Las hijas del gran sacerdote Anio convertían todos los objetos que querían en trigo, en vino o en aceite; Atálida, hija de Mercurio, resucitó varias veces; Esculapio resucitó a Hipólito; Hércules arrancó a Alcestes de la muerte; Hexes volvió al mundo después de haber pasado quince días en los infiernos; Rómulo y Remo fueron hijos de un dios y una vestal; el Palladium cayó desde el cielo en la ciudad de Troya; la cabellera de Berenice se convirtió en una constelación de estrellas […]. Os desafiamos a que encontréis un solo pueblo en el que no se hayan realizado prodigios increíbles, sobre todo en los tiempos en que casi nadie sabía leer y escribir.
VOLTAIRE, «Milagros», en Diccionario filosófico.
Una antigua leyenda cuenta el escarmiento que recibió un fanfarrón que refería a menudo la historia de un salto auténticamente fabuloso que realizó en una ocasión en la isla de Rodas. Según parecía, nadie había presenciado jamás la proeza de aquel larguísimo salto. Aunque el narrador jamás se cansaba de contar la historia, no podía decirse lo mismo de su público. Por fin, en una ocasión en que tomaba aliento para volver a referir la historia de aquella magnífica proeza, uno de los presentes lo acalló diciendo con brusquedad: «Hic Rhodus, hic salta!» («Aquí está Rodas, ¡salta aquí!»).
De un modo muy parecido al que los profetas, los videntes y los grandes teólogos parecen haber desaparecido, así también la era de los milagros parece yacer en algún lugar de nuestro pasado. Si las personas religiosas fueran listas o estuvieran seguras de sus convicciones deberían recibir con alegría el eclipse de esta era de fraude y prestidigitación. Pero, una vez más, la fe se desacredita a sí misma demostrando ser insuficiente para satisfacer a los fieles. Todavía se exigen sucesos reales para impresionar a los crédulos. No tenemos ninguna dificultad para percibir esto cuando estudiamos a los brujos, magos y adivinos de culturas antiguas o remotas; evidentemente, fue una persona inteligente la que, primero, aprendió a predecir un eclipse y, luego, a emplear este acontecimiento planetario para impresionar y acobardar a su público. Los antiguos reyes de Camboya averiguaron el día en el que todos los años los ríos Mekong y Bassac empezaban a desbordarse de repente, a confluir y, bajo la terrible presión del agua, parecían invertir en realidad su curso para regresar al lago Tonlé Sap. Relativamente muy poco después, empezó a celebrarse una ceremonia en la que aparecía el líder debidamente escogido por la divinidad y parecía ordenar a las aguas que retrocedieran. En la orilla del mar Rojo Moisés solo pudo quedarse boquiabierto ante una cosa semejante. (En épocas más recientes, el rey Sihanuk de Camboya, amante del espectáculo, explotó este milagro natural con unos efectos considerables.)
Dado todo lo anterior, resulta sorprendente cuan insignificantes parecen ahora algunos de los milagros «sobrenaturales». Al igual que sucede con las sesiones de espiritismo, que ofrecen con cinismo a los parientes de algún difunto parloteos procedentes del más allá, nunca se ha dicho o hecho nada verdaderamente interesante. Sobre la historia del «vuelo nocturno» de Mahoma a Jerusalén (supuestamente, todavía se puede ver en el recinto de la mezquita de al-Aqsa la huella del casco de su caballo, Buraq), sería poco cortés esgrimir la réplica obvia de que los caballos no saben ni pueden volar. Parece más oportuno señalar que las personas, desde el comienzo de sus largos y agotadores viajes a través de la superficie terrestre contemplando durante días los cuartos traseros de una mula, han fantaseado con la idea de acelerar ese tedioso tránsito. Las populares botas de siete leguas pueden conferir a su portador un resorte para sus pasos, pero eso es únicamente hacer pequeños ajustes en el mismo problema. Durante miles de años, el verdadero sueño consistió en la envidia de los pájaros (según sabemos hoy, descendientes emplumados de los dinosaurios) y en el ansia de volar. Carros en el cielo, ángeles capaces de deslizarse libremente utilizando las corrientes térmicas… no resulta más que demasiado fácil percibir la raíz del deseo. Así, el profeta habla del deseo de todo campesino que anhela que su bestia de carga pueda levantar el vuelo y sostenerlo. Pero si uno gozara de un poder infinito, se le habría ocurrido que se podría haber elaborado un milagro más sorprendente o menos ramplón. La levitación también desempeña un papel importante en la fantasia cristiana, como corroboran los episodios de la ascensión y la asunción. En aquella época se creía que el cielo era una bóveda y su clima habitual una fuente de augurios o intervenciones divinas. Dada esta concepción del cosmos desoladoramente limitada, el acontecimiento más trivial podía parecer milagroso, mientras que un suceso que nos asombrara de verdad (como que el sol dejara de moverse) podía no obstante aparecer como un fenómeno local.
Si suponemos que un milagro es una alteración favorable del orden natural, la última palabra sobre el tema la escribió el filósofo escocés David Hume, que nos concedió libre albedrío sobre esta cuestión. Un milagro es una perturbación o interrupción del curso esperado y establecido de los acontecimientos. Esto podía incluir cualquier cosa, desde que el sol saliera por el oeste hasta que un animal prorrumpiera de repente en la recitación de un versículo. Muy bien; así pues, el libre albedrío también implica una decisión. Si uno cree presenciar semejante cosa, caben dos posibilidades. La primera es que las leyes de la naturaleza hayan quedado suspendidas (en beneficio propio). La segunda es que uno incurra en un error o sufra una falsa ilusión. Por consiguiente, la posibilidad de que sucediera la segunda debería valorarse en relación con la probabilidad de que ocurriera la primera.
Si uno tiene noticia de un milagro a través de una fuente secundaria o terciaria, es preciso calibrar adecuadamente las probabilidades antes de decidir dar crédito a un testigo que afirma haber visto algo que uno no ha visto. Y si a uno le separan del «avistamiento» muchas generaciones y no dispone de una fuente independiente que lo corrobore, las probabilidades deben calibrarse de forma aún más drástica. Una vez más, podríamos apelar al fiable Ockham, que nos advirtió que no multiplicáramos las contingencias sin necesidad. Así pues, permítaseme aportar un ejemplo antiguo y otro moderno: el primero es el de la resurrección del cuerpo y el segundo el de los ovnis.
Pese al maravilloso impacto que causaban, los milagros han disminuido desde los tiempos de la Antigüedad. Además, los más recientes que se nos han ofrecido han sido ligeramente zafios. La llamativa licuefacción anual de la sangre de san Genaro en Nápoles, por ejemplo, es un fenómeno que algún mago competente puede reproducir (y ha reproducido) con facilidad. Los grandes «magos» seculares como Harry Houdini o James Randi han demostrado con solvencia que levitar, caminar sobre el fuego, adivinar la presencia de agua o doblar cucharas son cosas todas ellas que pueden realizarse bajo las condiciones controladas de un laboratorio con el fin de poner al descubierto el fraude y proteger al cliente incauto de ser desplumado. En cualquier caso, los milagros no confirman la verdad de la religión que los practica: supuestamente, Aarón derrotó a los magos del faraón en una competición abierta, pero no negó que ellos también pudieran obrar maravillas. Sin embargo, no se ha confirmado ninguna resurrección desde hace algún tiempo y ningún chamán que presuma de hacerlo ha aceptado reproducir el truco en condiciones comprobables. Así pues, debemos preguntarnos: ¿ha desaparecido el arte de la resurrección, o es que nos basamos en fuentes dudosas?
El Nuevo Testamento es en sí mismo una fuente bastante dudosa. (Uno de los hallazgos más asombrosos del profesor Barton Ehrman es que el relato de la resurrección de Jesús que aparece en el Evangelio de Marcos se añadió al texto muchos años después.) Pero, según el Nuevo Testamento, aquello podía hacerse de forma casi habitual. Jesús lo consiguió en dos ocasiones en los casos de otras personas cuando hizo ponerse en pie tanto a Lázaro como a la hija de Jairo, y nadie parece haber considerado conveniente entrevistar a ninguno de los dos supervivientes para preguntarles por su extraordinaria experiencia. Tampoco nadie parece haber conservado ningún registro de si estos dos individuos «murieron» otra vez o no, ni cómo. Si siguieron siendo inmortales, entonces se habrían sumado a la antigua compañía del «judío errante», a quien los primeros cristianos condenaron a caminar eternamente después de haber visto a Jesús en la Vía Dolorosa, una desgracia impuesta a un mero espectador con el fin de cumplir con la profecía, que de otro modo hubiera quedado incumplida, de que Jesús regresaría en vida de al menos una de las personas que le hubiera visto la primera vez. Jesús se topó con ese infortunado vagabundo el mismo día que fue enviado a la muerte con una repugnante crueldad, momento en el cual, según el Evangelio de Mateo, 27:52-53, «se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron. Y, saliendo de los sepulcros después de la resurrección de él, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos». Parece incoherente, puesto que según parece los cadáveres salieron tanto en el momento de la muerte en la cruz como en el de la resurrección, pero está narrado del mismo modo fáctico que un temblor de tierra, la rasgadura del velo del santuario (otros dos sucesos que no llamaron la atención de ningún historiador) y los reverentes comentarios del centurión romano.
Esta presunta frecuencia de la resurrección no hace más que menoscabar la exclusividad de aquel mediante el cual la humanidad recibió el perdón de los pecados. Y no ha habido ni antes ni después ningún culto ni religión, desde el de Osiris hasta el vampirismo o el del vudú, que no se funde en algún tipo de creencia intrínseca en los «muertos vivientes». Hasta el día de hoy, los cristianos no se ponen de acuerdo acerca de si el día del juicio nos devolverá a los viejos restos de un cuerpo que ya ha muerto con nosotros o si nos renovará el equipo haciéndonos adoptar alguna otra forma. Por ahora, tras analizar incluso las afirmaciones realizadas por los fieles, podemos decir que la resurrección no demostraría la veracidad de la doctrina de los muertos vivientes, ni su paternidad, ni la probabilidad de que hubiera otro regreso bajo forma carnal o reconocible. Pero otra vez, también, se está «demostrando» demasiado. La acción de un hombre que se ofrece voluntario para morir por sus congéneres se considera noble de manera universal. La afirmación extra de que no ha muerto «realmente» convierte al sacrificio en su conjunto en algo amañado y ampuloso. (Así pues, quienes dicen «Cristo murió por mis pecados» cuando en realidad no «murió» en absoluto, están realizando una afirmación que es falsa en sus propios términos.) Dado que no disponemos de testigos fiables ni consistentes sobre el período necesario para acreditar afirmación tan extraordinaria, estamos autorizados finalmente a afirmar que tenemos derecho, cuando no obligación, a respetarnos lo suficiente a nosotros mismos para no creer en todo este asunto. Esto es así a menos que aparezca una evidencia mayor, o hasta que aparezca (cosa que no ha sucedido). Y las afirmaciones excepcionales exigen evidencias excepcionales.
He pasado gran parte de mi vida ejerciendo de corresponsal y hace mucho tiempo me acostumbré a leer relatos de primera mano de los mismísimos acontecimientos que yo había presenciado, escritos por personas en las que por otra parte confiaba, y que no obstante no coincidían con el mío. (En mis tiempos de corresponsal en Fleet Street leí incluso historias impresas y firmadas con mi propio nombre que no era capaz de reconocer una vez que los redactores habían acabado con ellas.) Y he entrevistado a algunos de los centenares de miles de personas que afirman haber vivido algún encuentro directo con una nave espacial o con la tripulación de una nave espacial procedente de otra galaxia. Algunos de ellos son tan vívidos y minuciosos (y tan parecidos a otras declaraciones realizadas por otras personas con las que no podían haber cotejado sus notas), que unos cuantos especialistas impresionables han propuesto que les concedamos la presunción de veracidad. Pero aquí viene la evidente razón ockhamiana por la que sería rematadamente erróneo hacerlo. Si el gran número de «contactos» y abducciones está contando siquiera una pizca de verdad, entonces se deduce que sus amigos alienígenas no pretenden mantener en secreto su existencia. Muy bien, en ese caso, ¿por qué nunca se quedan más que el tiempo necesario para tomar una única fotografía individual? Nunca se ha ofrecido un rollo de película sin cortes, y menos aún un pequeño pedazo de algún metal inexistente en la tierra, ni una diminuta muestra de tejido. Y los dibujos de esos seres tienen un parecido antropomórfico coherente con los que suministran los cómics de ciencia ficción. Como viajar desde la constelación de Alfa Centauri (el lugar de origen predilecto) supondría forzar de algún modo las leyes de la física, hasta la partícula de materia más pequeña sería de una utilidad enorme y produciría un efecto literalmente sísmico. En lugar de lo cual… nada. Es decir, nada salvo el aumento de una nueva y descomunal superstición basada en la creencia en unos textos y fragmentos ocultos que únicamente están a disposición de unos pocos escogidos. Muy bien, ya he visto esto otras veces. La única decisión responsable consiste en suspender o retener el juicio hasta que los incondicionales se presenten con algo que no sea pueril sin más.
Hagámoslo extensible hasta la actualidad, donde a veces se dice que hay estatuas de vírgenes o santos que lloran o sangran. Aunque no me resultara fácil presentarle a personas que pueden producir idénticos efectos en su tiempo libre utilizando manteca de cerdo u otros materiales, yo seguiría preguntándome por qué una deidad se conformaba con producir un efecto tan mísero. Según parece, soy una de las poquísimas personas que ha participado alguna vez en el examen de una «causa» de santidad, como las llama la Iglesia católica. En junio de 2001 el Vaticano me invitó a testificar en una audiencia sobre la beatificación de Agnes Bojaxhiu, una ambiciosa monja albanesa que se había hecho famosa bajo el nombre de guerra de «madre Teresa». Aunque el Papa de entonces había abolido el famoso oficio de «abogado del diablo», el requisito para confirmar y canonizar a gran número de «santos» nuevos, la Iglesia todavía estaba obligada a recabar testimonios de personas críticas, y así me encontré yo representando al diablo, por así decirlo, pro bono.
Yo ya había contribuido a desenmascarar uno de los «milagros» relacionados con el trabajo de esta mujer. El hombre que la hizo famosa en un principio era un evangelista británico (posteriormente católico), distinguido aunque bastante idiota, llamado Malcolm Muggeridge. Fue su documental para la BBC Something Beautiful for God el que en 1969 lanzó al mundo la marca «madre Teresa». El director de fotografía de aquella película era un hombre llamado Ken MacMillan, que había recibido elogios por su labor en la magnífica serie de historia del arte de lord Clark Civilisation. Sus conocimientos sobre el color y la iluminación eran de orden superior. He aquí la historia tal como Muggeridge la relató en el libro que acompañaba a la película:
La Casa de los Moribundos [de la madre Teresa] está tenuemente iluminada por unas pequeñas ventanas en lo alto de las paredes, y Ken [Macmillan] afirmaba categóricamente que allí era imposible grabar. Solo disponíamos de un pequeño foco y era prácticamente imposible conseguir que iluminaran adecuadamente aquel lugar para nosotros. Se decidió que, no obstante, Ken debería probar, pero para asegurarse realizó también algunas tomas en un patio exterior en el que estaban sentados al sol algunos de los internos. En la película procesada, la parte rodada en el interior estaba bañada en una suave luz particularmente hermosa, mientras que la parte rodada en el exterior estaba bastante oscura y desenfocada. […] Estoy absolutamente convencido de que aquella luz técnicamente inexplicable es, en realidad, la Luz de Bondad a la que el cardenal Newman se refiere en su famoso y bellísimo salmo.
Él concluía que:
Para eso es precisamente para lo que sirven los milagros: para dar a conocer la realidad interior de la creación exterior de Dios. Estoy personalmente convencido de que Ken grabó el primer auténtico milagro fotográfico. […] Temo haber hablado y escrito sobre ello hasta llegar a aburrir.
En esta última frase sin duda acertaba: cuando hubo terminado, había convertido a la madre Teresa en una figura de fama mundial. Mi aportación consistió en verificar y recoger el testimonio oral directo de Ken Macmillan, el propio director de fotografía. Aquí está:
Durante el rodaje de Something Beautiful for God hubo un momento en que fuimos conducidos hasta un edificio al que la madre Teresa llamaba Casa de los Moribundos. Peter Chafer, el director, dijo: «Ah, bueno, esto está muy oscuro. ¿Crees que podemos sacar algo?» Y en la BBC acabábamos de recibir algunos rollos de una película nueva fabricada por Kodak que no habíamos tenido tiempo de probar antes de salir, de modo que le dije a Peter: «Bueno, podemos hacer una prueba». Así que grabamos. Y cuando varias semanas después, uno o dos meses, volvimos, nos sentamos en la sala de copiones de los estudios Ealing y aparecen finalmente las tomas de la Casa de los Moribundos. Fue sorprendente. Se veían todos los detalles. Y yo dije: «Es asombroso. Es extraordinario». Y, ya sabe, yo iba a empezar a gritar eso de «tres hurras por Kodak». No obstante, no tuve oportunidad de decirlo porque Malcolm, sentado en la primera fila, se dio media vuelta y dijo: «¡Es la luz divina! Es la madre Teresa. Descubrirás que es la luz divina, chico». Y tres o cuatro días después descubrí que los periodistas de la prensa londinense me llamaban por teléfono diciendo cosas como «Tenemos entendido que acaba de volver de la India con Malcolm Muggeridge y que han sido testigos de un milagro».[38]
Así que… había nacido una estrella. Por esta y mis demás críticas fui invitado por el Vaticano a participar en una reunión a puerta cerrada en una sala que contenía una Biblia, una grabadora, un monseñor, un diácono y un sacerdote, y me preguntaron si podía arrojar alguna luz sobre el asunto de «la sierva de Dios madre Teresa». Pero, aunque parecía que me lo estaban preguntando honestamente, sus colegas de la otra parte del mundo estaban acreditando el necesario «milagro» que permitiría seguir adelante con la beatificación (el preludio de la canonización plena). La madre Teresa murió en 1997. En el primer aniversario de su muerte, dos monjas de la aldea bengalí de Raigunj afirmaron haber colocado una medalla de aluminio de la fallecida (medalla que supuestamente había estado en contacto con su cuerpo muerto) en el abdomen de una mujer llamada Monica Besra. Esta mujer, de la que se decía que estaba aquejada de un tumor uterino de gran tamaño, quedó a continuación bastante restablecida. Se podrá apreciar que Monica es un nombre de mujer católico no muy habitual en Bengala, y por tanto es probable que la paciente y, sin duda, las monjas, fueran ya admiradoras de la madre Teresa. Esta calificación no incluía al doctor Manju Murshed, el director del hospital local, ni al doctor T. K. Biswas y su colega ginecólogo el doctor Tanjan Mustafi. Los tres comparecieron para decir que la señora Besra había sufrido una tuberculosis y un quiste ovárico, y que había sido tratada con éxito de ambas afecciones. El doctor Murshed estaba particularmente enfadado por las numerosas llamadas que había recibido de la orden de la madre Teresa, las «Misioneras de la Caridad», presionándole para que dijera que la curación había sido un milagro. La propia paciente no era un sujeto muy receptivo para una entrevista ya que hablaba muy deprisa porque, según decía ella, «de lo contrario podría olvidársele algo», y rogaba que no le formularan preguntas porque podría tener que «recordar». Su marido, un hombre llamado Selku Murmu, rompió su silencio al cabo de un rato para decir que su mujer se había curado con el tratamiento médico ordinario y periódico.[39]
Cualquier supervisor de cualquier hospital de cualquier país podrá decirnos que los pacientes son objeto en ocasiones de asombrosos procesos de recuperación (del mismo modo que, según parece, las personas sanas pueden caer inexplicable y gravemente enfermas). Tal vez quienes deseen acreditar un milagro puedan decir que este tipo de procesos de recuperación no tiene ninguna explicación «natural». Pero ello no significa en absoluto que, por consiguiente, tenga una explicación «sobrenatural». En este caso, sin embargo, no había nada siquiera remotamente sorprendente en el restablecimiento de la señora Besra. Algunos trastornos habituales habían sido tratados con métodos bien conocidos. Se estaban realizando afirmaciones extraordinarias sin aportar siquiera pruebas ordinarias. Pero pronto llegará el día en que en una inmensa y solemne ceremonia se proclame al mundo entero en Roma la santidad de la madre Teresa, alguien cuya intercesión puede superar a la de la medicina. Esto no solo es un escándalo en sí mismo, sino que también pospondrá más el día en que los aldeanos indios dejen de confiar en los curanderos y los faquires. Dicho de otro modo: mucha gente morirá sin necesidad como consecuencia de este falso y despreciable «milagro». Si esto es lo mejor que puede hacer la Iglesia en una época en que los médicos y los periodistas pueden verificar sus afirmaciones, no resulta difícil imaginar qué se amañó en épocas pasadas de ignorancia y temor, cuando los sacerdotes debían hacer frente a menos dudas u oposición.
Una vez más, la navaja de Ockham es pulcra y definitiva. Cuando se nos ofrecen dos explicaciones, debemos descartar la que explica menos cosas, o no explica nada, o plantea más preguntas de las que responde.
Esto mismo vale para las ocasiones en las que las leyes de la naturaleza quedan aparentemente en suspenso sin producir gozo o consuelo aparente. Las catástrofes naturales no son en realidad una violación de las leyes de la naturaleza, sino que más bien forman parte de las inevitables fluctuaciones propias de la misma, si bien se han utilizado siempre para amedrentar a los crédulos con el poder de la desaprobación de dios. Los primeros cristianos, que se desenvolvían en zonas de Asia Menor en las que los terremotos eran y son frecuentes, congregaban a multitudes cuando un templo pagano se derrumbaba y las urgían a convertirse mientras quedara tiempo para hacerlo. La colosal erupción volcánica del Krakatoa a finales del siglo XIX provocó un inmenso viraje hacia el islam entre la aterrorizada población de Indonesia. Todos los libros sagrados hablan con impaciencia de inundaciones, huracanes, rayos y demás augurios. Tras el terrible tsunami de 2005, y después de la inundación de Nueva Orleans en 2006, hombres bastante serios y cultos como el arzobispo de Canterbury se rebajaron a la altura de los campesinos estupefactos cuando se rompían la cabeza en público para interpretar en aquellos hechos cuál era la voluntad de dios. Pero si atendemos a la sencilla suposición, fundada en conocimientos absolutamente ciertos, de que vivimos en un planeta que todavía está enfriándose, que tiene un núcleo incandescente, fallas y grietas en la corteza y un régimen climático turbulento, entonces simplemente no hay ninguna necesidad de ninguna obsesión de este tipo. Todo está ya explicado. No consigo entender por qué los religiosos son tan reacios a reconocerlo: les liberaría de todas las cuestiones banales acerca de por qué dios consiente tanto sufrimiento, pero, según parece, esta molestia es un pequeño precio que hay que pagar con el fin de mantener vivo el mito de la intervención divina.
La sospecha de que una calamidad también podría ser un castigo es más valiosa aún por cuanto permite elevar infinidad de especulaciones. Después de la inundación de Nueva Orleans, ciudad que cayó presa de la letal combinación de estar construida bajo el nivel del mar y haber sido desatendida por la administración de Bush, me enteré por un rabino veterano de Israel que se trataba de una venganza por la evacuación de los colonos judíos de la Franja de Gaza, y por el alcalde de Nueva Orleans (que no había desempeñado sus funciones con una valentía excepcional) de que era el veredicto de dios por la invasión de Irak. Aquí uno puede nombrar su pecado favorito, como hicieron los «reverendos» Pat Robertson y Jerry Falwell tras la inmolación del World Trade Center. En aquella ocasión, para encontrar la causa inmediata había que buscarla en la capitulación de Estados Unidos ante la homosexualidad y el aborto. (Algunos antiguos egipcios creían que la sodomía era la causa de los terremotos: imagino que esta interpretación renacerá con singular fuerza cuando la falla de San Andrés cause un próximo estremecimiento bajo la Gomorra de San Francisco.) Cuando finalmente se asentaron los escombros en la Zona Cero de Nueva York, se descubrió que había dos trozos de viga quebrada intactos y en forma de cruz, lo cual desencadenó muchos comentarios de asombro. Como en toda la arquitectura se han empleado siempre vigas transversales, lo sorprendente sería que no afloraran este tipo de elementos. Reconozco que yo me habría quedado atónito si los escombros se hubieran reordenado bajo la forma de una estrella de David o de una estrella y una media luna, pero no hay datos de que esto haya sucedido alguna vez en ningún sitio, ni siquiera en los lugares en donde la población local podría quedar impactada por ello. Y recordemos: se supone que los milagros ocurren a instancias de un ser que es omnipotente, además de omnisciente y omnipresente. Uno esperaría que se produjeran resultados más grandiosos de los que suelen producirse.
Así pues, las «evidencias» para sustentar la fe parecen dejar a esta con un aspecto aún más débil del que tendría si se mantuviera erguida por sí misma, en solitario y sin apoyaturas. Lo que se puede afirmar sin pruebas también puede desestimarse sin pruebas. Esto es aun más cierto cuando las «evidencias» ofrecidas son en última instancia tan zafias e interesadas.
El «argumento de autoridad» es el más débil de todos los mecanismos de argumentación. Es débil cuando se afirma de segunda o tercera mano («El Libro dice»), y lo es aún más cuando se afirma de primera mano, como bien saben todos los niños que han oído decir a su padre «porque lo digo yo» (y como bien saben todos los padres que se han visto reducidos a pronunciar unas palabras que otrora les sonaron tan poco convincentes). Sin embargo, descubrirse afirmando que toda religión está construida por mamíferos corrientes y que no encierra ningún secreto o misterio exige un determinado «salto» de otra naturaleza. Tras la cortina del mago de Oz no hay nada más que un fiasco. ¿Puede ser esto realmente cierto? Como siempre me ha impresionado el peso de la historia y la cultura, sigo formulándome esta pregunta. Entonces, ¿ha sido todo en vano? ¿Los fabulosos esfuerzos de los teólogos y los eruditos? ¿Y los extraordinarios esfuerzos de los pintores, arquitectos y músicos por crear algo perdurable y maravilloso que atestiguara la gloria de dios?
En absoluto. A mí no me importa si Homero era una persona o muchas, o si Shakespeare era un católico clandestino o un agnóstico encubierto. Si se descubriera finalmente que quien mejor ha escrito sobre el amor, tragedias, comedias y obras morales había sido desde el primer momento el conde de Oxford, no sentiría que mi mundo se ha derrumbado, aunque debo añadir que la mera autoría es importante para mí y que si me enterara de que el autor había sido Bacon me entristecería y deprimiría un poco. Shakespeare posee mucha más relevancia moral que el Talmud, el Corán o cualquier narración sobre tremendos combates entre tribus de la Edad del Hierro. Pero se puede aprender y descubrir muchas cosas con el escrutinio de la religión, y a menudo nos encontramos subidos a hombros de autores y pensadores distinguidos que fueron sin duda nuestros superiores intelectuales y, a veces, incluso morales. En su época, muchos de ellos hicieron jirones el disfraz de la idolatría y el paganismo y hasta se expusieron a ser martirizados por las disputas con sus propios correligionarios. Sin embargo, ha llegado un momento de la historia en que hasta un enano como yo puede afirmar saber mas (si bien, sin ningún mérito propio) y ver que todavía falta la rasgadura definitiva del disfraz entero. Entre ambos momentos, las ciencias de la crítica textual, la arqueología, la física y la biología molecular han demostrado que los mitos religiosos son explicaciones falsas y artificiales. La pérdida de la fe puede compensarse mediante las maravillas más recientes y exquisitas que afloran ante nosotros, además de con la inmersión en las obras casi milagrosas de Homero, Shakespeare, Milton, Tolstoi o Proust, todas las cuales fueron también «construidas por el hombre» (aunque de vez en cuando uno vuelve a dudar de ello, como en el caso de Mozart). Puedo afirmar esto en mi condición de individuo cuya fe secular se ha visto sacudida y desplazada, no sin dolor.
Cuando era marxista no defendía mis opiniones como artículos de fe, pero sí tenía la convicción de que podría descubrirse una especie de teoría del campo unificado. El concepto de materialismo histórico y dialéctico no era un absoluto ni contenía ningún elemento sobrenatural, pero sí albergaba su elemento mesiánico en la idea de que llegaría un momento final, y sin ninguna duda contaba con sus mártires, sus santos, sus doctrinas y (al cabo de un tiempo) sus papados rivales que se excomulgaban mutuamente. También sufrió sus cismas, sus inquisiciones y sus persecuciones de la herejía. Yo fui miembro de una secta disidente que admiraba a Rosa Luxemburg y León Trotski y puedo afirmar categóricamente que también teníamos nuestros profetas. Cuando Rosa Luxemburg hablaba sobre las consecuencias de la Primera Guerra Mundial parecía casi una combinación de Casandra y Jeremías, y de hecho la magnífica biografía de León Trotski en tres volúmenes obra de Isaac Deutscher se titulaba El profeta (en sus tres estadios: armado, desarmado y desterrado). De joven, Deutscher había sido educado para ser rabino y habría sido un talmudista brillante… igual que Trotski. Veamos lo que dice Trotski (adelantándose al Evangelio gnóstico de Judas) sobre el modo en que Stalin se hizo con el poder en el Partido Bolchevique:
De los doce apóstoles de Cristo, solo Judas salió traidor. Pero si hubiera logrado el poder, habría presentado como traidores a los otros once apóstoles, sin olvidar a los setenta apóstoles menores que menciona san Lucas.
Y veamos ahora lo que sucedió según las espeluznantes palabras de Deutscher cuando las fuerzas pronazis de Noruega obligaron al gobierno a negarle a Trotski el asilo político y a volver a deportarlo una vez más, condenado a vagar por el mundo hasta encontrar la muerte. El anciano se reunió con el ministro de Asuntos Exteriores noruego Trygve Lie y otros políticos, y entonces:
Al llegar a este punto Trotski elevó su voz de tal modo que resonó por las salas y los corredores del ministerio: «Este es vuestro primer acto de capitulación ante el nazismo en vuestro propio país. Pagaréis por ello. Os sentís seguros y en libertad de tratar a un exiliado político como os venga en gana. Pero el día está cerca —¡recordarlo!—, el día está cerca en que los nazis os expulsarán de vuestro país, a todos vosotros […]». Trygve Lie se encogió de hombros al escuchar el extraño vaticinio. Pero menos de cuatro años después el mismo gobierno tuvo efectivamente que huir de Noruega ante la invasión nazi; y mientras los ministros y su anciano rey Haakon aguardaban en la costa, ansiosos y apretados los unos contra los otros, el barco que habría de conducirlos a Inglaterra, recordaron con sobrecogimiento las palabras de Trotski como la maldición de un profeta convertida en realidad.
Trotski poseía un profundo espíritu crítico materialista que le permitió ser clarividente; en modo alguno todas las veces, pero sí de forma asombrosa en algunas de ellas. Y ciertamente poseía un sentido (patente en su emotivo ensayo Literatura y revolución) del insaciable anhelo de los pobres y los oprimidos por elevarse sobre el mundo estrictamente material y alcanzar algo trascendente. Durante buena parte de mi vida he compartido esta idea, que aún no he abandonado del todo. Pero llegó un momento en que no podía defenderme de las embestidas de la realidad, y en verdad no deseaba protegerme de ellas. Reconocí que el marxismo contaba con sus glorias intelectuales, filosóficas y éticas, pero vivía en el pasado. Tal vez conservara algo de su etapa heroica, pero había que afrontar la realidad: ya no era ninguna guía para el futuro. Además, el concepto mismo de solución total había desembocado en los sacrificios humanos más atroces y en la invención de justificaciones para los mismos. Aquellos de nosotros que habíamos buscado una alternativa racional a la religión habíamos llegado a un destino análogamente dogmático. ¿Qué otra cosa podía esperarse de algo elaborado por los primos carnales de los chimpancés? Así pues, querido lector, si ha llegado hasta ese punto y ha visto menoscabada su fe (como confío en que haya sucedido) puedo decirle que hasta cierto punto sé por lo que está pasando. Hay días en que echo de menos mis antiguas convicciones como si se trataran de un miembro amputado. Pero, en términos generales, me siento mejor y no menos radical; y usted también se sentirá mejor, se lo garantizo, cuando abandone las doctrinas y permita que su mente libre de cadenas, piense por sí misma.