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Con un pincel de pelo de marta, Carter había quitado los fragmentos de vendas podridas y puesto al descubierto el apacible rostro de un joven. La forma era hermosa, la expresión noble. Tutankamón había sido un rey de soberbio aspecto: en su cráneo, en vez de cabellos, un pequeño casquete de lino muy fino, decorado con franjas tejidas y adornadas con cuentas de cerámica y oro; Carter observó el dibujo de cuatro cobras, símbolo de la vida que se deslizaba a través de los mundos.

Los egipcios del Imperio Nuevo sabían momificar a la perfección; inundando el cuerpo de ungüentos hasta el punto de abrasarlo, habían actuado de modo ritual, consciente y voluntario. Aquel pobre cadáver, tan frágil comparado con la magnificencia de la máscara de oro y del sarcófago, se había convertido en la materia prima de la obra alquímica; cuerpo despreciable, corroído, calcinado y, sin embargo, soporte de la transmutación en metal divino. La presencia, sobre el pecho, de dos tirantes de oro probaba que Tutankamón no era ya considerado un rey, sino un dios. La momificación del rostro, tan distinta a la de los demás monarcas, evocaba su triple naturaleza de divinidad, sumo sacerdote encargado de celebrar los ritos y faraón iluminador de la tierra; Tutankamón el olvidado había atravesado guerras y matanzas, había escapado de los ladrones y se había refugiado en la memoria de un occidental de los tiempos modernos que, ahora, debía asegurar su protección postrera.

En 1930 los nacionalistas volvieron al poder, después de que, una vez más, se hubiera anunciado la muerte de Carter. Su viejo enemigo, Zaghlul, había muerto en 1927 y el partido Wafd ya no se preocupaba demasiado del arqueólogo, que estaba terminando su prodigiosa misión en el Valle de los Reyes. Ciertamente, el nuevo gobierno, que pretendía ser la expresión de la voluntad popular, promulgó inmediatamente una ley que prohibía sacar de Egipto cualquier objeto descubierto en una excavación; pero lady Almina sabía, desde hacía mucho tiempo, que no obtendría la menor migaja de los tesoros de Tutankamón. En otoño, sin embargo, las autoridades entregaron a la viuda de lord Carnarvon 36.000 libras esterlinas, como compensación por las campañas de excavaciones que su marido había financiado.

Cuando Arthur C. Mace, conservador adjunto del Metropolitan, murió de una pleuresía crónica, la prensa volvió a enarbolar la maldición de Tutankamón; ¿acaso no se habían producido ya veinte víctimas, entre ellas el conservador del Louvre y varios miembros de la familia de lord Carnarvon?

Aquella agitación no turbaba a Carter, que supervisaba el embalaje de las grandes capillas de oro, que iban a ser transportadas hacia el Museo de El Cairo, donde serían montadas de nuevo. La fiebre desaparecía; Tutankamón, universalmente célebre, había entrado en la memoria colectiva de la humanidad. Apacible de nuevo, el Valle recibía en invierno oleadas de turistas y se adormecía durante la estación cálida.

A finales del mes de febrero de 1932, los últimos objetos, debidamente restaurados, salieron del laboratorio y partieron hacia la capital. Callender, derramando lágrimas, cerró la tumba de Seti II. En lo sucesivo, sería de nuevo accesible a los turistas.

—Se ha terminado, Howard, terminado…

Carter le palmeó el hombro.

—Hay que aceptarlo.

—¿No podríamos descubrir otra tumba?

—Lamentablemente, la de Tutankamón era la última. La gran voz del Valle de los Reyes se ha apagado para siempre.

—¿Qué piensa hacer ahora, Howard?

—Lo ignoro. Obtener un puesto oficial, abrir una nueva excavación…

—No se atreverán a negársela. Yo regreso a mi pueblo. El rostro de oro me obsesiona; cada noche sueño en él.

—Es la más hermosa de las visiones.

Ambos hombres se despidieron; Carter había saludado ya a los demás miembros de su equipo. Bajó a la tumba donde sólo quedaba la cubeta calcárea y el mayor de los sarcófagos, que contenía la momia. Esta vez, Lacau y el gobierno habían cumplido sus promesas; Tutankamón habitaría para siempre su morada de eternidad.

Aquella sala de oro enseñaba el secreto de la eternidad; «salir a la luz como Dios» era el objetivo del invisible trabajo efectuado en el interior de aquella tumba modesta y tan bien escondida. El joven rey, de serena mirada, encamaba la fe del ser en la inmortalidad: no importaba la edad de su cadáver. «Símbolo viviente del misterio», como su nombre proclamaba, Tutankamón había logrado dominar las mutaciones de la luz e incorporarlas al oro de sus sarcófagos. Su existencia daba la prueba definitiva de que la muerte podía servir como material para una vida resucitada. Allí, en aquellas cuatro pequeñas estancias, la mayor de las civilizaciones había inscrito el más esencial de sus mensajes. ¿Cuántas generaciones de investigadores serían necesarias para descifrarlo?

Carter se inclinó ante Tutankamón, el señor de la eternidad.

Cuando salió de la tumba donde abandonaba lo esencial de su vida, el día agonizaba. El Valle, desierto y silencioso, se disponía a sumirse en las tinieblas. Carter besó al reis Ahmed Girigar, que contuvo sus lágrimas hasta que el arqueólogo hubo desaparecido tras una de las colinas pedregosas que dominaban las sepulturas reales.

Sentado en un bloque corroído por los vientos, el sol y las lluvias tempestuosas, contempló la desnuda cima dorada por los fulgores del poniente. Gracias a Tutankamón, aquel dominio de la nada se había transformado en esperanza: todo permanecía inmóvil e inmutable pues, en aquella tierra de dioses, nada había comenzado en el tiempo y nada terminaría.

Un búho lanzó un profundo grito: por lo común, helaba el alma. Esta vez, a Carter le pareció una serena llamada. No, el Valle no se extinguiría; en adelante, hablaría con la entonación de un joven rey transfigurado.