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El ministro egipcio y el nuevo director del Servicio de Antigüedades levantaron al unísono sus tazas de café, bebieron con distinción y las dejaron lentamente. ¿Quién sería el primero en tomar la palabra? El director cedió.

—El caso de Howard Carter no es sencillo…

—No pienso yo eso —repuso el ministro, irritado.

—¿Ah? ¿Va a tener usted en cuenta su notoriedad?

—En modo alguno.

—Ah…, eso significa que…

—Eso significa que Egipto no le concederá un permiso de excavación…, y ustedes tampoco, espero.

El director guardó silencio.

—Carter es un colonialista, un espíritu retrógrado y arrogante.

—¿No teme usted que la opinión internacional…?

—La opinión internacional tiene cosas más importantes en qué pensar; Carter ha sido ya olvidado. Créame, amigo mío: permitirle trabajar de nuevo en nuestro suelo sería un grave error. Tengo entendido que sus colega no le aprecian demasiado.

—En efecto, señor ministro; a excepción de los miembros de su equipo, los egiptólogos le consideran como un dilettante y un aficionado con suerte. Fíjese bien: ni siquiera salió de una gran escuela.

—¡Pues ya ve! El caso está cerrado, señor director; Howard Carter nunca volverá a excavar en Egipto. Que se limite a las distinciones que le concederá Gran Bretaña.

El ministro de Cultura británico saludó a los tres egiptólogos designados para representar a su corporación y se sentó a su mesa.

—Me satisface recibirles, caballeros; la egiptología se ha convertido en una ciencia de moda.

—No es ésta su función —afirmó un hombre bajo y corpulento que hablaba en nombre de sus colegas— Howard Carter ha perjudicado mucho el buen nombre de nuestra disciplina.

—¿Hasta ese punto?

—Más de lo que puede usted imaginar, señor ministro; Howard Carter es la vergüenza de la egiptología. Un autodidacta, hijo de un pintor animalista sin dinero, un pequeño campesino que ha robado la gloria de los sabios serios.

El ministro pareció molesto.

—En esas condiciones, parece difícil concederle el puesto oficial que solicita.

—Sería injuriar a la ciencia; todas las autoridades egiptológicas se opondrían a ello enérgicamente.

—Una condecoración le calmará…

El hombrecillo panzudo se levantó, imitado por sus dos acólitos.

—Sería un insulto a nuestro país, señor ministro. ¿Qué ha hecho, en realidad, el tal Carter? Nada. Tuvo suerte. Eso no basta para obtener una distinción honorífica.

—Mi papel consiste en seguir las opiniones autorizadas; se lo agradezco mucho, caballero.

«Es extraño —pensó el ministro—; Howard Carter, el arqueólogo más célebre del mundo, ni siquiera recibirá la menor de las condecoraciones, el título de Membership of the British Empire, que se concede a los empleados de correos y a los ferroviarios de mérito. Manteniéndose apartado de los cenáculos de la egiptología, cometió el peor de los crímenes: preferir Egipto a una carrera. Seguir siendo un espíritu libre que nadie puede comprar cuesta muy caro».

Una muchedumbre de turistas se apretujaba alrededor de la tumba de Tutankamón; nadie quería perder su lugar. La galantería era pisoteada. Desafiaban el calor y el polvo para contemplar la pequeña tumba vaciada de sus tesoros, a excepción del sarcófago de oro donde descansaba el joven rey que, cada día, levantaba gritos de admiración.

Cuando los visitantes se hacían escasos, un hombre de unos sesenta años, de elegancia muy británica, abandonaba su observatorio y bajaba hacia la más famosa de las tumbas tomando un desértico sendero. Cuando el silencio regresaba al Valle, Howard Carter recordaba su epopeya. Enfermo, afligido por un cansancio del que no lograba librarse nunca, desgastado por los celos, la mezquindad y la traición, el arqueólogo sólo tenía ya un amigo, el faraón Tutankamón, cuya morada se abría de par en par a tantos huéspedes charlatanes, distraídos o descorteses.

Desde 1936, Europa se veía sacudida por unas convulsiones que, según los más pesimistas, anunciaban una nueva guerra. Carter no se preocupaba por ello; desde que se había cerrado la excavación más excepcional del Valle, había abandonado el mundo y caminaba sin temor hacia su propia muerte. La humanidad no le interesaba; apenas escuchaba los saludos de los guardias que se inclinaban ante él cuando caminaba por el Valle, sombra entre las sombras.

En aquella lluviosa y fría jornada, el entierro de Howard Carter, muerto el 2 de marzo de 1939, pasó desapercibido. A Inglaterra le gustan las desapariciones discretas que no turban el orden público y no suscitan manifestaciones de mal gusto.

Carter había fallecido a los setenta años, aislado y olvidado. Lady Evelyn Herbert Beauchamp, única personalidad que asistió a los funerales, contuvo las lágrimas; a Howard no le hubiera gustado aquel exceso. Hermosa todavía, Eve miró el pobre ataúd que se hundía en la tierra y pensó en el oro de Tutankamón.

El alma de Howard Carter no permanecería prisionera en aquel cementerio glacial. Había volado ya para dirigirse a su patria original, el Valle de los Reyes, y fundirse en su luz.