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«El sello indeleble de su bajo origen»: los corruptos comienzos de la religión

En lo que atañe a los problemas de la religión, el hombre se hace culpable de un sinnúmero de insinceridades y de vicios intelectuales.

SIGMUND FREUD, El porvenir de una ilusión.

En cuanto a los distintos tipos de culto que prevalecían en el mundo romano, el pueblo los consideraba igualmente ciertos; el filósofo, igualmente falsos, y el magistrado, igualmente útiles, de modo que la tolerancia produjo no solo indulgencia mutua, sino incluso concordia religiosa.

EDWARD GIBBON, Historia de la decadencia y caída del Imperio romano.

Según un antiguo adagio popular de Chicago, si uno quiere conservar el respeto por los ediles de la ciudad o el apetito de salchichas, debería cuidarse de no presenciar cómo se acicalan los primeros y cómo se elaboran las segundas. Engels afirmaba que es en la anatomía del ser humano donde reside la clave de la anatomía del simio. Así pues, si observamos el proceso de formación de una religión podemos formular algunas hipótesis sobre los orígenes de aquellas religiones que fueron creadas antes de que la mayoría de la gente supiera leer. Entre una amplia gama de religiones-salchicha decididamente artificiales escogeré el «culto del cargamento» melanesio, la superestrella de la Iglesia pentecostal Marjoe y la Iglesia de Jesucristo de los Santos del Último Día, comúnmente conocida como los mormones.

Seguramente, a lo largo de la historia a mucha gente se le ha ocurrido una idea: ¿qué pasaría si hay otra vida, pero no hay dios? ¿Qué pasaría si hay dios, pero no hay otra vida? Por lo que sé, el escritor que expresó este problema con la máxima claridad fue Thomas Hobbes en su obra maestra de 1651, Leviatán. Recomiendo vivamente la lectura del capítulo 38 de la tercera parte y el capítulo 44 de la cuarta parte, por puro gusto, ya que el profundo conocimiento de Hobbes tanto de las Sagradas Escrituras como de la lengua inglesa es bastante pasmoso. También nos recuerda lo peligroso que es y ha sido siempre pensar siquiera en estas cuestiones. Su brioso e irónico carraspeo es elocuente por sí solo. Cuando reflexionaba sobre la absurda historia de la «caída» de Adán (el primer caso de alguien que haya sido creado libre y a continuación se le cargue con prohibiciones imposibles de cumplir), Hobbes opinaba, sin olvidarse de añadir atemorizado que lo hacía «sometiéndome sin embargo tanto en esto como en toda cuestión cuya determinación depende de las Escrituras», que si Adán fue condenado a muerte por pecar, su muerte debió de haber sido pospuesta, ya que consiguió engendrar una numerosa progenie antes de morir de forma efectiva.

Tras haber sembrado esta subversiva idea (que prohibir a Adán comer de un árbol so pena de muerte y de otro so pena de vivir eternamente es absurdo y contradictorio), Hobbes se vio obligado a imaginar unas Sagradas Escrituras alternativas e incluso castigos y eternidades alternativas. Su argumento consistía en que tal vez las personas no obedecieran las normas de los hombres porque tenían más miedo a la retribución divina que a una muerte atroz en este mundo, pero había detectado el proceso mediante el cual las personas son siempre libres de inventar una religión que se ajuste a sus intereses y que les recompense o les adule. Samuel Butler adaptaría esta idea en su libro Erewhon Revisited. En la primera de la serie, Erewhon, el señor Higgs visita un remoto país del cual consigue finalmente escapar en globo. A su regreso, dos décadas más tarde, descubre que en su ausencia se ha convertido en un dios llamado «Niño Sol», al que se rinde culto en el día que ascendió al cielo. Dos sumos sacerdotes se disponen celebrar la ascensión, y cuando Higgs les amenaza con dejarlos al descubierto y revelar que es un simple mortal, le dicen: «No debes hacer eso, ya que toda la moral de este país se ciñe en torno a este punto y, si alguna vez se enteran de que no ascendisteis al cielo, se volverán todos unos depravados».

En 1964 apareció una famosa película documental titulada Este perro mundo, en la que los directores recogieron numerosas ilusiones y actos de crueldad humanos. Fue la primera ocasión en que se pudo ver con claridad y ante las cámaras cómo se ensamblaba una nueva religión. Tal vez los habitantes de las islas del Pacífico hayan vivido durante siglos aislados del mundo más desarrollado económicamente, pero cuando recibieron la visita de su fatal impacto, muchos de ellos se mostraron lo bastante astutos para comprenderlo de inmediato. Allí llegaban grandes navíos con las velas hinchadas portando tesoros, armas e instrumentos que no podían compararse con nada. Algunos de los isleños menos instruidos hicieron lo que hace mucha gente cuando afronta un fenómeno nuevo y trataron de traducirlo a un discurso inteligible para ellos (algo no muy distinto de lo que hicieron aquellos atemorizados aztecas que, al ver por primera vez en Mesoamérica a soldados españoles a caballo, concluyeron que tenían por enemigos a centauros). Aquellas almas cándidas decidieron que los occidentales eran unos antepasados suyos a los que lloraban desde hacía mucho tiempo y que por fin habían regresado con bienes procedentes del más allá. Esta ilusión no pudo sobrevivir mucho tiempo al encuentro con los colonos, pero posteriormente se observó que en varios lugares los isleños más brillantes tuvieron otra idea mejor. Repararon en que aquellos forasteros construían muelles y embarcaderos, tras lo cual llegaban más embarcaciones y descargaban más bienes. Actuando de forma análoga y mimética, los habitantes del lugar construyeron sus propios embarcaderos y esperaron a que también estos atrajeran algunos barcos. Como este modo de actuar era fútil, no consiguió retrasar el avance de los posteriores misioneros cristianos. Cuando hicieron su aparición, les preguntaron dónde estaban los regalos (y enseguida se presentaron con algunas baratijas).

En el siglo XX el «culto del cargamento» reapareció de un modo aún más impresionante y enternecedor. Cuando las unidades de las fuerzas armadas de Estados Unidos construyeron pistas de aterrizaje en el Pacífico para librar la batalla con Japón, descubrieron que eran objeto de una imitación ciega. Los lugareños más entusiastas abandonaron sus ritos cristianos un tanto manidos y dedicaron todas sus energías a la construcción de franjas de tierra para aterrizar que atrajeran aviones cargados. Fabricaron antenas de imitación con bambú. Hicieron y encendieron fogatas para simular las antorchas que guiaban el aterrizaje de los aviones estadounidenses. Y esto todavía sigue sucediendo, lo cual es lo más triste de la secuencia de Este perro mundo. En la isla de Tana, un soldado estadounidense fue nombrado redentor. Su nombre, John Frum, parece haber sido también una invención. Pero el regreso del redentor Frum se predicaba y auguraba incluso después de que en 1945 el último militar destinado allí abandonara la isla por aire o por mar y todavía pervive una ceremonia anual que lleva su nombre. En otra isla llamada Nueva Bretaña, adyacente a Papua Nueva Guinea, el culto guarda una analogía aún más asombrosa. Posee diez mandamientos (las «Diez Leyes»), una trinidad que tiene una presencia en el cielo y otra en la tierra y un sistema ritual de tributos destinado a ganarse la voluntad de estas autoridades. Según creen sus fieles, si el ritual se realiza con la suficiente pureza y el debido fervor, será el preludio de una era de leche y miel. Es triste decir que este resplandeciente futuro se conoce como la «Era de las Empresas» y que hará florecer y prosperar a Nueva Bretaña como si de una empresa multinacional se tratara.

Hay personas que pueden sentirse insultadas al percibir el menor atisbo de comparación en este aspecto, pero ¿acaso no están los libros sagrados del monoteísmo oficial impregnados de ansia por lo material y descripciones admirativas (casi hasta el punto de hacer la boca agua) de la riqueza de Salomón, de los prósperos rebaños y manadas de los fieles o de las recompensas del paraíso para los buenos musulmanes, por no hablar de los muchos, muchísimos relatos morbosos de saqueos y botines? Jesús, es cierto, no manifiesta ningún interés personal por la riqueza, pero sí nombra como alicientes para seguirle los tesoros del cielo e incluso las «mansiones». ¿Es que ya no es cierto que todas las religiones de todos los tiempos han mostrado un afilado interés por la acumulación de bienes materiales en el mundo real?

La sed de dinero y comodidades terrenales es únicamente un subtexto de la soporífera historia de Marjoe Gortner, el «prodigio infantil» de la charlatanería evangélica estadounidense. Bautizado grotescamente por sus padres con el nombre de «Marjoe» (una estúpida fusión de los nombres de María y José en inglés), el joven señorito Gortner fue arrojado al púlpito a la edad de cuatro años, vestido con un repelente traje de pequeño lord Fauntleroy[40] e instruido para decir que había recibido el mandato divino de predicar. Si protestaba o lloraba, su madre lo metía debajo del grifo o le aplastaba un cojín en la cara teniendo siempre cuidado, según refiere él, de no dejarle marcas. Adiestrado como una foca circense, muy pronto atrajo el interés de las cámaras y, a la edad de seis años, ya oficiaba ceremonias matrimoniales de personas adultas. Su fama se propagó y muchos acudieron en masa para ver al milagroso niño. Según sus estimaciones recaudó tres millones de dólares en «donaciones», suma de la cual no se destinó nada a su educación o su futuro. A los diecisiete años se rebeló contra sus despiadados y cínicos padres y se «marginó» en la contracultura californiana de los primeros años de la década de 1960.

En la inmortal pantomima infantil navideña Peter Pan hay un momento culminante en el que el hada Campanilla parece que va a morirse. La resplandeciente luz con la que se la representa en escena empieza a apagarse y solo existe un modo de vencer esta penosa situación. Un actor avanza hacia el proscenio de la sala y pregunta a todos los niños: «¿Creéis en las hadas?». Si contestan confiados «¡Sííí!», entonces la tenue luz empezará de nuevo a brillar. ¿Quién puede poner una objeción a esto? Nadie quiere desbaratar la fe de los niños en la magia (ya habrá tiempo para infinidad de decepciones posteriores) y nadie les espera en la salida pidiéndoles con la voz quebrada que hagan una aportación a las huchas de la Iglesia de la Salvación de Campanilla. Los sucesos con los que se aprovecharon de Marjoe tenían el contenido intelectual de la escena de Campanilla cruelmente combinado con la ética del Capitán Garfio.

Aproximadamente una década después, el señor Gortner llevó a cabo la mejor venganza posible por su infancia robada y vacía y decidió hacer un favor al público en general con el fin de compensar su deliberado fraude. Invitó a un equipo de filmación a seguirle mientras fingía «volver» a predicar el Evangelio y se tomó la molestia de explicar cómo iba recurriendo a todos los trucos. Así es como se induce a las madres (era un chico bien parecido) a desprenderse de sus ahorros. Así es como se programa la música para producir un efecto extático. Ahora es cuando se habla de cómo Jesús te visita en persona. Aquí vemos cómo se dibuja uno en la frente con tinta invisible la forma de una cruz para que, de repente, aparezca cuando empieces a transpirar. Ahora es cuando te abalanzas sobre la presa. Cumple su promesa y va indicando al director de la película con antelación lo que es capaz de conseguir y conseguirá, y luego sale al auditorio para representarlo con una convicción absoluta. La gente llora y chilla, se desvanece, sufre convulsiones y es presa de ataques en los que grita el nombre de su redentor. Hombres y mujeres cínicos, toscos y rudos aguardan al instante psicológico propicio para pedir dinero y empiezan a contarlo con regocijo antes incluso de que la farsa de «servicio religioso» haya concluido. De vez en cuando se ve el rostro de algún niño pequeño agarrado a la carpa instalada y contemplando espantado e inquieto cómo sus padres se contorsionan, gimen y se desprenden de su bien ganada paga. Nosotros sabemos, desde luego, que todo este tinglado del evangelismo estadounidense era simplemente eso: un timo despiadado dirigido por los personajes secundarios del «Cuento del Bulero» de Chaucer. (Para vosotros, infelices, la fe. Nosotros nos quedamos con el dinero.) Y así es como debió de haber sido cuando se vendían abiertamente indulgencias en Roma y cuando en cualquier mercadillo de la cristiandad se podía conseguir una buena suma por un clavo o una astilla de la cruz de Cristo. Pero ver desenmascarado el delito por alguien que es al mismo tiempo una víctima y un beneficiario es en todo caso bastante sorprendente incluso para un no creyente empedernido. Después de saber esto, ¿cómo se puede perdonar? La película Marjoe obtuvo un Oscar de la Academia en 1972 y no ha supuesto absolutamente ninguna diferencia. Los molinos de los telepredicadores continúan moliendo y los pobres continúan financiando a los ricos, del mismo modo que los rutilantes templos y palacios de Las Vegas fueron construidos con el dinero de aquellos que perdieron, en lugar de con el de quienes ganaron.

En su cautivadora novela Niños en el tiempo, Ian McEwan nos presenta a un personaje narrador desconsolado a quien la tragedia reduce a un estado casi inerte en el que durante gran parte del día ve la televisión con la mirada perdida. Al ver la forma en que sus iguales permiten ser manipulados y humillados (se prestan voluntariamente a ello), acuña una expresión para referirse a quienes consienten ser testigos del espectáculo. Es, determina él, «la pornografía del demócrata». No es esnob señalar el modo en que las personas exhiben su credulidad y su instinto gregario, así como su deseo o tal vez su necesidad de mostrarse crédulo y ser engañado. Se trata de un problema antiguo. Tal vez la credulidad sea una forma de inocencia, intrínsecamente inocua incluso; pero proporciona una firme incitación a que los picaros y los inteligentes exploten a sus hermanos y hermanas y es, por tanto, uno de los grandes puntos débiles de la humanidad. No es posible hacer ninguna descripción honrada del auge y persistencia de la religión, ni de la buena acogida de los milagros y las revelaciones, sin hacer referencia a este hecho pertinaz.

Si los discípulos del profeta Mahoma confiaron en cerrar la puerta a cualquier futura «revelación» tras la inmaculada concepción del Corán es porque no tuvieron en cuenta al fundador de lo que hoy día es uno de los cultos que con mayor rapidez crece en el mundo. Y no previeron (¿cómo iban a hacerlo siendo mamíferos, como eran?) que el profeta de este ridículo credo se modelaría a sí mismo según el de ellos. La Iglesia de Jesucristo de los Santos del Último Día (a los que llamaremos a partir de ahora mormones) fue fundada por un oportunista con talento que, pese a formular su texto en términos abiertamente plagiarios del cristianismo, proclamó «Yo seré un nuevo Mahoma para esta generación» y adoptó como lema de combate las palabras «O el al-Koran o la espada», que pensaba que había aprendido del islam. Era demasiado ignorante para saber que si utilizas la palabra al no es preciso emplear otro artículo determinado, pero luego sí se pareció a Mahoma en que solo fue capaz de extraer préstamos de las biblias de otras personas.

En marzo de 1826 un tribunal de Bainbridge, en Nueva York, declaró a un hombre de veintiún años culpable de ser «un alborotador y un impostor». Aquello debió haber sido lo último que escucháramos de Joseph Smith, que en el juicio reconoció haber estafado a los ciudadanos organizando expediciones enloquecidas para buscar oro así como haber afirmado poseer poderes oscuros o «nigrománticos». Sin embargo, al cabo de cuatro años ya era de nuevo noticia en los periódicos locales (todos los cuales pueden consultarse todavía), esa vez adoptando el papel de descubridor del «Libro del Mormón». Se aprovechó de dos ventajas locales que la mayoría de los embaucadores y charlatanes no poseían. En primer lugar, actuaba en el mismo entorno devoto y febril que dio lugar a los shakers,[41] al anteriormente citado George Miller que predecía reiteradamente el fin del mundo y a otros autoproclamados profetas estadounidenses. Esta tendencia local llegó a ser tan llamativa que la región acabó por conocerse como el «Burned-Over-District»,[42] en honor al fervor con que se había entregado a una manía religiosa tras otra. En segundo lugar, actuaba en una zona en la que, a diferencia de las grandes extensiones de la recién inaugurada Norteamérica, sí poseía vestigios de una historia antigua.

Una civilización india vencida y derrotada había heredado un considerable número de túmulos funerarios, que cuando fueron profanados de forma arbitraria y no profesional revelaron contener no solamente huesos, sino también artefactos muy trabajados de piedra, cobre y plata labrada. En la extensión de veinte kilómetros de la granja infraexplotada a la que la familia Smith llamaba su hogar había ocho de estos yacimientos. Había también dos escuelas o facciones igualmente absurdas que mostraron un fascinado interés por estas cuestiones: la primera era la de los buscadores de oro y descubridores de tesoros, que ejercieron presión con sus varas mágicas, sus cristales y sus porquerías disecadas en busca de lucro; y la segunda, la de quienes confiaban encontrar el lugar en que descansaba una tribu perdida de Israel. La inteligencia de Smith estribó en ser miembro de ambos grupos y en sumar a la codicia la antropología mal concebida.

Resulta casi bochornoso leer la historia real de la impostura y casi igual de bochornosamente fácil desenmascararla. (Quien mejor lo ha relatado ha sido el doctor Fawn Brodie, cuyo libro No Man Knows My History, publicado en 1945, fue una iniciativa honesta llevada a cabo por un historiador profesional para realizar la interpretación más amable posible de los «sucesos» relevantes.) En pocas palabras, Joseph Smith anunció que había recibido la visita (en tres ocasiones, como mandan los cánones) de un ángel llamado Moroni. El susodicho ángel le informó de que existía un libro «escrito sobre planchas de oro» en el que se exponían los orígenes de los habitantes del subcontinente norteamericano, además de las verdades del Evangelio. Había, además, dos guijarros mágicos, inspirados en el pectoral del Urim y el Turnmim del Antiguo Testamento, que le permitirían al propio Smith traducir el antedicho libro. Tras muchos esfuerzos, se llevó a casa todo este material el 21 de septiembre de 1827, aproximadamente dieciocho meses después de la condena por estafa. A continuación, se puso a realizar la traducción.

Los «libros» resultantes eran casualmente un diario escrito por profetas de la Antigüedad, empezando por Nefi, hijo de Lefi, que había huido de Jerusalén aproximadamente el año 600 a.C. y había viajado a América. A su posterior deambular y el de su numerosa progenie acompañaron infinidad de batallas, maldiciones y aflicciones. ¿Cómo es que los libros resultaban ser casualmente eso? Smith se negaba a enseñarle las planchas doradas a nadie afirmando que cuando las vieran los ojos de otro, este encontraría la muerte. Pero se topó con un problema que resultará familiar a los estudiosos del islam. Tenía mucha facilidad de palabra como polemista y narrador, como atestiguan numerosas descripciones de su persona. Pero era analfabeto, al menos en el sentido de que sabía leer muy poco y no sabía escribir. Por consiguiente, fue necesario un escriba para que anotara su inspirado dictado. Este escriba fue en un primer momento su esposa Emma y, después, cuando hicieron falta más manos, un desafortunado vecino llamado Martin Harris. Cuando oyó a Smith citar las palabras de Isaías 29, versículos 11-12, referentes al mandato reiterado de «leer», Harris hipotecó su granja para contribuir en la tarea y se trasladó a vivir con los Smith. Él se sentaba a un lado de una manta colgada que atravesaba la cocina y Smith se sentaba al otro con sus guijarros de traducción y entonaba el texto a través de la misma. Por si hiciera falta dar a esta escena un toque más alegre, Harris fue advertido de que si trataba de vislumbrar las planchas o de mirar al profeta caería fulminado al instante.

La señora Harris no se creía nada de esto, harta ya de la ingenuidad de su marido. Le robó las primeras ciento dieciséis páginas y retó a Smith a reproducirlas, puesto que, dado su poder de revelación, era capaz de hacerlo. (Este tipo de mujeres resolutivas aparecen con demasiada poca frecuencia en la historia de la religión.) Después de una semanas muy malas, el ingenioso Smith contraatacó con otra revelación. No podía reproducir el original, que en ese momento debía de estar en manos del diablo y ser susceptible de una interpretación de «versos satánicos». Pero el Señor, que todo lo prevé, había suministrado mientras tanto algunas planchas más pequeñas; de hecho, las auténticas planchas de Nefi, que referían una historia bastante similar. Con un esfuerzo infinito se reanudó la traducción con nuevos escribas tras la manta, como exigía la ocasión; y cuando hubo concluido, todas las planchas doradas originales fueron transportadas al cielo, en donde según parece continúan estando hasta la fecha de hoy.

Los defensores de los mormones afirman a veces, como también hacen los musulmanes, que aquello no puede haber sido fraudulento, ya que toda esa labor de engaño habría sido demasiado para un pobre hombre analfabeto. Pero los musulmanes tienen a su favor dos elementos muy valiosos: no tenemos noticia de que Mahoma fuera condenado públicamente nunca por fraude ni por haber practicado la nigromancia, y el árabe es una lengua un tanto opaca incluso para los extranjeros que lo hablan con cierta fluidez. Sin embargo, sabemos que el Corán se compuso en parte con libros y relatos anteriores, y en el caso de Smith es una tarea igualmente sencilla, aunque tediosa, descubrir que veinticinco mil palabras del Libro del Mormón proceden directamente del Antiguo Testamento. Estas palabras pueden encontrarse sobre todo en los capítulos de Isaías disponibles en View of the Hebrews: The Ten Tribes of Israel in America, de Ethan Smith. Este libro, muy popular en su tiempo y obra de un creyente chiflado que afirma que los indios americanos procedían de Oriente Próximo, parece haber espoleado en primera instancia al otro Smith en su búsqueda de oro. Otras dos mil palabras del Libro del Mormón están tomadas del Nuevo Testamento. De los trescientos cincuenta «nombres» que aparecen en el libro, más de un centenar de ellos proceden directamente de la Biblia y otro centenar más son casi tan plagiados que no se nota la diferencia. (El gran Mark Twain lo calificó a las mil maravillas como «cloroformo impreso», pero yo le acuso de golpear demasiado flojo al blanco, puesto que el libro contiene de hecho «El Libro de Éter».)[43] Las palabras «y sucedió entonces» pueden encontrarse al menos en doscientas ocasiones, lo que hay que reconocer que ejerce un efecto soporífero. Estudios bastante recientes han desvelado que todos y cada uno de los demás «documentos» mormones son, en el mejor de los casos, una mezcolanza frágil y, en el peor, una lamentable falsificación, como el doctor Brodie se vio obligado a señalar cuando en 1973 reeditó y actualizó su excelente libro.

Al igual que Mahoma, Smith podía recibir revelaciones divinas en plazos muy breves y sencillamente solían favorecerle (sobre todo cuando, igual que Mahoma, buscaba una nueva joven y quería tomarla como esposa adicional). En consecuencia, se extralimitó y tuvo un final violento, no sin haber excomulgado antes a casi todos los pobres hombres que habían sido sus primeros discípulos y que habían sido intimidados para tomar sus palabras al dictado. Aun así, esta historia plantea algunas preguntas fascinantes relacionadas con lo que sucede cuando una jerigonza declarada se convierte ante nuestros propios ojos en una religión.

El profesor Daniel Dennett y sus partidarios han levantado contra sí mismos un buen número de críticas por dar una explicación de la religión como «ciencia natural». Según Dennett, sin necesidad de recurrir a lo sobrenatural podemos rechazarla al mismo tiempo que aceptamos que siempre ha habido personas para quien «la fe en la fe» es algo bueno en sí mismo. Los fenómenos pueden explicarse en términos biológicos. En tiempos primitivos, ¿acaso no es posible que quienes creían en la cura del chamán tuvieran por ello una moral más adecuada y, por tanto, una oportunidad ligera pero significativamente mayor de curarse de verdad? Dejando a un lado los «milagros» y demás paparruchas, ni siquiera la medicina moderna rechaza esta idea. Y si nos trasladamos al terreno de lo psicológico, parece posible que las personas puedan encontrarse mejor creyendo en algo que no creyendo en nada, por falso que ese algo pueda ser.[44]

Algo de esto será siempre objeto de disputa entre los antropólogos y otros científicos, pero lo que me interesa y siempre me ha interesado es lo siguiente: ¿creen también los predicadores y los profetas, o ellos solo «creen en la fe»? ¿Piensan alguna vez para sí que es demasiado fácil? ¿Y racionalizan la trampa diciendo a) que si esos desdichados no le escucharan estarían aún peor, o b) que si a los mismos desdichados no les hace ningún bien, tampoco puede hacerles ningún daño? En su famoso estudio de la religión y la magia La rama dorada, sir James Frazer sugiere que el aprendiz de hechicero se siente mejor si no comparte las ilusiones de la congregación ignorante. Como poco, si se toma la magia en sentido literal es mucho más probable que cometa algún error que ponga fin a su carrera.[45] Es mejor, con diferencia, ser un cínico, fingir el conjuro y decirse a sí mismo que al fin y al cabo todo el mundo se siente mejor. Smith evidentemente parece un cínico más, por cuanto jamás fue más feliz que cuando utilizaba su «revelación» para reclamar la autoridad suprema, para justificar la idea de que la comunidad debería entregarle sus propiedades o para acostarse con todas las mujeres disponibles. Este tipo de gurús y líderes cultuales aparecen a diario. Smith debió de haber pensado sin duda que era demasiado sencillo conseguir que unos ingenuos desdichados como Martin Harris creyeran todo lo que él les decía, sobre todo cuando estaban tan ansiosos por echar un simple vistazo a ese apetecible tesoro escondido. Pero ¿llegó un momento que él también creyó que tenía efectivamente un destino y estaba dispuesto a morir para demostrarlo? Dicho de otro modo: ¿fue un charlatán todo el tiempo o latió algo en algún lugar de su interior? El estudio de la religión me hace pensar que, aunque no puede funcionar de ningún modo sin fraude grande o pequeño, esta sigue siendo una cuestión fascinante y hasta cierto punto abierta.

En la zona de Palmyra, en Nueva York, hubo en aquella época decenas de hombres con una educación incompleta, sin escrúpulos, ambiciosos y fanáticos como Smith, pero solo uno de ellos consiguió «despegar». Ello se debe a dos posibles razones. En primer lugar, y según todas las versiones, incluidas las de sus enemigos, Smith poseía un gran encanto natural, autoridad y facilidad de palabra: lo que Max Weber denominó el elemento «carismático» del liderazgo. En segundo lugar, en aquella época había una gran cantidad de personas ansiosas de tierras y de empezar una nueva vida en el Oeste, lo cual confería una inmensa fuerza latente a la idea de que un nuevo líder (sin hablar ya de un nuevo libro sagrado) les augurara una «Tierra Prometida». Las andanzas de los mormones en Missouri, Illinois y Utah y las masacres que sufrieron e infligieron de pasada dieron cuerpo y vigor a la idea de martirio y exilio; y a la idea de los «gentiles», como desdeñosamente llamaban a los no creyentes. Constituye un gran episodio de la historia y puede leerse con respeto (en contraste con la vulgar invención de su origen). Sí tiene, no obstante, dos manchas indelebles. La primera es la pura obviedad y crudeza de sus «revelaciones», que, primero Smith y posteriormente sus sucesores, improvisaron sobre la marcha haciendo gala de un gran oportunismo. Y la segunda es su repugnante y burdo racismo. Los predicadores cristianos de toda clase habían justificado la esclavitud hasta la guerra de Secesión estadounidense, e incluso después, bajo el presunto amparo bíblico de que, de los tres hijos de Noé (Sem, Cam y Jafet), Cam había recibido una maldición y fue entregado a la servidumbre. Pero Joseph Smith llevó esta desagradable fábula mucho más lejos despotricando en su «Libro de Abraham» con la idea de que las razas de tez morena de Egipto habían heredado dicha maldición. También, en la batalla aventada de «Cumora», un lugar convenientemente situado para la ocasión cerca de donde el propio Smith había nacido, los «nefitas» (a quienes se describe como «apuestos» y de tez clara) lucharon contra los «lamanitas», cuyos descendientes fueron castigados con la pigmentación oscura de su piel por apartarse de dios. A medida que la crisis de la esclavitud fue agravándose en Estados Unidos, Smith y sus aún menos fiables discípulos predicaron contra los abolicionistas de una Missouri prebélica. Afirmaron con solemnidad que durante la batalla decisiva entre Dios y Lucifer había habido un tercer grupo en el cielo. Este grupo, según explicaban, había tratado de mantenerse neutral. Pero tras la derrota de Lucifer habían sido obligados a descender al mundo y se les impuso «encarnarse en el execrable linaje de Canaán; y de ahí surgió la raza negra o africana». Así pues, cuando el doctor Brodie escribió su libro por primera vez, en la Iglesia mormona no se permitía a ningún negro estadounidense alcanzar siquiera la simple condición de diácono, y menos aún el sacerdocio. Tampoco se permitía a los descendientes de Cam asistir a los ritos sagrados del templo.

Si hay algo que demuestra que la religión es una invención humana es el modo en que los mormones más ancianos resolvieron esta dificultad. Interpelados por la llaneza de las palabras de uno de sus libros sagrados y el creciente desprecio y aislamiento que se les impuso, los mormones hicieron lo que habían hecho cuando su afición a la poligamia hizo recaer sobre la mismísima Utah de dios un castigo federal. Recibieron una «revelación» más y, aproximadamente en la época de la aprobación de la Ley de Derechos Civiles de 1965, dios les indicó que, después de todo, las personas negras también eran seres humanos.

Debe decirse en favor de los «Santos del Último Día» (estas presuntuosas palabras se añadieron en 1833 al nombre original de Smith, «Iglesia de Jesucristo») que abordaron frontalmente una de las grandes dificultades de toda religión revelada. Se trata del problema de qué hacer con aquellos que nacieron antes de esa «revelación» en exclusiva, o con quienes murieron sin tener la oportunidad de participar de sus maravillas. Los cristianos solían resolver este problema diciendo que tras la crucifixión Jesús descendió al infierno, donde se piensa que salvó o convirtió a los muertos. De hecho, hay un exquisito pasaje en el Infierno de Dante en el que acude a redimir el espíritu de grandes hombres como Aristóteles, que supuestamente llevaban consumiéndose allí muchos siglos hasta que él llegó a salvarlos. (En otra escena menos ecuménica de ese mismo libro, el profeta Mahoma aparece destripado con un nauseabundo detalle.) Los mormones han mejorado esta solución bastante anticuada con otra sin mucha imaginación. Han confeccionado una gigantesca base de datos genealógica almacenada en un inmenso silo de Utah y se ocupan de llenarla con los nombres de todas las personas cuyo nacimiento, boda y muerte han sido registrados desde que hay archivos de ello. Resulta muy útil si uno quiere buscar su propio árbol genealógico, y siempre que no ponga objeción a que sus antepasados se vuelvan mormones. Todas las semanas, en ceremonias especiales celebradas en los templos mormones, las congregaciones se reúnen y reciben una determinada cuota de nombres de difuntos por los que «rogar» en su iglesia. Este bautismo retroactivo de los muertos me parece bastante inofensivo, pero el Comité Judío Estadounidense se indignó cuando se descubrió que los mormones habían adquirido los archivos de la «solución final» nazi y que estaban bautizando con diligencia a lo que por una vez podía llamarse verdaderamente una «tribu perdida»: los judíos asesinados en Europa. Pese a su enternecedora eficacia, este ejercicio parecía de mal gusto. Tengo simpatía por el Comité Judío Estadounidense, pero en todo caso creo que los seguidores del señor Smith deberían felicitarse aunque sea por haber dado con la solución tecnológica más ingenua para un problema que se ha resistido a recibirla a lo largo de todos los tiempos, desde el primer momento en que el hombre inventó la religión.