El prodigio que Carter y los miembros de su equipo contemplaban con asombro era un increíble bloque de oro de 1,85 metros. En el suelo de Egipto nunca se había encontrado obra que pudiera comparársele. Por primera vez, un arqueólogo sacaba a la luz la obra maestra del arte y de la espiritualidad de los antiguos, el sarcófago de oro que albergaba el cuerpo de resurrección del faraón. Las alas de las diosas Isis y Neftis se entrelazaban para protegerle; el buitre Nekhbet, garante de la titularidad sagrada, y la cobra Uadjet, fuente del dinamismo del ser, velaban también por el monarca.
Carter pensó en los inimaginables tesoros que debía de contener el Valle antes del paso de los desvalijadores; Tutankamón era el único que había escapado, solitario testigo de una época luminosa en la que las más fabulosas riquezas del mundo se ofrecían al más allá, para abrir sus puertas y vencer a la muerte.
El rostro de oro estaba cubierto de una capa negruzca; Lucas identificó unos ungüentos.
—Ésa es la causa de la humedad.
Cuando Carter rozó el collar de flores y de cerámica azul, se descompuso entre sus dedos. Asustado, retrocedió.
—¡No toquemos nada! La obra es más frágil de lo que parece.
Callender le alentó.
—De todos modos tendremos que llegar a la momia…
—Déjenme pensar.
Carter se encerró en la casa de excavación. Ahora, tenía miedo. Miedo de ir demasiado lejos, de violar un misterio que debía preservarse. Ante su encuentro con Tutankamón, ¿por qué no limitarse a venerar la mayor maravilla moldeada por las manos de un hombre?
Tomó conciencia de la vanidad de su posición; ni su equipo ni el gobierno le permitirían detenerse a medio camino. Lord Carnarvon no estaba ya allí para aconsejarle, lady Evelyn había elegido permanecer en Highclere. Solo frente al faraón que estaba buscando desde hacía tantos años, Carter se sintió miserable e indigno. ¿Con qué derecho osaba turbar su reposo? La curiosidad se convertía, a su modo de ver, en el más grave de los vicios; ninguna ciencia podía justificar la ruptura de una eternidad.
La experiencia le superaba. Si se liberaba de ella, ¿a quién le confiarían la dirección de las excavaciones? Egipto y Gran Bretaña no soportarían un nuevo aplazamiento; el mundo entero estaba impaciente. Vencido, Carter supo que no tenía elección.
Tras largas discusiones con sus colegas, Carter tomó una serie de medidas para desprender el segundo sarcófago del tercero. La tarea prioritaria fue salvar las incrustaciones; tras haber quitado el polvo y limpiado la superficie con agua caliente y unas gotas de amoníaco, producto cuyo nombre procedía del dios egipcio Amón, Carter la recubrió con una capa de cera caliente aplicada al pincel. Al enfriarse, la cera fijaría suficientemente las incrustaciones.
Pero otra dificultad parecía casi insuperable: los ungüentos solidificados habían pegado ambos ataúdes. La sustancia negruzca era unas veces blanda y otras pastosa; cuando se la caldeaba, exhalaba un penetrante perfume, a base de resina. Ciertamente, lograron serrar los ocho clavos de oro que impedían la disociación de los sarcófagos; pero el sacrificio resultó insuficiente. La máscara y la momia seguían unidas.
Sólo un calor muy fuerte sería eficaz; calentarlas varias horas a 65° C no dio resultado alguno. Y una temperatura más fuerte podría destruir la madera cubierta de oro. A Carter se le ocurrió protegerla con placas de cinc y mantas mojadas. Colocadas bajo los ataúdes puestos boca abajo sobre unos caballetes, unas lámparas de parafina provocaron un calor de unos 500° C.
Transcurrieron tres horas.
—¡Se mueven! —gritó Callender.
Carter no había dejado de humedecer la manta que protegía la máscara de oro.
—¡Sí, lo hemos logrado! —exclamó, entusiasmado, Burton.
—¡Basta! —ordenó Carter.
Advirtió horrorizado que unas tiras de cerámica se desprendían de la parte posterior de la cabeza.
Tras una larga pausa y la intervención del químico, el segundo ataúd se separó de su ganga. El 28 de octubre, de madrugada, desprendían la máscara de oro. «Vivo es tu rostro —proclamaba un texto grabado en el metal precioso—, tu ojo diestro es la barca del día, tu ojo siniestro es la barca de la noche». A lo largo del sarcófago, otra inscripción revelaba que Tutankamón, de entonada voz, se había hecho luz en el cielo y dueño de vida para toda la eternidad.
La máscara de oro mostraba el más puro rostro que nunca se había inscrito en un material; el faraón no tenía edad. Colocado fuera del tiempo por la mano de un escultor genial, Tutankamón se había convertido en un dios con la barba de lapislázuli. La sonrisa del más allá revelaba un total alejamiento; la alegría transfiguraba sus apaciguados rasgos.
Callender concluyó sus cálculos.
—Es increíble…, por sí solo, el último sarcófago debe de pesar más de 1.100 kilos de oro puro.
—Hay algo más increíble todavía —aseguró Burton—: El lecho de madera dorada que aguantaba los tres ataúdes no se ha dislocado. Hemos encontrado nuestros maestros en el campo de la resistencia de materiales.
Carter pidió silencio.
—Dedico el oro que brilla en la noche de la tumba —declaró— a la memoria de mi amigo lord Carnarvon, muerto en la hora de su triunfo.
El único faraón del Valle sepultado en un ataúd de oro… Carter no podía creerlo todavía. Cuando una existencia se sumía así en lo milagroso, perdía sus habituales puntos de orientación. Arqueólogo, egiptólogo, excavador, aquellas palabras no tenían ya significado. Su destino se había cumplido al servicio de un rey muerto desde hacía tres mil años y resucitado en la luz del oro de los dioses. En adelante, el mundo no sería ya el mismo. ¿Cuántas decenas de años serían necesarios para publicar, estudiar y comprender el tesoro de Tutankamón? El faraón, por medio de los textos y de los objetos que le acompañaban en la eternidad, transmitía la sabiduría del antiguo Egipto y la clave de sus misterios. Carter había tenido el privilegio de vivirlos sobre el terreno, de comunicarse con el instante inefable del descubrimiento; otros deberían proseguir su obra.
—Ha llegado el señor Lacau —anunció Ahmed Girigar.
Carter, vistiendo un chaquetón y un pantalón de franela con una raya impecable, colocó cuidadosamente el pañuelo blanco en su bolsillo superior. El director del Servicio de Antigüedades, elegante como de costumbre, le tendió una mano que el inglés aceptó estrechar.
—Magnífico, querido Howard. He visitado la tumba… ¡Es prodigioso! Es usted el más grande, debo admitirlo.
—Tutankamón, el reyezuelo olvidado, es el más grande de los faraones; mañana, mi nombre será olvidado pero el suyo será popular por los siglos de los siglos.
—Tal vez… Pero ¿y la momia?
Carter ofreció a Lacau una torta de pan que él mismo había cocido en el horno; el francés la rechazó.
—¿Cuáles son sus intenciones, señor director?
—Me parece que el Museo de El Cairo…
—No. Sería un error. Jamás he suplicado; hoy, le ruego que deje a Tutankamón reposando en su sarcófago. Cuando hayamos examinado la momia, ordene que le devuelvan aquí, a esta tumba, y que no vuelva a salir de ella.
—¿Por qué desea una cosa así?
—Este santuario es un polo de energía viva.
—¿Se está usted volviendo místico, Howard?
—No más que usted; conoce los textos sagrados mejor que yo. Del cuerpo solar de resurrección emanan fuerzas invisibles que espiritualizan el mundo y amplían el corazón de los seres. Egipto eligió ese lugar para ocultar lo más esencial de sus tesoros; no seamos destructores y respetemos su voluntad.
Carter miró fijamente a su enemigo de ayer.
—Se lo suplico.