93

Lacau y el gobierno lo habían aceptado. Tutankamón no abandonaría su morada de eternidad, aunque las piezas del tesoro se expusieran en el Museo de El Cairo. Carter fumaba un último cigarrillo antes de dormirse, cuando percibió un rumor de pasos precipitados en el camino de tierra.

Ahmed Girigar llamó a su puerta.

—¡Venga enseguida! ¡Un atentado!

Vistiéndose a toda prisa. Carter corrió acompañado por el reis, cuyos hombres habían atado a un mocetón de estrecha frente y nariz sembrada de venillas escarlatas. No dejaba de debatirse y llamar al responsable del desastre.

—Debo de ser yo —dijo Carter.

El mocetón se tranquilizó.

—¿Ha exhumado la momia de Tutankamón?

—En cierto modo.

—En ese caso, escuche la voz de Dios y de los ángeles. ¡Es preciso destruirla inmediatamente! ¡De lo contrario, propagará la peste por el planeta! He intentado penetrar en la tumba y hacerla pedazos pero estos infieles me lo han impedido; ¡desáteme!

—Mucho me temo que no sea posible; estoy con estos infieles.

La noticia dejó estupefacto a todo el mundo: Howard Carter, herido por la maldición de Tutankamón, acababa de morir. El interesado se sintió también bastante sorprendido y tuvo que organizar una conferencia de prensa para desmentirlo. Un periodista, más escéptico que sus colegas, le pidió que tirara de su bigote para asegurarse de que no se trataba de un postizo.

Al finalizar la entrevista, un inquietante personaje, vestido con un traje negro y un largo abrigo violeta en el que brillaban unos broches plateados, se acercó a Carter.

—¿Puedo hacerle una proposición?

—Le escucho.

—Soy el representante de una organización religiosa con varios miles de miembros, en Europa y en Estados Unidos; hemos apreciado mucho su trabajo.

—Me halaga usted.

—Ahora ha terminado y nosotros debemos entrar en escena.

—¿De qué modo?

—La momia no le será de utilidad alguna; por eso le proponemos comprársela. Aceptaremos el precio que fije.

—Tutankamón no tiene precio desde hace mucho tiempo. ¿Quién puede evaluar la cotización del oro divino? Lo siento, caballero: diez sectas más me han ofrecido ya sumas muy fuertes que he rechazado.

—Me dirigiré al gobierno.

—Hágalo; sepa sin embargo que también ha rechazado ventajosas proposiciones de las potencias extranjeras. Tutankamón sólo pertenece a la eternidad.

A comienzos de 1926, trece mil visitantes se lanzaron hacia el Valle y admiraron la sepultura y al faraón. Las cámaras filmaban sin cesar, las rotativas giraban a toda máquina, la reciente telegrafía sin hilos hacía furor; Tutankamón eclipsaba a las demás estrellas internacionales y llenaba la primera página de todas las revistas.

Carter, por su parte, no se dejaba ver, se había refugiado en su laboratorio para restaurar los ataúdes interiores y la máscara de oro que pronto serían llevados al Museo de El Cairo. Una carta de lady Almina le había comunicado que la colección de lord Carnarvon acababa de ser vendida al Metropolitan Museum de Nueva York, ante la desesperación del British Museum, que se consideraba estafado y acusaba a Carter de haber traicionado a su país. Su país… estaba aquí, en el centro de ese Valle que tantos curiosos atravesaban a paso de carga, maravillados y desorientados al mismo tiempo. Un país de arena, de piedras y tumbas por el que circulaba el soplo de lo imperecedero.

En noviembre de 1927, cinco años después de haber descubierto los peldaños de la escalera. Carter comenzó a vaciar el anexo. Sólo había vuelto a ver a lady Evelyn en recepciones oficiales donde, sin ponerle mala cara, sólo le ofrecía sonrisas de circunstancias. Con el corazón desgarrado, admitió que ella tenía razón; ¿por qué una joven hermosa y con título iba a comprometerse con un viejo achacoso como él, que cada vez se parecía más a un bloque del Valle?

—Más de cuatrocientos objetos en ocho pies de anchura —comprobó, inquieto—; además, todo puede deshacerse al menor soplo. Antes de retirar las arcas y las cajas, debemos restablecer el equilibrio, aunque sea precario.

Callender sonreía.

—Maravilloso…, dos años de trabajo en perspectiva.

—¿A qué debe de corresponder esa pequeña estancia? —interrogó Burton.

—A la segunda etapa de la resurrección —estimó Carter—; mire: su puerta se abre a Oriente, al lugar por donde aparece la luz de la mañana.

—¡Contiene tantos objetos heteróclitos!

—Nuestros ojos no saben ver. Lea el texto, en lo alto de la puerta; nos comunica que el rey pasa su vida moldeando los símbolos de los dioses, de modo que cada día le dan incienso, ofrendas y libaciones. Con esos actos, eternamente repetidos en lo invisible, Tutankamón vence a las fuerzas de la destrucción. Este anexo nos ofrece la prueba de que continúa viviendo aquí abajo y en el más allá: fíjese en esos cestos llenos de frutos secos, uva, bayas de palmera, mandrágoras, esas jarras de vino. El alma se alimenta. Se viste también: ropajes rituales, corseletes, sandalias.

—Y hace deporte —añadió Callender—: Arcos, flechas, bumerangs…

—Todo revela su poder y su vitalidad.

Carter se inclinó hacia un juego de ajedrez; frente a un invisible adversario, el rey debió de ganar su partida para ser proclamado «de entonada voz» y para renacer, semejante a la escultura que representaba el pajarillo saliendo del huevo que Callender desplazó con ternura.

En el ángulo sudeste de la pequeña estancia, un trono. Evocaba la unión del rey y la reina en el otro mundo, su amor que los ritos habían hecho inmortales. La inscripción mencionaba, al mismo tiempo, los nombres de Atón y de Amón, que los eruditos habían incesantemente descrito como adversarios; Carter obtenía así la certidumbre de que la fe egipcia, rechazando el dogmatismo, no había producido guerras de religión. Sólo la había guiado el amor por la eternidad.

El 11 de noviembre de 1927, a las 9.45 h, el doctor Douglas Derry, profesor de anatomía en la universidad de El Cairo, practicó la primera incisión en las vendas de la momia de Tutankamón, atentamente controlado por Howard Carter, que vestía su más estricto terno, adornado con una pajarita de gala. Había exigido el mayor respeto y que se conversara en voz baja; Lacau, Burton, Lucas y algunos altos funcionarios egipcios, vestidos a la occidental y con la cabeza cubierta por un sombrero cónico, asistieron a la ceremonia que se celebraba en el corredor de la tumba de Seti II.

Carter fue descubriendo personalmente la momia, envuelta en trece capas de vendas que evocaban la vela de la barca en la que el espíritu del resucitado bogaba por el más allá. La oxidación de los jugos resinosos y una excesiva utilización de ungüentos, santos óleos y natrón habían quemado el tejido y atacado los huesos de la momia, que parecía carbonizada. Poniéndola al descubierto. Carter advirtió que estaba encerrada en una armadura mágica compuesta por ciento cuarenta y tres joyas distribuidas en ciento un lugares; a veces tuvo que desprender con unas tijeras la capa de plata endurecida que se adhería a los miembros. Pectoral, diadema, puñal de oro, gargantilla y brazaletes convertían al cadáver en un cuerpo de oro, piedras preciosas y amuletos; ya no se trataba de un individuo, por muy monarca que fuera, sino de Osirís reconstituido, garante de la supervivencia de los seres iniciados en sus misterios. Bajo la nuca, un cabezal intrigó a los observadores; era, sin duda, de hierro, material muy escaso en Egipto. También era de hierro la hoja de la daga de empuñadura de cristal de roca y vaina de oro. Carter recordó que aquel metal, según los sacerdotes, era de origen celeste y permitía al rey cruzar el espacio que le separaba del paraíso.

El cuerpo del hombre que había asumido las funciones de faraón era ya sólo un pobre despojo; de unos veinte años de edad, medía aproximadamente 1,65 metros. Las partes de su cadáver se dislocaban. Unos estuches de oro protegían su pene y los dedos de sus manos y sus pies.

Cuando las personalidades hubieron abandonado El Cairo, Carter se quedó solo con Tutankamón. Le veló con el fervor de la amistad y la veneración de un humilde servidor.