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Una coda: cómo terminan las religiones

Puede resultar igualmente útil e instructivo echar un vistazo al final de las religiones o de los movimientos religiosos. Los milleristas, por ejemplo, ya no existen. Y no volveremos a oír hablar del dios Pan más que en el tono más vestigial y nostálgico, ni de Osiris, ni de ninguno de los miles de dioses que en otro tiempo mantuvieron a personas en situación de franca esclavitud. Pero debo confesar una leve simpatía, que he tratado en vano de reprimir, por Sabbatai Sevi, el más imponente de los «falsos Mesías». A mediados del siglo XVII polarizó a comunidades judías enteras de todo el Mediterráneo y el Levante europeo (y hasta de lugares tan remotos como Polonia, Hamburgo o incluso Amsterdam, la ciudad que repudió a Spinoza) con su afirmación de que era el escogido para devolver a los exiliados a Tierra Santa e iniciar la era de la paz universal. Su clave para la revelación residía en el estudio de la cabala (de moda otra vez desde hace poco gracias a una mujer del mundo del espectáculo estrafalariamente conocida como Madonna), y su aparición fue celebrada con desenfreno en sus asentamientos por las congregaciones judías, desde Esmirna hasta Salónica, Constantinopla y Alepo. (Como los rabinos de Jerusalén ya habían pasado antes por las inconveniencias de las afirmaciones mesiánicas prematuras, fueron más escépticos.) Mediante la utilización del cálculo cabalístico que convertía su propio nombre en un equivalente de «Mosiach» o «Mesías» a partir de un anagrama hebreo, tal vez se convenció a sí mismo, y sin duda convenció a los demás, de que él era el esperado. En palabras de uno de sus discípulos:

El profeta Nathan de Gaza anunció y Sabbatai Sevi predicó que quienes no enmendaran sus pasos no contemplarían el consuelo de Sión y Jerusalén, y que serían condenados a penar y al desprecio eterno. Y hubo arrepentimiento, un arrepentimiento como jamás se ha visto desde que se creó el mundo y hasta el día de hoy.

Esto no era terror «millerista» en bruto. Los especialistas y eruditos discutieron la cuestión con vehemencia y por escrito y, en consecuencia, disponemos de un buen registro de los acontecimientos. Estaban presentes todos los elementos de una verdadera profecía (falsa). Los fieles de Sabbatai nombraron a su equivalente de Juan el Bautista, un rabino carismático llamado Nathan de Gaza. Los enemigos de Sabbatai lo describieron como un epiléptico y un hereje y lo acusaron de quebrantar la ley. Dichos enemigos, a su vez, fueron lapidados por los partidarios de Sabbatai. Las asambleas y congregaciones religiosas estallaron en cólera y se lanzaron unas contra otras. En un viaje para anunciarse en Constantinopla, la embarcación de Sabbatai fue azotada por la tempestad y él reprendió a las aguas; y cuando fue encarcelado por los turcos su prisión se iluminó con llamas sagradas y dulces fragancias (o no, según las muchas versiones discrepantes). Haciéndose eco de una disputa cristiana muy violenta, los defensores del rabino Nathan y de Sabbatai sostenían que sin fe, el conocimiento de la Tora y la realización de buenas obras serían vanas. Sus oponentes afirmaban que la Tora y las buenas obras eran lo principal. El drama era tan completo en todos los aspectos que hasta los rabinos de Jerusalén obstinadamente contrarios a Sabbatai preguntaron en cierto momento que se les dijera si se había atribuido algún milagro o señal comprobable al presuntuoso que estaba contaminando a los judíos de alegría. Hombres y mujeres vendieron todo lo que tenían y se prepararon para seguirle hasta la Tierra Prometida.[46]

Las autoridades imperiales otomanas tenían en aquella época mucha experiencia en ocuparse de desórdenes civiles entre minorías confesionales (estaban exactamente en el proceso de arrebatar Creta a los venecianos) y se comportaron con mucha mayor cautela de la que se supone que demostraron los católicos. Entendían que si Sabbatai iba a proclamar que su reino estaba por encima del de cualquier otro rey, por no hablar de reclamar una gran extensión de su provincia en Palestina, entonces era un contendiente secular, además de religioso, pero cuando llegó a Constantinopla, lo único que hicieron fue encerrarlo. El ulema, o autoridad religiosa musulmana, fue igualmente astuto. Recomendaron que no se ejecutara a este turbulento individuo para que sus entusiasmados fieles no «crearan otra religión».

El guión estuvo casi completo cuando un antiguo discípulo de Sabbatai, un tal Nehemiah Kohen, acudió a visitar a la guardia del gran visir en Edirne y denunció a su antiguo señor por prácticas inmorales y heréticas. Convocado a comparecer en el palacio del visir, y con el permiso para realizar el camino desde la cárcel acompañado de una procesión de seguidores salmodiando, se le preguntó al Mesías sin rodeos si aceptaría someterse al juicio de lo sobrenatural. Los arqueros de la corte le utilizarían como diana, y si el cielo desviaba las flechas se le declararía auténtico. Si se negaba a soportar la prueba, sería empalado. Si prefería rechazar de plano el dilema, podría afirmar que era un auténtico musulmán y se le permitiría conservar la vida. Sabbatai Sevi hizo lo que casi cualquier mamífero corriente habría hecho: realizó la profesión de fe habitual en el único dios existente y en su enviado y se le concedió una sinecura. Posteriormente fue deportado a una región del imperio que era casi un Judenrein, en la frontera entre Albania y Montenegro, y allí expiró, supuestamente, en el Yom Kippur de 1676, exactamente a la hora de la oración de la noche, cuando se dice que Moisés exhaló su último aliento. Su tumba, muy buscada, jamás ha sido identificada de forma concluyente.

Sus seguidores menos rigurosos se escindieron de inmediato en varias facciones. Hubo quienes se negaron a creer en aquella conversión o apostasía. Otros sostenían que él se había convertido a la fe musulmana únicamente para ser un Mesías aún mayor. Hubo quienes opinaban que tan solo había adoptado un disfraz. Y, por supuesto, estaban también los que afirmaban que había ascendido a los cielos, sus auténticos discípulos adoptaron la doctrina de la «ocultación», lo que, no debe sorprendernos, supone la fe en que el Mesías, invisible para nosotros, no ha muerto en absoluto, sino que espera el momento en que la humanidad esté preparada para su suntuoso regreso. (La «ocultación» es también el término empleado por los chiíes devotos para describir la actual y prolongada situación del Duodécimo Imán o «Mahdi»: un niño de cinco años que, según parece, desapareció de la vista de los seres humanos en el año 873.)

De modo que la religión de Sabbatai Sevi se acabó y sobrevive únicamente en la pequeña secta sincrética de Turquía conocida como «dönme», que oculta su lealtad a los judíos bajo un manto exterior de práctica ritual islámica. Pero si su fundador hubiera sido condenado a muerte todavía estaríamos oyendo hablar de ella y de las rebuscadas excomuniones mutuas, lapidaciones y cismas a las que sus seguidores se habrían entregado a continuación. Lo que a día de hoy más se parece a esto es la secta hasidica conocida como «habad», el movimiento Lubavitcher liderado antiguamente (y, según algunos, todavía) por Menachem Schneerson. Se confiaba en que la muerte de este hombre en Brooklyn en 1994 diera lugar a una era de redención, lo cual dista mucho de haber sucedido. Ya en 1983 el Congreso de Estados Unidos estableció un «día» oficial en memoria de Schneerson. Exactamente igual que todavía existen sectas judías que sostienen que la «solución final» nazi fue un castigo por vivir exiliados de Jerusalén, así también hay quien mantiene la política de los tiempos del gueto de situar en las puertas a un vigilante cuya misión consiste en alertar a los demás si llega inesperadamente el Mesías. («Es un trabajo fijo», se cuenta que comentó en tono defensivo uno de estos vigilantes.) Al analizar las religiones que no llegaron del todo a serlo y podrían haberlo sido, tal vez experimentemos un ligero sentimiento de patetismo, si no fuera por el estruendo continuo de los demás sermoneadores, todos los cuales afirman que es su Mesías, y no el de ningún otro al que hay que esperar con veneración y servilismo.