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El 25 de enero de 1925, Pierre Lacau entregó las llaves de la tumba de Tutankamón a Howard Carter. Ambos hombres se desafiaron con la mirada bajo el sol del Valle de los Reyes; luego Carter abrió el candado y quitó la reja. Seguido por el director, bajó por el corredor, atravesó la antecámara y penetró en la cámara funeraria, donde el faraón, con los ojos abiertos, dormía su sueño de oro.

Carter se desplazó sin mido y volvió a tomar, lentamente, posesión de su dominio, donde nada había cambiado. La magia del lugar se apoderó de su espíritu; contempló los frescos de los funerales y se inclinó sobre el rostro pacificado, del que había desaparecido cualquier rastro de muerte.

—Ha triunfado usted. Carter; y también yo he ganado. En adelante, los buscadores de tesoros no podrán ya actuar en Egipto. No seguirán robando las riquezas de los antiguos. La historia sólo le recordará a usted, Carter; pero yo he instaurado una dura legislación de la que me enorgullezco.

—No le comprendo, señor director.

—Me satisface que esté usted aquí; es su verdadero lugar.

—Me ayudó usted, ¿no es cierto?

Lacau se alejó.

—Quédese con Tutankamón; estaba esperándole.

El equipo volvió al trabajo con un apasionamiento intacto; Callender, fiel entre los fieles, agitó de nuevo con ardor su pesada humanidad. El fotógrafo Burton y el químico Lucas volvieron a sus actividades. Todos deploraron la ausencia de Mace, cuya precaria salud hacía temer lo peor; nadie aludió a una maldición que se había vuelto en exceso famosa.

Antes de ocuparse del sarcófago, Carter clasificó e hizo inventarío. Pasó la mayor parte de su tiempo en el laboratorio, donde preparó, minuciosamente, la prosecución de los trabajos mientras establecía su catálogo. Cesaron los dramas. Cuando el gobierno lo solicitó. Carter abrió la tumba y permitió que la visitaran. La prensa, siempre atenta, no le criticó. £1 equipo arqueológico llevó a cabo su labor en un clima de serenidad; la tranquilidad del Valle, anclado en la eternidad, hacía que los gestos se volvieran lentos y mesurados los pensamientos. Aunque seguía siendo una de las grandes estrellas de la actualidad, Tutankamón dejó de ser materia de escándalo; los periodistas admitieron que la precipitación sería catastrófica.

Lady Evelyn aceptó ver de nuevo a Carter durante el verano de 1925. Pasearon por el Támesis, por las avenidas de Cambridge, por Hyde Park. Como dos adolescentes, evocaron una felicidad que nunca conocerían. Ella tenía veinticinco años, él cincuenta y dos.

—Tu edad me importa un pimiento; tratando a Tutankamón te has convertido en un joven eterno.

—He recibido demasiados golpes y me han traicionado con demasiada frecuencia; mañana, seré, un anciano.

—También yo envejeceré.

—No puedo arrastrarte a tan peligroso camino.

—Eres un egoísta, señor Carter.

—Tienes razón; verte triste a mi lado me sería insoportable.

—No soy un sueño, Howard, soy una mujer viva.

—Ya conoces mi casa: la tumba de Tutankamón.

—¿Cómo puedo luchar contra un faraón?

—No conozco su secreto; este otoño, estaremos frente a frente. Necesito tu amor, Eve; para mí, la vida comienza mañana.

Ahmed Girigar abrió la pesada barrera de madera que impedía la entrada al laboratorio; con orgullo, mostró a Carter que no se había cometido robo alguno. Durante el verano, a pesar del insoportable calor, algunos hombres de confianza habían montado guardia.

En cuanto llegó el excavador, los obreros despejaron el acceso a la tumba; quitaron la masa de escombros acumulada ante la escalera para impedir cualquier tentativa de robo. La última morada de Tutankamón fue de nuevo accesible al cabo de dos días, tras haber desaparecido el tabique de tabla de encina que cerraba la entrada del corredor y tras haber sido abierta la puerta de acceso a la antecámara.

Cada vez que tomaba el pendiente corredor, Carter sentía una emoción tan intensa que apenas se sentía capaz de avanzar. Fuerzas invisibles habitaban aquel santuario; la sombra de las divinidades egipcias y del rey transfigurado seguían ejerciendo, sobre él, todo su poder.

Carter permaneció mucho tiempo solo ante Tutankamón; rogó al invisible que le concediera el tiempo necesario para devolver al mundo la sabiduría de aquel monarca inmortal.

Cuando salió del sepulcro, Callender sintió miedo.

—Parece usted trastornado… ¿Quiere un cordial?

—Bastará con su amistad.

—¿Le satisface el estado de la tumba?

—Los insecticidas han sido efectivos; nada ha recibido daños y no he advertido rastro alguno de parásitos, salvo algunos lepismas.

—¿Ha tomado ya una decisión?

—Conecte la instalación eléctrica al generador central. Mañana, 10 de octubre, a las 6.30 h, abriremos el ataúd dorado.

Poderosos focos iluminaban el sarcófago. Todos se hacían la misma pregunta: ¿contendría un único ataúd o varios? Carter se inclinaba por la segunda solución, pero había un detalle que le contrariaba: el tamaño del ataúd cubierto por una lámina de oro. Sus 2,23 metros de longitud lo convertían en una pieza colosal.

Carter decidió utilizar las empuñaduras de plata originales; parecían sólidas y aguantarían el peso de la tapa, unida al ataúd por diez lengüetas de plata maciza que encajaban en unos orificios. La primera dificultad fue extraer los grandes clavos de plata con cabeza de oro que servían para las fijaciones. La delicada operación tuvo éxito, salvo en un lugar: la cabeza. Tuvo que serrar aquel clavo.

Callender procedió a la instalación de un tomo, compuesto de dos bloques de tres poleas con freno automático; cuando las correas estuvieron colocadas, Carter dio la orden de levantar la tapa, con infinita lentitud. No podían permitirse fracaso alguno.

En una atmósfera de profundo recogimiento, la tapa se levantó.

Apareció un segundo ataúd, envuelto en un sudario de lino; había, encima, guirnaldas de hojas de olivo y sauce, pétalos de loto azul y acianos. Una corona floral, símbolo del ser que ha sido reconocido como justo por el tribunal del otro mundo, adornaba la frente del rey.

Una vez quitada la tela de lino. Carter contempló una obra maestra de increíble belleza; el segundo ataúd era la perfección misma. Representaba al rey como Osiris, cubierto por una lámina de oro con incrustaciones de pasta de vidrio del color del lapislázuli, la turquesa y el jaspe. El rostro, dulce y tranquilo, era joven y, al mismo tiempo, no tenía edad.

¿No habría sido la propia esposa de Tutankamón quien había depositado, con sus propias manos y como último testimonio de amor, aquellas flores sobre el sudario? El brillo y la magnificencia del oro se aliaban con la fragilidad de aquellos vegetales secos cuyo color no había desaparecido por completo. Habían pasado tres mil años.

Lucas examinó de cerca aquellos indicios.

—Por el período de floración del aciano y el de la madurez de la mandrágora y la hierba mora, deduzco que Tutankamón fue inhumado entre mediados de marzo y fines de abril, teniendo en cuenta los setenta días rituales de la momificación.

El análisis del científico rompió la contemplación.

—Es inquietante —admitió Callender—; aquí, y allá…, y allá también, hay rastros de humedad. Algunas incrustaciones están a punto de desprenderse. Tal vez la momia real esté mal conservada.

La ansiedad dominó a Carter; advirtió que el segundo ataúd encajaba tan perfectamente en el primero que no logró pasar el dedo meñique entre ambos.

¿Cómo separarlos sin romperlos?

Cuando Burton hubo concluido su trabajo de fotógrafo, Carter aplicó el único método que se imponía: sacar primero los ataúdes del sarcófago. La operación fue mucho más difícil de lo esperado.

—El peso es enorme —dijo Callender, cubierto de sudor.

—Los dos ataúdes son muy pesados.

—No será tanto… El segundo debe de contener una enorme cantidad de joyas.

El ataúd exterior fue bajado de nuevo hasta el sarcófago, el segundo permaneció suspendido, sostenido por dos cables de cobre de gran solidez; Burton fotografió las distintas fases de la maniobra. Cuando el Osiris fue colocado sobre una plancha de madera. Carter quitó la tapa.

Apareció el tercer ataúd, envuelto en un sudario de lino rojo; llevaba sobre el pecho un collar de flores. Sólo el postro estaba al descubierto.

—Imposible, es imposible… ¡Es de oro macizo!