Abrigo, moral e intelectualmente, la invencible convicción de que todo lo que cae bajo el dominio de nuestros sentidos, por excepcional que pueda ser, no podría diferir en su esencia de todos los demás efectos de este mundo visible y tangible cuya parte consciente venimos a formar. El mundo de los vivos encierra ya por sí solo bastantes maravillas y misterios; maravillas y misterios que obran por modo tan inexplicable sobre nuestras emociones y nuestra inteligencia, que ello bastaría casi para justificar que pueda concebirse la vida como un estado de encantamiento. No; mi conciencia de lo maravilloso es demasiado firme para que pueda dejarse nunca fascinar por lo meramente sobrenatural que, en resumidas cuentas, no es sino un artículo de manufactura fabricado por espíritus insensibles a las secretas sutilezas de nuestras relaciones con los muertos y los vivos en su infinita muchedumbre: profanación de nuestros más tiernos recuerdos; ultraje a nuestra dignidad.
JOSEPH CONRAD, Nota del autor a La línea de sombra.
En el corazón de la religión reside una paradoja esencial. Los tres grandes monoteísmos enseñan a las personas a considerarse seres abyectos, pecadores desgraciados y culpables postrados ante un dios airado y celoso que, según versiones discrepantes, los modelaron o bien a partir del polvo y el barro o bien de un coágulo de sangre. Las posturas para la oración suelen ser imitación de la de un siervo suplicante ante un monarca malhumorado. El mensaje que transmiten es de continua sumisión, gratitud y temor. La vida misma es algo malo: un intervalo en el que prepararse para la otra vida o el advenimiento (o segundo advenimiento) del Mesías.
Por otra parte, como si fuera para compensar, la religión enseña a las personas a centrarse en extremo en sí mismas y a ser absolutamente presuntuosas. Les asegura que dios se preocupa por ellos individualmente y afirma que el cosmos fue creado pensando específicamente en ellos. Esto explica la desdeñosa expresión de los rostros de aquellos que practican la religión con ostentación: ruego disculpe mi modestia y humildad, pero resulta que estoy ocupado cumpliendo una misión de dios.
Como los seres humanos son por naturaleza solipsistas, todas las formas de superstición gozan de lo que podría denominarse una ventaja natural. En Estados Unidos nos empleamos a fondo para mejorar los edificios de gran altura y los aviones a reacción de gran velocidad (los dos logros que los criminales del 11 de septiembre de 2001 yuxtapusieron con hostilidad), y luego nos negamos con patetismo a atribuirles pisos o números de fila que lleven el intrascendente número 13. Sé que Pitágoras refutaba la astrología mediante la simple observación de que los gemelos idénticos no tienen un mismo futuro; sé también que el zodíaco se creó mucho antes de que se hubieran detectado varios planetas de nuestro sistema solar; y comprendo, desde luego, que no se me podrá «mostrar» mi futuro a largo plazo sin que dicha revelación altere el resultado. Miles de personas consultan a diario los «astros» en los periódicos y luego sufren ataques al corazón o accidentes de tráfico imprevistos. (En una ocasión, un astrólogo de un periódico sensacionalista de Londres fue despedido con una carta de su director que comenzaba diciendo «Como sin duda usted ya habrá previsto…».) En su obra Mínima moralia, Theodor Adorno identificó el interés por contemplar las estrellas con la consumación de la imbecilidad. De todos modos, mirando una mañana al azar la predicción para los Aries, porque en una ocasión lo hice, decía «Un miembro del sexo opuesto está interesado en usted y se lo demostrará», me resultó difícil eliminar una leve excitación pueril, que ha sobrevivido en mi recuerdo a la consiguiente decepción. Pero, además, cada vez que salgo de mi apartamento no hay señales de que vaya a venir ningún autobús, mientras que cuando regreso siempre se está acercando uno. De mal humor me digo «Siempre me pasa lo mismo», aun cuando una parte de mi kilo o kilo y medio de cerebro me recuerda que el horario del transporte colectivo de Washington D. C. se elabora y se activa sin atender lo más mínimo a mis desplazamientos. (Digo esto por si pudiera ser importante más adelante: si me atropella un autobús el día que se publique este libro, seguro que habrá gente que dirá que no fue un accidente.)
Así pues, ¿por qué no iba a estar tentado de invalidar a W.H. Auden y creer que, de algún modo misterioso, el firmamento ha sido ordenado en torno a mí, o, descendiendo algunos órdenes de magnitud, que las fluctuaciones de mis avatares personales revisten un cautivador interés para un ser supremo? Uno de los muchos defectos de mi diseño es mi propensión a creer o a desear esto, y aunque, al igual que muchas otras personas, he recibido la suficiente educación para no creerme semejante falacia, tengo que reconocer que es innato. En una ocasión, estando en Sri Lanka, iba en un coche con un grupo de tamiles en una expedición de ayuda humanitaria a una región costera tamil que había quedado muy afectada por un ciclón. Mis acompañantes eran todos miembros de la secta Sai Baba, que tiene mucha fuerza en el sur de la India y en Sri Lanka. Se dice que el propio Sai Baba ha resucitado muertos, y realiza una actuación especial en directo ante las cámaras para sacar ceniza de las palmas desnudas de sus manos. (¿Por qué cenizas?, me solía preguntar.)
En cualquier caso, antes de que se iniciara el viaje, mis amigos partieron algunos cocos sobre una roca para propiciar que el viaje fuera seguro. Aquello, evidentemente, no funcionó, porque a mitad de camino, en medio de la isla, nuestro chófer arrolló a un hombre que cruzó dando tumbos ante nosotros mientras atravesábamos demasiado deprisa una aldea. El hombre quedó gravemente herido y, al ser una aldea cingalesa, la multitud que se arremolinó al instante no mostraba muy buena disposición hacia aquellos intrusos tamiles. Fue una situación peliaguda, pero conseguí aliviarla de algún modo por ser un inglés que vestía un traje de color hueso como los de Graham Greene y por llevar acreditaciones de prensa que habían sido expedidas por la policía metropolitana de Londres. Esto impresionó a la policía local lo bastante para que nos pusieran en libertad provisional, y mis acompañantes, que habían pasado mucho miedo, estaban más que agradecidos por mi presencia y por mi capacidad para hablar con rapidez. De hecho, llamaron por teléfono a la sede central de su secta para anunciar que el propio Sai Baba había venido con nosotros y había adoptado temporalmente la forma de mi persona. A partir de ese momento, me trataron literalmente con veneración y no me permitieron que llevara nada, ni siquiera que cargara con mi propia comida. Entretanto, se me ocurrió visitar al hombre que habíamos atropellado: había muerto en el hospital como consecuencia de las heridas. (Me pregunto qué había predicho su horóscopo para aquel día.) A esta minúscula escala percibí cómo un simple mamífero humano (yo) puede comenzar a atraer súbitamente tímidas miradas de respeto y asombro, y cómo otro mamífero humano (nuestra desafortunada víctima) puede ser de algún modo irrelevante para los benignos designios de Sai Baba.
«Allí iría yo de no ser por la gracia de Dios», decía John Bradford en el siglo XVI al ver a los desdichados a quienes se conducía al patíbulo. Lo que este comentario en apariencia compasivo quiere decir en realidad (no que realmente «signifique» algo) es «Ahí va otro por la gracia de Dios». Mientras redactaba este capítulo, en una mina de carbón de Virginia Occidental se produjo un accidente que heló el corazón de la sociedad. Trece mineros sobrevivieron a una explosión, pero quedaron atrapados bajo tierra y captaron la atención del país durante un ciclo completo de noticias, hasta que se anunció con inmenso alivio que habían sido localizados sanos y salvos. Estas alegres nuevas resultaron ser prematuras, lo que supuso una insoportable tragedia adicional para las familias, que ya habían empezado a celebrarlo y a dar gracias para descubrir poco después que todos menos uno de los hombres habían perecido asfixiados bajo las rocas. Fue también una situación vergonzosa para los periódicos y los informativos que se habían dejado llevar con demasiada antelación por el falso consuelo. ¿Se imaginan cuál había sido el titular de esos periódicos y boletines informativos? Claro que sí. «¡Milagro!» Con o sin signos de exclamación, fue la opción invariable que para intensificar el pesar de los parientes sobrevivió impresa y en el recuerdo de forma burlona. No parece haber una palabra para describir la ausencia de intervención divina en este suceso. Pero el deseo humano de otorgar mérito a las cosas buenas calificándolas de milagrosas y de atribuir las malas a cualquier otra explicación parece ser universal. En Inglaterra, el monarca es el jefe hereditario de la Iglesia, así como el jefe hereditario del Estado: William Cobbett señaló en una ocasión que los propios ingleses se prestan servilmente a colaborar con semejante estupidez al referirse a la «Real Casa de la Moneda» pero, por el contrario, a «la deuda nacional». La religión hace esa misma trampa; y del mismo modo; y ante nuestros propios ojos. La primera vez que estuve en el Sacré Coeur de Montmartre, una iglesia construida para celebrar la liberación de París de los prusianos y de la Comuna de 1870-1871, vi un relieve de bronce que mostraba el modo exacto en que una lluvia de bombas aliadas arrojadas en 1944 habían esquivado la iglesia e incendiado el barrio vecino…
Dada esta apabullante proclividad hacia la estupidez y el egoísmo persistente en mí mismo y en nuestra especie, resulta un tanto sorprendente descubrir que la luz de la razón lo atraviesa todo. El brillante Schiller se equivocaba en su obra La doncella de Orleans cuando decía que «contra la estupidez, luchan en vano los propios dioses». Es en realidad por medio de los dioses como convertimos nuestra estupidez y credulidad en algo inefable.
El argumento del «diseño», que es producto de este mismo solipsismo, adopta dos formas: la macroscópica y la microscópica. Fueron célebremente resumidas por William Paley (1743-1805) en su libro Natural Philosophy. Aquí encontramos el popular ejemplo del hombre primitivo que se encuentra un reloj en funcionamiento. Tal vez no sepa para qué es, pero puede distinguir que no es una roca ni un vegetal y que ha sido fabricado, y fabricado incluso para algún propósito. Paley quiso extender esta analogía tanto a la naturaleza como al ser humano. Su autocomplacencia y obcecación están bien recogidas por J. G. Farrell en el retrato que hace de un eclesiástico victoriano discípulo de Paley en El sitio de Krishnapur:
—[…] ¿Cómo explica el sutil mecanismo del ojo, manifiestamente más complejo que el telescopio que la desdichada humanidad ha sido capaz de inventar? ¿Cómo explica el ojo de la anguila, que podría lesionarse cuando se entierra en el barro y las piedras, y que por lo tanto está protegido por una cubierta córnea transparente? ¿Por qué el iris del ojo de un pez no se contrae? ¡Ah, pobre juventud extraviada, es porque el ojo del pez fue diseñado por Él, que está por encima de todo, para adaptarse a la tenue luz en que el pez se mueve en su morada acuática! […] ¿Cómo explica el jabalí de la India? —exclamó—. ¿A qué se deben sus dos colmillos curvos, de más de un metro de largo, que le crecen hacia arriba a partir de la mandíbula superior?
—Para defenderse.
—No, joven, para eso tiene los colmillos que le salen de la mandíbula inferior, como los de un jabalí común… No, la respuesta es que el animal duerme de pie, y para sostener la cabeza engancha los colmillos de arriba en las ramas de los árboles… ¡pues el Diseñador del Mundo pensó incluso en el sueño del jabalí!
(Paley no se molestó en explicar cómo llegó el Diseñador del Mundo a ordenar a tantas criaturas humanas suyas que trataran al mencionado jabalí de la India como si fuera un demonio o un leproso.) De hecho, al analizar el orden natural, John Stuart Mill se atrevió a ir mucho más lejos cuando escribió:
Si una décima parte de los sufrimientos ocasionados por la búsqueda de señales de la existencia de un dios poderoso y benévolo se hubiera empleado en recoger evidencias para ennegrecer el carácter del creador, ¿cuántas posibilidades no se habrían encontrado en el reino animal? Este se divide en devoradores y devorados, y la mayoría de las criaturas están espléndidamente dotadas de instrumentos para atormentar a sus presas.
Ahora que los tribunales estadounidenses han protegido a sus ciudadanos (al menos, por el momento) de que les inculquen en las aulas de forma obligatoria la estulticia «creacionista», podemos hacernos eco del otro gran victoriano, lord Macaulay, y decir que «cualquier colegial sabe» que Paley puso su estridente y agujereado carromato delante de su resollante y descompuesto viejo caballo. Los peces no tienen aletas porque las necesiten para el agua, en igual medida que los pájaros no están dotados de alas para cumplir con la definición que el diccionario da de «ave». (Aparte de cualquier otra cosa, hay demasiadas especies de aves no voladoras.) Es exactamente al contrario: un proceso de adaptación y selección. Que nadie dude del poder de la ilusión acerca de los orígenes. En su vibrante libro Witness, Whittaker Chambers narra el instante en que abandonó el materialismo histórico, desertó ideológicamente de la causa comunista y se embarcó en la senda que arruinaría el estalinismo en Estados Unidos. Fue una mañana en que vio la oreja de su bebé, una niña. Las bonitas espirales y pliegues de este órgano externo le convencieron con el relámpago de una revelación de que no podría ser fruto de ninguna casualidad. Un pliegue de carne de semejante y patente belleza debe de ser divino. Bueno, yo también he experimentado esa fascinación por las dulces orejitas de mis hijas pequeñas, pero nunca sin apreciar que a) siempre es necesario limpiarlas un poco, b) parecen producidas en cadena, aun cuando se comparen con las inferiores orejas de las hijas de otras personas, c) cuando las personas envejecen, sus orejas parecen cada vez más grotescas vistas desde atrás, y d) muchos animales inferiores, como los gatos o los murciélagos, tienen unas orejas mucho más fascinantes, adorables y poderosas. De hecho, recordando a Laplace, diría que hay muchos, muchísimos argumentos convincentes, en contra del culto a Stalin, pero que la acusación contra Stalin es plenamente válida sin la suposición del señor Chambers fundada en los pliegues de las orejas.
Las orejas son predictibles y uniformes y sus rebordes son exactamente igual de adorables cuando el niño ha nacido sordo como una tapia. Eso mismo no es cierto en idéntico sentido para el universo. En el universo hay anomalías, misterios e imperfecciones (por emplear los términos más suaves) que ni siquiera dan muestras de adaptación, y menos aún de selección. En su vejez, a Thomas Jefferson le gustaba compararse a sí mismo con un reloj en su armazón y respondía a los amigos que le escribían preguntando por su salud que algunos resortes sueltos se le rompían y de vez en cuando el volante se le desencajaba. Por supuesto, esto plantea la incómoda idea (para los creyentes) de que hay un defecto innato que ningún relojero puede reparar. ¿Deberíamos considerar que esto también forma parte del «diseño»? (Como suele suceder, quienes atribuyen mérito por lo uno, guardan silencio y empiezan a rezagarse a la hora de cumplimentar la columna del «debe» del libro de contabilidad.) Pero cuando se trata del ajetreado e inhóspito páramo del espacio exterior, con sus estrellas gigantes rojas, sus enanas blancas y sus agujeros negros, con sus titánicas explosiones y extinciones, solo podemos concluir sombría y temblorosamente que el «diseño» todavía no se ha impuesto y preguntarnos si es así como se «sintieron» los dinosaurios cuando los meteoros cayeron atravesando la atmósfera de la tierra, lo aplastaron todo y pusieron fin a la vana rivalidad de mugidos de las ciénagas primigenias.
Hasta lo primero que se supo sobre la simetría relativamente consoladora del sistema solar, con su tendencia en todo caso hacia la inestabilidad y la entropía, disgustó lo bastante a sir Isaac Newton para que propusiera que dios intervino cada dos por tres para volver a colocar las órbitas en situación estable. Esto le expuso a la sorna de Leibniz, que le preguntaba por qué dios no podía haber hecho que funcionara adecuadamente a la primera. En realidad, las en apariencia hermosas y exclusivas condiciones que han hecho posible que se dé vida inteligente en la tierra deben impresionarnos únicamente a causa del escalofriante vacío de todos los demás lugares. Pero, claro, con lo vanidosos que somos, ¿cómo no nos iba a impresionar? Esta vanidad nos permite pasar por alto el insoslayable hecho de que, de todos los demás planetas de nuestro sistema solar, el resto son o bien demasiado fríos o bien demasiado cálidos para albergar algo que pueda reconocerse como vida. Eso mismo, según parece, sucede con nuestro hogar planetario azul y redondeado, en donde el calor pugna con el frío para convertir a grandes extensiones del mismo en eriales inútiles, y donde hemos acabado aprendiendo que vivimos, y hemos vivido siempre, en el filo de un cuchillo climático. Entretanto, el sol se prepara para estallar y devorar a los planetas dependientes de él como si fuera algún jefe o deidad tribal celosa. ¡Menudo diseño!
Esto por lo que respecta a la macrodimensión. ¿Qué hay de la micro? Desde que se vieron obligados a participar en esta discusión, cosa que hicieron con gran reticencia, las personas religiosas han tratado de hacerse eco de la admonición de Hamlet a Horacio de que en el cielo y la tierra hay más cosas de las que sueñan los simples seres humanos. Nuestro bando reconoce de buena gana esta cuestión: en el futuro se producirán descubrimientos que dejarán a nuestras facultades aún más estupefactas que los inmensos avances del conocimiento producidos desde Darwin y Einstein. Sin embargo, estos descubrimientos llegarán del mismo modo: mediante la paciente, escrupulosa y (esta vez, eso esperamos) ilimitada investigación. Mientras tanto, también hemos hecho avanzar nuestra mente mediante el laborioso ejercicio de refutar las más recientes estupideces ideadas por los fieles. Cuando en el siglo XIX se empezaron a descubrir y estudiar los huesos de los animales prehistóricos, había quien decía que los fósiles habían sido depositados en las piedras por dios con el fin de poner a prueba nuestra fe. Esto no se puede refutar. Tampoco se puede refutar mi teoría particular de que, a partir de las pautas de conducta observables, podemos inferir un diseño que convierte al planeta Tierra, sin que tengamos datos de ello, en una colonia-prisión y sanatorio mental de lunáticos que utilizan como vertedero civilizaciones remotas y superiores. No obstante, sir Karl Popper me enseñó a creer que una teoría que no se puede refutar es en ese sentido una teoría débil.
Ahora nos dicen que unos órganos tan asombrosos como los ojos humanos no pueden ser fruto de una casualidad, por así decirlo, «ciega». Resulta que la facción del «diseño» ha escogido un ejemplo que no podría vencerse. En la actualidad sabemos mucho sobre los ojos y sobre qué criaturas los tienen, cuáles no y por qué. Aquí debo ceder la palabra un instante a mi amigo el doctor Michael Shermer:
La evolución también postula que los organismos actuales deberían exhibir una diversidad de estructuras, desde las más simples hasta las más complejas, que reflejen una historia evolutiva en lugar de una creación instantánea. El ojo humano, por ejemplo, es el resultado de un largo y complejo sendero que se remonta centenares de millones de años atrás. En un principio fue un simple ocelo con un puñado de células fotosensibles que proporcionaban información al organismo sobre una fuente relevante de la susodicha luz; luego se convirtió en un ocelo superficial, en el que una pequeña hendidura llena de células fotosensibles ofrecía datos adicionales sobre la dirección de la luz; a continuación en un ocelo profundo en el que unas células adicionales contenidas en una cavidad aún más profunda proporcionan información más precisa sobre el entorno; después en un ojo con una mirilla capaz de proyectar una imagen en la parte trasera de una capa de células fotosensibles muy profundas; luego en un ojo con una lente capaz de enfocar la imagen; después en el ojo complejo que puede encontrarse en mamíferos actuales como los seres humanos.
Todos los estadios intermedios de este proceso han sido detectados en otras criaturas, y se han elaborado sofisticados modelos informáticos que han puesto a prueba la teoría y han demostrado que realmente «funciona». Hay una prueba más de la evolución del ojo, como apunta Shermer. Se trata de la ineptitud de su «diseño»:
En realidad, la anatomía del ojo humano nos ofrece evidencias de cualquier cosa menos de un diseño «inteligente». Está construido del revés y hacia atrás, lo cual exige que los fotones de la luz atraviesen la córnea, el cristalino, el humor acuoso, los vasos sanguíneos, las células ganglionares, las células amacrinas, las células horizontales y las células bipolares antes de rebotar hacia los conos y los bastones fotosensibles que traducen la señal luminosa en impulsos neuronales… los cuales son enviados al córtex visual, situado en la parte trasera del cerebro, para ser procesados y convertidos en figuras significativas. Para que la visión fuera óptima, ¿por qué un diseñador inteligente construiría un ojo del revés y hacia atrás?
La razón por la que somos tan miopes es porque hemos evolucionado a partir de bacterias ciegas con las que ahora hemos descubierto que compartimos ADN. Disponemos de la misma óptica mal concebida, equipada con un punto ciego retiniano «diseñado» de forma deliberada, mediante la cual esos mismos seres humanos afirmaron haber «visto» milagros «con sus propios ojos». El problema en esos casos se situaba en algún otro lugar del córtex, pero no debemos olvidar jamás la sentencia de Charles Darwin de que hasta el más evolucionado de nosotros seguirá portando «el sello indeleble de su bajo origen».
A las palabras de Shermer yo añadiría que, si bien es cierto que somos los animales más superiores y más inteligentes, las águilas tienen unos ojos que hemos estimado que son unas sesenta veces más potentes y sofisticados que los nuestros, y que la ceguera, a menudo causada por parásitos microscópicos que representan por sí solos un milagro de la inventiva, es uno de los trastornos más antiguos y trágicos conocidos por el ser humano. ¿Y por qué conceder un ojo superior (o, en el caso del gato o el murciélago, también un oído) a una especie inferior? El águila puede abatirse en picado con precisión sobre un pez que haya detectado moviéndose bajo el agua con rapidez muchos, muchos metros por debajo, al tiempo que maniobra con sus extraordinarias alas. Las águilas han sido casi exterminadas por el ser humano, mientras que uno puede nacer tan ciego como una lombriz y no obstante convertirse, por ejemplo, en un fervoroso metodista practicante.
Parece absurdo de todo punto —escribió Charles Darwin—, lo confieso espontáneamente, suponer que el ojo, con todas sus inimitables disposiciones para acomodar el foco a diferentes distancias, para admitir cantidad variable de luz y para la corrección de las aberraciones esférica y cromática, pudo haberse formado por selección natural.
Escribió estas palabras en un ensayo titulado «Órganos de extrema perfección y complejidad». Desde aquella época, la evolución del ojo se ha convertido casi en una disciplina de estudio independiente. ¿Cómo no iba a serlo? Resulta sumamente fascinante y gratificante saber que al menos cuarenta pares de ojos distintos, y tal vez sesenta, han evolucionado de manera distinta y paralela, si bien comparable.[21] El doctor Daniel Nilsson, que tal vez sea la autoridad más destacada en la materia, ha descubierto entre otras cosas que tres grupos absolutamente diferentes de peces han desarrollado de forma independiente cuatro ojos. Una de estas criaturas marinas, el Bathylychnops exis, posee un par de ojos que miran hacia los lados y otro par de ojos (situados en las paredes de los dos principales) que orientan su mirada directamente hacia abajo. Para la mayoría de los animales sería un estorbo, pero presenta algunas ventajas evidentes para un animal acuático. Y es muy importante señalar que el desarrollo embrionario del segundo par de ojos no es una copia o una reproducción en miniatura del primero, sino fruto de una evolución absolutamente independiente. Como señala el doctor Nilsson en una carta dirigida a Richard Dawkins: «Esta especie ha reinventado el cristalino pese al hecho de que ya contaba con uno. Esto constituye un buen apoyo en favor de la opinión de que no es difícil evolucionar un cristalino». Como es natural, resulta más verosímil que una deidad de la creación duplicara la dotación óptica antes que plantearse otra cosa, lo cual nos habría dejado sin nada ante lo que maravillarnos o que descubrir, o, como proseguía Darwin a continuación del texto citado antes:
Cuando se dijo por vez primera que el sol estaba quieto y la tierra giraba a su alrededor, el sentido común de la humanidad declaró falsa esta doctrina; pero el antiguo adagio de vox populi, vox Dei, como sabe todo filósofo, no puede admitirse en la ciencia. La razón me dice que si se puede demostrar que existen muchas gradaciones, desde un ojo sencillo e imperfecto a un ojo complejo y perfecto, siendo cada grado útil al animal que lo posea, como ocurre ciertamente; si además el ojo alguna vez varía y las variaciones son heredadas, como ocurre también ciertamente; y si estas variaciones son útiles a un animal en condiciones variables de la vida, entonces la dificultad de creer que un ojo perfecto y complejo pudo formarse por selección natural, aun cuando insuperable para nuestra imaginación, no tendría que considerarse como destructora de nuestra teoría.
Tal vez esbocemos una sonrisa al enterarnos de que Darwin escribió acerca de la inmovilidad del sol, o cuando descubramos que defendía la «perfección» del ojo, pero únicamente porque tenemos la suficiente suerte de saber más que él. Lo que vale la pena señalar, y recordar, es su adecuada utilización del sentido de lo maravilloso.
El verdadero «milagro» es que nosotros, que compartimos genes con las bacterias que originalmente desencadenaron la vida en nuestro planeta, hayamos evolucionado tanto como lo hemos hecho. Otras criaturas no han desarrollado ningún tipo de ojos, o han desarrollado unos ojos extremadamente pobres. Aquí topamos con una inquietante paradoja: la evolución no cuenta con ojos, pero puede crearlos. El brillante profesor Francis Crick, uno de los descubridores de la doble hélice, tenía un colega llamado Leslie Orgel que resumió esta paradoja con más elegancia de lo que yo soy capaz. «La evolución —dijo— es más inteligente que usted.» Pero este piropo sobre la «inteligencia» de la selección natural no representa en modo alguno una concesión a la estúpida idea del «diseño inteligente». Algunos de los resultados son absolutamente impresionantes, como estamos obligados a pensar en nuestro caso. («¡Qué maravillosa obra es el hombre!», como exclama Hamlet antes de contradecirse en cierto modo al calificarlo no obstante como «la quintaesencia del polvo»; ambas afirmaciones tienen el mérito de ser ciertas.) Pero el proceso mediante el cual se obtienen estos resultados es lento e infinitamente laborioso y nos ha otorgado una «cadena» de ADN abarrotada de elementos inservibles que tiene mucho en común con otras criaturas muy inferiores. El sello indeleble de su bajo origen puede encontrarse en nuestro propio apéndice, en la ahora innecesaria mata de pelo que todavía nos crece (y luego se cae) al cabo de cinco meses en el útero materno, en nuestras frágiles rodillas, en el vestigio de nuestro rabo y en los muchos rasgos caprichosos de nuestra estructura urogenital. ¿Por qué la gente sigue diciendo «Dios se ocupa de los detalles»? No se ocupa de los nuestros, a menos que sus palurdos admiradores creacionistas deseen conceder mérito a su torpeza, su fracaso y su incompetencia.
Quienes, no sin resistencia, han cedido a las apabullantes evidencias de la evolución, tratan ahora de colgarse una medalla por reconocer su derrota. La verdadera magnificencia y variedad del proceso, desean decirnos ahora, corrobora la existencia de una mente directora y creadora. Así, deciden dejar en balbuciente ridículo a su pretendido dios y hacer que parezca un hojalatero, un chapuzas y un metepatas que tardó millones de años en dar forma a unas cuantas figuras duraderas mientras amontonaba un depósito de chatarra y fracaso.
¿Ese es el respeto que sienten por su dios? Afirman con imprudencia que la biología evolutiva es «únicamente una teoría», lo cual delata su ignorancia sobre el significado de la palabra «teoría», así como del significado de la palabra «diseño». Una «teoría» es algo que, si se me permite la expresión, evoluciona para ajustarse a los hechos conocidos. Si es una teoría correcta, sobrevive a la introducción de hechos desconocidos hasta la fecha. Y se convierte en una teoría aceptada si puede realizar predicciones precisas acerca de objetos o acontecimientos que todavía no se han descubierto o no se han producido. Esto puede llevar tiempo y también está sometido a una versión del procedimiento de Ockham: los astrónomos del Egipto de los faraones podían predecir eclipses, aun cuando creyeran que la tierra era plana; sencillamente, les exigía muchísimo trabajo innecesario. La predicción de Einstein del grado exacto de desviación angular de la luz de una estrella debido a la fuerza de la gravedad (verificado frente a la costa occidental de África durante un eclipse que se produjo en 1913) era más elegante y se esgrimió para confirmar su «teoría» de la relatividad.
Entre los evolucionistas hay muchas disputas acerca de cómo se produjo este complejo proceso y, ciertamente, acerca de cómo empezó. Francis Crick se permitió incluso coquetear con la teoría de que la vida fue «inseminada» en la tierra por bacterias desprendidas al paso de un cometa. Sin embargo, si todas estas disputas se resuelven, o cuando lo hagan, se resolverán utilizando métodos científicos y experimentales que han demostrado serlo. Por el contrario, el creacionismo o argumento del «diseño inteligente» (su única inteligencia reside en su solapada redenominación de sí mismo) no es ni siquiera una teoría. Pese a toda su bien financiada propaganda, jamás ha tratado siquiera de demostrar cómo un solo pedazo de la naturaleza se explica mejor mediante el «diseño» que mediante la competencia evolutiva. Por su parte, se disuelve en tautologías pueriles. Uno de los «cuestionarios» de los creacionistas pretende ser un interrogatorio al que contestar con «un sí o un no» como el que sigue:
¿Conoce usted algún edificio que no tuviera arquitecto?
¿Conoce usted algún cuadro que no tuviera pintor?
¿Conoce usted algún coche que no tuviera fabricante?
Si ha respondido SÍ a alguna de las preguntas anteriores, aporte detalles.
Conocemos la respuesta en todos los casos: han sido invenciones esforzadas de la humanidad (realizadas también mediante ensayo y error), han sido fruto de muchas manos y continúan «evolucionando». Esto es lo que vuelve despreciables las paparruchas del creacionista, que compara la evolución con un torbellino que soplara sobre un depósito de chatarra y nos presentara después la forma de un avión jumbo. Para empezar, no hay «partes» que estén por ahí flotando a la espera de ser ensambladas. Por otra parte, el proceso de adquisición y descarte de «elementos» (de manera muy especial, las alas) dista mucho de parecerse a un torbellino, tal como puede imaginarse que fue. El tiempo empleado en ello se parece más al de la vida de un glaciar que al de la de una tormenta. Además, los aviones jumbo no se montan con «elementos» inservibles o superfluos heredados tangencialmente de un avión con menos éxito. ¿Por qué hemos aceptado con tanta facilidad llamar a esta antigua no teoría ya refutada por su nuevo disfraz arteramente escogido de «diseño inteligente»? No tiene nada en absoluto de «inteligente». Son las mismas supercherías.
Los aviones, concebidos por el hombre, «evolucionan» a su modo. Y también evolucionamos nosotros, de un modo un tanto distinto. A principios de abril de 2006 se publicó en la revista Science un amplio estudio de la Universidad de Oregón. Basándose en la reconstrucción de genes antiguos procedentes de animales extinguidos, los investigadores consiguieron demostrar cómo la no teoría de la «complejidad irreductible» es una burla. Descubrieron que las moléculas de proteínas utilizaron lentamente el procedimiento de ensayo y error reutilizando y alterando sus elementos existentes para actuar como una especie de mecanismo de cerradura que activa y desactiva hormonas discrepantes.[22] Esta marcha genética se inauguró ciegamente nace 450 millones de años, antes de que la vida abandonara el océano y mucho antes de que aparecieran los huesos. En la actualidad sabemos cosas acerca de nuestra naturaleza que los fundadores de la religión ni siquiera podrían haber imaginado y que, en caso de haberes conocido, habrían acallado sus lenguas, demasiado seguras de sí mismas. Pero, una vez más, en el momento en que uno se ha deshecho a las presuposiciones superfluas, la especulación acerca de quién nos diseñó para que fuéramos diseñadores se vuelve tan infructuosa e irrelevante como la pregunta de quién diseñó al diseñador. Aristóteles, cuya argumentación acerca del motor inmóvil y la causa incausada representa los orígenes de este argumento, concluyó que la lógica necesitaría cuarenta y siete o cincuenta y cinco dioses. Seguramente, hasta un monoteísta agradecería en este aspecto la navaja de Ockham. Partiendo de una pluralidad de motores primigenios, los monoteístas los han ido reduciendo a uno solo. Cada vez se acercan más a la cifra redonda y verdadera.
Debemos hacer frente también al hecho de que la evolución es, aparte de más inteligente que nosotros, infinitamente más insensible, cruel y asimismo caprichosa. El estudio de los hallazgos fósiles y los descubrimientos de la biología molecular nos demuestra que aproximadamente el 98 por ciento de todas las especies que han aparecido sobre la tierra en algún momento han disminuido hasta extinguirse. Ha habido fabulosos períodos de explosión de vida, seguidos invariablemente por grandes «extinciones». Para que la vida arraigara en un planeta que se enfriaba, tuvo primero que aparecer con una fantástica profusión. Disponemos de microatisbos de ello en nuestra breve vida humana: los hombres producen una cantidad de semen infinitamente superior al necesario para engendrar una familia humana, y padecen (de un modo que no es del todo desagradable) la urgente necesidad de diseminarlo por donde sea o deshacerse de él de cualquier otro modo. (Las religiones se han sumado innecesariamente al padecimiento condenando los distintos métodos sencillos para aliviar esta presión presuntamente «diseñada».) La exuberante proliferación de formas de vida de insectos, gorriones, salmones o bacalaos representa un derroche titánico que garantiza en algunos casos, pero no en todos, que queden suficientes supervivientes.
Los animales superiores no quedan exentos de este proceso. Las religiones que conocemos han nacido también, por razones evidentes, de pueblos de los que tenemos conocimiento. Y en Asia, el mar Mediterráneo y Oriente Próximo se puede reconstruir la presencia humana durante un período de tiempo asombrosamente largo y continuado. Sin embargo, hasta los mitos religiosos refieren períodos de tinieblas, epidemias y calamidades en los que parecía que la naturaleza se había vuelto contra la existencia humana. La memoria popular, corroborada en la actualidad por la arqueología, hace que parezca muy probable que cuando se formaron el mar Mediterráneo y el mar Negro se produjeran inmensas inundaciones, y que estos acontecimientos imponentes y aterradores siguieran impresionando a los barrios de Mesopotamia y de otros lugares. Todos los años, los fundamentalistas cristianos renuevan sus expediciones al monte Ararat, en la actual Armenia, convencidos de que algún día descubrirán los restos del naufragio del arca de Noé. Este esfuerzo es fútil y, aun cuando tuviera éxito, no demostraría nada; pero si esas personas leyeran las reconstrucciones de lo que realmente sucedió se verían confrontados por algo bastante más memorable que el banal relato del diluvio: un muro de aguas oscuras que recorrieron bramando una llanura densamente poblada. Este suceso digno de la «Atlántida» se habría adherido a la memoria prehistórica, de acuerdo, como de hecho le sucede a la nuestra.
No obstante, ni siquiera disponemos de un recuerdo enterrado o mal referido de lo que le sucedió a la mayoría de nuestros congéneres en las Américas. Cuando los conquistadores católicos llegaron al hemisferio occidental a principios del siglo XVI, se comportaron con una crueldad y destructividad tan indiscriminadas que uno de sus integrantes, Bartolomé de las Casas, propuso realmente elevar una renuncia formal, una disculpa y reconocer que la empresa en su conjunto había sido un error. Por bienintencionado que fuera, fundaba su mala conciencia en la idea de que los «indios» habían vivido en un edén intacto y que España y Portugal habían desaprovechado la oportunidad de redescubrir la inocencia que antecedió a la caída de Adán y Eva. Eran bagatelas optimistas, además de un aire de superioridad extremo: los olmecas y demás pueblos poseían sus propios dioses (cuya voluntad propiciaban mediante sacrificios humanos) y también desarrollaron meticulosos sistemas de escritura, astronomía, agricultura y comercio. Escribían su historia y habían descubierto un calendario de 365 días que era más preciso que sus equivalentes europeos. Una sociedad concreta, la maya, había conseguido también idear ese hermoso concepto de cero al que he aludido antes, y sin el cual el cálculo matemático resulta muy difícil. Tal vez sea significativo que papado de la Edad Media rechazara siempre la idea de «cero» por considerarla extraña y herética, tal vez debido a su origen supuestamente árabe (en realidad, sánscrito); pero tal vez también porque albergaba una posibilidad espantosa.
Sabemos algo de las civilizaciones del istmo americano, pero hasta hace muy poco no hemos sido conscientes de las inmensas ciudades y redes que otrora se extendieron por toda la cuenca del Amazonas y algunas regiones de los Andes. El trabajo riguroso no ha hecho más que empezar con el estudio de estas imponentes sociedades, que nacieron y prosperaron cuando ya se adoraba a Moisés, Abraham, Jesús, Mahoma y Buda, pero que no participaron en absoluto en dichas discusiones y a las que no se incluía en los cálculos de los monoteístas fieles. Es un hecho cierto que estos pueblos también poseían sus mitos de la creación y sus revelaciones de la voluntad divina, los cuales explicaban todo el bien que les habían hecho. Pero sufrieron, vencieron y fenecieron sin haber estado nunca en «nuestras» oraciones. Y murieron con la amarga conciencia de que no habría nadie que les recordara tal como habían existido, o siquiera que hubieran existido. Todas sus «tierras prometidas», profecías, preciadas leyendas y ceremonias podrían haberse producido también en otro planeta. Así es en realidad la arbitraria historia de la humanidad.
Parece haber muy pocas o ninguna duda de que estos pueblos fueron exterminados no solo por conquistadores humanos, sino también; por microorganismos de los cuales ni ellos ni sus invasores tenían conocimiento alguno. Tal vez estos gérmenes fueran originarios de allí, o tal vez fueran importados; pero el efecto fue el mismo. Una vez más, percibimos aquí la monumental falacia humana que informa nuestro relato del Génesis. ¿Cómo se puede demostrar en un párrafo que este libro fue escrito por hombres ignorantes y no por ningún dios? Porque se concede al hombre «dominio» sobre todas las bestias, ganados y peces. Pero no se especifica nada acerca de los dinosaurios, los plesiosauros ni los pterodáctilos, ya que sus autores no conocían su existencia, ni menos aún su creación supuestamente especial e inmediata. Tampoco se menciona a ningún marsupial, porque Australia (el siguiente candidato a nuevo «edén» después de Mesoamérica) no figuraba en ningún mapa conocido. Y lo más importante de todo: en el Génesis no se otorga al hombre dominio sobre los gérmenes y las bacterias porque no se conocía ni comprendía la existencia de estas criaturas necesarias pero peligrosas. Y, de haberse conocido o comprendido, hubiera quedado de manifiesto al instante que estas formas de vida tenían «dominio» sobre nosotros y que seguirían gozando de él de forma inapelable hasta que los sacerdotes hubieran recibido algún codazo y la investigación científica hubiese gozado por fin de una oportunidad. Ni siquiera hoy está en modo alguno decidido el equilibrio entre el Homo sapiens y el «ejército invisible» de microbios de Louis Pasteur, pero el ADN nos ha permitido al menos secuenciar el genoma de nuestros letales rivales, como el virus de la gripe aviar, y dilucidar qué tenemos en común.
Tal vez la tarea más desalentadora a la que nos enfrentemos, dada nuestra condición de animales parcialmente racionales, con unas glándulas suprarrenales demasiado grandes y unos lóbulos prefrontales demasiado pequeños, sea la contemplación de nuestro propio peso relativo en el orden de las cosas. Nuestro lugar en el cosmos es tan inconcebiblemente pequeño que, con nuestra miserable dotación de materia craneal, ni siquiera somos capaces de contemplarlo durante mucho tiempo. No menos difícil resulta descubrir que tal vez seamos una presencia en la tierra bastante aleatoria. Quizá hayamos aprendido algo sobre nuestro modesto lugar en la escala, sobre cómo prolongar nuestra vida, curarnos las enfermedades, aprender a respetar y sacar provecho de otras tribus y otros animales y utilizar cohetes y satélites para facilitar las comunicaciones; pero, entonces, la conciencia de que se aproxima nuestra muerte y de que vendrá seguida por la muerte de la especie y la muerte térmica del universo representa un exiguo alivio. Aun así, al menos no nos encontramos en el lugar de aquellos seres humanos que murieron sin haber tenido siquiera la oportunidad de relatar su historia, ni en el de quienes mueren hoy día y en este mismo instante tras unos minutos desnudos y retorcidos de dolorosa y atemorizada existencia.
En 1909 se hizo un descubrimiento de trascendental importancia en las montañas Rocosas de Canadá, en la frontera de la Columba Británica. El lugar es conocido como «los esquistos de Burgess» y, aunque es una formación natural y no posee ninguna propiedad mágica, es casi como una máquina del tiempo o una llave que nos permitiera visitar el pasado. El pasado muy remoto: la existencia de esta cantera de piedra caliza data de hace unos 570 millones de años y refleja lo que los paleontólogos suelen denominar «explosión cámbrica». Exactamente igual que ha habido grandes «desapariciones» y extinciones durante el período evolutivo, también ha habido momentos exultantes en los que la vida volvía a proliferar de forma súbita y diversa una vez más. (Un «diseñador» inteligente habría podido arreglárselas sin esos caóticos episodios de expansión y declive.)
La mayoría de los animales que actualmente perviven tienen su origen en este gran florecimiento cámbrico, pero hasta 1909 no fuimos capaces de verlos en ningún lugar que se pareciera a su habitat originario. Hasta entonces, también habíamos tenido que apoyarnos sobre todo en los testimonios de los huesos y las conchas, mientras que los esquistos de Burgess contienen asimismo mucha «anatomía blanda» fosilizada, incluido el propio contenido de los aparatos digestivos. Es una especie de piedra de Rosetta para decodificar las formas de vida.
Nuestro solipsismo, manifiesto a menudo de forma esquemática o caricaturesca, suele representar la evolución como una especie de escalera o progresión en cuya primera imagen aparece un pez jadeante en la orilla; en las siguientes, aparecen unas figuras encorvadas y de mandíbula prominente y, a continuación, de forma gradual, un hombre erguido con traje, agitando el paraguas y gritando «¡Taxi!». Hasta quienes han observado el perfil con «dientes de sierra» de las fluctuaciones entre aparición y extinción, posterior aparición y posterior extinción, y quienes ya han trazado el final definitivo del universo, coinciden a medias en que hay una obstinada tendencia hacia la progresión ascendente. Esto no representa ninguna sorpresa: las criaturas ineficientes morirán o serán eliminadas por las que hayan tenido más éxito. Pero el progreso no niega la idea de aleatoriedad, y cuando llegó el momento de examinar los esquistos de Burgess, el gran paleontólogo Stephen Jay Gould llegó a la conclusión más perturbadora e inquietante de todas. Examinó los fósiles y su evolución con meticulosa atención y descubrió que si se pudiera volver a plantar este árbol o volver a poner a cocer la sopa entera, muy probablemente no se repetirían los mismos resultados que ahora «conocemos».
Puede ser digno de mención que esta conclusión no fue mejor recibida por Gould que por usted o por mí: en su juventud se había imbuido de una versión del marxismo y para él el concepto de «progreso» era algo verdadero. Pero era un erudito demasiado escrupuloso para negar una evidencia expuesta de un modo tan directo, y aunque algunos biólogos evolutivos están dispuestos a decir que el proceso milimétrico e implacable tenía una «dirección» para llegar a nuestra forma de vida inteligente, Gould se privó a sí mismo de su compañía. Estableció que si se hubieran podido grabar y, por así decirlo, «rebobinar» las infinitas ramas evolutivas a partir del período cámbrico, y volviéramos a reproducir la cinta, no habría ninguna certeza de que arrojara el mismo resultado. Varias ramas del árbol (sería mejor analogía la de pequeñas ramitas con un brote de maleza extraordinariamente denso) no desembocan en ninguna parte, pero con un «arranque» nuevo podrían haber brotado y florecido; del mismo modo, algunas que sí brotaron y florecieron podrían de forma idéntica haberse marchitado y muerto. Todos somos conscientes de que nuestra naturaleza y nuestra existencia se basa en el hecho de ser vertebrados. El primer vertebrado (o «cordado») conocido hallado en los esquistos de Burgess es una criatura bastante elegante de cinco centímetros, Pikaia grucilens, llamada así por el nombre de una montaña contigua y por su sinuosa belleza. En un principio, se la clasificó erróneamente como gusano (no debemos olvidar jamás lo recientes que son en realidad la mayoría de nuestros conocimientos), pero pese a sus segmentos, su carnosidad y la flexibilidad de su espina dorsal es necesariamente un antepasado que no obstante no exige ningún culto. Hay otros millones de formas de vida que perecieron antes de que finalizara el período cámbrico, pero este minúsculo prototipo sobrevivió. Citemos a Gould:
Rebobínese la cinta de la vida hasta los tiempos de los esquistos de Burgess y reprodúzcase de nuevo. Si Pikaia no sobrevive en la repetición, somos barridos de la historia futura: todos nosotros, desde el tiburón al petirrojo y al orangután. Y no creo que ningún pronosticador, si hubiera dispuesto de la evidencia de los esquistos de Burgess como la conocemos hoy en día, hubiera concedido ventajas muy favorables a la persistencia de Pikaia.
Y así, si usted quiere formular la pregunta de todos los tiempos (¿por qué existen los seres humanos?), una parte principal de la respuesta, relacionada con aquellos aspectos del tema que la ciencia puede tratar de algún modo, puede ser: «Porque Pikaia sobrevivió al exterminio de los esquistos de Burgess». Esta respuesta no menciona ni una sola ley de la naturaleza; no incorpora afirmación alguna sobre rutas evolutivas previsibles, ningún cálculo de probabilidades basado en reglas generales de anatomía o de ecología. La supervivencia de Pikaia fue una contingencia de la «simple historia». No creo que se pueda dar una respuesta «superior», y no puedo imaginar que ninguna resolución pueda ser más fascinante. Somos la progenie de la historia, y debemos establecer nuestros propios caminos en el más diverso e interesante de los universos concebibles: un universo indiferente a nuestro sufrimiento y que, por lo tanto, nos ofrece la máxima libertad para prosperar, o para fracasar, de la manera que nosotros mismos elijamos.[23]
La manera que nosotros «elijamos», deberíamos añadir, dentro de unos límites rigurosamente definidos. He aquí la voz serena y auténtica de un científico y humanista entregado a su labor. De un modo un tanto oscuro, nosotros ya sabíamos todo esto. La teoría del caos nos ha familiarizado con la idea de que el aleteo inesperado de una mariposa desencadena un leve céfiro y acaba ocasionando un furibundo tifón. Augie March, de Saúl Bellow, ya observó con sagacidad el asilvestrado corolario de que «toda supresión es burda: suprimes una cosa y en el acto estás suprimiendo la de al lado». Y el apabullante pero esclarecedor libro de Gould sobre los esquistos de Burgess lleva el título de La vida maravillosa, un doble sentido que tiene ecos de la más apreciada de las películas románticas de Estados Unidos. En el momento culminante de esta atractiva pero pésima película, Jimmy Stewart desea no haber nacido nunca, pero entonces un ángel le muestra cómo habría sido el mundo si se hubiera cumplido su deseo. A un público de cultura media se le ofrece así un atisbo vicario de una versión del principio de incertidumbre de Heisenberg: toda tentativa de tratar de medir algo tendrá como consecuencia la alteración minuciosa de aquello que se desea medir. Hasta hace muy poco no hemos sido capaces de determinar que una vaca es un pariente más próximo de la ballena que de un caballo: nos esperan, sin duda, otras maravillas. Aunque nuestra presencia aquí, bajo nuestra forma actual, sea de hecho aleatoria y contingente, al menos podemos esperar la posterior evolución de nuestros pobres cerebros, los fabulosos avances de la medicina y la prolongación de la vida derivados de nuestro trabajo con células madre elementales y células sanguíneas de cordón umbilical.
Siguiendo los pasos de Darwin, Peter y Rosemary Grant, de la Universidad de Princeton, han pasado los últimos treinta años en las islas Galápagos, han vivido en las arduas condiciones que ofrece la minúscula isla de Dafne Mayor y han observado y medido realmente cómo evolucionaron y se adaptaron los pinzones al cambiante entorno que les rodeaba. Han demostrado de manera concluyente que el tamaño y la forma del pico de los pinzones se amoldaba a las condiciones de sequía y la escasez mediante su adaptación al tamaño y la naturaleza de diferentes semillas y escarabajos existentes. No solo la multitud original de ellos que databa de hacía tres millones de años evolucionaba en una determinada dirección, sino que si la situación de los escarabajos y las semillas volvía a alterarse, sus picos podían acompañarla. Los Grant se fijaron, vieron cómo sucedía y publicaron sus hallazgos y pruebas para que todos lo conocieran. Estamos en deuda con ellos. Su vida fue dura, pero ¿quién hubiera deseado que en lugar de ello se hubieran atormentado en una cueva bendita o en lo alto de una columna sagrada?
En 2005, un equipo de investigadores de la Universidad de Chicago realizó un riguroso trabajo sobre dos genes conocidos como microcefalín y ASPM que cuando se inhabilitan son causa de la microcefalia.[24] Los bebés nacidos en estas condiciones tienen un córtex cerebral reducido, lo cual muy probablemente es un recordatorio incidental de la época en que el cerebro humano era mucho más pequeño de lo que es hoy. Por lo general se considera que la evolución de los seres humanos se completó hace aproximadamente entre 50.000 y 60.000 años (un instante en la historia de la evolución), pero esos dos genes, según parece, han evolucionado con mayor rapidez en los últimos 37.000 años, lo cual plantea la posibilidad de que el cerebro humano sea una obra todavía inacabada. En marzo de 2006, trabajos posteriores realizados en la misma universidad revelaron que hay unas setecientas zonas del genoma humano en las que los genes han sido remodelados mediante selección natural entre los últimos 5.000 y 50.000 años. Algunos de estos genes son los responsables de nuestro «sentido del gusto y el olfato, la digestión, la estructura ósea, el color de piel y las funciones cerebrales». (Uno de los grandes frutos emancipadores de la genómica consiste en demostrar que todas las diferencias «raciales» y de color son recientes, superficiales y engañosas.) Hay certeza moral de que entre el momento en que yo termine de redactar este libro y el momento en que se publique se realizarán en este próspero campo de investigación algunos descubrimientos más fascinantes e iluminadores. Tal vez sea demasiado pronto para afirmar que todo el progreso es positivo o «ascendente», pero la evolución humana todavía está en curso. Ello se aprecia en el modo en que adquirimos inmunidades, y también en el modo en que no las adquirimos. Los estudios sobre el genoma han identificado a grupos de primeros habitantes del norte de Europa que aprendieron a domesticar ganado y adquirieron un gen diferenciado para la «tolerancia a la lactosa», mientras que otros pueblos de ascendencia africana más reciente (todos procedemos en última instancia de África) son proclives a desarrollar una anemia falciforme que, aunque resulte en sí misma molesta, procede de una mutación anterior que brindaba protección contra la malaria. Y todo ello quedará aún más esclarecido si tenemos la humildad y la paciencia necesarias para entender los ladrillos con que está construida la naturaleza y el sello indeleble de su bajo origen. No es necesario ningún plan divino, y menos aún intervención de los ángeles. Todo funciona sin esa suposición.
Así pues, aunque no me agrada discrepar de un hombre tan magnífico, Voltaire se mostraba sencillamente ridículo cuando afirmó que si dios no existiera, sería necesario inventarlo.[25] Para empezar, el problema es la invención humana de dios. Hemos analizado nuestra evolución «hacia atrás», viendo cómo la vida dejaba atrás temporalmente la extinción y sabiendo ya que el conocimiento es por fin capaz de revisar y explicar la ignorancia. La religión, es cierto, todavía posee la inmensa aunque torpe y poco flexible ventaja de haber llegado «primero». Pero, como afirma Sam Harris bastante oportunamente en El fin de la fe, si en una especie de ataque colectivo de amnesia digno de una obra de García Márquez perdiéramos todo nuestro bien ganado conocimiento y todos nuestros archivos, toda nuestra ética y nuestra moral, y tuviéramos que reconstruir todo lo esencial desde cero, resultaría difícil imaginar en qué momento necesitaríamos recordarnos o reafirmarnos a nosotros mismos que Jesús nació de una virgen.[26]
Los creyentes inteligentes pueden hallar también algún consuelo. El escepticismo y los descubrimientos los han liberado de la carga de tener que defender que su dios es un científico loco insignificante, patoso y lunático, y también de tener que responder a preguntas incómodas acerca de quién inoculó el bacilo de la sífilis en la humanidad, quién ordenó que existieran la lepra o la idiocia o quién concibió los tormentos de Job. Los fieles quedan absueltos de dicha acusación: ya no tenemos necesidad de que un dios explique lo que ha dejado de ser misterioso. Lo que los creyentes hagan, ahora que su fe es opcional, privada e irrelevante, es cosa suya. No debería importarnos, siempre que no vuelvan a intentar inculcar la religión mediante ninguna forma de coerción.