vida religiosa terriblemente atemorizado por un arrebato de iluminación casi frontal, pasó a convertirse en un fanático y un perseguidor por derecho propio clamando criminalmente contra los judíos, aullando sobre los demonios y solicitando a los principados alemanes que aplastaran a los pobres rebeldes. Cuando el doctor King ocupó el estrado en el monumento conmemorativo al señor Lincoln y modificó el curso de la historia, también adoptó una posición que efectivamente le había sido impuesta. Pero lo hizo en calidad de humanista concienzudo, y nadie podría utilizar jamás su nombre para justificar la opresión o la crueldad. Por esa razón su legado perdura todavía y tiene muy poco que ver con la teología que profesaba. No era necesario recurrir a ninguna fuerza sobrenatural para defender la causa contra el racismo.

Por consiguiente, cualquiera que utilice el legado de King para justificar el papel de la religión en la vida pública debe aceptar todos los corolarios que parece llevar consigo. Hasta un vistazo somero a todos los datos revelará, en primer lugar, que persona a persona, los librepensadores, agnósticos y ateos estadounidenses salen mejor parados. Las posibilidades de que una opinión secular o librepensadora impulsara a alguien a denunciar una injusticia absoluta eran muy altas. Las posibilidades de que la fe religiosa impulsara a alguien a adoptar una postura contra la esclavitud y el racismo eran bastante reducidas desde el punto de vista estadístico. Pero las posibilidades de que la creencia religiosa de alguien le llevara a defender la esclavitud y el racismo eran desde el punto de vista estadístico extremadamente altas, y este último hecho nos ayuda a comprender por qué la victoria de la simple justicia tardó tanto tiempo en producirse.

Por lo que sé, hoy día no hay ningún país en el mundo en el que se practique todavía la esclavitud sin que la justificación proceda del Corán. Esto nos retrotrae a la respuesta que dieron en los primeros días de la República a Thomas Jefferson y John Adams. Estos dos esclavistas fueron a visitar al embajador de Trípoli en Londres para preguntarle con qué derecho él y sus potentados camaradas bereberes se atrevían a apresar y vender a las tripulaciones y pasajeros estadounidenses de los barcos que cruzaban el estrecho de Gibraltar. (En la actualidad se calcula que entre 1530 y 1780 más de 1.250.000 europeos fueron transportados por esta vía marítima.) Según informó Jefferson en el Congreso:

El embajador nos respondió que se basaba en las Leyes del Profeta, que estaban escritas en su Corán, que todas las naciones que no hubieran respetado su autoridad eran pecadoras, que era su deber y su obligación hacer la guerra a aquellas cada vez que pudieran encontrarlas y esclavizar a todos los que pudieran tomar como prisioneros.[50]

El embajador Abdrahaman pasó a señalar el precio que se exigía por el rescate, el precio de las garantías contra el secuestro y, finalmente, pero no por ello menos importante, la comisión personal que él debía cobrar por estos trámites. (Una vez más, la religión deja traslucir las interesadas conveniencias del ser humano.) Según parece, tenía bastante razón en lo que decía sobre el Corán. La octava sura, revelada en Medina, se ocupa extensamente de los botines de guerra justificados y se centra continuamente en los «castigos del fuego» que aguardan a aquellos que sean derrotados por los creyentes. Fue precisamente esta sura la que utilizaría solo dos siglos después Sadam Husein para justificar el asesinato masivo y la desposesión de la población del Kurdistán.

Hay otro grandioso episodio histórico que suele presentarse como si llevara implícito cierta relación entre fe religiosa y consecuencias éticas: la emancipación de la India del régimen colonial. Al igual que con la heroica batalla del doctor King, la verdadera historia nos enseña que sucede más bien lo contrario.

Tras el debilitamiento crítico del Imperio británico en la Primera Guerra Mundial, y más concretamente tras la conocida matanza de manifestantes indios en la ciudad de Amritsar en abril de 1919, quedó bien patente hasta para quien entonces controlaba el subcontinente que el gobierno de Londres se acabaría más pronto que tarde. Ya no era una cuestión de «si» se acababa, sino de «cuándo». De no haber sido así, una campaña de desobediencia pacífica no habría tenido ninguna posibilidad de triunfar. Así pues, Mohandas K. Gandhi (conocido a veces como «el Mahatma» por respeto a su condición de anciano hinduista) estaba en cierto modo empujando una puerta ya abierta. No hay demérito en ello, pero son precisamente sus convicciones religiosas las que convierten su legado en algo dudoso en lugar de en algo santo. Planteemos la cuestión de forma sucinta: él pretendía que la India volviera a ser una sociedad «espiritual» primitiva y estructurada en torno a las aldeas, hizo mucho más difícil la posibilidad de compartir el poder con los musulmanes y estaba bastante dispuesto a ejercer hipócritamente la violencia cuando pensaba que podía beneficiarle.

La cuestión de la independencia india en su conjunto se entrelazó con la cuestión de la unidad: ¿renacería el antiguo protectorado británico como un solo país, con las mismas fronteras e integridad territorial y seguiría llamándose no obstante la India? A esto, una determinada facción inquebrantable de musulmanes respondía que no. Bajo el gobierno británico habían gozado de cierta protección en tanto que minoría numerosa, por no decir privilegiada, y no estaban dispuestos a canjear esta situación por la de convertirse en una gran minoría de un Estado dominado por el hinduismo. Por tanto, el hecho descarnado de que la principal fuerza en favor de la independencia, el Partido del Congreso, estuviera dominado por un hindú destacado volvía muy difícil la conciliación. Se podría replicar, y de hecho yo replicaría, que la intransigencia musulmana habría desempeñado un papel destructivo en cualquier caso. Pero la labor de persuadir a los musulmanes de a pie para que abandonaran el Partido del Congreso y se unieran a la separatista «Liga Musulmana» fue mucho más fácil gracias a las prolongadas charlas de Gandhi sobre el hinduismo y a las ostentosas y largas horas que dedicaba a prácticas cultuales y a ocuparse de su rueca.

Esta rueca, que todavía aparece como emblema en la bandera india, fue el símbolo del rechazo de Gandhi a la modernidad. Decidió vestirse con harapos elaborados por él mismo, con sandalias, llevar un bastón y mostrar hostilidad hacia la maquinaria y la tecnología. Hablaba extasiado sobre las aldeas indias, en las que el ritmo milenario de los animales y las cosechas determinaría cómo se viviría la vida humana. Millones de personas habrían muerto de hambre absurdamente si hubieran seguido su consejo y seguirían rindiendo culto a las vacas (inteligentemente calificadas por los sacerdotes como «sagradas» para que los pobres y los ignorantes no las mataran y se comieran su único capital en las épocas de sequía y hambrunas). Gandhi merece reconocimiento por su crítica al sistema de castas hindú, según el cual los estratos inferiores de la humanidad vivían condenados a un ostracismo y un desdén que en algunos aspectos era aún más cruel y absoluto que la esclavitud. Pero precisamente en el momento en que lo que más necesitaba la India era un líder nacionalista laico moderno, tenía por el contrario a un faquir y un gurú. El quid de este desagradable descubrimiento afloró en 1941, cuando el ejército imperial japonés conquistó Malaisia y Birmania y se encontraba en las fronteras de la propia India. Creyendo (erróneamente) que esto auguraba el fin del gobierno británico, Gandhi escogió este instante para boicotear el proceso político y proclamar su famoso llamamiento para que los británicos «abandonasen la India». Añadía que debían abandonarla «a Dios o a la anarquía», lo cual, dadas las circunstancias, habría significado más o menos lo mismo. Quienes atribuyen ingenuamente a Gandhi un pacifismo deliberado y coherente tal vez deseen preguntar si aquello no equivalía a dejar que los imperialistas japoneses entablaran la lucha en su lugar.

Entre las muchas consecuencias negativas de la decisión de Gandhi y el Partido del Congreso de abandonar las negociaciones se encontraba la oportunidad que brindaba a los seguidores de la Liga Musulmana de «permanecer» en los ministerios que ya controlaban y, por tanto, de reforzar sus posiciones negociadoras cuando poco después llegara el momento de la independencia. Su insistencia en que la independencia adoptara la forma de una mutilación o amputación en la que el Punjab Occidental y Bengala Oriental quedaran separadas del territorio nacional principal se volvió incontenible. Las espantosas consecuencias de ello se prolongan hasta nuestros días, cuando en 1971 hubo nuevos derramamientos de sangre entre musulmanes, con la aparición de un partido nacionalista hindú muy violento y una confrontación en Cachemira que todavía es la candidata con más posibilidades a desencadenar una guerra termonuclear.

Siempre quedaba una alternativa bajo la forma de la actitud laica adoptada por Nehru y Rajagopalachari: la de que canjearían la promesa británica de independencia inmediata tras la guerra a cambio de una alianza común de la India y Gran Bretaña contra el fascismo. Así, fue de hecho Nehru y no Gandhi quien condujo a su país hacia la independencia, incluso al desagradable precio de la separación. Durante décadas, una hermandad sólida entre laicistas e izquierdistas británicos e indios había diseñado argumentos en favor de la liberación de la India y había ganado la discusión. Nunca hubo ninguna necesidad de que una figura religiosa oscurantista impusiera su personalidad en el proceso y lo retrasara y distorsionara. Todo el asunto había concluido sin necesidad de dicha suposición. Uno desea a diario que Martin Luther King hubiera seguido viviendo y continuara aportando su presencia y su sabiduría a la política estadounidense. Sobre «el Mahatma», que fue asesinado por miembros de una secta fanática hindú que le acusaba de no ser lo bastante devoto, uno desea que hubiera vivido más, aunque solo fuera para ver el daño que había causado (si bien es un alivio que no viviera para imponer su ridículo programa de hilado con rueca).

El argumento de que la fe religiosa mejora a las personas o que contribuye a civilizar la sociedad es un argumento que la gente suele esgrimir cuando ha agotado el resto de su defensa. Muy bien, parecen decir, dejemos de insistir en el Éxodo (por ejemplo), o en la virginidad de María o incluso en la resurrección, o en la «huida nocturna» desde La Meca a Jerusalén. Pero ¿dónde irían a parar las personas si no tuvieran fe? ¿Acaso no se abandonarían a todo tipo de licencias y egoísmos? ¿No es verdad, como es bien sabido que señaló en una ocasión G.K. Chesterton, que si la gente deja de creer en dios no es que no crea en nada, sino que cree en cualquier cosa?

Lo primero que debe decirse es que la conducta virtuosa de un creyente no representa en absoluto una prueba de que lo que cree sea verdadero, y que de hecho ni siquiera es un argumento en defensa de la verdad. Si aceptamos este argumento, entonces yo actuaría de forma más caritativa si creyera que el señor Buda nació de una hendidura hecha en el costado de su madre. Pero ¿acaso no haría esto depender mi impulso caritativo de algo bastante endeble? Por esa misma razón, tampoco digo que si sorprendo a un sacerdote budista robando todos los donativos depositados por el pueblo llano en su templo entonces el budismo quede desautorizado. Y en cualquier caso, nos olvidamos de cuan contingente es todo esto. De los miles de posibles religiones del desierto que hubo, así como de los millones de especies potenciales que hubo, una rama resultó echar raíces y brotar. Tras atravesar diferentes mutaciones judías hasta adquirir su forma cristiana, fue adoptada finalmente por razones políticas por el emperador Constantino y se convirtió en un credo oficial que en última instancia adquirió una forma codificada y normativa partiendo de sus muchos, caóticos y contradictorios libros. Por lo que respecta al islam, se convirtió en la ideología de una conquista que tuvo mucho éxito y fue adoptada por dinastías gobernantes victoriosas, fue codificado y establecido a su vez y promulgado como la ley de la tierra. Al igual que podría haber sucedido con Lincoln en Antietam, habrían bastado una o dos victorias militares de signo contrario para que en Occidente no fuéramos rehenes de las disputas locales que se produjeron en Judea y en Arabia y no hubiera quedado registro alguno de los hechos. Podríamos haber acabado siendo fieles incondicionales de otra fe absolutamente distinta, tal vez de algún culto hindú, azteca o confucionista, en cuyo caso se nos seguiría diciendo no obstante que, fuera estrictamente cierto o no, contribuía de cualquier manera a enseñar a los niños la diferencia entre lo bueno y lo malo. Dicho de otra forma, creer en dios es en cierto modo manifestar cierta voluntad de creer en algo. Mientras que rechazar la creencia no significa en modo alguno no profesar la fe en nada.

En una ocasión presencié cómo el ya fallecido profesor A.J. Ayer, el famoso humanista y reputado autor de Lenguaje, verdad y lógica, debatía con un tal obispo Butler. El moderador era el filósofo Bryan Magee. El intercambio de opiniones se produjo de forma bastante cortés hasta que el obispo, al oír a Ayer afirmar que no conocía ningún tipo de evidencia en favor de la existencia de ningún dios, explotó para decir: «Entonces no entiendo por qué no lleva usted una vida de inmoralidad desatada».

En ese instante, «Freddie», que era como sus amigos le llamaban, abandonó su habitual cortesía engolada y exclamó: «Debo decir que creo que esa es una insinuación completamente monstruosa». Ahora bien, Freddie había quebrantado ciertamente la mayoría de los mandamientos relativos al código sexual tal como fue dado a conocer en el Sinaí. Era, en cierto modo, un hombre famoso en virtud de ello. Pero fue un excelente profesor, un padre adorable y un hombre que dedicó gran parte del tiempo libre de que disponía a defender los derechos humanos y la libertad de expresión. Decir que la suya era una vida inmoral sería hacer una parodia de la verdad.

De los muchos escritores que ilustraron este mismo aspecto de un modo diferente, escogeré a Evelyn Waugh, que profesaba el mismo credo que el obispo Butler y se esforzó al máximo para que sus novelas argumentaran en defensa de las actuaciones de la gracia divina. En su novela Retorno a Brideshead realiza una observación muy aguda. Los dos protagonistas, Sebastian Flyte y Charles Ryder, el primero de los cuales es heredero de una añeja aristocracia católica, reciben la visita del padre Phipps, que cree que todos los jóvenes deben mostrarse apasionadamente interesados por el criquet. Cuando se desengaña de esta idea, mira a Charles «con una expresión que desde entonces he observado varias veces en los religiosos, una expresión de inocente sorpresa al comprobar que quienes se exponen a los peligros del mundo aprovechan muy poco sus variados consuelos».

Vuelvo a examinar, por tanto, la pregunta del obispo Butler. ¿Acaso no le estaba diciendo en realidad a Ayer a su ingenuo modo que si se desprendía de las restricciones impuestas por la doctrina él mismo se inclinaría por llevar «una vida de inmoralidad desenfrenada»? Naturalmente, uno confía en que no. Pero existen abundantes evidencias empíricas que avalan esta idea. Cuando los sacerdotes se portan mal, se portan ciertamente muy mal y cometen delitos que harían empalidecer a un pecador corriente. Uno preferiría atribuirlo a su represión sexual antes que a las doctrinas que predican, pero resulta que una de las doctrinas reales que predican es la represión sexual… por consiguiente, la relación es inevitable y desde los primeros tiempos de la religión los miembros legos de las iglesias han inventado toda una letanía de chistes populares al respecto.

La vida del propio Waugh estaba bastante más teñida de ofensas contra la castidad y la sobriedad que la de Ayer (únicamente parecía reportarle menos felicidad al primero que al último) y, en consecuencia, solían preguntarle cómo reconciliaba su conducta privada con sus creencias públicas. Su respuesta se hizo famosa: pidió a sus amigos que se imaginaran cuánto peor habría sido si no fuera católico. Para alguien que creía en el pecado original, aquello debió de significar darle la vuelta a la tortilla, pero cualquier examen de la vida real de Waugh demuestra que sus elementos más perversos nacían precisamente de su fe. No nos preocupemos por los tristes excesos de la bebida y la infidelidad conyugal: en una ocasión envió un telegrama de boda a una mujer divorciada amiga suya que volvía a casarse en el que le decía que su noche de bodas ahondaría en la soledad de Jesús en el Calvario y significaba un escupitajo en el rostro de Cristo. Apoyó los movimientos fascistas de España y Croacia y la abyecta invasión de Abisinia por parte de Mussolini, ya que todos ellos gozaban del apoyo del Vaticano, y en 1944 escribió que únicamente el Tercer Reich se interponía ahora entre Europa y la barbarie. Estas deformidades de uno de mis autores predilectos no afloraban a pesar de su fe, sino debido precisamente a ella. No cabe duda de que hubo actos íntimos caritativos y de contrición, pero dichos actos podrían haber sido llevados a cabo del mismo modo por una persona sin ningún tipo de fe. Para no buscar más allá de Estados Unidos, el magnífico coronel Robert Ingersoll, que fue el principal defensor del ateísmo hasta su muerte, en 1899, volvía loco a sus oponentes porque era una persona de una gran generosidad, un padre y esposo atento y fiel, un oficial gallardo y el poseedor de lo que Thomas Edison calificó, exagerándolo de un modo perdonable, como «todos los atributos de un hombre perfecto».

Desde que vivo en Washington he sido bombardeado con obscenas y amenazantes llamadas telefónicas de musulmanes que juraban castigar a mi familia por no dar apoyo a una campaña de mentiras, odio y violencia contra Dinamarca, un país democrático. Pero cuando mi esposa se dejó inadvertidamente una importante suma de dinero en efectivo en el asiento trasero de un taxi, el taxista sudanés se tomó muchas molestias y corrió con bastantes gastos para averiguar a quién pertenecía aquello y viajar en coche hasta mi casa para devolverlo intacto. Cuando cometí el vulgar error de ofrecerle el diez por ciento del dinero, dejó tajantemente claro, pero con mucha serenidad, que no perseguía recompensa alguna por cumplir con su deber islámico. ¿Con cuál de estas dos versiones de la fe es con la que debemos quedarnos?

En algunos aspectos, la pregunta no tiene respuesta posible en última instancia. Prefiero seguir teniendo el estante de libros de Evelyn Waugh tal como está y comprender que no se pueden tener las novelas sin los tormentos y las maldades de su autor. Y si todos los musulmanes se comportaran como el hombre que se desprendió del salario de más de una semana para hacer lo correcto, me darían bastante igual las extrañas exhortaciones del Corán. Si busco ejemplos de conducta buena o excelente en mi propia vida, no quedo sobrecogido por tener muchos entre los que elegir. En una ocasión sí me quité tiritando de miedo el chaleco antibalas en Sarajevo para dejárselo a una mujer aún más asustada a la que estaba ayudando a escoltar hasta un lugar seguro (no soy el único que ha sido un ateo atrincherado). En aquel momento sentí que era lo menos que podía hacer por ella, igual que la mayoría. La gente que tiraba bombas y disparaba eran cristianos serbios, pero resulta… que ella también.

A finales de 2005 estaba yo en el norte de Uganda, en un centro de rehabilitación de niños secuestrados y esclavizados en el territorio del pueblo acholi, que vive en la orilla septentrional del Nilo. Estaba rodeado de chicos (y algunas chicas) apáticos, con la mirada ausente y curtidos. Sus historias eran desoladoramente parecidas. Cuando tenían entre ocho y trece años habían sido arrebatados de sus escuelas o sus hogares por una milicia impasible compuesta inicialmente a su vez de niños raptados. Una vez llevados al monte, se les «iniciaba» en el uso de la fuerza mediante uno de dos métodos (o con los dos). O bien tenían que participar en un asesinato con el fin de «ensuciarse» e implicarse, o bien tenían que someterse a una prolongada y brutal tanda de azotes, a menudo de hasta trescientos. («Los niños que han sentido la crueldad —decía uno de los ancianos del pueblo acholi—, saben muy bien cómo infligirla.») La desgracia ocasionada por este ejército de desdichados convertidos en zombis excedía toda posibilidad de cálculo. Había arrasado aldeas, producido una vasta población de refugiados, cometido crímenes horrendos como mutilaciones o destripamientos y (con un toque especial de maldad) había seguido raptando niños para que los acholi se cuidaran de no tomar represalias si no querían matar o herir a uno de los «suyos».

El nombre de la milicia era Ejército de Resistencia del Señor (LRA, Lord’s Resistance Army) y estaba encabezado por un hombre llamado Joseph Kony, un antiguo monaguillo convencido de que quería someter toda la región al gobierno de los Diez Mandamientos. Bautizaba utilizando aceite y agua, oficiaba ceremonias salvajes de castigo y purificación y protegía a sus seguidores de la muerte. La suya era una prédica fanática del cristianismo. Según parece, el centro de rehabilitación en el que yo me encontraba también estaba dirigido por una organización fundamentalista cristiana. Después de haber salido al monte y haber visto las obras del LRA, me puse a conversar con el hombre que intentaba reparar los daños. ¿Cómo sabía él, le pregunté, cuál de las dos organizaciones era la que profesaba una fe más sincera? Cualquier otra institución secular o financiada por el Estado podía hacer lo que hacía él, ajustar prótesis de miembros y ofrecer protección y «consuelo»; pero para ser Joseph Kony había que tener auténtica fe.

Para mi sorpresa, no eludió la pregunta. Era verdad, decía, que la autoridad de Kony nacía en parte de su pasado en una familia sacerdotal cristiana. También era verdad que las personas eran propensas a creer que él podía hacer milagros invocando el mundo de los espíritus y prometiendo a sus acólitos que eran inmortales. Algunos de quienes habían escapado seguían jurando incluso haber visto obrar maravillas a aquel hombre. Lo único que podía hacer un misionero era tratar de mostrar a las personas un rostro distinto del cristianismo.

Me impresionó la franqueza de aquel hombre. Podría haber empleado algunas otras estrategias defensivas. Evidentemente, Joseph Kony dista mucho de ser la «corriente principal» cristiana. Al menos, quienes le financian y le suministran armamento son los cínicos musulmanes del régimen sudanés, que le utilizan para crear problemas al gobierno de Uganda, que a su vez ha apoyado a los grupos rebeldes de Sudán. Según parece, en pago por este apoyo Kony empezó en un primer momento a denunciar la crianza e ingesta de cerdos, lo cual hace pensar, a menos que al hacerse mayor se haya convertido en un fundamentalista judío, en cierta compensación a sus superiores. A su vez, estos criminales sudaneses han estado llevando a cabo durante años una guerra de exterminio no solo contra los cristianos y los animistas del sur de Sudán, sino también contra los musulmanes no árabes de la provincia de Darfur. Tal vez el islam no haga distinción oficial alguna entre razas y naciones, pero los carniceros de Darfur son musulmanes árabes y sus víctimas son musulmanes africanos. El Ejército de Resistencia del Señor no es más que un elemento secundario, una especie de versión cristiana de los jemeres rojos en este horror más general.

Podemos encontrar un ejemplo aún más gráfico en el caso de Ruanda, que en 1992 ofreció al mundo un nuevo sinónimo de genocidio y sadismo. Esta antigua colonia belga es el país más cristiano de África y presume de contar con la proporción per cápita más elevada de iglesias, donde el 65 por ciento de los ruandeses profesan el catolicismo y otro 15 por ciento está adscrito a diferentes sectas protestantes. Las palabras «per cápita» adquirieron un halo macabro en 1992 cuando, incitadas por el Estado y por la Iglesia, las milicias racistas del «poder hutu» se abalanzaron al toque de una señal sobre sus vecinos tutsis y cometieron una matanza en masa.

Aquel no era ningún atávico ataque de derramamiento de sangre, sino una versión africana de la Solución Final ejecutada con frialdad. La primera advertencia de ello se produjo en 1987, cuando un visionario católico con el nombre en apariencia campechano de Little Pebbles («Piedrecitas») empezó a presumir de que escuchaba voces y veía visiones, las cuales provenían de la Virgen María. Dichas voces y visiones eran perturbadoramente sangrientas, predecían la matanza y el apocalipsis, pero también, en contrapartida, el regreso de Jesucristo el Domingo de Pascua de 1992. La Iglesia católica investigó unas apariciones de María en la cima de una colina llamada Kibeho y proclamó que eran fidedignas. La esposa del presidente de Ruanda, Agathe Habyarimana, quedó particularmente extasiada por estas visiones y mantuvo una estrecha relación con el obispo de Kigali, la capital de Ruanda. Este hombre, monseñor Vincent Nsengiyumva, fue también miembro del comité central del partido único gobernante del presidente Habyarimana, el Movimiento Nacional Revolucionario para el Desarrollo (NRMD, National Revolutionary Movement for Development). Este partido, junto con otros órganos del Estado, tenía afición por hacer redadas en busca de cualquier mujer a la que descalificaran por considerarla «prostituta» y animar a los activistas católicos a destrozar cualquier establecimiento en el que se vendieran anticonceptivos. Con el paso del tiempo se corrió la voz de que la profecía se cumpliría y que las «cucarachas», la minoría tutsi, recibirían pronto lo que se les avecinaba.

Cuando llegó finalmente el apocalíptico año de 1994 y comenzaron las matanzas premeditadas y coordinadas, muchos tutsis atemorizados y hutus disidentes cometieron la imprudencia de tratar de refugiarse en las iglesias. Esto facilitó considerablemente la tarea de los ínterahamwe o escuadrones de la muerte del gobierno y el ejército, que sabían dónde encontrarlos y podían fiarse de que los sacerdotes y monjas señalaran dónde se escondían. (Esta es la razón por la que tantas fosas comunes fotografiadas se encuentran en tierras consagradas, y también por la que varios clérigos y monjas se sientan en el banquillo de los juicios en curso por el genocidio ruandés.)[51] El famoso padre Wenceslas Munyeshkyaka, por ejemplo, una figura destacada de la catedral de la Sagrada Familia en Kigali, abandonó clandestinamente el país con la ayuda de sacerdotes franceses, pero desde entonces se le ha acusado de genocidio por proporcionar listas de civiles a los ínterahamwe y por la violación de jóvenes refugiadas. No es en modo alguno el único clérigo que ha debido hacer frente a acusaciones similares. Para que no se piense que él era un sacerdote granuja «aislado», tenemos noticia de otro miembro de la jerarquía ruandesa, el obispo de Gikongoro, más conocido también como monseñor Agustín Misago. Citemos un detallado relato de estos atroces acontecimientos:

Al obispo Misago solía describírsele como un simpatizante del poder hutu; había sido acusado públicamente de impedir el acceso a los tutsis a los refugios, de criticar a colegas de la clerecía que ayudaban a las «cucarachas» y de pedir a un emisario vaticano que se encontraba de visita en Ruanda en junio de 1994 que le dijera al Papa «que buscara un lugar para los sacerdotes tutsis porque el pueblo ruandés ya no los quería». Es más, el 4 de mayo de aquel mismo año, poco después de la última aparición mariana en Kibeho, el obispo se presentó allí mismo con una brigada de policía y le dijo a un grupo de noventa escolares tutsis retenidos en espera de su matanza que no se preocuparan, ya que la policía los protegería. Tres días después, la policía participó en la masacre de ochenta y dos de esos niños.

Escolares «retenidos en espera de su matanza»… ¿Recuerdan acaso la condena del Papa por este imborrable crimen y por la complicidad de la Iglesia en él? Seguramente no, puesto que jamás se realizó semejante comentario. Paul Rusesabagina, el héroe de la película Hotel Ruanda, recuerda al padre Wenceslas Munyeshyaka referirse incluso a su propia madre, una tutsi, como una «cucaracha». Pero eso no le impidió que antes de ser detenido en Francia la Iglesia francesa le permitiera reanudar sus «obligaciones pastorales». Por lo que respecta al obispo Misago, después de la guerra había en el Ministerio de Justicia ruandés quien creía que también debería ser acusado. Pero, como manifestó uno de los funcionarios del ministerio, «el Vaticano es demasiado poderoso y le gusta demasiado poco disculparse como para que nosotros vayamos por ahí enfrentándonos a los obispos. ¿Ha oído usted hablar de la infalibilidad?».

Como mínimo, esto impide sostener que la religión hace que las personas se comporten de forma más amable o civilizada. Cuanto peor es el infractor, más devoto resulta ser. Se puede añadir que algunos de los trabajadores dedicados a la ayuda humanitaria más entregados a su labor son también creyentes (si bien resulta que los mejores que he conocido eran seglares que no trataban de hacer proselitismo de ningún credo). Pero las posibilidades de que una persona que comete delitos lo haga «apoyándose en una fe» eran casi del ciento por ciento, mientras que las posibilidades de que una persona de fe estuviera de lado de la humanidad y la honradez eran casi tantas como las de acertar al lanzar una moneda. Si extendemos esto de forma retrospectiva al conjunto de la historia, las posibilidades de acertar acaban pareciéndose más a las de una predicción astrológica que resulta ser cierta por casualidad. Ello se debe a que las religiones jamás habrían arrancado, y menos aún prosperado, de no haber sido por la influencia de hombres tan fanáticos como Moisés, Mahoma o Joseph Kony; mientras que la caridad y la ayuda humanitaria, aunque puedan atraer a creyentes bondadosos, son herederas de la Edad Moderna y de la Ilustración. Antes de ese momento, la religión no se propagaba mediante el ejemplo, sino que era un método auxiliar de otros más anticuados: los de la guerra santa y el imperialismo.

Yo era un prudente admirador del difunto papa Juan Pablo II, que bajo cualquier punto de vista era una persona valiente y rigurosa capaz de hacer gala tanto de valor moral como de fortaleza física. En su país de origen colaboró con la resistencia antinazi cuando era joven, y posteriormente se esforzó mucho para contribuir a su emancipación del régimen soviético. Su papado fue en algunos aspectos asombrosamente conservador y autoritario, pero demostró estar abierto a la ciencia y la investigación (salvo cuando se hablaba del virus del sida) y hasta en su dogma sobre el aborto realizaba algunas concesiones a una «actitud ética» desde la que empezaba a predicar, por ejemplo, que la pena capital era casi siempre un error. A su muerte, el papa Juan Pablo II fue elogiado entre otras cosas por la cantidad de disculpas que había pedido. Entre ellas no se encontraba, como debía haber sucedido, un desagravio por el aproximadamente un millón de personas pasadas por la espada en Ruanda. Sin embargo, sí hubo una disculpa a los judíos por los siglos de antisemitismo cristiano, una disculpa al mundo musulmán por las Cruzadas, otra disculpa a los cristianos ortodoxos del Este por las muchas persecuciones que Roma había desatado contra ellos, y un acto de contrición muy general sobre la Inquisición. Esto parecía afirmar que en el pasado la Iglesia había estado fundamentalmente equivocada y a menudo se había comportado de forma criminal, pero que ahora había purgado sus pecados mediante la confesión y estaba lista otra vez para ser infalible acerca de todo.