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El Corán se nutre de los mitos judíos y cristianos

Dado que los actos y las «sentencias» de Moisés, Abraham y Jesús están tan poco fundados y son tan inconsistentes, además de a menudo inmorales, debemos mostrar idéntico espíritu indagador con lo que muchos creen que es la última revelación: la del profeta Mahoma y su Corán o «recitación». Aquí encontramos de nuevo en acción al ángel (o arcángel) Gabriel dictando suras o versículos a una persona con escasos estudios o ninguno. Aparecen de nuevo episodios de una inundación similar a la de Noé y mandamientos contra la idolatría. Aquí los judíos son de nuevo los primeros depositarios del mensaje y los primeros en escucharlo y despreciarlo. Y aquí también hay un vasto y dudoso anecdotario sobre las recopilaciones de actos y sentencias verdaderos del profeta, en esta ocasión conocidos como hadices.

El islam es ahora mismo el más interesante y el menos interesante de los monoteísmos del mundo. Se asienta sobre sus primitivos predecesores judío y cristiano, escogiendo un fragmento de aquí y un trozo de allá y, por tanto, si aquellos se vienen abajo, este en parte también. Su narración fundacional tiene lugar igualmente en el marco de un espacio asombrosamente reducido y refiere hechos acerca de unas disputas locales extremadamente tediosas. Ninguno de estos documentos originales puede contrastarse con ningún texto hebreo, griego o latino. Casi toda la tradición es oral y toda ella en árabe. De hecho, muchas autoridades coinciden en que el Corán solo es inteligible en dicha lengua, que a su vez está sujeta a infinidad de inflexiones idiomáticas y regionales. Esto nos situaría, en apariencia, ante la absurda y potencialmente peligrosa conclusión de que dios era monolingüe. Ante mí hay un libro, Introducing Mohammed, escrito por dos musulmanes británicos empalagosos hasta el extremo que confían en presentar a Occidente una versión amable del islam. Pese a que su texto es halagador y selectivo, insisten en que «como el Corán es literalmente la Palabra de Dios, solo es verdaderamente el Corán en su texto revelado original. Una traducción no puede ser nunca el Corán, esa inimitable sinfonía, “el auténtico sonido que conmueve a hombres y mujeres”. Una traducción solo puede ser una tentativa de evocar del modo más escueto el significado de las palabras contenidas en el Corán. Esta es la razón por la que los musulmanes, sea cual sea su lengua materna, recitan siempre el Corán en el árabe original».[35] A continuación los autores hacen algún comentario muy poco amable sobre la traducción al inglés de N.J. Dawood publicada por Penguin, que me lleva a alegrarme por haber utilizado siempre la versión de Pickthall; pero no me convence en igual medida de que si deseo convertirme a otra religión deba dominar otra lengua. Soy tristemente consciente de que en mi país natal existe una hermosa tradición poética inaccesible para mí porque jamás dominaré la maravillosa lengua conocida como gaélico. Aun cuando dios sea o fuera árabe (una suposición imprudente), ¿cómo esperaba «revelarse» a través de una persona analfabeta que, a su vez, no podía estar seguro de transmitir aquellas palabras inalteradas (y además inalterables)?

Esta cuestión puede parecer secundaria, pero no lo es. Para los musulmanes, el anuncio de la divinidad a una persona iletrada y de extrema humildad tiene un poco el mismo valor que el modesto receptáculo de la Virgen María para los cristianos. También posee el idéntico y valioso mérito de ser absolutamente imposible de verificar o refutar. Como debemos suponer que María hablaba arameo y Mahoma árabe, supongo que podemos dar por hecho que dios es en realidad multilingüe y puede hablar la lengua que quiera. (En ambos casos escogió utilizar al arcángel Gabriel como mediador para transmitir su mensaje.) Sin embargo, sigue siendo asombroso el hecho de que todas las religiones se hayan resistido sin paliativos a cualquier tentativa de traducir sus textos sagrados a lenguas que en palabras del devocionario de Cranmer «comprenda el pueblo». Jamás habría habido Reforma protestante de no haber sido por la prolongada lucha para que la Biblia se convirtiera en «la Vulgata» y el monopolio sacerdotal quedara, por tanto, roto. Hombres devotos como Wycliffe, Coverdal o Tyndale ardieron vivos incluso por acometer las primeras traducciones. La Iglesia católica jamás se ha recuperado de su abandono del desconcertante ritual latino y la corriente protestante dominante ha sufrido muchísimo a la hora de presentar sus propias biblias con un lenguaje más cotidiano. Algunas sectas místicas judías continúan insistiendo en el hebreo y realizan juegos de palabras cabalísticos hasta con los espacios blancos entre letras, pero también la mayoría de los judíos han abandonado los presuntos rituales inalterables. El hechizo de la clase clerical se ha roto. Solo el islam no ha sido objeto de ninguna reforma y, hasta la fecha, todas las versiones del Corán en lenguas vernáculas deben editarse todavía con el texto paralelo en árabe. Esto debería levantar sospechas incluso en la mente menos despierta.

Las posteriores conquistas musulmanas, asombrosas por su rapidez, alcance y resolución, han dado pábulo a la idea de que estos ensalmos en árabe deben de haber tenido algo que ver con ellas. Pero si se concede valor probatorio a esta pobre victoria terrenal, se debe conceder también a los miembros de la tribu de Josué bañados en sangre o a los cruzados y conquistadores cristianos. Hay una objeción adicional. Todas las religiones se ocupan de silenciar o ejecutar a aquellos que las ponen en duda (y me inclino a considerar que esta recurrente tendencia es un indicio de su debilidad, más que de su fuerza). Sin embargo, ha pasado ya algún tiempo desde que el judaísmo y el cristianismo recurrieran abiertamente a la tortura y la censura. El islam no solo empezó condenando a los escépticos al fuego eterno, sino que todavía se arroga el derecho a hacerlo en casi todos sus dominios y aún predica que dichos dominios pueden y deben ensancharse mediante la guerra. Jamás, en ninguna época, ha habido un intento de poner en cuestión o siquiera investigar las afirmaciones del islam que no haya sido recibido con la máxima dureza y rauda represión. De manera provisional, pues, tenemos derecho a concluir que la aparente unidad y seguridad de un credo es una máscara para ocultar una inseguridad muy profunda y seguramente justificable. Como es natural, no hace falta decir que hay y siempre ha habido sanguinarias enemistades entre diferentes escuelas del islam, lo cual se ha traducido en acusaciones de herejía y profanación y en terribles actos de violencia estrictamente entre musulmanes.

He hecho el máximo esfuerzo posible con esta religión, que para mí es tan extraña como para los muchos millones de personas que siempre dudarán de que dios confiara a un no lector (a través de un intermediario) la exigente demanda de «leer». Como ya he dicho, hace mucho tiempo adquirí un ejemplar de la traducción del Corán de Marmaduke Pickthall, a la que fuentes experimentadas de los ulemas, o autoridades religiosas islámicas, han acreditado como la que más se acerca a una versión aceptable en inglés. He asistido a innumerables reuniones, desde plegarias de los viernes en Teherán hasta otras en mezquitas de Damasco, Jerusalén, Doha, Estambul y Washington, D.C., y puedo atestiguar que «la recitación» en árabe tiene ciertamente la aparente capacidad de despertar dicha y también furia entre quienes la escuchan. (Asimismo he asistido a plegarias en Malaisia, Indonesia y Bosnia en las que, entre los musulmanes no hablantes del árabe, hay cierto resentimiento ante el privilegio que concede a los árabes, a la lengua árabe y a los movimientos y regímenes árabes una religión que pretende ser universal.) He recibido en mi propia casa a Sayed Husein Jomeini, nieto del ayatolá y clérigo de la ciudad santa de Qum, y le dejé cuidadosamente mi ejemplar del Corán. Él lo besó, lo comentó extensamente y con veneración y, para enseñarme, escribió en la solapa posterior los versículos que él consideraba que rebatían la reivindicación hecha por su abuelo de que era la máxima autoridad religiosa de este mundo, así como los que echaban por tierra la petición de arrebatar la vida a Salman Rushdie. ¿Quién soy yo para arbitrar en semejante disputa? No obstante, estoy por otros motivos bastante familiarizado con la idea de que un mismo texto puede dar lugar a diferentes mandamientos en distintas personas. No hay ninguna necesidad de exagerar la dificultad de comprensión de las supuestas honduras del islam. Si uno comprende las falacias de una religión «revelada», comprende las de todas.

En veinte años de discusiones a menudo acaloradas en Washington, D.C. solo he sido amenazado en una ocasión con violencia real. Fue cuando acudí a cenar con algunos funcionarios y partidarios de la Casa Blanca de Clinton. Uno de los presentes, que entonces era un famoso recaudador de fondos y especialista en sondeos, me preguntó por mi reciente viaje a Oriente Próximo. Quería conocer mi opinión sobre por qué los musulmanes eran tan «rematada y condenadamente fundamentalistas». Derroché mi repertorio completo de explicaciones añadiendo que solía olvidarse que el islam era un credo relativamente joven y que todavía se encontraba al calor de su seguridad en sí mismo. La crisis de confianza en sí mismo que había asolado al cristianismo occidental no acompañaba a los musulmanes. Añadí que, por ejemplo, aunque había muy pocas o ninguna evidencia histórica de la vida de Jesús, la figura del profeta Mahoma era en contraposición a ella la de una persona con una historia fácil de determinar. El hombre cambió de color con una rapidez que no tenía parangón. Después de gritarme que Jesús había supuesto más para mucha más gente de la que yo pudiera imaginar y que no había palabras para decir lo repugnante que yo era por hablar con tanta indiferencia, cogió impulso con la pierna y pretendió darme una patada que únicamente el decoro (podemos imaginarnos que su cristianismo) evitó que aterrizara en mi espinilla. A continuación le pidió a su esposa que le acompañara porque se marchaban.

Ahora creo que le debo una disculpa o, al menos, media. Aunque sabemos casi con total seguridad que existió una persona llamada Mahoma en un intervalo del espacio y el tiempo bastante reducido, tenemos el mismo problema que en todos los casos anteriores. Las narraciones que refieren sus hechos y sus palabras se recopilaron muchos años después y están inevitablemente corrompidas hasta la incoherencia a causa del interés partidario, las habladurías y el analfabetismo.

La historia resulta bastante familiar aun cuando sea nueva para el lector. Algunos habitantes de La Meca del siglo VII seguían una tradición abrahámica y creían incluso que su santuario, la Kaaba, había sido erigido por Abraham. Se dice que el propio templo fue pervertido por la idolatría (la mayoría de su mobiliario original quedó destruido por fundamentalistas de época posterior, sobre todo por los Wahabíes). Mahoma, el hijo de Abdallah, acabó siendo uno de esos hunafa[36] que «se apartó» en busca de consuelo en otro lugar. (El libro de Isaías también insta a los verdaderos creyentes a «alejarse» y mantenerse apartados de los impíos.) Habiéndose retirado a una cueva del desierto en el monte Hira durante el mes del calor o ramadán, estaba «dormido o en trance» (cito la traducción de Pickthall) cuando oyó una voz que le exhortaba a leer. Él replicó en dos ocasiones que no sabía leer y fue instado a hacerlo una tercera vez. Finalmente, al preguntar qué debía leer, se le volvió a ordenar lo mismo en nombre de un dios que «ha creado al hombre de un coágulo». Cuando el ángel Gabriel (que así se identificó) le dijo a Mahoma que él iba a ser el mensajero de Alá y se hubo marchado, Mahoma confió lo sucedido a su esposa Jadiya. A su regreso a La Meca ella le llevó a ver a su primo, un anciano llamado Waraqa ibn Naufal, «que conocía las escrituras de los judíos y los cristianos». Este bigotudo veterano afirmó que el enviado divino que visitó en una ocasión a Moisés había vuelto al monte Hira. A partir de entonces, Mahoma adoptó el modesto título de «siervo de Alá», cuya última palabra significaba simplemente «dios» en árabe.

Las únicas personas que al principio se tomaron el máximo interés por la afirmación de Mahoma fueron los codiciosos guardianes del templo de La Meca, que lo consideraron una amenaza para su negocio de peregrinación, y los estudiosos judíos de Yathrib, una ciudad que se encuentra a trescientos kilómetros de distancia, quienes llevaban proclamando algún tiempo el advenimiento del Mesías. El primer grupo se volvió más amenazante y el segundo más amigable, como consecuencia de lo cual Mahoma realizó la travesía o Hégira a Yathrib, que en la actualidad se conoce como Medina. La fecha de la huida marca el comienzo de la era musulmana. Pero, al igual que sucede con la llegada del nazareno a la Palestina judía, que comenzó con tantos y tan alentadores augurios celestiales, aquello iba a terminar muy mal al descubrir los judíos árabes que debían hacer frente a otra decepción más, cuando no en realidad a otro impostor.

Según Karen Armstrong, una de las analistas del islam más comprensiva (por no decir apologista), los árabes de la época estaban dolidos porque habían quedado abandonados al margen de la historia, dios se había aparecido a los cristianos y a los judíos, «pero no había enviado a los árabes ningún profeta ni escritura alguna en su propia lengua». Así pues, aunque ella no lo formula de este modo, hacía mucho tiempo que se había cumplido el plazo para que alguien fuera objeto de una revelación local. Y, tras haberla recibido, Mahoma no estaba muy dispuesto a permitir que los fieles de otros credos la tildaran de ser una revelación de segunda mano. El registro de su trayectoria en el siglo VII, igual que los libros del Antiguo Testamento, se convierten enseguida en un relato de enconadas disputas entre unos cuantos cientos, o a veces unos cuantos miles, de aldeanos y vecinos ignorantes sobre los que se suponía que el dedo de dios establecía y determinaba el resultado de unas disputas provincianas. Al igual que las sangrías primigenias del Sinaí y de Canaán, de las que tampoco tenemos testimonio firme a través de alguna otra fuente independiente, millones de personas han quedado arrebatadas desde entonces por la naturaleza presuntamente providencial de estas desagradables peleas.

Se plantean algunas preguntas acerca de si el islam es una religión absolutamente independiente. En un principio cumplió con una necesidad que los árabes tenían de poseer un credo diferenciado o especial, y se ha identificado para siempre con su lengua y con sus imponentes conquistas posteriores que, si bien no son tan asombrosas como las del joven Alejandro de Macedonia, transmitieron sin duda la idea de venir respaldadas por una voluntad divina que se perdía en los confines de los Balcanes y el mar Mediterráneo. Pero cuando analizamos el islam, no es mucho más que un conjunto de plagios bastante evidente y mal estructurado que se sirve de libros y tradiciones anteriores a medida que la ocasión parece exigírselo. Por tanto, lejos de haber «nacido bajo la nítida luz de la historia», como manifestó Ernest Renán con tanta generosidad, los orígenes del islam son igual de turbios y aproximados que los de aquellas otras religiones de las que tomó prestados sus elementos. Realiza afirmaciones grandilocuentes sobre sí mismo, invoca en sus fieles la máxima de la sumisión postrada o «rendición» y, por si fuera poco, exige la deferencia y el respeto de los escépticos. No hay en sus enseñanzas nada, absolutamente nada, que pueda siquiera aproximarse a justificar semejante arrogancia y presunción.

El profeta murió aproximadamente en el año 632 de nuestro calendario. El primer relato de su vida quedó fijado por Ibn Ishaq nada menos que ciento veinte años después, cuyo texto original se perdió y solo puede consultarse en su nueva redacción, obra de Ibn Hisham, que murió en el año 834. A estas habladurías y oscuridad se suma el hecho de que no hay ningún relato aceptado por todos de cómo los discípulos del profeta confeccionaron el Corán, ni de cómo sus diferentes sentencias (algunas de ellas anotadas por secretarios) llegaron a codificarse. Y este ya famoso problema se complica más (aún más que en el caso cristiano) por el asunto de su sucesión. A diferencia de Jesús, del que según se cuenta regresó a la tierra muy poco después de morir y al que (con el debido respeto a Dan Brown) no se le conocen descendientes, Mahoma fue un general, un político y (aunque a diferencia de Alejandro de Macedonia, sí fue un padre prolífico) no dejó ninguna instrucción acerca de quién debía asumir su sucesión. Las disputas sobre el liderazgo comenzaron casi tan pronto como murió, y así el islam sufrió su primer cisma importante, entre suníes y chiíes, antes incluso de que se hubiera asentado como sistema general. No tenemos por qué tomar partido en el cisma más allá de señalar que al menos una de las escuelas de interpretación debe de estar bastante equivocada. Y la identificación inicial del islam con un califato terrenal, repleto de aspirantes en liza a dicho cargo, la dejaron marcada desde sus mismos comienzos como una religión construida por el ser humano.

Algunas autoridades musulmanas afirman que durante el primer califato de Abu Bakr, inmediatamente posterior a la muerte de Mahoma, cundió la preocupación por si se olvidaban sus palabras, transmitidas de forma oral. Habían muerto en batalla tantos soldados musulmanes que el número de los que habían guardado en su memoria el Corán a buen recaudo se había vuelto alarmantemente pequeño. Se decidió por tanto reunir a todos los testigos vivos, junto con los «pedazos de papel, piedras, hojas de palma, omóplatos, costillas y trozos de cuero» sobre los que se habían garabateado las sentencias, y entregárselas a Zaid ibn Thabit, uno de los primeros secretarios del profeta, para que realizara una recopilación fidedigna. Una vez hecho esto, los creyentes pudieron disponer de algo parecido a una versión autorizada.

Si todo esto fuera cierto, el Corán dataría de una época bastante próxima a la de la propia vida de Mahoma. Pero descubrimos enseguida que no hay certidumbre ni consenso algunos sobre la veracidad de esta historia. Algunos dicen que fue Alí, el cuarto califa y fundador del chiísmo, y no el primero, a quien se le ocurrió la idea. Otros muchos, la mayoría suní, aseveran que quien concretó la decisión fue el califa Uthman, que gobernó desde el año 644 hasta el 656. Informado por uno de sus generales de que había soldados de diferentes provincias combatiendo por versiones discrepantes del Corán, Uthman ordenó a Zaid ibn Thabit que reuniera los diversos textos, los unificara y los transcribiera para componer uno solo. Una vez finalizada esta labor, Uthman ordenó que se enviaran copias normalizadas a Kufa, Basora, Damasco y otros lugares, dejando el ejemplar maestro en Medina. Uthman desempeñó así la función canónica que habían llevado a cabo Ireneo y el obispo Atanasio de Alejandría en la normalización, purga y censura de la Biblia cristiana. Se repasó la lista y entonces algunos textos fueron declarados sagrados y libres de error, mientras que otros se volvieron «apócrifos». Superando al propio Atanasio, Uthman ordenó que todas las ediciones anteriores y rivales fueran destruidas.

Aun suponiendo que esta versión de los hechos fuera correcta, lo que significaría que no existía ninguna posibilidad de que los especialistas determinaran jamás lo que realmente sucedió en la época de Mahoma o siquiera disputaran acerca de ellos, la tentativa de Uthman de abolir la discrepancia fue vana. La lengua árabe escrita tiene dos rasgos que dificultan que un extranjero la aprenda: emplea puntos para diferenciar consonantes como la «b» y la «t» y en su forma original no disponía de ningún signo o símbolo para las vocales breves, que se podían representar mediante diferentes guiones o marcas muy similares a las comas. Estas variaciones favorecieron que se hicieran lecturas sumamente distintas incluso de la versión de Uthman. La escritura árabe no se normalizó a su vez hasta la segunda mitad del siglo IX y, entretanto, un Corán sin puntos y curiosamente sin vocales arrojaba explicaciones radicalmente distintas de sí mismo, cosa que todavía sucede. Tal vez esto no importara en el caso de la Ilíada, pero recordemos que se supone que estamos hablando de la inalterable (y definitiva) palabra de dios. Es evidente que existe cierta relación entre la pura debilidad de esta afirmación y la certeza absolutamente fanática con la que se expone. Por poner un ejemplo que difícilmente puede considerarse insignificante, las palabras árabes escritas en el exterior de la mezquita de la Cúpula de la Roca de Jerusalén son diferentes de todas las versiones de las mismas que aparecen en el Corán.

La situación es aún menos firme y más deplorable cuando llegamos a los hadices, esa vasta literatura secundaria generada de forma que supuestamente transmite las sentencias y acciones de Mahoma, la historia de la recopilación del Corán y las sentencias de «los acompañantes del profeta». Para que se considere auténtico, cada hadi debe estar apoyado a su vez por una isnad o cadena supuestamente fiable de testimonios. Muchos musulmanes permiten que su actitud hacia la vida cotidiana quede determinada por estas anécdotas: alusiones a que los perros son impuros, por ejemplo, con el único fundamento de que se dice que Mahoma así lo consideraba. (Mi episodio favorito dice lo contrario: se cuenta que el profeta cortó una manga larga de su túnica para no molestar a un gato que dormía sobre ella. En territorio musulmán a los gatos no se les ha prodigado en general el trato atroz que sí les impusieron los cristianos, quienes solían considerarlos parientes satánicos de las brujas.)

Como era de esperar, las seis recopilaciones autorizadas de hadies, que acumulan rumor tras rumor desenrollando la larga bobina de isnad («A supo de ello por B, que se lo había escuchado a C, que se entero de ello por D»), fueron reunidas siglos después de los acontecimientos que pretenden describir. Uno de los seis compiladores más famosos, al-Bujari, murió 238 años después de la muerte de Mahoma: Los musulmanes consideran inusualmente fiable y honesto a al-Bujari, quien parece haberse ganado su fama a pulso, por cuanto dictaminó que de los trescientos mil testimonios que acumuló a lo largo de toda una vida dedicada al proyecto, doscientos mil de ellos carecían por entero de valor y de respaldo. Una posterior eliminación de tradiciones dudosas e isnad cuestionables redujo su grandiosa suma a diez mil hadices. Uno es libre de creer, si así lo decide, que de esta masa informe de testimonios iletrados y medio olvidados el devoto al-Bujari consiguiera seleccionar más de doscientos años después solo las isnad puras y no corrompidas que superaran el escrutinio.

Tal vez algunas de estas candidatas a la autenticidad fueran más fáciles de tamizar que otras. El erudito húngaro Ignaz Goldziher, por citar un estudio reciente de Reza Asian, fue uno de los primeros en demostrar que muchos de los hadices no eran más que «versículos de la Tora y de los evangelios, fragmentos de sentencias rabínicas, antiguas máximas persas, pasajes de la filosofía griega, proverbios indios e incluso una reproducción literal, casi palabra por palabra, del Padrenuestro». En los hadices pueden encontrarse grandes fragmentos de citas bíblicas más o menos literales, incluida la parábola de los trabajadores a quienes se contrata en el último momento y el mandamiento de «que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha», ejemplo este último de que este retazo de pseudoprofundidad sin sentido está presente en dos conjuntos de escrituras reveladas. Asian apunta que en el siglo IX, cuando los juristas musulmanes estaban tratando de formular y codificar la ley islámica mediante el proceso conocido como ijtíhad, fueron obligados a clasificar muchos hadices en las siguientes categorías: «mentiras proferidas para obtener ventajas materiales y mentiras proferidas para obtener ventajas ideológicas». Con bastante acierto, el islam reniega efectivamente de la idea de ser un nuevo credo, y menos aún que suponga una cancelación de los anteriores, y utiliza las profecías del Antiguo Testamento y de los evangelios del Nuevo Testamento como una muleta o fondo perpetuo sobre el que apoyarse o del que extraer elementos. A cambio de su modestia y su falta de originalidad, lo único que pide es ser aceptado como la revelación absoluta y definitiva.

Como podría esperarse, presenta muchas contradicciones internas. Suele decirse que afirma que «no hay apremio en la religión» y que se muestra tranquilizadoramente comprensivo con el hecho de que los fieles de otros cultos sean las gentes «del libro» o los «seguidores de una revelación anterior». La idea de ser «tolerado» por un musulmán me resulta tan repulsiva como las demás condescendencias mediante las que los cristianos católicos y protestantes acordaron «tolerarse» entre sí o hacer extensible la «tolerancia» a los judíos. El mundo cristiano fue tan nauseabundo en este aspecto y durante tanto tiempo que muchos judíos prefirieron vivir bajo el régimen otomano y someterse a pagar tributos especiales o sufrir otras distinciones similares. Sin embargo, la actual referencia coránica a la benévola tolerancia del islam tiene sus reservas, porque algunos de esos mismos «pueblos» y «seguidores» pueden «ser proclives a obrar mal». Y basta un conocimiento superficial del Corán y de los hadices para descubrir otros imperativos, como el siguiente:

Nadie que muera y encuentre el bien de Alá (en el más allá) desearía regresar a este mundo aunque le concedieran el mundo entero y todo lo que contiene, salvo el mártir, a quien, percibiendo la superioridad del martirio, le gustaría regresar al mundo y volver a morir.

O:

Dios no perdona que se le asocie; perdona, prescindiendo de esto, a quien quiere. Quien asocia a Dios comete un pecado enorme.

He seleccionado el primero de estos dos violentos fragmentos (entre todo un tesauro de otros muchos desagradables) porque invalida completamente lo que se cuenta que Sócrates dijo en La apología de Platón (a la que me referiré más adelante). Y he seleccionado el segundo porque es un préstamo manifiesto y vil de los «Diez Mandamientos».

La probabilidad de que algo de esta retórica de fabricación humana esté «libre de error», por no hablar de que sea «definitiva», queda desacreditada de forma concluyente no solo por sus innumerables contradicciones e incoherencias, sino también por el famoso episodio de los supuestos «versos satánicos» del Corán, a partir de los cuales Salman Rushdie elaboraría con posterioridad un proyecto literario. En esta muy debatida ocasión, Mahoma trataba de conciliar a algunos destacados politeístas de La Meca y experimentó a su debido tiempo una «revelación» que les permitía al fin y al cabo continuar rindiendo culto a alguna de las deidades locales tradicionales. Más adelante le pareció que tal vez no fuera adecuado y que tal vez se dejó «orientar» inadvertidamente por Satán, que por alguna razón había decidido suavizar momentáneamente su costumbre de combatir a los monoteístas en su propio terreno. (Mahoma no solo creía fervientemente en el propio demonio, sino también en otros demonios menores del desierto, o djinns.) Algunas de sus esposas señalaron incluso que el profeta había sido capaz de experimentar una «revelación» que parecía ajustarse a sus necesidades a corto plazo, y a veces se burlaban de él por ello. Más adelante se nos dice, sin que se citen fuentes que debamos creer, que cuando experimentaba revelaciones en público a veces había que sujetarlo por los dolores que sufría y que le zumbaban con fuerza los oídos. Le caían de repente gotas de sudor, incluso en los días más fríos. Algunos críticos cristianos despiadados han señalado que era epiléptico (si bien no aciertan a percibir esos mismos síntomas en el ataque sufrido por Pablo en el camino a Damasco), pero no tenemos necesidad de especular en esa dirección. Basta con reformular la ineludible pregunta de David Hume. ¿Qué es más probable: que un hombre sea utilizado como medio de transmisión de dios para difundir algunas revelaciones ya conocidas o que profiera revelaciones ya conocidas y crea o afirme recibir órdenes de dios para hacerlo? Por lo que respecta a los dolores y los zumbidos, o al sudor, únicamente podemos lamentar el aparente hecho de que la comunicación directa con dios no constituya una experiencia de serenidad, belleza y lucidez.

La existencia física de Mahoma, pese a los débiles testimonios de los hadices, es al mismo tiempo una fuente de fortaleza y de debilidad para el islam. Parece situarlo adecuadamente en el mundo y nos facilita descripciones físicas plausibles del hombre en sí; pero también torna mundano, material y burdo el conjunto de la historia. Podemos estremecernos un poco ante los esponsales de este mamífero con una niña de nueve años y ante el entusiasta interés que mostraba por los placeres de la mesa y por el reparto de los botines tras sus muchas batallas e innumerables matanzas. Por encima de todo (y en esto reside la trampa que el cristianismo ha evitado en buena medida otorgando a su profeta un cuerpo humano pero una naturaleza no humana), fue bendecido con numerosos descendientes y de ese modo convirtió a su posteridad religiosa en rehén de su posteridad física. Nada es más humano y falible que el principio dinástico o hereditario, y el islam se ha visto sacudido desde sus orígenes por las disputas entre príncipes y pretendientes, todos los cuales afirmaban portar la importante gota de sangre original. Si sumáramos el total de todos aquellos que afirmaban descender del fundador, tal vez su número superaría el de los clavos sagrados y las astillas que pasaron a componer la cruz de tres mil metros de longitud en la que evidentemente, a juzgar por el número de reliquias con forma de astilla, Jesús sufrió tormento. Al igual que sucede con el linaje de las isnad, se puede establecer una relación de parentesco directa con el profeta por casualidad si uno conoce y puede pagar al imán local adecuado.

De igual manera, los musulmanes todavía tributan cierto homenaje a esos mismos «versos satánicos» y transitan la senda pagana politeísta abierta mucho antes de que naciera su profeta. Todos los años, en la hajj, o peregrinación anual, podemos verlos dar vueltas en torno al santuario de la Kaaba, de forma cúbica, situado en el centro de La Meca y cuidándose de hacerlo siete veces («siguiendo la dirección del sol en torno a la tierra», como formula de un modo curioso y sin duda multicultural Karen Armstrong), para después besar la piedra negra incrustada en el muro de la Kaaba.[37] Este posible meteorito, que sin duda impresionó a los palurdos la primera vez que cayó a la tierra («Los dioses deben estar locos: no, digamos que dios esta loco»), es un primer paso en el camino hacia otros ritos propiciatorios preislámicos durante los cuales los guijarros deben arrojarse en actitud desafiante hacia una piedra que representa el mal. Los sacrificios animales completan la imagen. Al igual que muchos otros lugares importantes del islam (no todos), La Meca está cerrada para los escépticos, lo cual contradice de algún modo su reivindicación de universalidad.

Suele decirse que el islam se diferencia de los demás monoteísmos por no haber sufrido ninguna «reforma». Esto es al mismo tiempo correcto e incorrecto. Hay versiones del islam (sobre todo la sufí, sumamente detestada por los ortodoxos) que son en esencia espirituales más que literales y que han recogido ciertos elementos de otros cultos. Y como el islam ha evitado incurrir en el error de poseer un papado absoluto capaz de emitir edictos vinculantes (de ahí la proliferación de fatwas contradictorias promulgadas por autoridades rivales), no se puede decir a sus fieles que dejen de creer en lo que en otro tiempo sostenían como un dogma. Esto podría ser lo bueno, pero prevalece el hecho de que la afirmación central del islam, la de ser inmejorable y definitiva, es al mismo tiempo absurda e inmutable. Sus muchas sectas enfrentadas y discrepantes, desde la ismaelí hasta la ahmadí, coinciden todas ellas en el sostenimiento permanente de esta afirmación.

Para los judíos y los cristianos, la «Reforma» ha supuesto una mínima disposición a reconsiderar los textos sagrados como si fueran algo que pueda someterse al escrutinio literario y textual (como valientemente propuso, por su parte, Salman Rushdie). Hoy día se reconoce que el número de posibles «Biblias» es enorme y sabemos por ejemplo que el solemne término cristiano «Jehová» es una traducción incorrecta de los espacios entre letras del hebreo «Yahweh», que no se leen. Pero el escolasticismo coránico no ha llevado nunca a cabo un proyecto comparable. No se ha realizado ningún intento riguroso de catalogar las discrepancias entre sus diferentes ediciones y manuscritos, y hasta los esfuerzos más vacilantes de hacerlo han sido acogidos con una ira casi inquisitorial. Un caso pertinente es la obra de Christoph Luxenburg The Syriac-Aramaic Versión of the Koran, publicada en Berlín en 2000. Luxenburg propone sin ambages que, lejos de ser un mamotreto monolingüe, el Corán se comprende mejor cuando se reconoce que muchos de sus vocablos son siríacos y arameos en lugar de árabes. (El ejemplo más famoso que él aporta tiene que ver con las recompensas del «mártir» en el paraíso: si se vuelve a traducir y a redactar, esta ofrenda celestial consiste en uvas pasas blancas en lugar de vírgenes.) Esta es la misma lengua y la misma región de la que surgió gran parte del judaísmo y el cristianismo: no puede haber duda de que una investigación sin restricciones conduciría a la disipación de mucho oscurantismo. Pero en el preciso instante en que el islam debía estar sumándose a sus predecesores para someterse a las interpretaciones, existe un consenso «débil» entre casi todas las personas religiosas según el cual, debido al supuesto respeto que debemos a los fieles, este es el momento adecuado de permitir que el islam reivindique sus demandas tal como se formularon. Una vez más, la fe contribuye a asfixiar la libre investigación y las consecuencias emancipadoras que esta podría comportar.