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La religión mata

Su aversión a la religión, en el sentido usualmente atribuido al término, era de la misma índole que la de Lucrecio; la miraba con el sentimiento debido, no a un mero engaño intelectual, sino a un gran mal moral. La consideraba como el mayor enemigo de la moralidad: en primer lugar, porque erigía excelencias ficticias —creencia en credo, sentimientos devotos, ceremonias, ajenos al bien de la especie humana—, y aceptadas en sustitución de las genuinas virtudes. Pero sobre todo por enviciar radicalmente la norma moral, haciéndola consistir en realizar la voluntad de un ser sobre el que prodiga la mayor adulación; pero al que en puridad de verdad pinta como eminentemente odioso.

JOHN STUART MILL, refiriéndose a su padre, en Autobiografía.

Tantum religio potuit suadere malorum

(Tanto la religión pudo ser autora de espantos.)

LUCRECIO, De rerum natura

Imagínese que puede realizar una proeza de la que yo soy incapaz. Suponga, en otras palabras, que puede imaginarse a un creador infinitamente benévolo y todopoderoso, que lo concibió, después lo creó y a continuación lo modeló, que lo trajo al mundo que había creado para usted y que ahora le vigila y cuida de usted hasta cuando está durmiendo. Imagínese, además, que si usted cumple las reglas y mandamientos que él amorosamente ha prescrito, se ganará una eternidad de dicha y descanso. No digo que yo envidie esta creencia suya (puesto que para mí equivale al deseo de una horrenda forma de dictadura bondadosa e inalterable), pero sí tengo una pregunta sincera que hacerle. ¿Por qué semejante creencia no hace felices a quienes la suscriben? A ellos debe de parecerles que han tomado posesión de un secreto maravilloso, de uno de esos secretos a los que podrían aferrarse hasta en los momentos de mayor adversidad.

Superficialmente, a veces parece que fuera así. He asistido a servicios evangélicos, tanto en comunidades negras como blancas, en los que todo el acto consistía en un prolongado grito de exaltación por sentirse salvados, amados, etcétera. Muchos de estos servicios religiosos, en todas las iglesias y entre casi todos los paganos, están minuciosamente planificados para evocar la celebración y la fiesta colectiva, que es precisamente por lo que desconfío de ellos. También hay momentos más sobrios, contenidos y elegantes. Cuando pertenecí a la Iglesia ortodoxa griega pude percibir, aun cuando no creyera, las gozosas palabras que intercambiaban los creyentes en la mañana de Pascua: «Christos anesti!» («¡Dios ha nacido!») «Alethos anesti!» («¡En verdad ha nacido!») Pertenecí a la Iglesia ortodoxa griega, dicho sea de paso, por una razón que explica por qué tantísima gente profesa exteriormente una filiación. Me uní a ella para complacer a mis suegros griegos. El arzobispo que me acogió en el seno de su fe el mismo día que ofició mi matrimonio (con lo que se embolsó una tarifa doble en lugar de, como suele suceder, sencilla) se convirtió más tarde en un partidario entusiasta de sus compatriotas genocidas Radovan Karadzic y Ratko Mladic, que llenaron innumerables fosas comunes en toda Bosnia. La siguiente vez que me casé, a manos de un rabino judío reformista con un toque einsteiniano y shakespeariano, tenía algo más en común con la persona que oficiaba la ceremonia. Pero hasta él era consciente de que su homosexualidad de toda la vida estaba castigada por principios como una ofensa capital, punible según los fundadores de su religión con la lapidación. Por lo que se refiere a la Iglesia anglicana en la que fui originalmente bautizado, hoy día puede parecer un patético corderillo que bala, pero en su condición de heredera de una Iglesia que siempre ha gozado de subvenciones estatales y de una estrecha relación con la monarquía hereditaria, tiene responsabilidades históricas por las Cruzadas, la persecución de católicos, judíos y disidentes y por la lucha contra la ciencia y la razón.

El grado de intensidad varía según la época y el lugar, pero se puede afirmar que es cierto que la religión no se conforma y que a largo plazo no puede conformarse con hacer sus afirmaciones maravillosas y sus garantías sublimes. Debe tratar de interferir en las vidas de los no creyentes, de los herejes o de los fieles a otros cultos. Tal vez hable de la dicha del mundo venidero, pero busca el poder en este. No podía esperarse otra cosa. Al fin y al cabo es una construcción absolutamente humana. Y no tiene seguridad en su panoplia de sermones ni para permitirse siquiera coexistir con otros credos.

Veamos un ejemplo, extraído de una de las figuras más veneradas que ha alumbrado la religión moderna. En 1996, la República de Irlanda celebró un referéndum acerca de una cuestión: si su Constitución debería seguir prohibiendo el divorcio. La mayoría de los partidos políticos, en un país cada vez más laico, instaban a los votantes a aprobar una enmienda legislativa. Lo hacían por dos razones excelentes. Ya no se consideraba correcto que la Iglesia católica de Roma prescribiera su moral a todos los ciudadanos y, evidentemente, era imposible aspirar siquiera a una definitiva reunificación de Irlanda cuando la gran minoría protestante del norte rechazaba continuamente la posibilidad de que se implantara un régimen religioso. La madre Teresa tomó un avión desde Calcuta para apoyar la campaña en favor del voto negativo junto a la Iglesia y sus partidarios de la línea más dura. Dicho de otro modo: una irlandesa casada con un borracho maltratador e incestuoso jamás debería esperar nada mejor para su vida, y hasta podría poner su alma en peligro si suplicaba poder volver a empezar de nuevo; mientras, los protestantes podían escoger entre aceptar las bendiciones de Roma o quedarse al margen. Ni siquiera se sugería la posibilidad de que los católicos cumplieran con los mandamientos de su Iglesia sin imponérselos a todos los demás ciudadanos. Y esto sucedía en las islas Británicas y en la última década del siglo XX. El referéndum reformó finalmente la Constitución, si bien por la más estrecha de las mayorías. (Ese mismo año, la madre Teresa concedió una entrevista en la que decía que confiaba en que su amiga la princesa Diana fuera más feliz una vez que se hubiera librado de lo que evidentemente era un matrimonio desafortunado; pero no debe sorprendernos tanto descubrir a la Iglesia aplicando criterios más severos a los pobres y ofreciendo indulgencias a los ricos.[4]

Una semana antes de los sucesos del 11 de septiembre de 2001 participé en una mesa redonda con Dennis Prager, que es uno de los periodistas religiosos más famosos de Estados Unidos. Me retó en público a responderle a lo que él calificó como «una pregunta directa, a la que replicar con un sí o un no», y acepté despreocupadamente. «Muy bien», me dijo. Yo tenía que imaginarme que estaba en una ciudad extraña y que caía la noche. Tenía que imaginarme que veía aproximarse hacia mí a un numeroso grupo de hombres. En ese caso, ¿me sentiría más seguro o menos seguro si supiera que acababan de salir de cumplir con un rito religioso? Como comprenderá el lector, esta no es una pregunta a la que se pueda dar un sí o un no por respuesta. Pero conseguí responder a ella como si no fuera una hipótesis. «Sin salirme nunca de la opción “B”, diré que he tenido realmente esa experiencia en Belfast, Beirut, Bombay, Belgrado, Belén y Bagdad. En cada uno de estos casos puedo decir rotundamente que me sentiría amenazado de inmediato si pensara que el grupo de hombres que se aproximaba a mí al anochecer venía de cumplir con un rito religioso, y podría aportar razones de ello.»

Así pues, a continuación expondré un amplio resumen de la crueldad inspirada por la religión de la que fui testigo en estos seis lugares. En Belfast he visto calles enteras quemadas por la batalla campal sectaria entre diferentes facciones cristianas, y he entrevistado a personas cuyos parientes y amigos han sido raptados, asesinados o torturados por escuadrones de la muerte rivales, a menudo sin más razón que la de ser miembros de otra confesión. En Belfast circula un viejo chiste según el cual se dice que detienen a un hombre en un control de carretera y le preguntan de qué religión es. Cuando el hombre contesta que es ateo, le preguntan: «Pero, ¿ateo católico o ateo protestante?». Creo que esto refleja cómo ha arraigado la obsesión religiosa en el legendario sentido del humor local. En todo caso, eso fue exactamente lo que le sucedió a un amigo mío, y la experiencia no fue en modo alguno divertida. El pretexto ostensible para todo aquel caos es el de los nacionalismos enfrentados, pero el lenguaje de la calle empleado por las tribus rivales está plagado de términos insultantes para la otra confesión (Prods y Teagues)[5]. Durante muchos años, los dirigentes protestantes querían que los católicos fueran segregados y eliminados. De hecho, en los tiempos en los que se fundó el estado del Ulster, su consigna era: «Un Parlamento protestante para un pueblo protestante». El sectarismo se reproduce convenientemente a sí mismo y siempre se puede estar seguro de que despertará un sectarismo recíproco. Los dirigentes católicos estaban de acuerdo en lo esencial. Deseaban que las escuelas estuvieran dominadas por el clero y que los barrios se segregaran: la mejor fórmula para que ellos ejercieran el control. Así, en el nombre de dios se taladraban en las nuevas generaciones de colegiales, como todavía se siguen taladrando, los viejos odios. (Hasta la palabra «taladrar» me produce náuseas: el taladro también fue una de esas poderosas herramientas que se utilizaban para pulverizar las rótulas de quienes se oponían a las bandas religiosas.)

La primera vez que estuve en Beirut, en el verano de 1975, todavía podía reconocerse en esa ciudad «el París de Oriente». Sin embargo, este aparente edén estaba infestado de una numerosa variedad de serpientes. Estaba aquejado de un superávit de religiones, todas ellas «reconocidas» por la Constitución de un Estado sectario. El presidente tenía que ser por ley cristiano, por lo general un cristiano maronita; el presidente del Parlamento tenía que ser musulmán, y así sucesivamente. Aquello nunca funcionaba bien, ya que institucionalizaba las diferencias de credo, además de las de casta y etnia (los musulmanes chiíes ocupaban la base de la escala social, y los kurdos estaban completamente privados de representación).

El principal partido cristiano era en realidad una milicia católica denominada Falange, y había sido fundada por un libanes maronita llamado Pierre Gemayel, que había quedado impresionado tras su visita a las Olimpiadas del Berlín de Hitler en 1936. Posteriormente esa milicia adquiriría notoriedad internacional por cometer en 1982 la masacre de palestinos en los campos de refugiados de Sabrá y Chatila actuando bajo las órdenes del general Sharon. Puede resultar bastante grotesco que un general judío colaborara con un partido fascista, pero tenían un enemigo musulmán común, y eso fue suficiente. Aquel mismo año la irrupción de Israel en el Líbano también propició el nacimiento de Hezbollah, el partido que modestamente se llama a sí mismo «Partido de Dios», que movilizó a los chiíes desclasados y se colocó paulatinamente bajo el liderazgo de la dictadura teocrática de Irán que había accedido al poder tres años antes. Fue también en el maravilloso Líbano donde, tras haber aprendido a participar en el negocio de los raptos con las fuerzas del crimen organizado, los fieles pasaron a presentarnos las beldades del terrorismo suicida. Todavía veo en la cuneta aquella cabeza arrancada de cuajo a las puertas de la casi despedazada embajada francesa. En general, yo solía cambiar de acera cuando se disolvían las reuniones para la plegaria.

A Bombay también se la solía considerar una perla de Oriente, con su collar de luces a lo largo de la cornisa de acantilados y su majestuosa arquitectura colonial británica. Era una de las ciudades más plurales y con mayor diversidad de la India, y las texturas de sus innumerables capas han sido sagazmente analizadas por Salman Rushdie (sobre todo en El último suspiro del moro) y por las películas de Mira Nair. Es cierto que allí hubo luchas entre diferentes comunidades en los años 1947 y 1948, cuando el grandioso movimiento histórico a favor de la independencia india estaba siendo devastado por las exigencias musulmanas de un Estado independiente y por el hecho de que el Partido del Congreso estaba liderado por un hinduista ferviente. Pero seguramente durante aquel período de sed religiosa de sangre hubo tanta gente que se refugió en Bombay como la que huía o era expulsada de ella. En cierto modo, la coexistencia cultural se restableció, como suele suceder cuando las ciudades viven expuestas al mar y a las influencias del exterior. La minoría parsi (antiguos zoroastrianos que habían sido perseguidos en Persia) conformaba una minoría destacada, y la ciudad también albergaba una comunidad judía históricamente significativa. Pero aquello no bastaba para contentar al señor Bal Thackeray ni a su movimiento nacionalista hindú Shiv Sena, que en la década de 1990 decidió que Bombay debía estar gobernada por y para sus correligionarios y soltó por las calles una manada de matones y asesinos. Únicamente para demostrar que era capaz de hacerlo, ordenó rebautizar la ciudad con el nombre de Mumbai, que es en parte la razón por la que en esta relación la incluyo ahora bajo su denominación tradicional.

Belgrado había sido hasta la década de 1980 la capital de Yugoslavia, o tierra de los eslavos del sur, que por definición significaba que era la capital de un Estado multiétnico y multinacional. Pero en una ocasión un intelectual laico croata me hizo una advertencia que, al igual que en Belfast, adoptaba la forma de un amargo chiste. «Cuando le digo a la gente que soy ateo y croata —me decía—, la gente me pregunta cómo puedo demostrar que no soy serbio.» Dicho de otro modo: ser croata es ser católico apostólico romano. Ser serbio es ser cristiano ortodoxo. En la década de 1940, aquello se tradujo en un Estado títere de los nazis, centrado en Croacia, que gozaba del amparo del Vaticano y que con toda naturalidad trataba de exterminar a todos los judíos de la región, pero que también desarrolló una campaña de conversión obligatoria dirigida a la otra comunidad cristiana. En consecuencia, decenas de miles de cristianos ortodoxos fueron o bien aniquilados o bien deportados, y cerca de la ciudad de Jasenovac se construyó un inmenso campo de concentración. El régimen del general Ante Pavelic y de su organización nacionalista Ustachá era tan repugnante que incluso muchos oficiales alemanes protestaron por tener que aliarse con él.

En 1992, en la época en que visité el lugar donde se encontraba el campo de Jasenovac, el yugo lo imponía más bien el otro bando. Las ciudades croatas de Vukovar y Dubrovnik habían sido salvajemente bombardeadas por el ejército de Serbia, que entonces se encontraba bajo el mando de Slobodan Milosevic. La ciudad de Sarajevo, esencialmente musulmana, había sido cercada y estaba siendo bombardeada día y noche. En otros lugares de Bosnia-Herzegovina, sobre todo a lo largo del curso del río Drina, ciudades enteras eran saqueadas y masacradas en lo que los propios serbios denominaban «limpieza étnica». A decir verdad, habría sido más exacto decir «limpieza religiosa». Milosevic era un ex burócrata comunista que se había convertido en un nacionalista xenófobo, y su cruzada antimusulmana, que era una tapadera para la anexión de Bosnia en una «Serbia más grande», era llevada a cabo en buena medida por milicias paramilitares que actuaban bajo su «desmentible» mando. Estas bandas estaban formadas por fanáticos religiosos, a menudo santificadas por sacerdotes y obispos ortodoxos, y en ocasiones bien nutridas por camaradas ortodoxos «voluntarios» procedentes de Grecia y Rusia. Realizaron un especial esfuerzo por destruir toda evidencia de la civilización otomana, como en el caso particularmente atroz de la voladura de varios minaretes históricos de Banja Luka, que fue llevada a cabo durante un alto el fuego y no como consecuencia de ninguna batalla.

Otro tanto puede decirse de sus émulos católicos, cosa que a menudo se olvida. En Croacia se revitalizaron las organizaciones de la Ustachá y llevaron a cabo una feroz tentativa de ocupar Herzegovina, como habían hecho durante la Segunda Guerra Mundial. La hermosa ciudad de Mostar también fue sitiada y bombardeada, y el mundialmente famoso Stari Most, o «Puente Viejo», que databa de la época de los turcos y había sido elegido por la Unesco como patrimonio de la humanidad, fue bombardeado hasta que se desplomó sobre el río que atravesaba. En efecto, las fuerzas católicas y ortodoxas extremistas actuaban en connivencia en una sangrienta partición y limpieza de Bosnia-Herzegovina. En buena medida se evitó atribuir a nadie la responsabilidad pública por aquellos actos, y todavía se evita, puesto que los medios de comunicación del mundo entero preferían simplificar diciendo «croata» y «serbio» y únicamente aludían a una religión cuando hablaban de «los musulmanes». Pero la tríada de términos «croata», «serbio» y «musulmán» es desigual y equívoca, por cuanto hace equivaler dos nacionalidades y una religión. (Ese mismo equívoco se produce de otro modo en la cobertura informativa de Irak con la trilateral «suní, chií, kurdo».) Durante el sitio de Sarajevo había en la ciudad al menos diez mil serbios, y uno de los comandantes en jefe de su defensa, un oficial y caballero llamado Jovan Divjak cuya mano tuve el honor de estrechar bajo el fuego, era asimismo serbio. La población judía de la ciudad, que vivía allí desde 1492, también se identificaba en su mayoría con el gobierno y la causa de Bosnia. Habría sido más exacto que la prensa y la televisión hubieran informado diciendo «Hoy las fuerzas cristianas ortodoxas reanudaron sus bombardeos de Sarajevo», o «Ayer las milicias católicas consiguieron derribar el Stari Most». Pero la terminología confesional se reservaba únicamente para «los musulmanes», aun cuando quienes los asesinaban se tomaran todas las molestias para diferenciarse llevando grandes cruces ortodoxas sobre sus bandoleras o estampas adhesivas de la Virgen María pegadas en las culatas de sus rifles. Así pues, una vez más, la religión lo emponzoña todo; incluida nuestra facultad de discernimiento.

Por lo que se refiere a Belén, supongo que estaría dispuesto a reconocerle al señor Prager que, en los días buenos, me sentiría bastante seguro paseando por el exterior de la iglesia de la Natividad cuando cayera la noche. Es en Belén, no muy lejos de Jerusalén, donde muchos creen que tras una inmaculada concepción, una virgen dio un hijo a dios.

«La generación de Jesucristo fue de esta manera: su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo». Sí, y el semidiós griego Perseo nació cuando el dios Júpiter visitó a la virgen Dánae adoptando la forma de lluvia de oro y la dejó encinta. El dios Buda nació a través de una abertura del costado de su madre. Coatlicue, «la de la falda de serpientes», recogió una bola de plumón caída del cielo, se la escondió en el vientre y así fue concebido el dios azteca Huitzilopochtli. La virgen Nana puso en su seno una granada tomada de un árbol regado con la sangre de Agdistis, que había sido asesinado, y dio a luz al dios Atis. La hija virgen de un rey mongol se despertó una noche y se descubrió bañada en una luz resplandeciente, la cual hizo que diera a luz a Gengis Kan. Krishna era hijo de la virgen Devaki. Horus era hijo de la virgen Isis. Mercurio era hijo de la virgen Maya. Rómulo era hijo de la virgen Rea. Por alguna razón desconocida, muchas religiones se obligan a pensar que el canal del parto es un conducto de circulación en un solo sentido, e incluso el Corán trata con veneración a la Virgen María. Sin embargo, esto no sirvió para nada durante las Cruzadas, cuando un ejército papal se dispuso a reconquistar Belén y Jerusalén de los musulmanes y destruyó en el intento muchas comunidades judías, saqueó a su paso el herético Bizancio y llevó a cabo una masacre en las estrechas callejuelas de Jerusalén, donde, según los jubilosos y enloquecidos cronistas, la sangre derramada llegaba hasta las bridas de los caballos.

Parte de estas tempestades de odio, fanatismo y sed de sangre han pasado ya, aunque en esta región siempre se avecinan otras nuevas; pero, entretanto, una persona puede sentirse relativamente tranquila en la plaza del Portal o sus alrededores, la cual, como indica su propio nombre, es el centro de una ratonera para turistas de una chabacanería tan absoluta que supera incluso a Lourdes. La primera vez que visité aquella lastimera ciudad estaba bajo el control nominal de un ayuntamiento palestino principalmente cristiano, ligado a una dinastía política concreta identificada con la familia Freij. Cuando la he visitado en otras ocasiones, por lo general ha sido bajo un brutal toque de queda impuesto por las autoridades militares israelíes, cuya mera presencia en Cisjordania no está desvinculada de la creencia en determinadas profecías sagradas antiguas, si bien, en esta ocasión, con una promesa distinta hecha por un dios diferente a un pueblo también diferente. Ahora le llega el turno a otra religión más. Las fuerzas de Hamás, que afirman que Palestina en su conjunto es un país islámico, una santa dispensa consagrada al islam, han empezado a dar codazos a los cristianos de Belén. Su líder, Mahmud al-Zahar, ha proclamado que espera que todos los habitantes del Estado islámico de Palestina cumplan la ley musulmana. En Belén, ahora se propone que los no musulmanes queden sometidos al impuesto al-Jeziya, el gravamen fijado tradicionalmente para los dhimmis o infieles que vivían bajo el Imperio otomano. A las mujeres trabajadoras de la administración local se les prohíbe saludar a los visitantes masculinos con un apretón de manos. En Gaza mataron a tiros a una joven llamada Yusra al-Azami en abril de 2005 por cometer el delito de sentarse en un coche con su prometido sin ningún otro acompañante. El joven huyó llevándose únicamente una soberana paliza. Los dirigentes del escuadrón «vicio y virtud» de Hamás justificaron este homicidio y esta tortura diciendo que «sospechaban de conducta inmoral».[6] En la Palestina que otrora fuera laica, se recluta a pandillas de varones sexualmente reprimidos para que fisgoneen en los coches aparcados y se les da permiso para que hagan lo que quieran.

En una ocasión asistí a una conferencia en Nueva York del difunto Abba Eban, uno de los diplomáticos y estadistas más brillantes y respetados de Israel. Lo primero que llamaba la atención sobre la disputa entre israelíes y palestinos, afirmaba él, era su fácil resolución. Tras aquel fascinante comienzo pasó a relatar, con la autoridad que le confería haber sido primer ministro y embajador en la ONU, que el aspecto fundamental era uno muy sencillo. Dos pueblos de un tamaño aproximadamente equivalente formulaban una reivindicación sobre una misma tierra. La solución, obviamente, era crear dos estados contiguos. ¿Seguro que una cosa tan evidente estaba al alcance de la capacidad de comprensión y la inteligencia de un ser humano? Y así habría sido desde hace muchas décadas si se hubiera podido mantener alejados de allí a los rabinos, los ulemas y los sacerdotes mesiánicos. Pero las afirmaciones exclusivas de estar investidos de la autoridad de dios realizadas por los clérigos histéricos de ambos bandos y avivadas por los cristianos con espíritu de Armagedón que esperan la llegada del Apocalipsis (precedida por la muerte o la conversión de todos los judíos) han vuelto insufrible la situación y han convertido a la humanidad en su conjunto en rehén de una disputa que ahora presenta la amenaza de una guerra nuclear. La religión lo emponzoña todo. Además de ser una amenaza para la civilización, ahora se ha convertido en una amenaza para la supervivencia del ser humano.

Pasemos por último a Bagdad. Este fue uno de los centros culturales y de conocimiento más importantes de la historia. Fue allí donde se conservaron, retradujeron y transmitieron de nuevo al ignorante Occidente «cristiano» a través de Andalucía algunas de las obras desaparecidas de Aristóteles y de otros autores griegos («desaparecidas» porque las autoridades cristianas habían quemado algunas de ellas, habían prohibido otras y habían clausurado las escuelas de filosofía alegando que era imposible que hubiera habido reflexiones morales valiosas antes de las enseñanzas de Jesús). Las bibliotecas, los poetas y los arquitectos de Bagdad eran famosos. Muchos de estos logros se produjeron bajo el mandato de los califas musulmanes, que permitían este tipo de manifestaciones con idéntica frecuencia con la que las reprimían; pero Bagdad también es portadora de rastros de los antiguos caldeísmo y nestorianismo, y fue uno de los muchos núcleos de la diáspora judía. Hasta finales de la década de 1940 fue patria de tantos judíos como los que vivían en Jerusalén.

No voy a desarrollar aquí ninguna postura acerca del derrocamiento de Sadam Husein en abril de 2003. Diré únicamente que quienes consideraban que su régimen era «laico» se engañaban a sí mismos. Es cierto que el Partido Baaz fue fundado por un hombre llamado Michel Aflaq, un siniestro cristiano con cierta simpatía por el fascismo; y también es cierto que la pertenencia a dicho partido estaba abierta a todas las religiones (aunque tengo muchas razones para creer que la afiliación de judíos estaba restringida). Sin embargo, al menos desde su desastrosa invasión de Irán en 1979, que desembocó en furibundas acusaciones por parte de la teocracia iraní de que era un «infiel», Sadam Husein había engalanado su régimen en conjunto (que, en todo caso, descansaba sobre una minoría tribal de la minoría suní) como un régimen de devoción y yihad. (El Partido Baaz de Siria, asentado también en una parte confesional de la sociedad alineada con la minoría alauí, ha gozado asimismo de una prolongada e hipócrita relación con los ulemas iraníes.) Sadam inscribió en la bandera iraquí las palabras «Allahu Akhbar» («Dios es grande»). Amparó una concurridísima conferencia internacional de combatientes sagrados y ulemas y mantuvo relaciones muy afectuosas con el otro principal Estado patrocinador de estos en la región, el gobierno genocida de Sudán. Construyó la mezquita más grande de la región y la bautizó con el nombre de mezquita «Madre de todas las batallas», dotada de un Corán escrito con sangre que él afirmaba que era suya. Cuando emprendió su campaña genocida contra el pueblo del Kurdistán, principalmente suní (campaña que incluía el uso concienzudo de armas químicas y el asesinato y deportación de centenares de miles de personas), la bautizó con el nombre de «Operación Anfal», término mediante el cual tomaba prestada una justificación coránica para el saqueo y destrucción de los infieles («El botín», de la sura 8). Cuando las fuerzas de la coalición atravesaron la frontera iraquí, se encontraron con que el ejército de Sadam se disolvía como un terrón de azúcar en una taza de té caliente, pero también toparon con la bastante tenaz resistencia de un grupo paramilitar reforzado con yihadistas extranjeros y llamado Fedayin Sadam («los que están dispuestos a sacrificarse por Sadam»). Una de las labores de este grupo consistía en ejecutar a todo aquel que celebrara públicamente la intervención occidental, y enseguida grabaron en vídeo unos repugnantes ahorcamientos y mutilaciones públicas para que todo el mundo las viera.

Como mínimo, todos coincidiremos en que el pueblo iraquí había sufrido mucho durante los treinta y cinco años anteriores de guerra y dictadura, que el régimen de Sadam no podía haber permanecido eternamente en el seno de la legalidad internacional como un sistema al margen de la ley y, por consiguiente, que, con independencia de las objeciones que puedan esgrimirse sobre los medios reales con que se llevó a cabo el «cambio de régimen», la sociedad en su conjunto merecía un respiro para pensar en la reconstrucción y la reconciliación. No se le ha concedido ni un solo minuto de respiro.

Todo el mundo sabe lo que siguió. Los partidarios de al-Qaeda, liderados por un delincuente común jordano llamado Abu Musab al-Zarqawi, lanzaron una frenética campaña de asesinatos y sabotaje. No solo dieron muerte a las mujeres que no llevaran velo y a los periodistas y maestros laicos. No solo hicieron explotar bombas en iglesias cristianas (tal vez el 2 por ciento de la población iraquí es cristiana) o fusilaron o mutilaron a los cristianos que fabricaban y vendían alcohol. No solo grabaron un vídeo del fusilamiento y degollamiento masivo de un contingente de trabajadores inmigrantes nepalíes que se suponía que eran hinduistas y, por tanto, no merecían ningún respeto. Estas atrocidades podían considerarse más o menos rutinarias. Dirigieron la parte más nociva de su campaña de terror contra sus compatriotas musulmanes. Se hacía saltar por los aires las mezquitas y las procesiones funerarias de la mayoría chií, oprimida desde hacía mucho tiempo. Los peregrinos que recorrían largas distancias hasta llegar a los, desde hacía poco tiempo, accesibles santuarios de Kerbala y Nayaf lo hacían corriendo el riesgo de perder la vida. En una carta dirigida a su líder Osama bin Laden,[7] al-Zarqawi exponía las dos razones principales de aquella política extraordinariamente perversa. En primer lugar, según sus palabras, los chiíes eran herejes que no seguían el camino de pureza salafista correcto. Por consiguiente, eran digna presa de los auténticos santos. En segundo lugar, si se conseguía inducir una guerra religiosa en el seno de la sociedad iraquí, los planes de la «cruzada» de Occidente podían malograrse. La esperanza obvia era desencadenar una contrarréplica de los propios chiíes, lo cual empujaría a los árabes suníes en brazos de sus «protectores», los partidarios de Bin Laden. Y a pesar de algunos nobles llamamientos a la contención formulados por el gran ayatolá chií Sistani, no se reveló muy difícil provocar semejante respuesta. Al cabo de poco tiempo, los escuadrones de la muerte chiíes, ataviados con frecuencia con uniformes de la policía, mataban y torturaban al azar a miembros del credo árabe suní. No fue difícil de detectar la influencia subrepticia de la vecina «República Islámica» de Irán, y en algunas zonas chiíes también acabó siendo peligroso ser una mujer sin velo o no profesar ningún credo. Irak presume de tener una larga tradición de matrimonios mixtos y cooperación entre comunidades. Pero unos cuantos años de esta detestable dialéctica consiguieron crear enseguida un clima de desgracia, desconfianza, hostilidad y política sectaria. Una vez más, la religión lo había emponzoñado todo.

En todos los casos que he mencionado había quienes protestaban en nombre de la religión y quienes trataban de superar la creciente oleada de fanatismo y culto a la muerte. Se me ocurren unos cuantos sacerdotes, obispos, rabinos e imanes que han colocado el humanismo por delante de sus propias sectas o credos. La historia nos proporciona otros muchos ejemplos similares, que pasaré a analizar más adelante. Pero esto es un piropo para el humanismo, no para la religión. Cuando llegan a ese extremo, estas crisis también me han llevado a mí y a muchos otros ateos a protestar en defensa de los católicos que sufren discriminación en Irlanda, de los musulmanes bosnios que tenían que enfrentarse a su exterminio en los territorios cristianos de los Balcanes, de los chiíes afganos e iraquíes pasados a cuchillo por los yihadistas suníes, y viceversa, así como de innumerables casos similares. Adoptar semejante posición es una obligación elemental de cualquier ser humano que se precie de serlo. Pero la reticencia generalizada de las autoridades eclesiásticas a la hora de formular condenas inequívocas, ya se trate del Vaticano en el caso de Croacia o de los dirigentes saudíes o iraníes en el caso de sus respectivas confesiones, es igualmente repugnante. Y también lo es la voluntad de cada conjunto de «feligreses» de volver a los atavismos a la menor provocación.

No, señor Prager, no me ha parecido un criterio prudente pedir ayuda cuando se disuelven las reuniones para la plegaria. Y, como le dije, eso es responder con la opción «B». En todos estos casos, todo aquel a quien le importe la seguridad o la dignidad humanas tendría que confiar fervorosamente que se produjera un estallido masivo de laicidad democrática en defensa de las repúblicas.

No me hizo falta viajar a todos esos lugares exóticos para ver cómo la ponzoña hace su trabajo. Mucho antes de la crítica fecha del 11 de septiembre de 2001 pude percibir que la religión estaba empezando a reafirmar su jaque a la sociedad civil. Cuando no ejerzo de corresponsal extranjero aficionado y provisional, llevo una vida bastante tranquila y ordenada: escribo libros y artículos, enseño a mis alumnos a amar la literatura en lengua inglesa, asisto a agradables conferencias de escritores y participo en las discusiones efímeras que se plantean en el mundo editorial y académico. Pero hasta esta existencia bastante protegida se ha visto sometida a escandalosas invasiones, insultos y desafíos. El 14 de febrero de 1989, mi amigo Salman Rushdie fue golpeado simultáneamente con una sentencia de muerte y otra de cadena perpetua por el delito de escribir una obra de ficción. Para ser más exacto, el líder teocrático de un Estado extranjero, el ayatolá Jomeini de Irán, ofreció dinero públicamente, en su propio nombre, para instigar el asesinato de un novelista que era ciudadano de otro país. A quienes se animaba a llevar a cabo este plan criminal mediante soborno, que se hacía extensible a «todos los implicados en la publicación» de Los versos satánicos, no solo se les ofrecía dinero en mano, sino también un billete gratuito para viajar al paraíso. Es imposible imaginar mayor afrenta a todos los valores de la libertad de expresión. El ayatolá no había leído la novela, tal vez no pudiera leerla, y en todo caso prohibió a todos los demás que la leyeran. Sin embargo, consiguió desencadenar alarmantes manifestaciones, tanto entre los musulmanes de Gran Bretaña como en los del resto del mundo, en las que la multitud prendía fuego al libro y pedía a gritos que el propio autor también fuera pasto de las llamas.

Este episodio, en parte aterrador y en parte grotesco, tenía sus orígenes, claro está, en el mundo material o «real». Tras haber malogrado centenares de miles de vidas de jóvenes iraníes en una tentativa de prolongar la guerra que había iniciado Sadam Husein, para convertirla en una victoria de su teología reaccionaria, el ayatolá se había visto obligado recientemente a reconocer la realidad y aceptar una resolución de alto el fuego de las Naciones Unidas, sobre la cual había afirmado que prefería beber cicuta antes que firmarla. Dicho de otro modo: necesitaba un «asunto». Un grupo de musulmanes reaccionarios de Sudáfrica que eran diputados del Parlamento títere del régimen del apartheid había anunciado que si el señor Rushdie asistía a la feria del libro de su país, sería asesinado. Un grupo fundamentalista de Pakistán había derramado sangre en las calles. Jomeini tenía que demostrar que nadie podía superarle.

Según parece, el profeta Mahoma hizo algunas afirmaciones supuestamente difíciles de conciliar con las enseñanzas musulmanas. Los especialistas en el Corán han tratado de cuadrar este círculo sugiriendo que, en esos casos, el profeta escribía sin querer al dictado de Satán, en lugar de Dios. Esta artimaña, que no tenía nada que envidiar a la escuela más sinuosa de apologistas cristianos medievales, brindaba una excelente oportunidad a un novelista para explorar la relación entre escritura sagrada y literatura. Pero la mentalidad literal no comprende la mentalidad irónica y siempre considera a esta última como una fuente de peligro. Además, Rushdie había sido educado como musulmán y tenía ciertos conocimientos sobre el Corán, lo cual significaba en realidad que era un apóstata. Y, según el Corán, la «apostasia» debe castigarse con la muerte. No se reconoce en absoluto el derecho a cambiar de religión, y todos los estados religiosos han insistido siempre en imponer duras penas a aquellos que lo intentan.

Escuadrones de la muerte apoyados desde las embajadas iraníes realizaron una serie de tentativas importantes de matar a Rushdie. Sus traductores al italiano y al japonés fueron atacados, en uno de los casos por la absurda creencia de que el traductor podría conocer su paradero, y uno de ellos fue salvajemente mutilado tras haber quedado moribundo. A su editor noruego le dispararon varias veces por la espalda con un rifle de alta velocidad y quedó abandonado en la nieve, dado por muerto, si bien sorprendentemente sobrevivió. Cualquiera habría imaginado que un homicidio instigado de manera tan arrogante por un Estado, dirigido contra un individuo pacífico y solitario que llevaba una vida dedicada a la escritura, habría suscitado una condena generalizada. Pero no fue así. Algunos estamentos importantes, el Vaticano, el arzobispo de Canterbury y el principal rabino sefardí de Israel mostraron todos ellos su simpatía hacia… el ayatolá. Lo mismo hizo el cardenal arzobispo de Nueva York y muchas otras figuras religiosas de segundo orden. Al tiempo que pronunciaban algunas palabras con las que deploraban el recurso a la violencia, todos ellos afirmaron que el principal problema que planteaba la publicación de Los versos satánicos no era el asesinato a manos de mercenarios, sino la blasfemia. Algunos personajes públicos que no vestían hábito, como el escritor marxista John Berger, el historiador conservador británico Hugh Trevor-Roper y el decano de los autores de novelas de espionaje John Le Carré manifestaron también que Rushdie era responsable de los problemas en los que se había metido, y que se los había buscado al «ofender» a una gran religión monoteísta. Para estas personas, no tenía nada de extraordinario que la policía británica tuviera que proteger a un ciudadano ex musulmán de origen indio de una campaña orquestada para arrebatarle la vida en nombre de dios.

Pese a lo sosegada que en condiciones normales es mi vida, tuve la oportunidad de asomarme a esta surrealista situación cuando, para reunirse con el presidente Clinton, el señor Rushdie visitó Washington durante el fin de semana de Acción de Gracias de 1993 y se quedó una o dos noches en mi apartamento. Fue necesario desplegar un descomunal e imponente dispositivo de seguridad para hacerlo posible y, una vez finalizada la visita, el Departamento de Estado me pidió que fuera yo quien les hiciera una visita. Allí, un alto responsable me informó de que se habían interceptado «conversaciones» verosímiles en las que se manifestaba la intención de hacer recaer la venganza sobre mí y mi familia. Me aconsejaron que cambiara de domicilio y de número de teléfono, lo cual parecía un modo poco plausible de evitar las represalias. Sin embargo, esto sí me puso sobre aviso de algo que yo ya sabía. Yo no podía decir «Bueno, vosotros perseguís vuestro sueño chií en torno a un imán escondido, yo me dedico al estudio de Thomas Paine y George Orwell, y el mundo es lo bastante grande para ambos». El verdadero creyente es incapaz de descansar hasta que todo el mundo dobla la rodilla. ¿Acaso no es evidente para todos, afirma el devoto, que la autoridad religiosa tiene preponderancia y que quienes se niegan a reconocerlo pierden su derecho a existir?

Según parece, fueron los asesinos de los chiíes quienes impusieron este criterio a la opinión pública mundial unos cuantos años después. El régimen de los talibanes en Afganistán, que había masacrado a la población chií de Hazara, había sido tan horrendo que en 1999 la propia Irán había pensado en la posibilidad de invadir el país. Y la adicción de los talibanes a la profanación era tan extraordinaria que habían bombardeado y destruido meticulosamente una de las creaciones culturales más importantes del mundo: las estatuas de los dos budas de Bamiyan, que con su majestuosidad mostraban la fusión del estilo helenístico con otros estilos en el pasado de Afganistán. Pero, por ser preislámicas, como indudablemente eran, las estatuas constituían un insulto permanente para los talibanes y para sus huéspedes de al-Qaeda, y la destrucción de Bamiyan hasta dejarla reducida a escombros presagiaba la incineración de otras dos estructuras gemelas, así como de casi tres mil seres humanos, en pleno centro de Manhattan en otoño de 2001.

Todo el mundo posee su propia historia del 11 de septiembre: me saltaré la mía con la única excepción de que diré que alguien a quien conocía superficialmente fue lanzada contra los muros del Pentágono tras haber conseguido llamar a su marido y darle una descripción de los asesinos y de su táctica (y tras haberse enterado por él de que no se trataba de un secuestro y que iba a morir). Desde el ático de mi edificio de Washington pude ver el humo ascendiendo desde la otra orilla del río, y desde entonces jamás he pasado por el Capitolio o por la Casa Blanca sin pensar qué habría sucedido de no haber sido por la valentía y determinación de los pasajeros del cuarto avión, que consiguieron hacerlo caer en un prado de Pensilvania a escasos veinte minutos de vuelo de su destino.

Bueno, he conseguido escribir una respuesta más extensa para Dennis Prager; ahora ya la tienen. Los diecinueve asesinos suicidas de Nueva York, Washington y Pensilvania eran sin lugar a dudas los creyentes más sinceros que viajaban en aquellos aviones. Tal vez ya no oigamos hablar tanto de cómo las «personas de fe» poseen unas ventajas morales que los demás no pueden sino envidiar. ¿Y qué debemos aprender del júbilo y la propaganda extasiada con la que se recibió en el mundo islámico esta gran proeza de unos fieles? En aquella época, Estados Unidos contaba con un fiscal general llamado John Ashcroft que afirmó que Estados Unidos «no conoce rey, más que Jesús» (una afirmación a la que le sobraban exactamente tres palabras). Tenía un presidente que quería depositar la prestación de servicios a los pobres sobre instituciones «fundadas en la fe». ¿Acaso no era ese un momento en el que se podía haber dedicado un par de comentarios a la luz que emana de la razón y a la defensa de una sociedad que separaba la Iglesia del Estado y valoraba la libertad de expresión y la libre indagación?

La decepción fue, y para mí sigue siendo, profunda. Al cabo de unas horas, los «reverendos» Pat Robertson y Jerry Falwell proclamaron que la inmolación de sus compatriotas representaba un juicio divino sobre una sociedad laica que toleraba la homosexualidad y el aborto. En el solemne funeral por las víctimas celebrado en la hermosa catedral nacional de Washington se permitió dirigir una alocución a Billy Graham, un hombre cuyo historial de oportunismo y antisemitismo es por sí solo una pequeña vergüenza nacional. En su absurdo sermón afirmaba que todos los muertos se encontraban ya en ese momento en el paraíso y que no querrían regresar con nosotros aunque pudieran hacerlo. Digo absurdo porque es imposible creer, ni siquiera aplicando la máxima indulgencia, que aquel día al-Qaeda no había asesinado a un buen número de ciudadanos pecadores. Y no hay razón alguna para creer que Billy Graham conociera el actual paradero de sus almas, y menos aún cuáles eran sus deseos póstumos. Pero también tenía algo de siniestro escuchar afirmaciones minuciosas de que conocía el paraíso, similares a las que el propio Bin Laden estaba haciendo en nombre de los asesinos.

Las cosas continuaron deteriorándose en el tiempo transcurrido entre la expulsión de los talibanes del poder y el derrocamiento de Sadam Husein. Un oficial militar de alto rango, el general William Boykin, anunció que había tenido una visión mientras servía en el fiasco de Somalia. Según parece, alguna fotografía aérea de Mogadiscio había captado el rostro del propio Satán, pero aquello no había hecho sino incrementar la seguridad del general de que su dios era más poderoso que la maligna deidad de su oponente. En la Academia del Ejército del Aire de Estados Unidos de Colorado Springs se demostró que un grupo de mandos «vueltos a nacer» intimidaba impune y brutalmente a los cadetes judíos y agnósticos diciéndoles que solo aquellos que aceptaran a Jesús como redentor personal conseguirían el certificado de aptitud para prestar sus servicios. El vicecomandante de la academia envió correos electrónicos haciendo proselitismo para que se fijara un día nacional de la oración (cristiana). Un capellán llamado MeLinda Morton, que se quejó de esta campaña de histeria e intimidación, fue trasladado súbitamente a una base remota en Japón.[8] Entretanto, el multiculturalismo huero también realizó su aportación garantizando, entre otras muchas cosas, la distribución de una gran tirada de ediciones saudíes baratas del Corán para su uso en el sistema penitenciario de Estados Unidos. Aquellos textos wahabíes llegaban aún más lejos que la versión original, ya que recomendaban la guerra santa contra todos, cristianos, judíos e individuos laicos. Presenciar todo aquello era ser testigo de una especie de suicidio cultural: un «suicidio asistido» que tanto creyentes como no creyentes estaban dispuestos a oficiar.

Debería haberse señalado de antemano que este tipo de cosas, además de ser poco éticas y poco profesionales, eran también de todo punto inconstitucionales y antiestadounidenses. James Madison, el autor de la primera enmienda a la Constitución, que prohíbe legislar de ningún modo sobre la adopción de una religión estatal, fue también uno de los autores del artículo VI, que afirma sin ambages que «nunca se exigirá una declaración religiosa como condición para ocupar ningún empleo o cargo público de Estados Unidos».[9] Su posterior Detached Memoranda dejaba bien patente que en primera instancia se oponía al nombramiento de capellanes por parte del gobierno, ya fuera en las fuerzas armadas o para las ceremonias inaugurales del Congreso. «Nombrar una capellanía en el Congreso supone una evidente violación del derecho a la igualdad, así como de los principios constitucionales.» Por lo que se refiere a la presencia clerical en el ejército, Madison escribió: «El objeto de esta medida es seductor; el motivo es encomiable. Pero ¿acaso no es mucho más seguro suscribir un principio cierto y confiar en sus consecuencias, que confiar en un razonamiento en todo caso engañoso en beneficio de un principio equivocado? Fíjense en los ejércitos y las armadas de todo el mundo y díganme una cosa: en el nombramiento de sus ministros religiosos, ¿debe atenderse al interés espiritual de los feligreses o al interés temporal del Pastor?». Es muy probable que todo aquel que cite a Madison hoy día sea considerado o bien un elemento subversivo o bien un demente; y, sin embargo, sin él y sin Thomas Jefferson, coautores del Estatuto de Virginia para la Libertad Religiosa, Estados Unidos habría seguido haciendo lo que hacía: prohibir que en algunos estados los judíos ejercieran cargos públicos, en otros los católicos, y en Maryland los protestantes. Este último es un estado en el que «proferir blasfemias acerca de la Santísima Trinidad» se castigaba con la tortura, el hierro al rojo vivo y, a la tercera ocasión, «con la muerte, sin posibilidad de obtener dispensa eclesiástica». Tal vez Georgia habría perseverado para mantener que la religión oficial de su estado fuera el «protestantismo»… al margen de cuál de las muchas hibridaciones de Lutero hubiera resultado ser.

A medida que el debate sobre la intervención en Irak fue avivándose, desde los púlpitos se vertieron verdaderos torrentes de insensateces. La mayoría de las iglesias se oponían a la campaña para derrocar a Sadam Husein, y el propio Papa se desacreditó abiertamente enviando una invitación personal al criminal de guerra buscado Tareq Aziz, responsable de asesinatos de niños cometidos por el Estado. Aziz no solo fue bien recibido en el Vaticano como veterano miembro católico de un partido gobernante fascista (no era la primera vez que se había ofrecido una indulgencia semejante), sino que a continuación fue llevado a Asís para realizar un ejercicio de oración personal en la capilla de San Francisco, que según parece solía predicar a los pájaros. Debió de pensar que aquello era absolutamente sencillo. En el otro lado del espectro confesional, algunos evangelistas estadounidenses, no todos, gritaban con júbilo ante la perspectiva de convertir a los musulmanes a la causa de Jesús. (Digo «no todos» porque desde entonces una escisión fundamentalista ha hecho suya la labor de reventar los funerales de los soldados estadounidenses muertos en Irak afirmando que esos asesinatos son el castigo de dios por la homosexualidad de Estados Unidos; una pancarta particularmente jugosa agitada ante los rostros de los dolientes reza lo siguiente: «Gracias a Dios por los IED», las bombas que los fascistas musulmanes igualmente antigays colocan en las cunetas de las carreteras. Lo que me importa aquí no es determinar qué teología es la correcta: yo diría que las posibilidades de que cualquiera de ellas sea correcta son aproximadamente las mismas). Charles Stanley, cuyos sermones semanales pronunciados desde la Primera Iglesia Bautista de Atlanta contemplan millones de personas, podría haber sido cualquier imán demagogo cuando afirmó: «Deberíamos brindarnos a servir a la campaña de guerra de cualquier modo posible. Dios combate a las personas que se enfrentan a él, a las que luchan contra él y a sus seguidores». Baptist Press, la agencia de prensa de esta organización, publicó un artículo de un misionero que se regodeaba de que «la política exterior estadounidense y su poderío militar han abierto una oportunidad al evangelio en la tierra de Abraham, Isaac y Jacob». Para no quedar a la zaga, Tim LaHaye decidió ir más allá. Famoso por ser coautor de todo un éxito de ventas, la colección de literatura barata «Left Behind», que prepara al estadounidense medio, primero, para el «éxtasis» y, luego, para el Armagedón, se refirió a Irak como «el centro de los sucesos del fin de los tiempos».[10] Otros entusiastas de la Biblia trataron de vincular a Sadam Husein con el perverso rey Nabucodonosor de la antigua Babilonia, comparación que el propio dictador tal vez habría aceptado, dado que reconstruyó los viejos muros de Babilonia con ladrillos que llevaban grabado todos y cada uno de ellos su propio nombre. Por consiguiente, en lugar de una discusión racional sobre cuál era el mejor modo de contener y derrotar el fanatismo religioso, uno presenciaba el mutuo refuerzo de dos variedades de aquella misma histeria: el ataque yihadista volvía a conjurar al fantasma manchado de sangre de los cruzados.

En este sentido, la religión no es muy diferente del racismo. Cualquier versión de cualquiera de los dos anima y desencadena la otra. En una ocasión me formularon otra pregunta con trampa, un poco más perspicaz que la de Dennis Prager, que estaba concebida para desenmascarar mi grado de prejuicios latentes. Está usted en un andén del metro de Nueva York, por la noche, muy tarde, en una estación desierta. De repente aparece un grupo compuesto por una decena de hombres negros. ¿Se queda usted donde está o va hacia la salida? De nuevo fui capaz de contestar que había tenido exactamente una experiencia así. Esperando en solitario la llegada de un tren, bien pasada la medianoche, se unieron a mí de repente una multitud de técnicos que salían del túnel con sus herramientas y guantes de trabajo. Todos ellos eran negros. Me sentí inmediatamente más seguro y caminé hacia ellos. No tengo la menor idea de cuál era su afiliación religiosa. Pero en todos los demás casos que he citado, la religión ha sido un inmenso multiplicador de la desconfianza y el odio tribales, según el cual los miembros de cada uno de los grupos hablan de los otros exactamente con el mismo tono de intolerancia. Los cristianos y los judíos comen carne de cerdo profanada y beben el ponzoñoso alcohol. Los budistas y los musulmanes de Sri Lanka echaron la culpa a las celebraciones de la Navidad de 2004, bañadas en vino, del tsunami que se produjo a continuación. Los católicos son sucios y tienen demasiados hijos. Los musulmanes se alimentan como conejos y se limpian el culo con la mano que no es. Los judíos tienen piojos en la barba y buscan sangre de niños cristianos para dar aroma y sabor al pan ázimo de su pascua judía. Y así sucesivamente.