He estado escribiendo este libro durante toda mi vida y me propongo seguir escribiéndolo, pero habría sido imposible elaborar esta versión sin la extraordinaria colaboración entre el agente y el editor que me lo permitieron (me refiero a Steve Wasserman y Jonathan Karp). Todos los autores deberían tener amigos y aliados tan cuidadosos y cultos. Todos los autores deberían tener también buscadores de libros tan sagaces y decididos como Windsor Mann.
Mi viejo amigo de la escuela Michael Prest fue la primera persona en dejarme claro que, aunque las autoridades nos obligaran a asistir a las oraciones, no podían obligarnos a rezar. Siempre recordaré su postura erguida mientras los demás se arrodillaban o se inclinaban con hipocresía, y también el día que decidí unirme a él. Todas las posturas de sumisión y entrega deberían formar parte de nuestra prehistoria.
He tenido la suerte de contar con muchos tutores morales, tanto formales como informales, muchos de los cuales tuvieron que soportar considerables pruebas intelectuales y dar muestras de una notable valentía con el fin de romper con la fe de sus clanes. Algunos de ellos todavía correrían cierto peligro si los nombrara, pero debo reconocer mi deuda con el difunto doctor Israel Shahak, que me introdujo en Spinoza; con Salman Rushdie, que en una época muy oscura prestó un valiente testimonio en favor de la razón, el sentido del humor y el lenguaje; con Ibn Warraq e Irfan Khawaja, que también saben algo sobre el precio que hay que pagar; y con el doctor Michael Shermer, el auténtico modelo de fundamentalista cristiano rehabilitado y recuperado. Entre las muchas otras personas que han demostrado que la vida, la inteligencia y el razonamiento comienzan precisamente en el lugar donde termina la fe, debería rendir homenaje a Penn y Teller,[1] a ese otro asombroso destructor de mitos y fraudes que es James Randi (un Houdini de nuestro tiempo) y a Tom Flynn, Andrea Szalanski y a todos los demás miembros del personal de la revista Free Inquiry. Me siento en deuda con Jennifer Michael Hecht después de que me enviara un ejemplar de su extraordinario libro Doubt: A History.
A todos aquellos que no conozco y que viven en los mundos en los que la superstición y la barbarie todavía prevalecen, y a cuyas manos confío que pueda llegar este libro, les ofrezco el modesto apoyo de una sabiduría más antigua. Es esta en realidad, y no ninguna otra prédica arrogante, la que llega a nosotros al salir del torbellino: Die Stimme der Vernunft ist leise. Sí, «La razón habla en voz baja». Pero es muy persistente. En esto y en las vidas y mentalidades de luchadores conocidos y desconocidos, depositamos nuestra principal esperanza.
Durante muchos años me he interesado por estas cuestiones junto a Ian McEwan, cuya obra exhibe una extraordinaria capacidad para esclarecer lo misterioso sin ceder ni un ápice a lo sobrenatural. Él ha demostrado con sutileza que lo natural es suficientemente maravilloso para cualquiera. Fue en algunas discusiones con Ian, primero en aquella remota costa uruguaya en la que Darwin desembarcó para tomar muestras y posteriormente en Manhattan, donde tengo la impresión de que empezó a germinar este ensayo. Estoy muy orgulloso de haber solicitado y obtenido su permiso para dedicarle estas páginas.