En tiempos oscuros, la mejor guía para los pueblos era la religión, del mismo modo que en medio de una noche oscura un ciego es nuestro mejor guía; de noche, él conoce los caminos y senderos mejor de lo que puede verlos un ser humano. Sin embargo, cuando amanece, es una insensatez utilizar a los ciegos como guías.
HEINRICH HEINE, Gedanken und Einfalle.
En otoño de 2001 me encontraba en Calcuta con el magnífico fotógrafo Sebastiáo Salgado, un genio brasileño cuyos estudios fotográficos han plasmado gráficamente las vidas de los emigrantes, las víctimas de la guerra y los esforzados trabajadores que extraen materias primas de las minas, las canteras y los bosques. En aquella ocasión, él ejercía de embajador de Unicef y promocionaba como un cruzado (en el sentido positivo del término) la lucha contra la polio. Gracias al trabajo de científicos brillantes y con una imaginación desbordante como Jonas Salk, hoy día se puede vacunar a los niños contra esta espantosa enfermedad por un coste insignificante: los pocos céntimos o peniques que cuesta administrar por vía oral dos gotas de una vacuna a un bebé. Los avances de la medicina ya han conseguido dejar atrás el miedo a la viruela, y se había depositado mucha confianza en que otro año más supusiera idéntico resultado para la polio. La humanidad entera parecía haberse congregado en torno a este propósito. En varios países, entre ellos El Salvador, las partes en conflicto habían declarado períodos de alto el fuego con el fin de permitir que los equipos de vacunación se desplazaran con libertad. Los países extremadamente pobres y atrasados habían hecho acopio de todos sus recursos para informar de la buena noticia en todas las aldeas: esta horrenda enfermedad no tenía por qué matar, dejar inútiles o hacer desgraciados a más niños. De vuelta a mi casa, en Washington, donde aquel año mucha gente todavía permanecía paralizada y sin salir de su casa, atemorizada tras el trauma del 11 de septiembre, mi hija menor iba incansablemente de puerta en puerta en Halloween alborotando con sus gritos de «Trato o truco por Unicef» y curando o salvando, con cada uno de los puñaditos de calderilla que recibía, a niños que jamás conocería. Uno tenía la sensación de estar participando en una iniciativa enteramente positiva.
La población de Bengala, y en concreto las mujeres, estaban entusiasmadas y rebosantes de imaginación. Recuerdo una reunión de un comité en la que las damas de sociedad de Calcuta planearon sin ningún rubor asociarse con las prostitutas de la ciudad para correr la voz hasta los rincones más escondidos de la sociedad. Traed a vuestros hijos, no se hará ninguna pregunta, y permitid que se traguen las dos gotas de líquido. Alguien sabía que había un elefante en las afueras de la ciudad, a unos cuantos kilómetros, que se podría alquilar para encabezar con él un desfile publicitario. Todo marchaba bien; en una de las ciudades y estados más pobres del mundo, iban a volver a empezar. Y entonces comenzamos a escuchar un rumor. En algunos lugares de las afueras había musulmanes intransigentes que estaban propagando el rumor de que las gotas eran una artimaña. Si uno se tomaba aquella diabólica medicina occidental, caería enfermo de impotencia y diarrea (una combinación demoledora y deprimente).
Aquello era un problema, porque había que administrar las gotas dos veces (la segunda vez servía de refuerzo y confirmación de la inmunidad) y porque bastan unas cuantas personas sin vacunar para que la enfermedad no se erradique y se produzcan nuevos brotes, y para volver a propagarla por contacto y a través del consumo de agua. Al igual que con la viruela, la erradicación debe ser completa y absoluta. Cuando me marché de Calcuta me preguntaba si el estado de Bengala Occidental conseguiría cumplir los plazos y declararse región libre de la polio antes de que finalizara el año siguiente. Aquello significaría dejar la enfermedad aislada únicamente en unas pequeñas bolsas de Afganistán y una o dos regiones inaccesibles más, devastadas ya por el fervor religioso, para poder decir muy pronto que la tiranía de otra antigua enfermedad había sido derrocada de manera definitiva.
En 2005 me enteré de un dato. En el norte de Nigeria, un país que anteriormente había sido declarado libre de la polio de forma provisional, un grupo de religiosos islámicos promulgaron un dictamen, o fatwa, que afirmaba que la vacuna de la polio era una conspiración de Estados Unidos (y, por asombroso que resulte, de las Naciones Unidas) contra la religión musulmana. Las gotas habían sido concebidas, afirmaban estos ulemas, para esterilizar a los auténticos creyentes. Según ellos, tenían un propósito y un efecto genocida. Nadie debía ingerirlas ni administrárselas a los bebés. Al cabo de unos meses, la polio había vuelto a manifestarse, y no solo en el norte de Nigeria. Los viajeros y peregrinos nigerianos ya la habían llevado nada menos que a La Meca, y habían vuelto a propagarla en algunos otros países libres de polio, entre los que se contaban tres países africanos y también el remoto Yemen. Había que volver a empujar de nuevo aquella roca descomunal hasta la cima de la montaña.
Alguien podrá decir que se trata de un caso «aislado», lo cual podría ser un modo tristemente oportuno de resumirlo. Pero se equivocaría. ¿Le gustaría ver mi grabación de la recomendación hecha por el cardenal Alfonso López de Trujillo, presidente del Consejo Pontificio para la Familia del Vaticano, en la que advierte minuciosamente a la audiencia de que todos los condones se fabrican en secreto con muchos agujeros microscópicos, a través de los cuales puede pasar el virus del sida? Cierre los ojos y trate de imaginar qué diría usted si tuviera autoridad para causar el máximo sufrimiento posible con el menor número de palabras. Piense en el daño que ha ocasionado semejante dogma: esos supuestos agujeros también permitirían el paso de otras cosas, lo cual más bien socava en primera instancia la utilidad de un condón. Realizar una afirmación así en Roma ya es bastante infame. Pero traduzca este mensaje a la lengua de los países pobres y enfermos y verá lo que sucede. En Brasil, en época de carnaval, el obispo auxiliar de Río de Janeiro, Rafael Llano Cifuentes, le dijo a su congregación en una homilía que «la Iglesia es contraria al uso del preservativo. Las relaciones sexuales entre un hombre y una mujer deben ser naturales. Jamás he visto a un perrillo utilizar ningún preservativo en el acto sexual con otro perro».[12] Altos cargos eclesiásticos de algunos otros países (el cardenal Obando y Bravo de Nicaragua, el arzobispo de Nairobi en Kenia o el cardenal Emmanuel Wamala de Uganda) han contado a sus feligreses que los condones transmiten el sida. De hecho, el cardenal Wamala ha dicho en público que las mujeres que mueren de sida por no utilizar esa protección de látex deberían considerarse mártires (aunque, como es de suponer, este martirio debe tener lugar dentro de los límites del matrimonio).
Las autoridades islámicas no han actuado mejor, y en ocasiones mucho peor. En 1995, el Consejo de Ulemas de Indonesia alentó a que los condones solo estuvieran a disposición de las parejas casadas y con receta médica. En Irán, un trabajador del que se descubra que es seropositivo puede perder su empleo, y los médicos y los hospitales tienen derecho a negar el tratamiento a los pacientes de sida. Un funcionario del programa de control del sida de Pakistán refirió a la revista Foreign Policy en 2005 que el problema era menor en su país debido a los «mejores valores sociales e islámicos».[13] Esto en un Estado en el que la ley permite que una mujer sea condenada a ser violada por un grupo de hombres con el fin de que expíe la «culpa» de un delito cometido por un hermano suyo. Aquí tenemos la vieja combinación religiosa de represión y negación: se supone que una epidemia como el sida es innombrable porque las enseñanzas del Corán se bastan por sí solas para inhibir las relaciones sexuales prematrimoniales, el consumo de drogas, el adulterio y la prostitución. Basta incluso una breve visita a Irán, por ejemplo, para demostrar lo contrario. Son los propios ulemas los que se benefician de esta hipocresía autorizando «matrimonios temporales» en los que se expiden certificados matrimoniales para unas pocas horas, a veces en viviendas especialmente designadas a tal efecto, donde al final del asunto hay ya preparada y muy a mano una sentencia de divorcio. Casi se le puede llamar prostitución… La última vez que me ofrecieron una ganga de estas características me encontraba justamente en la puerta del feo sepulcro del ayatolá Jomeini, en el Sur de Teherán. Pero se espera que las mujeres cubiertas con velos y burkas, infectadas con el virus por sus maridos, mueran en silencio. Sabemos con certeza que otros millones de personas honradas e inocentes morirán en todo el mundo de manera lamentable y bastante innecesaria como consecuencia de ese oscurantismo.
La actitud de la religión hacia la medicina, al igual que la actitud de la religión hacia la ciencia, siempre es necesariamente problemática y, con frecuencia, necesariamente hostil. Un creyente de nuestros días puede afirmar e incluso creer que su fe es bastante compatible con la ciencia y la medicina; pero la cruda realidad será siempre que ambas cosas tienen cierta tendencia a quebrar el monopolio de la religión; y por esta razón a menudo han sido combatidas ferozmente. ¿Qué le sucede al santero y al chamán cuando cualquier ciudadano pobre puede percibir el efecto de los medicamentos y la cirugía administrados sin ceremonia ni mistificación? Más o menos lo mismo que le sucede al brujo que baila la danza de la lluvia una vez que aparece el meteorólogo, o al adivino que lee el futuro en los cielos cuando los maestros de escuela consiguen telescopios rudimentarios. Antes se sostenía que las plagas eran un castigo impuesto por los dioses, lo que servía para afianzar el poder de los sacerdotes y en buena medida para fomentar la quema de herejes e infieles, a los que se consideraba (según una explicación alternativa) propagadores de la enfermedad mediante la brujería o también envenenando los pozos de agua.
Tal vez seamos indulgentes con las bacanales de estupidez y crueldad que se permitieron antes de que la humanidad tuviera una idea clara de la teoría bacteriológica de las enfermedades. La mayoría de los «milagros» del Nuevo Testamento guardan relación con curaciones, lo que revestía la máxima importancia en una época en que incluso las enfermedades secundarias solían significar la muerte (el propio san Agustín afirmaba que él no habría creído en el cristianismo de no haber sido por los milagros). Filósofos científicos críticos con la religión, como Daniel Dennett, han sido lo bastante generosos para señalar que los rituales de curación aparentemente inservibles pueden haber contribuido incluso a ayudar a la gente a mejorar, ya que sabemos lo importante que puede llegar a ser el estado de ánimo del paciente para ayudar al cuerpo a curar una herida o una infección.[14] Pero esto solo serviría de excusa a posteriori. En el momento en que el doctor Jenner descubrió que una inyección de virus de la viruela de las vacas podía evitar la viruela, esta excusa quedó vacía de contenido. Sin embargo, Timothy Dwight, un rector de la Universidad de Yale y hasta la fecha uno de los «teólogos» más respetados de Estados Unidos, se opuso a la vacunación contra la viruela porque la consideraba una injerencia en los designios de dios. Y esta mentalidad todavía se encuentra muy presente, mucho después de que haya desaparecido su pretexto y justificación en la ignorancia humana.
Resulta interesante y sugerente que el arzobispo de Río de Janeiro establezca una analogía con los perros. Ellos no se molestan en enfundarse un condón: ¿quiénes somos nosotros para discrepar de su lealtad a la «naturaleza»? En la reciente división de opiniones en la Iglesia anglicana acerca de la homosexualidad y la ordenación para el sacerdocio, varios obispos realizaron la infundada puntualización de que la homosexualidad es «antinatural» porque no se da en otras especies. Dejemos al margen lo absurdo de este comentario. Los seres humanos, ¿forman parte de la naturaleza o no? O si son homosexuales, ¿han sido creados a imagen y semejanza de dios, o no? Dejemos a un lado el hecho bien demostrado de que hay innumerables tipos de aves, mamíferos y primates que sí entablan relaciones homosexuales. ¿Quiénes son los clérigos para interpretar la naturaleza? Han demostrado ser bastante ineptos para hacerlo. Un condón es una condición necesaria, pero no suficiente, para evitar la transmisión del sida, lo cual es bastante evidente. Todas las autoridades reconocidas, entre ellas aquellas que afirman que la abstinencia es aún mejor, coinciden en ello. La homosexualidad está presente en todas las sociedades y parecería que su incidencia formara parte del «diseño» humano. Debemos afrontar obligatoriamente estos datos cada vez que los encontremos. Hoy día sabemos que la peste bubónica no se propagó mediante el pecado o la relajación de la moral, sino a través de las ratas y las pulgas. Durante la célebre «peste negra» de Londres en 1665, el arzobispo Lancelot Andrewes detectó con inquietud que el horror recaía sobre quienes rezaban y tenían fe en igual medida que sobre quienes no lo hacían. Estuvo peligrosamente cerca de tropezar con un elemento de la realidad. Mientras redactaba este capítulo, en la ciudad de Washington D. C. en la que vivo se suscitó una discusión. Desde hace mucho tiempo se sabe que el virus del papiloma humano (VPH) es una infección que se transmite por vía sexual y que, en el peor de los casos, puede causar cáncer cervical en las mujeres. Hoy disponemos de una vacuna (en estos tiempos, las vacunas se desarrollan cada vez con mayor rapidez) que no cura la enfermedad, pero inmuniza a las mujeres frente a ella. Sin embargo, en la administración pública hay fuerzas que se oponen a la adopción de esta medida basándose en que no es útil para disuadir de mantener relaciones sexuales prematrimoniales. Aceptar la propagación del cáncer cervical en nombre de dios no es muy distinto moral ni intelectualmente de sacrificar a esas mujeres en un altar de piedra y darle gracias a la divinidad por concedernos primero el impulso sexual y a continuación condenarlo.
No sabemos cuántas personas han muerto o morirán en África a causa del virus del sida, que en una proeza de la investigación científica humana consiguió ser aislado y volverse tratable muy poco después de que hiciera su letal aparición. Por otra parte, sí sabemos que mantener relaciones sexuales con una mujer virgen (uno de los «remedios» locales más populares) no impide realmente la infección ni la elimina. Y también sabemos que la utilización del condón como forma de profilaxis puede, cuando menos, contribuir a la limitación y la contención del virus. No nos enfrentamos, como les hubiera gustado creer a los primeros misioneros, a brujos y salvajes que no quieran recibir la ayuda que les llevan los misioneros. Nos enfrentamos, por el contrario, a la administración de Bush, que en una república presuntamente laica, en el siglo XXI, se niega a compartir su presupuesto de ayuda humanitaria con las organizaciones benéficas y los hospitales que ofrezcan asesoramiento sobre planificación familiar. Al menos dos religiones importantes y de renombre, con millones de adeptos en África, creen que el remedio es mucho peor que la enfermedad. También albergan la esperanza de que la epidemia del sida represente en cierto sentido una sentencia dictada por el cielo respecto a las anomalías sexuales, concretamente la homosexualidad. Un único golpe de la poderosa navaja de Ockham extirpa este salvajismo mal concebido: las mujeres homosexuales no solo no contraen el sida (salvo que tengan mala suerte con una transfusión sanguínea o con una aguja), sino que son mucho más inmunes que los propios heterosexuales a todas las enfermedades de transmisión sexual. Pero las autoridades eclesiásticas se niegan obstinadamente a ser honestas siquiera con la mera existencia de las lesbianas. Al hacerlo, demuestran aún más que la religión continúa representando una amenaza inminente para la salud pública.
Plantearé una pregunta hipotética. Supongamos que se me descubre a mí, un hombre de cincuenta y siete años, succionando el pene de un bebé. Pediré al lector o lectora que se imagine cómo sería su indignación y repugnancia. Muy bien, pero tengo preparada una explicación. Soy un mohel: un circuncisor y eliminador de prepucios reconocido. Mi autoridad proviene de un texto antiguo que me ordena tomar el pene de un bebé, recortarle el prepucio y finalizar la acción introduciendo su pene en mi boca, apartando mediante succión el prepucio y escupiendo la rebaba amputada junto con una bocanada de sangre y saliva. La mayor parte de los judíos han abandonado esta práctica, ya sea por su carácter antihigiénico o por sus perturbadoras connotaciones, pero todavía pervive entre un tipo de fundamentalismo hasídico que confía en la reconstrucción del Segundo Templo en Jerusalén. Para ellos, el ritual primitivo del peri’ah metsitsah forma parte de la inquebrantable alianza con dios. En la ciudad de Nueva York, en 2005, se detectó que este ritual, tal como lo practicaba un mohel de cincuenta y siete años, había producido herpes genital a varios niños pequeños y había ocasionado la muerte de al menos dos de ellos. En circunstancias normales, esta revelación habría llevado al Departamento de Salud Pública a prohibir la práctica y a que el alcalde la denunciara. Pero en la capital del mundo moderno, en la primera década del siglo XXI, no sucedió así. Por el contrario, Bloomberg, el alcalde, hizo caso omiso de los informes elaborados por prestigiosos médicos judíos que le habían advertido del peligro que comportaba esta tradición y pidió a su administración de Salud Pública que pospusiera la publicación de cualquier dictamen. Lo importante, decía él, era asegurarse de que no se estaba quebrantando el libre ejercicio de la religión. En un debate público mantenido con Peter Steinfels, el «redactor de temas religiosos», católico y liberal del New York Times, se me dijo exactamente lo mismo.
Aquel año había elecciones para elegir el alcalde de Nueva York, extremo que suele explicar infinidad de cosas. Pero esta pauta vuelve a repetirse en otras confesiones, estados y ciudades, así como en otros países. En una amplia franja del territorio del África animista y musulmana se somete a las jóvenes al infierno de la circuncisión y la infibulación, que supone rebanar los labios vaginales y el clítoris, a menudo con una piedra afilada, y a continuación coser la abertura vaginal con un bramante resistente que no se retirará hasta que la fuerza de un varón lo rompa en la noche de bodas. La compasión y la biología acceden a que, hasta que llegue ese momento, se deje una pequeña abertura para que pase la sangre durante la menstruación. La consiguiente fetidez, dolor, humillación y sufrimiento supera todo lo imaginable y se traduce inevitablemente en infecciones, esterilidad, vergüenza y muerte de muchas mujeres y niños en el parto. Si esta nauseabunda práctica no fuera sagrada y estuviera santificada, ninguna sociedad toleraría semejante insulto a la condición femenina y, por ende, a su supervivencia. Pero entonces, ningún neoyorquino permitiría que se cometieran atrocidades contra los niños si no fuera bajo una consideración similar. Los progenitores que manifiestan creer en las disparatadas afirmaciones de la «ciencia cristiana» han sido acusados de negar la atención médica urgente a su prole, pero no siempre condenados por ello. Los progenitores que se imaginan que son «testigos de Jehová» han denegado el permiso para que sus hijos reciban transfusiones sanguíneas. Los padres que se imaginan que un hombre llamado Joseph Smith fue guiado hasta una serie de planchas de oro enterradas han casado a sus hijas menores de edad «mormonas» con tíos y cuñados privilegiados, que a veces ya tenían otras esposas mayores. Los fundamentalistas chiíes de Irán rebajaron a los nueve años la edad a la que se puede «entregar» en matrimonio a una hija, tal vez en loor e imitación de la edad de la «esposa» más joven del «profeta» Mahoma. Las niñas novias de la India son azotadas y en ocasiones quemadas vivas si se considera que la lastimera dote que aportan al matrimonio es demasiado irrisoria. El Vaticano y su inmensa red de diócesis se ha visto obligado a reconocer, tan solo en la pasada década, su complicidad en un impresionante escándalo de violaciones y abusos infantiles, principalmente homosexuales, pero en modo alguno de forma exclusiva, en el que se protegía de la ley a pederastas y sádicos conocidos que eran trasladados a parroquias donde mejor se podían aprovechar de seres inocentes e indefensos. Solo en Irlanda, que en otro tiempo fuera una seguidora incuestionable de la Santa Madre Iglesia, se estima en la actualidad que los niños de los colegios religiosos a los que se dejaba en paz eran muy probablemente una minoría.
Hoy día, la religión desempeña una función especial en la protección e instrucción de los niños. «¡Maldito sea el que ofenda a estas criaturas!», dice el Gran Inquisidor en Los hermanos Karamazov, de Dostoievski. El Nuevo Testamento hace que Jesús nos informe de que los pecadores estarían mejor en el fondo del mar y, por cierto, con una rueda de molino atada al cuello. Pero tanto en la teoría como en la práctica, la religión utiliza a los seres inocentes e indefensos con fines experimentales. Por supuesto que sería normal que se permitiera que un varón judío adulto y practicante metiera el pene rebanado en bruto en la boca de un rabino (eso, al menos en NuevaYork, sería legal). Por supuesto que sería normal que se permitiera que las mujeres adultas que desconfían de su clítoris o sus labios vaginales dejaran que otra desdichada mujer adulta se los cercenara. Por supuesto que sería normal que se permitiera que Abraham se brindara a suicidarse para demostrar su devoción por el Señor o su fe en las voces que escuchaba en su interior. Por supuesto que sería normal que se permitiera que los padres devotos se negaran a sí mismos el socorro de la medicina cuando sufrieran enfermedades o dolores agudos. Por supuesto que sería normal (por lo que a mí respecta) que se permitiera que un sacerdote que ha jurado mantenerse célibe fuera un homosexual promiscuo. Por supuesto que sería normal que se permitiera que una congregación que cree en la expulsión del demonio mediante azotes escogiera un pecador o pecadora adultos y nuevos cada semana y los azotara hasta desangrarlos. Por supuesto que sería normal que se permitiera que todo aquel que profese el creacionismo instruyera a sus iguales durante la hora del almuerzo. Pero la obligatoriedad de que los niños indefensos participen en estas prácticas es algo que hasta el individuo laico más convencido puede calificar sin miedo a equivocarse como un pecado.
No me postulo como ejemplo moral, y en caso de que lo hiciera sería fácil refutar dicha condición, pero si yo fuera sospechoso de violar a un niño, o de torturarlo, o de contagiarle una enfermedad de transmisión sexual, o de entregarlo a la esclavitud sexual o cualquier otro tipo de esclavitud a cambio de dinero, pensaría seriamente en la posibilidad de suicidarme, tanto si fuera culpable como inocente. Si realmente hubiera cometido el delito, recibiría la muerte de buen grado cualquiera que fuera la forma que adoptara. Este rechazo es algo innato en todas las personas sanas, y no es necesario que se les enseñe expresamente a sentirlo. Como la religión ha demostrado ser excepcionalmente delictiva en el único aspecto en el que podría considerarse que la autoridad ética y moral se pronuncia de forma absoluta y universal, creo que estamos autorizados a extraer al menos tres conclusiones provisionales. La primera es que la religión y las iglesias son un producto de la invención humana y que este hecho destacado resulta demasiado obvio para ignorarlo. El segundo es que la ética y la moral son bastante independientes de la fe y que no se pueden deducir de ella. El tercero es que dado que la religión apela a una exoneración divina especial por sus prácticas y creencias, no solo es amoral, sino inmoral. El psicópata o bestia ignorante que maltrata a sus niños debe ser castigado, pero podemos comprenderlo. Quienes recurren a una justificación celestial para explicar la crueldad han quedado manchados por el mal y, además, representan un peligro aún mayor.
En el hospital psiquiátrico de la ciudad de Jerusalén hay una sala especial destinada a aquellos que significan un peligro para sí mismos y para los demás. Estos pacientes con el juicio trastornado sufren el «síndrome de Jerusalén». Los oficiales de policía y el personal de seguridad reciben entrenamiento para reconocerlos, ya que su obsesión suele disfrazarse tras una máscara de engañosa calma beatífica. Han acudido a la ciudad santa con el fin de proclamarse el Mesías o el redentor, o para anunciar el fin de los tiempos. Desde el punto de vista de las personas tolerantes y «multiculturales», la relación entre fe religiosa y trastorno mental es al mismo tiempo muy evidente y altamente impronunciable. Si alguien asesina a sus hijos y luego dice que dios le ordenó hacerlo, no le declararemos culpable debido a su enajenación mental, pero en todo caso será encarcelado. Si alguien vive en una cueva y afirma ver visiones y tener sueños proféticos, podremos dejarle en paz hasta que se descubra que está planeando de un modo en absoluto fantasmagórico la dicha de convertirse en terrorista suicida. Si alguien se proclama ungido por dios y empieza a hacer acopio de Kool-Aid[15] y de armas y a beneficiarse a las esposas y las hijas de sus acólitos, levantaremos las cejas con algo más que una mueca de escepticismo. Pero si esto se predica al amparo de una religión establecida, se esperará de nosotros que lo respetemos. Por poner solo el ejemplo más destacado, los tres monoteísmos ensalzan a Abraham por su propensión a escuchar voces en su interior y llevar después a su hijo Isaac a dar un paseo largo, lúgubre y disparatado. Y a continuación se nos refiere que el capricho que finalmente detiene su mano asesina es fruto de la misericordia divina.
Hoy día sabemos que la relación entre salud física y salud mental guarda una relación directa con la función o la disfunción sexual. Así pues, ¿puede considerarse una mera coincidencia que todas las religiones afirmen su derecho a legislar sobre cuestiones sexuales? El principal impacto de los creyentes sobre sí mismos, o los demás siempre ha sido su reivindicación de ostentar el monopolio en este ámbito. La mayoría de las religiones (con la excepción de los pocos cultos que de hecho lo permiten o lo fomentan) no tienen que molestarse demasiado en imponer el tabú del incesto. Al igual que sucede con el asesinato y el robo, por regla general los seres humanos lo consideran aborrecible sin necesidad de mayor explicación. Pero basta únicamente con indagar en la historia del miedo al sexo y su prohibición, tal como la codifica la religión, para tropezarse con una relación muy inquietante entre lascivia y represión extremas. Casi todos los impulsos sexuales han tenido oportunidad de ser objeto de prohibición, culpa y vergüenza. El sexo manual, el sexo oral, el sexo anal, el sexo en una postura diferente de la del misionero: nombrarlo es descubrir una aterradora proscripción sobre él. Hasta en un país tan hedonista como Estados Unidos hay varios estados que definen legalmente «sodomía» como toda práctica sexual que no está orientada a la procreación heterosexual cara a cara.
Esto plantea unas objeciones monumentales al argumento del «diseño», tanto si decidimos o no calificar a dicho diseño como «inteligente». Evidentemente, la especie humana está concebida para experimentar con el sexo. No es menos evidente que este hecho es bien conocido por el sacerdocio. Cuando el doctor Samuel Johnson hubo finalizado el primer diccionario auténtico de la lengua inglesa recibió la visita de una delegación de ancianas damas respetables que deseaban felicitarlo por no haber incluido en él ningún término indecente. Su respuesta (que consistió en decirles que le alegraba ver que las damas los habían buscado) contiene casi todo lo que debe decirse a este respecto. Los judíos ortodoxos realizan el coito a través de un agujero en la sábana y someten a sus mujeres a baños rituales para purificarlas de la mancha de la menstruación. Los musulmanes someten a los adúlteros a azotes en público con una fusta. Los cristianos solían disfrutar mientras examinaban a las mujeres en busca de señales de brujería. No es preciso que siga por este camino: cualquier lector o lectora conocerá algún ejemplo real o sabrá sencillamente a qué me refiero.
También puede encontrarse una prueba contundente de que la religión es un producto humano y antropomórfico en el hecho de que suele ser un producto del «hombre», en el sentido, además, masculino del término. El libro sagrado que lleva utilizándose más tiempo, el Talmud, ordena al creyente que dé las gracias a su creador todos los días por no haber nacido mujer. (Esto vuelve a plantear una pregunta apremiante: ¿quién sino un esclavo le agradece a su amo lo que su amo ha decidido hacer con él sin molestarse siquiera en consultarle?) El Antiguo Testamento, como condescendientemente lo llaman los cristianos, cuenta que las mujeres son un clon del hombre para su uso y disfrute. El Nuevo Testamento dice que san Pablo sentía al mismo tiempo temor y desprecio por la mujer. En todos los textos religiosos se aprecia un temor primitivo a que la mitad de la raza humana esté al mismo tiempo corrompida y sea impura y, no obstante, sea también una tentación para pecar a la que es imposible resistirse. ¿Explica esto tal vez el culto histérico a la virginidad y a la Virgen y el pánico a la forma femenina y a las funciones reproductivas femeninas? Tal vez haya alguien capaz de explicar tanto la crueldad sexual como las demás de las personas religiosas sin hacer referencia alguna a la obsesión por el celibato, pero ese alguien no seré yo. Simplemente me río cuando leo el Corán, con sus interminables prohibiciones en relación con el sexo y su corrupta promesa de disipación infinita en la otra vida: es como ver a través del «imaginemos» de un niño, pero sin la indulgencia derivada de ver jugar a los inocentes. Tal vez los lunáticos homicidas del 11 de septiembre (que ensayaron para ser lunáticos genocidas) sucumbieran a la tentación de las mujeres vírgenes, pero resulta mucho más aborrecible considerar la posibilidad de que, al igual que tantos otros compatriotas suyos yihadistas, ellos fueran vírgenes. Al igual que los monjes de antaño, los fanáticos son apartados muy pronto de sus familias, se les enseña a despreciar a sus madres y hermanas y alcanzan la edad adulta sin haber mantenido siquiera una conversación normal con una mujer, por no hablar ya de una relación normal. Esta es la definición de la enfermedad. El cristianismo está demasiado reprimido para prometer sexo en el paraíso (de hecho, nunca ha conseguido construir un cielo que resulte tentador en algún aspecto), pero se ha mostrado espléndido con sus promesas de castigo eterno y sádico para quienes incurren en pecados sexuales, lo cual es casi igual de revelador porque viene a decir lo mismo de un modo distinto.
Un subgénero especial de la literatura actual es el de las memorias de un hombre o una mujer que han sufrido una educación religiosa. El mundo es hoy día lo bastante laico para que algunos de esos autores traten de reírse de lo que sufrieron y de lo que se esperaba que acabaran creyendo. Sin embargo, esa clase de libros suele estar escrito necesariamente por aquellos que tuvieron la suficiente fortaleza para sobrevivir a la experiencia. No disponemos de ningún modo de cuantificar el daño ocasionado por contar a decenas de millones de niños que la masturbación les dejaría ciegos, o que los pensamientos impuros se traducirían en una eternidad de tormento, o que los miembros de otros cultos, incluidos los de su propia familia, arderían en el infierno, o que las enfermedades de transmisión sexual se contraen con besos. Ni tampoco es posible cuantificar el daño ocasionado por los profesores de religión que trataron de inculcar estas mentiras y las acompañaron de azotes, abusos y humillaciones públicas. Tal vez algunas de esas personas que descansan en «sepulturas poco visitadas» hayan contribuido al bien del mundo, pero quienes predicaron el odio, el miedo y la culpa y destrozaron infinidad de infancias deberían agradecer que el infierno que predicaban fuera únicamente una de sus perversas falsificaciones y que ellos mismos no fueran enviados a pudrirse allí.
Violenta, irracional, intolerante, aliada del racismo, el tribalismo y el fanatismo, investida de ignorancia y hostil hacia la libre indagación, despectiva con las mujeres y coactiva con los niños. La religión organizada debería llevar sobre su conciencia muchas cosas. Debe añadirse una acusación más a la relación de cargos que se le imputan. En un lugar imprescindible de su mentalidad colectiva, la religión espera la destrucción del mundo. Con esto no quiero decir que la «espere» en el sentido puramente escatológico de anticipar el fin. Quiero decir más bien que de forma abierta o encubierta desea que se produzca este final. Medio consciente tal vez de que sus insostenibles argumentos no resultan del todo persuasivos, e incómoda quizá ante su rapaz acumulación de poder y riqueza temporales, la religión jamás ha dejado de anunciar el Apocalipsis y el día del Juicio Final. Este ha sido un recurso literario constante, desde el momento en que los primeros brujos y chamanes aprendieron a predecir eclipses y a utilizar sus conocimientos celestiales mal concebidos para atemorizar a los ignorantes. Se extiende desde las epístolas de san Pablo, que pensaba y confiaba en que se acababa el tiempo de la humanidad, pasando por las fantasías desquiciadas del libro del Apocalipsis, que al menos fueron redactadas de forma memorable en la isla griega de Patmos presuntamente por san Juan Evangelista, hasta llegar a las novelas baratas de la colección «Left Behind» que se venden como churros, las cuales, «creadas» ostensiblemente por Tim LaHaye y Jerry B. Jenkins, parecen escritas mediante el viejo recurso de dejar a dos orangutanes sueltos ante un procesador de textos:
La sangre siguió ascendiendo. Millones de aves acudieron a la zona para darse un banquete con los restos […] y la prensa de uva fue arrastrada trescientos veinte kilómetros más allá de la ciudad, y la sangre se desbordó de la prensa hasta llegar a las bridas de los caballos.[16]
Esto es puro éxtasis maníaco untado con pseudocitas. Podemos encontrarlo también en un tono más reflexivo pero escasamente menos lamentable en «Battle Hymn of the Republic», de Julia Ward Howe, que habla del mismo lagar; o en el murmullo de Robert Oppenheimer mientras contempla la primera detonación nuclear en Alamogordo, en Nuevo México; y se oye a sí mismo citando la epopeya hindú del Bhagavad Gita: «Yo soy el tiempo omnipotente, que todo lo destruye». Una de las muchísimas relaciones entre la fe religiosa y la infancia siniestra, malcriada y egoísta de nuestra especie es el deseo reprimido de verlo todo destrozado, devastado y malogrado. Esta necesidad de pataleta va emparejada con otras dos variedades de «gozo culpable» o, como dicen los alemanes, schadenfreude. Primero, la propia muerte queda suprimida, o tal vez correspondida o compensada, por la destrucción de todos los demás. En segundo lugar, siempre se puede confiar egoístamente en que uno será perdonado personalmente, acogido con satisfacción en el seno del gran exterminador y que observará desde un lugar seguro el sufrimiento de los menos afortunados. Tertuliano, uno de los muchos padres de la Iglesia a quien le resultó difícil ofrecer una descripción convincente del paraíso, tuvo tal vez la inteligencia de optar por el denominador común más innoble posible y prometer que uno de los placeres más intensos de la otra vida sería el de contemplar infinitamente los tormentos de los condenados. Al evocar la naturaleza artificial de la fe hablaba con más sinceridad de lo que él pensaba.
Como sucede en todos los casos, los hallazgos de la ciencia son mucho más sobrecogedores que las peroratas de los piadosos. Si empleamos la palabra «tiempo» de forma que signifique algo, la historia del cosmos comenzó hace unos 12.000 millones de años. (Si utilizamos la palabra «tiempo» de forma incorrecta, acabaremos en el cálculo infantil del famoso arzobispo James Ussher de Armagh, que estimó que la Tierra —solo «la Tierra», atención, no el cosmos— nació el sábado 22 de octubre del año 4004 a.C, a las seis de la tarde. Esta datación fue certificada por William Jennings Bryan, un antiguo Secretario de Estado estadounidense y dos veces candidato presidencial demócrata, en testimonio judicial prestado en la tercera década del siglo XX.) La verdadera edad del sol y de los planetas que giran a su alrededor, uno de los cuales estaba destinado a albergar vida y todos los demás condenados a no tenerla, es tal vez de unos 4.500 millones de años, pero es un cálculo revisable. Es muy probable que a este microscópico sistema solar le quede aproximadamente otro tanto para continuar con su abrasador curso: la esperanza de vida de nuestro sol es de unos 5.000 millones de años ininterrumpidos más. Pero, ponga una marca en su calendario. Más o menos en ese momento emulará a otros millones de soles y se transformará mediante una explosión en una inflamada estrella «gigante roja», lo cual dará lugar a que los océanos de la tierra entren en ebullición y se extinga toda posibilidad de vida bajo cualquier forma. Ninguna descripción de ningún profeta o visionario ha empezado siquiera a dibujar la espantosa intensidad e irrevocabilidad de ese momento. Nos queda al menos algún lamentable y egoísta motivo para no temer sufrirlo: según nuestras proyecciones actuales, antes de que eso suceda seguramente la biosfera habrá quedado destruida a causa de formas diferentes y más lentas de calentamiento y calefacción. Según muchos expertos optimistas, a nosotros, como especie, no nos quedan muchos más eones por delante.
Con cuánto desdén y desconfianza debemos atender a aquellos que no están dispuestos a esperar, que se dejan cautivar y que aterrorizan a los demás (sobre todo a los niños, como suele ser habitual) con horrendas imágenes de un apocalipsis al que seguirá un severo juicio emitido por alguien que supuestamente nos colocó, para empezar, ante este ineludible dilema. Ahora quizá nos riamos de los predicadores que dejaban escapar espumarajos hablando del infierno y de la condena eterna, a los que les encantaba marchitar almas jóvenes con representaciones pornográficas de la tortura infinita, pero este fenómeno ha reaparecido adoptando una forma más perturbadora con la santa alianza entre los creyentes y lo que estos pueden robar o tomar prestado del mundo de la ciencia. Ahí tenemos al profesor Pervez Hoodbhoy, un distinguido profesor de física nuclear y altas energías de la Universidad de Islamabad, en Pakistán, escribiendo sobre la escalofriante mentalidad que aún prevalece en su país, uno de los primeros estados del mundo en definir su verdadera nacionalidad mediante la religión:
En un debate público celebrado la víspera de las pruebas nucleares paquistaníes, el antiguo jefe de las fuerzas armadas de Pakistán, el general Mirza Aslam Beg, afirmó: «Podemos propinar un primer golpe, un segundo golpe, y tal vez incluso hasta un tercero». La perspectiva de que hubiera una guerra nuclear le dejaba impasible. «Uno puede morir al cruzar una calle —decía—, o en una guerra nuclear. De todas formas, algún día hay que morirse.» […] La India y Pakistán son sociedades en buena medida tradicionales, en las que la estructura de creencias fundamental exige entregar el poder y rendirse a fuerzas de índole superior. La creencia fatalista hindú de que las estrellas del cielo determinan nuestro destino, o su equivalente, la fe musulmana en la kismet, explican sin duda parte del problema.[17]
No discreparé con el muy valeroso profesor Hoodbhoy, que contribuyó a alertarnos del hecho de que entre los funcionarios del programa nuclear paquistaní había varios partidarios secretos de Bin Laden, y que también puso al descubierto a los bárbaros fanáticos de dicho sistema que confiaban en poder utilizar con fines militares el poder de los míticos djinns o demonios del desierto. En su mundo, los enemigos son principalmente musulmanes e hinduistas. Pero también en el mundo «judeocristiano» hay a quien le gusta fantasear con una confrontación final y adornar la imagen con hongos nucleares. Resulta una trágica ironía potencialmente letal que quienes más desprecian la ciencia y el método científico hayan sido capaces de hurtarle elementos y añadir estos sofisticados productos a sus sueños enfermizos.
Tal vez anide secretamente en todos nosotros el deseo de muerte o algo que no se diferencia mucho de él. Con motivo del paso del año 1999 al 2000 muchas personas cultas dijeron y publicaron infinidad de estupideces acerca de toda una serie de posibles calamidades y tragedias. No fue mucho mejor que la numerología primitiva; en realidad, fue ligeramente peor, por cuanto 2000 solo era un número en los calendarios cristianos, y hasta los partidarios más incondicionales de la narración bíblica reconocen hoy día que, si Jesús nació en algún momento, no fue hasta al menos el año 4 d.C. Aquella ocasión no fue más que un cuentakilómetros para idiotas, que buscaban el estremecimiento fácil mediante una catástrofe inminente. Pero la religión legitima este tipo de impulsos y reivindica el derecho a oficiar una ceremonia al final de la vida, exactamente igual que confía en monopolizar a los niños al comienzo de la vida. No cabe ninguna duda de que el culto a la muerte y la insistencia en los augurios del fin proceden de un deseo subrepticio de verlo acaecer y de poner fin a la angustia y a la duda que siempre amenaza al mantenimiento de la fe. Cuando el terremoto nos sacude, el tsunami lo inunda todo o las Torres Gemelas estallan, uno puede ver y oír la callada satisfacción de los fieles, como si dijeran con regocijo: «¡Fijaos, esto es lo que sucede por no escucharnos!». Con una sonrisa empalagosa presentan una redención que no les corresponde ofrecer a ellos y, cuando se duda de ella, adoptan una expresión amenazadora como diciendo: «¡Oh!, ¿así que rechazáis nuestra oferta de paraíso? Muy bien, en ese caso tenemos reservado otro destino para vosotros». ¡Menudo amor! ¡Menudas atenciones!
Ese deseo de devastación puede apreciarse sin disfraz en las sectas milenaristas de nuestros días, que dejan ver su egoísmo, aparte de su nihilismo, anunciando cuántos se «salvarán» de la catástrofe final. Aquí los protestantes extremistas son casi tan culpables como los musulmanes más histéricos. En 1844 se produjo una de las mayores «recuperaciones» religiosas estadounidenses encabezada por un lunático semianalfabeto llamado George Miller. El señor Miller consiguió abarrotar las cumbres de las montañas estadounidenses con crédulos locos que (tras haberse desprendido de sus pertenencias a cambio de muy poco dinero) estaban convencidos de que el mundo se acabaría el 23 de octubre de aquel mismo año. Se trasladaron a terrenos elevados (¿qué diferencia esperaban que supusiera eso?) o a los tejados de sus casuchas. Una vez que se vio que no llegaba el final, la elección de palabras por parte de Miller fue bastante indicativa. Según proclamó él mismo, fue «la Gran Decepción». En nuestros días, el señor Hal Lindsey, autor del éxito de ventas The Late Great Planet Earth, ha dejado traslucir esa misma sed de extinción. Mimado por los conservadores estadounidenses veteranos y entrevistado respetuosamente en la televisión, el señor Lindsey fechó en una ocasión el comienzo de «la Tribulación» (un período de conflictos y terror de siete años de duración) en 1988. Esto (el término de «la Tribulación») habría desencadenado el mismísimo Armagedón en 1995. Tal vez el señor Lindsey fuera un charlatán, pero no cabe duda de que él y sus seguidores padecen un persistente sentimiento de decepción.
De todos modos, los anticuerpos del fatalismo, el suicidio y el masoquismo existen y son exactamente igual de innatos en nuestra especie. Hay una famosa historia procedente de la Massachusetts puritana de finales del siglo XVIII. Durante una sesión de la Asamblea Legislativa del Estado, el cielo de mediodía se volvió de repente plomizo y se cubrió. Su aspecto amenazador (oscuridad a mediodía) convenció a las nubladas mentes de muchos legisladores de que el acontecimiento que tanto les preocupaba era también inminente. Solicitaron suspender la sesión y que se les permitiera acudir a sus hogares a morir. El portavoz de la Asamblea, Abraham Davenport, consiguió mantener la calma y la dignidad. «Caballeros —dijo—, o bien ha llegado el Día del Juicio, o bien no ha llegado. Si no ha llegado, no hay razón para alarmarse ni lamentarse. Si ha llegado, sin embargo, desearía que me encontraran cumpliendo con mi obligación. Por consiguiente, propongo que nos traigan velas.» En aquella época pacata y supersticiosa, aquello fue lo mejor que se le ocurrió al señor Davenport. En todo caso, apoyo su moción.