El esfuerzo de releer el Antiguo Testamento resulta a veces pesado pero siempre necesario, ya que a medida que uno avanza empiezan a aparecer algunas premoniciones siniestras. Abraham, otro antepasado de todos los monoteísmos, se dispone a realizar un sacrificio humano en la persona de su primogénito. Y corre el rumor de que «una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo». Poco a poco, estos dos mitos empiezan a converger. Es preciso tener esto en mente cuando nos aproximemos al Nuevo Testamento, porque si se escoge uno cualquiera de los cuatro evangelios y se lee al azar, no hará falta mucho tiempo para descubrir que la finalidad de tal o cual acción o dicho atribuido a Jesús era que se cumpliera tal o cual antigua profecía. (Cuando se habla de la entrada de Jesús en Jerusalén a horcajadas de un asno, Mateo dice en el capítulo 21, versículo 4, que «esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del profeta». Probablemente se refiera a Zacarías 9:9, donde se dice que cuando llegue el Mesías lo hará a lomos de un asno. ¡Los judíos todavía están esperando esta llegada y los cristianos afirman que ya se ha producido!) Si parece extraño que una acción se lleve a cabo deliberadamente con el fin de confirmar una profecía, es porque es extraño. Y es necesariamente extraño porque, al igual que el Antiguo Testamento, el «Nuevo» es también una obra de carpintería tosca, ensamblada de manera forzada mucho después de acaecidos los pretendidos acontecimientos y llena de vacilaciones e improvisaciones para presentar los hechos de la forma adecuada. En aras de la concisión, volveré a adherirme a un autor más elocuente que yo y citaré lo que H. L. Mencken afirma irrefutablemente en su Treatise on the Gods:
La cruda realidad es que el Nuevo Testamento, tal como lo conocemos, es una caótica acumulación de documentos más o menos discordantes, algunos de ellos probablemente de origen respetable, pero otros palpablemente apócrifos, y que la mayoría de ellos, los buenos junto con los malos, muestran signos inconfundibles de haber sido manipulados.[30]
Tanto las opiniones de Paine como las de Mencken, los cuales se entregan por diferentes razones a un sincero esfuerzo de lectura de los textos, han sido confirmadas por los estudios bíblicos posteriores, muchos de los cuales se acometieron en primera instancia para demostrar que los textos tenían todavía plenitud de sentido. Pero este es el argumento que ha prevalecido en las mentes de aquellos para quienes lo único necesario es «El Libro». (Uno recuerda al gobernador de Texas, que, cuando le preguntaron si la Biblia debería enseñarse también en español, contestó que «si a Jesús le bastaba el inglés, a mí también me basta». Con razón se llama simples a quienes lo son.)
En 2004, un fascista australiano y actor histriónico llamado Mel Gibson produjo un culebrón de película sobre la muerte de Jesús. El señor Gibson es miembro de una secta católica descabellada y cismática compuesta principalmente por él mismo y su padre, aún más matón que él, y ha afirmado que es una pena que su propia esposa vaya al infierno por no recibir los sacramentos correctos. (El califica a esta nauseabunda condena como «una declaración institucional».) La doctrina de su secta es explícitamente antisemita y la película no se cansa de hacer recaer la culpa de la crucifixión sobre los judíos. Pese a este evidente fanatismo, que suscitó críticas entre algunos cristianos más moderados, muchas iglesias de la línea «dominante» utilizaron La pasión de Cristo de forma oportunista como herramienta de reclutamiento a través de las pantallas. En uno de los actos ecuménicos propagandísticos patrocinados por él, el señor Gibson defendía que su fárrago cinematográfico (que también es un ejercicio de homoerotismo sadomasoquista protagonizado por un actor con aspecto de haber nacido en Islandia o en Minnesota) era una obra basada en los testimonios de «testigos presenciales». En aquel momento pensé que era extraordinario que un éxito que había costado miles de millones de dólares pudiera descansar abiertamente sobre una afirmación fraudulenta de manera tan patente, pero a nadie pareció movérsele un pelo. Incluso las autoridades judías guardaron en buena medida silencio. Pero luego, algunos de ellos quisieron suavizar este viejo argumento que durante tantos siglos se había traducido en pogromos de Semana Santa contra «los judíos, asesinos de Cristo». (Hubo que esperar nada menos que dos décadas después de la Segunda Guerra Mundial para que el Vaticano retirara formalmente la acusación de «deicidio» que pesaba sobre el pueblo judío.) Y lo cierto es que los judíos solían reivindicar el mérito de la crucifixión. Maimónides describió el castigo del detestable hereje nazareno como uno de los mayores logros de los padres judíos, insistía en que jamás se mencionara el nombre de Jesús a menos que fuera acompañado de una maldición y proclamó que estaba condenado a hervir en heces durante toda la eternidad. ¡Qué gran católico habría sido Maimónides!
Sin embargo, incurrió en el mismo error que los cristianos al suponer que los cuatro evangelios eran de algún modo un registro histórico de acontecimientos. Sus múltiples autores (ninguno de los cuales publicó ningún texto hasta muchas décadas después de la crucifixión) son incapaces de ponerse de acuerdo sobre nada de relevancia. Mateo y Lucas no pueden coincidir sobre la maternidad de la Virgen o la genealogía de Jesús. Se contradicen abiertamente en la «huida a Egipto», de la que Mateo dice que un ángel «se apareció en sueños a José» para decirle que huyera de inmediato y Lucas afirma que los tres se quedaron en Belén hasta «la purificación […] [de María] según la ley de Moisés», lo cual significaría cuarenta días, y que luego regresaron a Nazaret pasando por Jerusalén. (A propósito, si la huida a Egipto para ocultar a un niño de la campaña de infanticidio de Herodes tiene algún viso de autenticidad, entonces Hollywood y muchos, duchísimos iconografistas cristianos han estado engañándonos. Habría sido muy difícil llevar a un bebé rubio y con los ojos azules al delta del Nilo sin llamar la atención, en lugar de tratar de disimularlo.)
El Evangelio de Lucas afirma que el milagroso alumbramiento se produjo en un año en que el emperador César Augusto ordenó realizar un censo con fines tributarios y que aquello sucedió en una época en la que Herodes reinaba en Judea y Quirino era gobernador de Siria. Esto es lo que más se acerca a una triangulación de fechas históricas que haya intentado hacer jamás un autor bíblico. Pero Herodes murió cuatro años «antes de Cristo» y durante su mandato el gobernador de Siria no fue Quirino. Ningún historiador romano hace mención alguna de ningún censo augusto, pero el cronista judío Josefo señala que sí se realizó uno… sin la gravosa exigencia de que la gente regresara a sus lugares de nacimiento y seis años después del supuesto momento en que tuvo lugar el nacimiento de Jesús. Según todas las evidencias de que disponemos, todo es de manera bastante ostensible una reconstrucción tergiversada y basada en testimonios orales, acometida considerable tiempo después del «hecho». Los escribas ni siquiera se ponen de acuerdo en los elementos mitológicos: discrepan abiertamente sobre el sermón de la montaña, la unción de Jesús, la traición de Judas y la memorable «negación» de Pedro. Lo más asombroso de todo es que sean incapaces de converger en una descripción compartida de la crucifixión o la resurrección. Por consiguiente, la única interpretación que sencillamente tenemos que desechar es la que afirma garantía divina para los cuatro. El libro en el que probablemente se basaron los cuatro, al que los especialistas aluden en tono especulativo denominándolo «Q», ha desaparecido para siempre, lo cual parece un grave descuido por parte del dios que afirma haberlo «inspirado».
Hace setenta años, en Nag Hammadi, Egipto, fue descubierto cerca de un asentamiento cristiano copto muy antiguo un tesoro escondido de «evangelios» abandonados. Aquellos papiros pertenecían a la misma época y tenían la misma procedencia que muchos de los evangelios posteriormente canónicos y «autorizados», y durante mucho tiempo han recibido el nombre colectivo de evangelios «gnósticos». Ese fue el nombre que les asignó un tal Ireneo, uno de los primeros padres de la Iglesia, que los proscribió por considerarlos heréticos. Entre ellos se encuentran los «evangelios» o narraciones de figuras marginales pero relevantes del «Nuevo» Testamento autorizado, como «el dubitativo Tomás» o María Magdalena. En la actualidad incluyen también el Evangelio de Judas, cuya existencia se conocía desde hacía siglos, pero que en la primavera de 2006 dio a conocer y publicó la National Geographic Society.
Como era de esperar, el libro es en esencia una bagatela espiritualista, pero ofrece una versión de los «acontecimientos» ligeramente más verosímil que el relato oficial. Por una parte, y al igual que sus textos homólogos, mantiene que el supuesto dios del «Antiguo» Testamento es el dios que hay que evitar, una emanación espectral nacida de mentes enfermas. (Esto permite comprender por qué fue prohibido y denunciado con tanta rotundidad: el cristianismo ortodoxo no es nada si no es una reivindicación y conclusión de esa historia del mal.) Como siempre, Judas asiste a la última cena, pero se aparta del guión establecido. Cuando Jesús parece compadecerse de los demás discípulos por el hecho de que sepan tan poco acerca de lo que hay en juego, su discípulo descastado dice con atrevimiento que él sí cree saber cuál es la dificultad a que se enfrentan. «Sé quién eres y de dónde vienes —le dice a su líder—. Eres del reino inmortal de Barbelo.» Este «Barbelo» no es un dios, sino un destino celestial, una madre patria allende las estrellas. Jesús proviene de ese reino celestial, pero no es hijo de ningún dios mosaico. Por el contrario, es una encarnación de Set, el tercer y poco conocido hijo de Adán. Él es quien mostrará el camino de regreso a casa a los setianos. Al reconocer que Judas es al menos un experto menor en este culto, Jesús le lleva a un lado y le premia asignándole el cometido especial de ayudarle a disolver su forma carnal y regresar así a los cielos. También promete enseñarle las estrellas que permitirán a Judas seguirle.
Pese a que suene a ciencia ficción desorbitada, este relato tiene infinitamente más sentido que la maldición eterna depositada sobre Judas por hacer lo que alguien tenía que hacer, lo cual es por otra parte la crónica de una muerte anunciada compuesta con pedantería. También tiene infinitamente más sentido que culpar a los judíos para toda la eternidad. Durante mucho tiempo hubo un encendido debate acerca de cuál de los «evangelios» debía considerarse de inspiración divina. Algunos se inclinaban por uno y otros, por otro; y más de una vida quedó trágicamente segada en el propósito. Nadie se atrevía a decir que todos eran de cuño humano y habían sido escritos mucho después de finalizado el presunto drama, ni que el «Apocalipsis» de san Juan parece haber conseguido colarse en el canon por el nombre (bastante corriente) de su autor. Pero, como dijo Jorge Luis Borges, si hubiera prevalecido la escuela de los gnósticos de Alejandría, algún Dante posterior habría dibujado con palabras para nuestro deleite una hermosa e hipnótica imagen de las maravillas de «Barbelo». Yo me inclinaría por denominar a este concepto «los esquistos de Borges»: el brío y la imaginación necesaria para visualizar una sección transversal de las ramas y arbustos evolutivos que nos brinda la extraordinaria pero auténtica posibilidad de que en medio de ese laberinto hubiera prevalecido un brote o una línea (o una melodía, o un poema) diferentes. Podría haber añadido que las majestuosas cúpulas, los campanarios y los salmos la habrían consagrado y que unos verdugos bien entrenados se habrían empleado durante días con aquellos que dudaran de la veracidad de Barbelo: empezando por las uñas y abriéndose paso con imaginación a través de los testículos, la vagina, los ojos y las vísceras. En consecuencia, no creer en Barbelo habría sido un signo infalible de que alguien carecía por completo de moral.
El mejor argumento que conozco sobre la muy cuestionable existencia de Jesús es el siguiente. Sus analfabetos discípulos no dejaron ningún registro escrito y, en cualquier caso, no podían haber sido «cristianos» puesto que jamás iban a leer esos libros posteriores en los que los cristianos deben afirmar creer; y, además, no tenían la menor idea de que alguien iba a fundar en algún momento una iglesia partiendo de los anuncios de su señor. (En los evangelios reunidos posteriormente apenas aparece la menor alusión que indique que Jesús quisiera ser el fundador de una iglesia.)
A pesar de todo esto, el revoltijo de profecías del «Antiguo» Testamento indica que el Mesías nacerá en la ciudad de David, la cual parece haber sido ciertamente Belén. Sin embargo, según parece, los padres de Jesús eran de Nazaret, y si tuvieron un hijo lo más probable es que hubiera nacido en aquella ciudad. Por tanto, es necesaria la concurrencia de grandes dosis de inventiva (sobre Augusto, Herodes y Quirino) para construir la historia del censo y desplazar la escena del nacimiento a Belén (en donde, dicho sea de paso, no se menciona ningún «pesebre»). Pero ¿qué necesidad había de hacer esto cuando era mucho más fácil inventar directamente que iba a nacer en Belén? Las propias tentativas de retorcer y alargar la historia pueden ser una demostración inversa de que en verdad nació alguien que sería muy relevante mucho después; de tal forma que, a posteriori, y para cumplir las profecías, había que manipular hasta cierto punto las evidencias. Pero entonces, mi intención de ser crédulo y tener una mentalidad abierta sobre este asunto queda subvertida por el Evangelio de san Juan, que parece indicar que Jesús no nació en Belén ni fue descendiente del rey David. Si los apóstoles no lo saben o no son capaces de ponerse de acuerdo, ¿qué sentido tiene mi análisis? Sea como fuere, si se puede presuponer y vaticinar su linaje real, ¿por qué tanta insistencia en todas partes sobre su origen aparentemente humilde? Casi todas las religiones, desde el budismo hasta el islam, presentan o bien un profeta humilde o un príncipe que acaba identificándose con los pobres; pero ¿qué otra cosa es esto sino populismo? Difícilmente puede pillarnos por sorpresa que las religiones opten por dirigirse primero a la mayoría, que es pobre, está desconcertada y no tiene educación.
Las contradicciones y faltas de precisión del Nuevo Testamento han llenado muchos libros escritos por especialistas eminentes y jamás han sido explicadas por ninguna autoridad cristiana, a excepción de en los poco convincentes términos de que se trata de una «metáfora» y de «un Cristo de la fe». Esta debilidad nace del hecho de que hasta hace muy poco tiempo los cristianos podían sencillamente quemar o silenciar a todo aquel que formulara preguntas impertinentes. No obstante, los evangelios son útiles para volver a demostrar el mismo asunto que los volúmenes que los preceden, que no es otro que la religión es una invención del ser humano. «La ley fue dada por medio de Moisés —dice san Juan.—, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo.» San Mateo intenta conseguir el mismo efecto basándolo todo en uno o dos versículos del profeta Isaías, que le dijo al rey Ajaz, casi ocho siglos antes de la fecha todavía indeterminada del nacimiento de Jesús, que «el Señor mismo va a daros una señal: he aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo». Esto animó a Ajaz a creer que se le concedería la victoria sobre sus enemigos (cosa que no sucedió si este relato se interpreta como una narración histórica). La imagen se altera aún más cuando nos enteramos de que la palabra que suele traducirse como «virgen», es decir, almah, significa únicamente «mujer joven». En todo caso, los mamíferos humanos no se reproducen mediante partenogénesis, y aun cuando esta ley pudiera haberse incumplido solo en un caso, eso no demostraría que el bebé que naciera tuviera ningún poder divino. Así pues, y como suele suceder, la religión despierta sospechas porque trata de demostrar demasiadas cosas. Por analogía inversa, el sermón de la montaña imita al de Moisés en el monte Sinaí y la masa de discípulos representa a los judíos que seguían a Moisés adondequiera que fuera; y, por tanto, para todo aquel que no se fije o no le importe que, como diríamos hoy día, la historia se esté «invirtiendo», la profecía se cumple. En un breve pasaje de un único evangelio (del que se aprovecha el caza-judíos Mel Gibson) se nos indica que los rabinos recuerdan a dios en el Sinaí y que exigen realmente que la culpa lavada con la sangre de Jesús recaiga sobre todas las generaciones posteriores: una exigencia que, aun cuando se cumpliera, excedería con mucho la autoridad o el poder de dichos rabinos.
Pero el caso de la maternidad de la Virgen es la demostración más fácil posible de la intervención de los seres humanos en la elaboración de una leyenda. Jesús realiza largas proclamas en nombre de su padre celestial, pero jamás menciona que su madre es o sea una virgen, y en reiteradas ocasiones se muestra muy brusco y grosero con ella cada vez que aparece, como hacen las madres judías, para preguntar o ver qué tal le va. Ella parece no recordar en absoluto la visita del arcángel Gabriel ni a los ángeles que acuden a decirle que es la madre de dios. Según todas las versiones, todo lo que hace su hijo le pilla absolutamente por sorpresa, cuando no representa un sobresalto. ¿Qué estará haciendo hablando con los rabinos en el templo? ¿A qué se referirá cuando recuerda de manera cortante que él se dedica a los asuntos de su padre? Uno esperaría que la memoria materna fuera más poderosa, sobre todo tratándose de alguien que ha pasado por la experiencia, única entre todas las mujeres, de descubrirse embarazada sin haber cumplido con los consabidos requisitos previos para alcanzar tan feliz estado. En este aspecto Lucas incurre incluso en un elocuente lapsus, puesto que habla de «los padres de Jesús» cuando se refiere únicamente a José y María en el momento en que estos visitan el templo para cumplir con el rito de purificación y son saludados por el anciano Simeón, que pronuncia su maravilloso Nunc dimittis (otra de mis viejas obras de coro favoritas), que también puede ser un eco deliberado de Moisés vislumbrando la Tierra Prometida, aunque sea ya a una edad extremadamente anciana.
Luego está el extraordinario asunto de la numerosa prole de María. Mateo nos informa (13:55-57) de que Jesús tenía cuatro hermanos y algunas hermanas. El protoevangelio de Santiago, que no es canónico pero tampoco ha sido repudiado, es la narración hecha por un hermano de Jesús, de ese mismo nombre, que evidentemente era muy activo en los círculos religiosos de aquel período. Podría alegarse que María tal vez «concibiera» como virgo intacta y tuviera un bebé, el cual sin duda la habría dejado no tan intacta en ese sentido. Pero ¿cómo siguió teniendo hijos con José, un hombre del que solo tenemos noticia en estilo indirecto y con el que no obstante aumentó la sagrada familia hasta tal punto que hasta los «testigos» presenciales lo subrayaron?
Con el fin de resolver este dilema pseudosexual casi imposible de mencionar, vuelve a aplicarse de nuevo la «inversión», en esta ocasión en la época mucho más reciente de los primeros y frenéticos concilios eclesiásticos que establecieron qué evangelios eran «sinópticos» y cuáles «apócrifos». Se estableció que la propia María (de cuyo nacimiento no hay ni una sola versión en ningún libro sagrado) debió de ser fruto de una anterior «concepción inmaculada» que la dejó esencialmente sin tacha. Y se estableció a posteriori que, dado que la muerte es pago del pecado y no es posible que ella hubiera pecado, es imposible que hubiese muerto. De ahí el dogma de la «asunción», que por arte de magia afirma que esa misma magia es el instrumento a través del cual ascendió a los cielos y evitó ser sepultada. Es pertinente indicar las fechas de estos edictos magníficamente ingeniosos. La doctrina de la Inmaculada Concepción fue anunciada o descubierta por Roma en 1852, y el dogma de la Asunción en 1951. Decir que algo está «fabricado por el ser humano» no siempre equivale a decir que es una estupidez. Estas heroicas tentativas de rescate merecen algún crédito, aun cuando veamos que la agujereada nave original se hunde sin dejar rastro. Pero por «inspirada» que pueda ser esta resolución de la Iglesia, significaría un insulto para la deidad afirmar que dicha inspiración haya sido en modo alguno divina.
Del mismo modo que en los textos del Antiguo Testamento cunden las fantasias y la astrología (el sol inmóvil para que Josué pueda llevar a término una masacre en un lugar que jamás ha sido localizado), la Biblia cristiana también está llena de augurios basados en estrellas (sobre todo, la de Belén), brujas y hechiceros. Muchas de las palabras y actos de Jesús son inocuos, sobre todo las «bienaventuranzas», que prodigan fantasias caprichosas sobre las personas sumisas y conciliadoras. Pero muchas son ininteligibles y muestran cierta fe en la magia, algunas son absurdas y traslucen una actitud primitiva hacia la agricultura (esto vale para todas las menciones del arado o la siembra y para las alusiones a la planta de la mostaza o la higuera) y muchas otras son frívolas o rotundamente inmorales. La comparación de los seres humanos con los lirios, por ejemplo, sugiere (junto con otros muchos mandamientos) que el ahorro, la innovación, la vida familiar, etcétera, son puro despilfarro de tiempo. («así que no os preocupéis del mañana.») Esta es la razón por la que algunos de los evangelios, tanto sinópticos como apócrifos, hablan de que la gente (incluidos los miembros de su familia) decía en aquella época que Jesús debía de estar loco. También había quien señalaba que era un judío sectario bastante riguroso: en Mateo 15:21-28 leemos su desdén hacia una mujer cananea que le suplicaba ayuda para un exorcismo y a la que le dijo bruscamente que él no derrocharía energía con una pagana. (Sus discípulos y la insistencia de la mujer le convencieron finalmente de que se aplacara y expulsara al no demonio.) A mi juicio, un episodio tan idiosincrásico como este es otra razón colateral para pensar que en algún momento de la historia puede haber existido una personalidad semejante. En aquella época vagaron por Palestina muchos profetas trastornados, pero, según se cuenta, este creyó ser dios o el hijo de dios al menos durante un tiempo. Y eso es lo que ha marcado la diferencia. Supongamos solo dos cosas: que él lo creyó y que también prometió a sus discípulos que les revelaría cuál era su reino antes de que se acabaran sus vidas… y entonces todo menos uno o dos de sus lacónicos comentarios tiene algún sentido. Jamás se ha expuesto con mayor franqueza este aspecto como lo ha hecho en su obra Mero cristianismo C. S. Lewis (que recientemente ha resurgido como el apologista cristiano más popular). Decide ocuparse de la aseveración de que Jesús hizo recaer sobre sí los pecados de los demás:
Ahora bien; a menos que el que hable sea Dios, esto resulta tan absurdo que raya en lo cómico. Todos podemos comprender el que un hombre perdone ofensas que le han sido infligidas. Tú me pisas y yo te perdono, tú me robas el dinero y yo te perdono. Pero ¿qué hemos de pensar de un hombre, a quien nadie ha pisado, a quien nadie ha robado nada, que anuncia que él te perdona por haber pisado a otro hombre o haberle robado a otro hombre su dinero? Necia fatuidad es la descripción más benévola que podríamos hacer de su conducta. Y sin embargo esto es lo que hizo Jesús. Les dijo a las gentes que sus pecados eran perdonados, y no esperó a consultar a las demás gentes a quienes esos pecados habían sin duda perjudicado. Sin ninguna vacilación se comportó como si Él hubiese sido la parte principalmente ofendida por esas ofensas. Esto tiene sentido solo si Él era realmente ese Dios cuyas reglas son infringidas y cuyo amor es herido por cada uno de nuestros pecados. En boca de cualquiera que no fuera Dios, estas palabras implicarían lo que yo no puedo considerar más que una estupidez y una vanidad sin rival en ningún otro personaje de la historia.[31]
Se apreciará que Lewis no da por sentada de ningún modo la evidencia tajante de que Jesús fuera realmente un «personaje de la historia», pero pasemos esto por alto. Merece algún tipo de reconocimiento por aceptar la lógica de su afirmación y la moral implícita en ella. Para quienes sostienen que tal vez Jesús haya sido un gran maestro moral sin ser divino (como, por cierto, el deísta Thomas Jefferson reconocía ser), Lewis tiene esta picajosa respuesta:
Eso es precisamente lo que no debemos decir. Un hombre que fue meramente un hombre y que dijo las cosas que dijo Jesús no sería un gran maestro moral. Sería un lunático —en el mismo nivel del hombre que dice ser un huevo escalfado— o si no sería el mismísimo demonio. Tenéis que escoger. O ese hombre era, y es, el Hijo de Dios, o era un loco o algo mucho peor. Podéis hacerle callar por necio, podéis escupirle o matarle como si fuese un demonio, o podéis caer a sus pies y llamarlo Dios y Señor. Pero no salgamos ahora con insensateces paternalistas acerca de que fue un gran maestro moral. Él no nos dejó abierta esa posibilidad. No quiso hacerlo.[32]
No he seleccionado aquí a un hombre de paja: Lewis es el principal vehículo de propaganda escogido por el cristianismo de nuestro tiempo; y tampoco acepto sus categorías sobrenaturales un tanto montaraces, como diablo o demonio. Menos aún acepto su argumentación, cuyo patetismo llega a desafiar todo calificativo y adopta sus dos falsas alternativas como antítesis excluyentes para luego emplearlas para concluir con un burdo non sequítur («Bien: a mí me parece evidente que no era ni un lunático ni un monstruo y que, en consecuencia, por extraño o terrible o improbable que pueda parecer, tengo que aceptar la idea de que Él era y es Dios»).[33] No obstante, sí le atribuyo honestidad y cierta valentía. O los evangelios son en algún sentido literal verdaderos, o todo este asunto es en esencia un fraude y, en ese sentido, tal vez un fraude moral. Bueno, se puede afirmar con certeza y por su mera evidencia que los evangelios casi con seguridad no constituyen una verdad literal. Esto significa que muchas de las «palabras» y enseñanzas de Jesús son testimonios de testimonios de testimonios, lo cual contribuye a explicar su carácter confuso y contradictorio. El más flagrante de ellos, al menos contemplado retrospectivamente y sin duda desde el punto de vista de un creyente, tiene que ver con la inminencia de su segundo advenimiento y su absoluta indiferencia ante la fundación de cualquier tipo de Iglesia temporal. Los obispos de los primeros tiempos de la Iglesia que deseaban haber estado presentes en aquella época pero no estuvieron citaban las logia o palabras pronunciadas por Jesús reiteradamente como comentarios de tercera mano solicitados con entusiasmo. Permítaseme poner un ejemplo llamativo. Muchos años después de que C.S. Lewis hubiera pasado a mejor vida, un joven muy serio llamado Barton Ehrman empezó a examinar sus propios postulados fundamentalistas. Había asistido a las dos academias fundamentalistas cristianas más eminentes de Estados Unidos y los fieles consideraban que era uno de sus adalides. Hablaba griego y hebreo con fluidez (en la actualidad es titular de una cátedra de estudios religiosos), pero finalmente no pudo llegar a reconciliar su fe con sus conocimientos. Quedó estupefacto al descubrir que algunos de los episodios más famosos de Jesús fueron garabateados en el texto canónico mucho después de los hechos, y que tal vez aquello era cierto también en el caso del más célebre de todos.
Este famoso episodio es el de la mujer sorprendida cometiendo adulterio (Juan, 8:3-11). ¿Quién no ha oído hablar o ha leído alguna vez cómo los judíos fariseos, versados en la casuística, llevaron a rastras a esta pobre mujer ante Jesús y le preguntaron si él estaba de acuerdo con el castigo mosaico de la muerte por lapidación? Si no lo estaba, violaba la ley. Si lo estaba, despojaba de sentido su propia prédica. Podemos imaginarnos con facilidad el sórdido afán con el que se abalanzaron sobre la mujer. Su sosegada réplica después de escribir con el dedo en la tierra ha pasado a formar parte de nuestra literatura y nuestra conciencia: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra».
Este episodio se ha hecho famoso incluso en el celuloide. Constituye una aparición en flashback en la farsa de Mel Gibson y es una escena deliciosa en la película Doctor Zhivago, de David Lean, en la que Lara acude a ver al sacerdote en un momento de apuro y este le pregunta qué dijo Jesús a la mujer caída. «Ve y no peques más», responde ella. «¿Y lo hizo, niña?», le pregunta el sacerdote con brusquedad. «No lo sé, padre.» «Nadie lo sabe», responde el sacerdote, incapaz de ayudarla en esas circunstancias.
En realidad, nadie lo sabe. Mucho antes de haber leído a Ehrman yo ya tenía algunas preguntas que hacer. Si se supone que el Nuevo Testamento ensalza a Moisés, ¿por qué se menoscaban las horripilantes normas del Pentateuco? El ojo por ojo y diente por diente y la muerte a las brujas pueden parecer brutales y estúpidos, pero si solo los no pecadores tienen derecho a imponer un castigo, entonces, ¿cómo llegaría a determinar alguna vez una sociedad imperfecta la forma de procesar a los infractores? Todos deberíamos ser unos hipócritas. ¿Y qué autoridad tenía Jesús para «perdonar»? Supuestamente, al menos una esposa o un marido de algún lugar de la ciudad se sintió engañado y furioso. ¿Consiste entonces el cristianismo en la pura permisividad sexual? Si es así, se ha malinterpretado gravemente desde el principio. ¿Y qué escribió en el suelo? Una vez más, nadie lo sabe. Además, la historia cuenta que una vez que los fariseos y la multitud se dispersaron (se supone que abochornados), no quedó nadie excepto Jesús y la mujer. En ese caso, ¿quién nos narra lo que él le dijo a ella? Pese a todo esto, a mí me parecía que era una historia bastante bonita.
El profesor Ehrman llega más allá. Plantea algunas preguntas más evidentes. Si la mujer fue «sorprendida en adulterio», lo cual significa en flagrante delito, ¿dónde está entonces su partenaire? La ley mosaica esbozada en el Levítico deja claro que ambos deben sufrir lapidación. De repente caí en la cuenta de que lo esencial del atractivo de la historia reside en la temblorosa joven solitaria, abucheada y arrastrada por una multitud de fanáticos hambrientos de sexo, que finalmente encuentra un rostro amigable. Acerca de lo de escribir sobre la arena, Ehrman refiere una vieja tradición que postula que Jesús estaba garabateando las transgresiones conocidas de algunos de los presentes, lo cual desembocó en sonrojos, andares cabizbajos y, finalmente, una marcha apresurada. He descubierto que me encanta esta idea, aun cuando indicara en él cierto grado de curiosidad, lascivia (y anticipación) mundanas que plantea unas dificultades específicas.
Enmarcando todo esto se encuentra el sorprendente hecho de que, como reconoce Ehrman:
Este episodio no aparece en nuestros manuscritos más antiguos y fiables del Evangelio de Juan; su prosa es muy diferente de la que encontramos en el resto de obras de Juan (incluidas las de los episodios inmediatamente anterior y posterior); y contiene gran cantidad de términos y expresiones que, por otra parte, son ajenas al Evangelio. La conclusión es inevitable: este fragmento no formaba parte originalmente del Evangelio.[34]
Una vez más, he seleccionado mis fuentes con el criterio de buscar «evidencias desinteresadas»: dicho de otro modo, pruebas aportadas por alguien cuyos conocimientos especializados originales y trayectoria intelectual no pretendieran en absoluto poner en cuestión los textos sagrados. Los argumentos en favor de la coherencia, la autenticidad o la «inspiración» bíblicas llevan hechos jirones ya algún tiempo, y esos jirones y rasgaduras no hacen sino quedar aún más patentes a medida que las investigaciones profundizan; así que no se puede inferir ninguna «revelación» en esa dirección. De modo, pues, que los defensores y partidarios de la religión se apoyen exclusivamente en la fe… y ojalá sean lo bastante valientes para reconocer que es eso lo que están haciendo.