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Revelación: la pesadilla del «Antiguo» Testamento

Otra de las formas con las que la religión se delata y trata de huir de la simple fe para, por el contrario, ofrecer «evidencias» en el sentido en que normalmente se interpreta este término, es mediante el argumento de la revelación. En determinadas ocasiones muy especiales, se afirma, la voluntad divina se dio a conocer mediante el contacto directo con seres humanos escogidos de manera arbitraria, a los que supuestamente se hizo entrega de leyes inalterables que a partir de ese momento pudieron transmitirse a los menos afortunados.

Se pueden realizar algunas objeciones evidentes a ello. En primer lugar, se ha dicho que varias de estas revelaciones han ocurrido en diferentes momentos y lugares a profetas o intermediarios radicalmente discrepantes. En algunos casos, el más notable el cristiano, según parece no bastó una revelación, sino que debió ser reforzada mediante apariciones sucesivas con la promesa de otra venidera, ulterior, pero definitiva. En otros casos, se produce el inconveniente contrario y la instrucción divina se emite solo una vez y de forma definitiva a un oscuro personaje cuya más leve insinuación se convierte en ley. Como todas estas revelaciones, muchas de ellas absolutamente incoherentes, no pueden por definición ser ciertas al mismo tiempo, debe concluirse que algunas de ellas son falsas e ilusorias. También podría concluirse que solo una de ellas es auténtica, pero en primera instancia resulta dudoso y, en segunda instancia, parece requerir guerras de religión para determinar cuál de las revelaciones es la verdadera. Una dificultad añadida es la visible proclividad del Todopoderoso a revelarse únicamente a personas analfabetas y de autenticidad histórica dudosa, en unas regiones baldías de Oriente Próximo que fueron patria desde mucho tiempo atrás del culto a los ídolos y a la superstición y que en muchos casos ya estaban atestadas de profecías anteriores.

Las tendencias sincréticas del monoteísmo y los antepasados comunes de estos relatos significan de hecho que la refutación de una de ellas comporta la refutación de todas. Por espantosa y atrozmente que pudieran haber luchado entre sí, los tres monoteísmos afirman compartir ascendencia al menos en el Pentateuco de Moisés, y el Corán asegura que los judíos son «el pueblo del libro», Jesús un profeta y la Virgen su madre. (Curiosamente, el Corán no culpa a los judíos del asesinato de Jesús, como sí hace un libro cristiano del Nuevo Testamento, pero ello se debe únicamente a que incluye la estrambótica afirmación de que los judíos crucificaron en su lugar a otra persona.)

El relato fundacional de los tres credos alude a la pretendida reunión entre Moisés y dios en la cumbre del monte Sinaí. Aquello supuso a su vez la entrega del Decálogo, o los Diez Mandamientos. El episodio se refiere en el segundo libro de Moisés, conocido como el libro del Éxodo, entre los capítulos 20 y 40. La máxima atención ha recaído sobre el propio capítulo 20, en el que se presentan los mandamientos mismos. Tal vez no sea necesario resumirlos y exponerlos, pero vale la pena hacer el esfuerzo.

En primer lugar (sigo la versión inglesa del rey Jacobo o «autorizada»: uno de los muchos textos rivales entre sí de todos los laboriosamente traducidos por los mortales, ya sea del hebreo, el griego o el latín), los susodichos mandamientos no se presentan como una relación pura de diez órdenes o prohibiciones. Los tres primeros son todos ellos variantes de uno mismo, en el cual dios insiste en su primacía y exclusividad, prohíbe las imágenes y la utilización de su nombre en vano. Este prolongado carraspeo para calentar la voz va acompañado de algunas admoniciones muy importantes, incluida la funesta advertencia de que los hijos pagarán los pecados de sus padres «hasta la tercera y cuarta generación». Esto niega el razonable criterio moral de que los hijos no son culpables de las ofensas cometidas por sus padres. El cuarto mandamiento insiste en el respeto debido al sábado y prohíbe a todos los creyentes (y a sus esclavos y sirvientes domésticos) realizar ningún trabajo durante el transcurso del mismo. Se añade que, como ya se dijo en el libro del Génesis, dios hizo el mundo en seis días y descansó el séptimo (lo cual deja margen para especular acerca de qué hizo el octavo día). El dictado se vuelve entonces más seco. «Honra a tu padre y a tu madre» (no por el bien de hacerlo, sino «para que se prolonguen tus días sobre la tierra que Yahveh, tu Dios, te va a dar»). Solo entonces llegan los cuatro famosos «No cometerás…», que prohíben llanamente matar, el adulterio, el robo y el falso testimonio. Por último, hay una proscripción contra la codicia, la cual prohíbe el deseo de la casa, el siervo, la sierva, el buey, el asno, la esposa y demás pertenencias de «tu prójimo».

Resultaría muy difícil encontrar una prueba más clara de que la religión es un producto elaborado por el ser humano. En primer lugar, tenemos el regio bramido sobre el respeto y el temor acompañado por un adusto recordatorio de la omnipotencia y venganza infinita, como aquel con el que un emperador babilonio o asirio podría haber ordenado a sus escribas que comenzaran una proclama. Luego está el incisivo recordatorio de seguir trabajando y descansar únicamente cuando el monarca absoluto lo ordena. A ello le siguen unas cuantas notas legalistas secas, una de las cuales suele traducirse de forma incorrecta, ya que el original hebreo dice en realidad «no cometerás asesinato». Pero, por poco que uno estime la tradición judía, resulta insultante para el pueblo de Moisés imaginarse que hasta ese momento el crimen, el adulterio, el robo y el perjurio estaban permitidos. (Esa misma pregunta sin respuesta puede formularse de un modo distinto acerca de las presuntas predicaciones posteriores de Jesús: cuando refiere la historia del buen samaritano camino de Jericó habla de un hombre que actuaba de forma humana y generosa sin, obviamente, haber oído hablar jamás del cristianismo, y menos aún habiendo escuchado las despiadadas enseñanzas del dios de Moisés, que jamás menciona en absoluto la solidaridad ni la compasión entre seres humanos.) Ninguna sociedad conocida ha dejado jamás de protegerse de delitos evidentes como aquellos sobre los que se legisló supuestamente en el monte Sinaí. Por último, en lugar de condenar los actos malvados, se expresa una curiosa condena de los pensamientos impuros. Se puede decir que esto, además, es un producto de elaboración humana propio de la supuesta época y lugar, porque equipara a la «esposa» con el resto de bienes animales, humanos y materiales del prójimo. Y lo más importante, pide lo imposible: un problema recurrente en todos los edictos religiosos. Se pueden refrenar por imposición las acciones perversas, o prohibir que se cometan, pero prohibir que las personas las contemplen es demasiado. Concretamente, es absurdo desear prohibir la envidia de las posesiones o riquezas de los demás, aunque solo sea porque el sentimiento de la envidia puede suscitar el espíritu de emulación, la ambición y otras consecuencias positivas. (Parece improbable que los fundamentalistas estadounidenses, que desean ver los Diez Mandamientos blasonados en todas las aulas y salas de justicia, casi como una imagen grabada, muestren idéntica hostilidad hacia el espíritu del capitalismo.) Si dios quisiera realmente que las personas quedaran libres de estos pensamientos, debería haberse preocupado de inventar una especie distinta.

Luego está la muy sobresaliente cuestión de lo que los mandamientos no dicen. ¿Resulta demasiado contemporáneo reparar en que no se dice nada sobre la protección de los niños ante la crueldad, ni sobre los abusos infantiles, ni sobre la esclavitud, ni sobre el genocidio? ¿O percibir que algunas de estas mismas ofensas casi se recomiendan positivamente es leer «el contexto» con demasiada literalidad? En el versículo 2 del capítulo inmediatamente siguiente dios le dice a Moisés que informe a sus seguidores de las normas bajo las que se puede comprar o vender esclavos (o perforarles la oreja con un punzón) y las reglas que gobiernan la venta de sus hijas. Ello viene seguido por las regulaciones enfermizamente detalladas acerca de la matanza de bueyes y los bueyes que matan, incluyendo los famosos versículos que imponen el «vida por vida, ojo por ojo, diente por diente». El arbitraje de las disputas agrarias se interrumpe por un momento con el abrupto versículo (22:18) «A la hechicera no la dejaras con vida». Durante siglos, esta fue la justificación de la tortura cristiana y la quema de mujeres que no seguían las directrices marcadas. De vez en cuando, hay mandamientos que son morales y que también se expresan con una elocuencia memorable (al menos en la encantadora versión inglesa del rey Jacobo): la máxima «No sigas a la mayoría para hacer el mal» se la enseñó a Bertrand Russell su abuela y acompañó al anciano hereje durante toda su vida. Sin embargo, murmuramos palabras de simpatía hacia los olvidados y desaparecidos jivitas, cananeos e hititas, que supuestamente también formaban parte de la creación original del Señor, los cuales son expulsados de sus hogares sin piedad para dejar sitio a los desagradecidos y rebeldes hijos de Israel. (Esta supuesta «alianza» es el fundamento de una reivindicación irredentista de Palestina que nos ha reportado infinitos problemas hasta el día de hoy.)

Setenta y cuatro de los ancianos, incluidos Moisés y Aarón, se reunieron entonces cara a cara con dios. Hay varios capítulos enteros dedicados a las más minuciosas estipulaciones sobre las despilfarradoras e inmensas ceremonias sacrificiales y propiciatorias que el Señor espera de su recién adoptado pueblo, pero todo termina hecho pedazos y con la destrucción absoluta de este escenario: Moisés regresa de su reunión privada en la cima de la montaña y descubre que el efecto de haber mantenido un encuentro directo con dios ha desaparecido, al menos en Aarón, y que los hijos de Israel han fabricado un ídolo con sus joyas y baratijas. En ese mismo instante destroza impetuosamente las dos tablas del Sinaí (que, por consiguiente, parecen estar hechas por la mano del hombre y no de dios, y que es preciso rehacer apresuradamente en un capítulo posterior) y ordena lo siguiente:

«Cíñase cada uno su espada al costado; pasad y repasad por el campamento de puerta en puerta, y matad cada uno a su hermano, a su amigo y a su pariente.» Cumplieron los hijos de Leví la orden de Moisés, y cayeron aquel día unos tres mil hombres del pueblo.

Es una cifra reducida si la comparamos con los niños egipcios ya sacrificados por dios con el fin de que las cosas pudieran llegar siquiera a este punto, pero contribuye a reforzar la argumentación en favor del «antiteísmo». Con ello me refiero a la opinión de que deberíamos alegramos de que ninguno de los mitos religiosos contenga verdad alguna, ni lo sean en sí mismos. Tal vez la Biblia sí contenga (de hecho, contiene) cierta justificación para comerciar con seres humanos, en defensa de la limpieza étnica, la esclavitud, la venta de hijas como prometidas o la matanza indiscriminada, pero no estamos obligados a cumplirla porque lo dispusieran así un grupo de mamíferos humanos rudimentarios e incultos.

No es necesario decir que ninguno de estos truculentos y desorbitados sucesos descritos en el Éxodo tuvieron lugar nunca. Los arqueólogos israelíes son de los más profesionales del mundo, aun cuando a veces en su pericia se haya visto reflejado cierto deseo de demostrar que la «alianza» entre dios y Moisés se basaba en algún fundamento de hecho. Ningún grupo de excavadores o especialistas se ha esforzado jamás tanto, ni con tantas expectativas, como los israelíes que tamizaron las arenas del Sinaí y de Canaán. El primero de ellos fue Yigael Yadin, cuya excavación más famosa fue la de Masada y a quien David Ben Gurión encargó que desenterrara «los acontecimientos principales» que demostrarían la reivindicación israelí de Tierra Santa. Hasta hace muy poco, a sus esfuerzos ostensiblemente politizados se les concedía cierto grado de plausibilidad superficial. Pero después se llevó a cabo un trabajo objetivo y mucho más amplio, presentado sobre todo por Israel Finkelstein, del Instituto de Arqueología de la Universidad de Tel Aviv, y por su colega Neil Asher Silberman. Ellos consideran que la «Biblia hebrea» o Pentateuco es hermosa y que la historia de la actual Israel es inspiradora, aspectos estos sobre los que prefiero discrepar. Pero su conclusión es definitiva y tanto más encomiable por reafirmar las pruebas antes que el partidismo. No hubo ninguna huida a Egipto, ningún vagar sin rumbo por el desierto (menos aún durante el inverosímil período de cuatro décadas que se menciona en el Pentateuco) y ninguna conquista dramática de la Tierra Prometida.[27] Sencillamente, todo se inventó en una fecha muy posterior y haciendo gala en ello de bastante impericia. Ninguna crónica egipcia menciona tampoco este episodio, ni siquiera de forma tangencial, y Egipto fue en todos los períodos materiales la fuerza acuartelada en Canaán, así como en la región del Nilo. De hecho, gran parte de las pruebas apuntan a lo contrario. La arqueología confirma la presencia de comunidades judías en Palestina desde hace muchos miles de años (esto puede inferirse, entre otras cosas, de la ausencia de huesos de cerdo en los vertederos y depósitos de residuos), y sí indica que hubo un «reino de David», si bien bastante modesto; pero pueden descartarse con total garantía y facilidad todos los mitos mosaicos. No creo que esto sea lo que los amargos críticos de la fe califican a veces de una conclusión «reduccionista». El estudio de la arqueología y los textos antiguos puede reportar además un placer inmenso. Y nos sitúa cada vez más cerca de alguna aproximación a la verdad. Por otra parte, también vuelve a plantear la cuestión del antiteísmo. En El porvenir de una ilusión, Freud realiza la evidente afirmación de que la religión estaba aquejada de una deficiencia incurable: nacía con demasiada claridad de nuestro deseo de escapar de la muerte o sobrevivir a ella.[28] Esta crítica del optimismo es firme e inapelable, pero no afronta realmente los horrores, las depravaciones y la locura del Antiguo Testamento. A excepción de un antiguo sacerdote que trate de ejercer el poder mediante las ensayadas y demostradas herramientas del terror, ¿quién podría desear que esta madeja de fábulas lamentablemente tejida tuviera algún viso de autenticidad?

De acuerdo, los cristianos han estado trabajando en idéntica tentativa optimista de «demostración» desde mucho antes de que la escuela de arqueología sionista empezara a blandir una pala. La Carta de san Pablo a los Gálatas había transmitido a los cristianos como un patrimonio inmutable la promesa realizada por dios a los patriarcas judíos, y en el siglo XIX y principios del XX difícilmente se podía arrojar una cascara de naranja en Tierra Santa sin que cayera encima de algún ferviente excavador. El general Gordon, el fanático de la Biblia que tiempo después sería asesinado por los mahdíes en Jartum, fue uno de los más destacados. William Albright, de Baltimore, reivindicó continuamente el Jericó de Josué y otros mitos. Algunos de estos excavadores, dadas incluso las primitivas técnicas de la época, pasaron por ser rigurosos en lugar de meros oportunistas. Moralmente rigurosos, además: el arqueólogo y dominico francés Roland de Vaux hizo una afirmación muy arriesgada cuando señaló que «si la fe histórica de Israel no está fundada en la historia, dicha fe es errónea y, por consiguiente, lo es también la nuestra». Una afirmación admirable y honrada en grado sumo, que debemos hacer valer hoy día ante este buen padre.

Mucho antes de que la investigación moderna, la traducción esforzada y las excavaciones arqueológicas hubieran contribuido a iluminarnos, también quedaba al alcance de una persona reflexiva entender que la «revelación» del Sinaí y el resto del Pentateuco eran una ficción mal ensamblada, forzada mucho después de los no sucesos que no consigue describir de forma convincente, ni siquiera plausible. Desde que se instauró el estudio de la Biblia los colegiales inteligentes han incomodado a sus maestros con preguntas inocentes, pero imposibles de responder. El autodidacta Thomas Paine nunca ha sido refutado desde que en sus tiempos, mientras sufría una atroz persecución por parte de los antirreligiosos jacobinos franceses, escribiera para exponer:

Que estos libros son espurios, y que Moisés no es su autor; y aún más, que no fueron escritos en la época de Moisés, ni siquiera hasta pasados muchos cientos de años, que son una tentativa de historia de la vida de Moisés y de la época en la que se dice que vivió; y también de épocas anteriores a la suya, escrita por unos impostores verdaderamente ignorantes y estúpidos varios centenares de años después de la muerte de Moisés; pues los hombres escriben en la actualidad episodios de acontecimientos sucedidos, o supuestamente sucedidos, hace varios cientos o miles de años.[29]

En primer lugar, los libros intermedios del Pentateuco (Éxodo, Levítico y Números: el Génesis no hace ninguna mención de él) aluden a Moisés en tercera persona, como cuando se dice «el Señor habló a Moisés». Podría argumentarse que él prefería hablar de sí mismo en tercera persona, aunque esta costumbre se asocia en la actualidad con la megalomanía; pero ello volvería irrisorias citas como la de Números, 12:3, en la que leemos «Moisés era un hombre muy humilde, más que hombre alguno sobre la faz de la tierra». Aparte de lo absurdo que resulta afirmar ser humilde de tal modo que se asegure la superioridad en humildad con respecto a todos los demás, debemos recordar la forma imperiosamente autoritaria y sangrienta en la que en casi todos los demás capítulos se describe cómo se ha comportado Moisés. Esto nos brinda la posibilidad de elegir entre el solipsismo despampanante y la más falsa de las modestias.

Pero tal vez pueda absolverse a Moisés de estas dos acusaciones, puesto que difícilmente habría alcanzado el retorcimiento del Deuteronomio. En este libro hay una descripción del sujeto, luego una presentación del propio Moisés en medio de su discurso, después la reanudación de la narración por parte de quienquiera que sea el narrador, más adelante otro discurso de Moisés y finalmente una descripción de la muerte, entierro y magnificencia del propio Moisés. (Debe suponerse que la descripción del funeral no fue escrita por el hombre cuyo funeral se celebraba, aunque este problema no parece habérsele ocurrido a quienquiera que compusiera el texto.)

Parece estar muy claro que quien escribiera la narración escribía muchos años después. Se nos dice que Moisés alcanzó la edad de ciento diez años y que «no se había apagado su ojo ni se había perdido su vigor», y que después ascendió a la cima del monte Nebo, desde la que podía divisar una amplia vista de la Tierra Prometida en la que jamás llegaría a entrar realmente. El profeta, una vez perdido súbitamente su vigor natural, muere entonces en el país de Moab y es enterrado allí. Nadie sabe, afirma el autor, «hasta hoy», dónde se encuentra el sepulcro de Moisés. Se añade que desde entonces no ha habido en Israel profeta comparable a Moisés. Estas dos expresiones no tienen ningún sentido si no denotan el paso de un lapso de tiempo considerable. Luego se espera que creamos que un «él» inespecífico enterró a Moisés: si, una vez más, era el propio Moisés quien hablaba en tercera persona, resulta claramente inverosímil; y si era el propio dios quien ofició las exequias, entonces no hay forma de que el autor del Deuteronomio se hubiera enterado. En realidad, el autor se muestra muy poco claro con los detalles de este acontecimiento, lo que podría esperarse si estuviera reconstruyendo algo medio olvidado. Eso mismo es cierto de otros innumerables anacronismos, en los que Moisés habla de acontecimientos que tal vez no hayan ocurrido jamás (el consumo de «maná» en Canaán o la captura del inmenso catre del «gigante» Og, rey de Basan), pero de los que ni siquiera se afirma que hayan sucedido hasta mucho después de su muerte.

La firme probabilidad de que esta interpretación sea la correcta viene reforzada por los capítulos cuarto y quinto del Deuteronomio, en los que Moisés reúne a sus seguidores y les vuelve a hacer entrega de los mandamientos del Señor. (Esto no representa tanta sorpresa: el Pentateuco contiene dos versiones discrepantes de la creación, dos genealogías distintas de la estirpe de Adán y dos narraciones diferentes del diluvio.) En uno de estos capítulos Moisés aparece hablando extensamente de sí mismo, y en el otro en estilo indirecto. En el capítulo cuarto, el mandamiento que prohíbe crear imágenes se amplía hasta prohibir cualquier «similitud» o «parecido» de cualquier figura, sea humana o animal, para cualquier propósito. En el capítulo quinto, los contenidos de las dos tablas de piedra se repiten aproximadamente con la misma forma que en el Éxodo, pero con una diferencia significativa. En esta ocasión, el autor olvida que el sábado es día santo porque dios creó el cielo y la tierra en seis días y el séptimo descansó. De repente, el sábado es sagrado porque dios sacó a su pueblo de la tierra de Egipto.

De modo que debemos imaginarnos esos hechos que probablemente no sucedieron y tenemos que alegrarnos de que así fuera. En el Deuteronomio, Moisés da orden de que los padres lapiden a sus hijos hasta matarlos por la indisciplina (cosa que parece infringir al menos uno de los mandamientos) y realiza continuamente declaraciones enloquecidas («El hombre que tenga los testículos aplastados o el pene mutilado no será admitido en la asamblea de Yahveh»). En Números se dirige a sus generales tras una batalla y manifiesta su furia por haber dejado vivos a tantos civiles:

Matad, pues, a todos los niños varones. Y a toda mujer que haya conocido varón, que haya dormido con varón, matadla también. Pero dejad con vida para vosotros a todas las muchachas que no hayan dormido con varón.

No cabe duda de que esto no es lo peor de las incitaciones al genocidio que aparecen en el Antiguo Testamento (los rabinos israelíes discuten solemnemente hasta el día de hoy si la exigencia de exterminar a los amalequitas es un mandamiento en clave para acabar con los palestinos), pero contiene un elemento de lascivia que pone ligeramente de manifiesto cuáles son las recompensas que podía obtener un soldado saqueador. Al menos eso creo yo y eso piensa Thomas Paine, que no escribió para refutar la religión, sino más bien para reivindicar el deísmo ante lo que él consideraba que en los libros sagrados eran aditamentos absurdos. Señaló que era «el mandato de asesinar a los chicos, masacrar a las madres y pervertir a las hijas», lo cual le valió una dolida réplica de uno de los eclesiásticos más famosos de su tiempo, el obispo de Llandaff. El corpulento obispo galés afirmaba con indignación que no estaba en absoluto claro por el contexto que se conservara la vida de las jóvenes con fines inmorales, antes que para realizar trabajos no remunerados. Contra la inocencia ciega de esta naturaleza sería cruel elevar una objeción, de no ser por la sublime indiferencia del venerable clérigo ante el destino de los niños varones e incluso de sus madres.

Podríamos recorrer el Antiguo Testamento libro por libro, deteniéndonos para señalar una frase lapidaria aquí («Es el hombre quien la aflicción engendra —según dice el libro de Job—, como levantan el vuelo los hijos del relámpago») y un versículo elegante allá, pero topando siempre con las mismas dificultades. La gente alcanza edades imposibles y no obstante engendra hijos. Los individuos mediocres se enzarzan en lucha individual o discusiones cuerpo a cuerpo con dios o con sus emisarios, lo cual vuelve a plantear en su conjunto la cuestión de la omnipotencia divina o siquiera el sentido común eclesial, y el suelo está siempre empapado con la sangre de los inocentes. Además, el contexto es claustrofóbicamente reducido y local. Ninguno de estos provincianos ni su deidad parecen tener la menor idea de que exista un mundo más allá del desierto, la multitud y los rebaños y los imperativos derivados del modo de subsistencia nómada. Esto, claro está, puede perdonársele a unos paletos provincianos; pero, entonces, ¿qué hay de su supremo guía e iracundo tirano? ¿No estaría él concebido a imagen de ellos, aunque esta no pudiera grabarse?