En cuanto, el 21 de abril de 1924, el vapor Berengaria llegó a Nueva York, Howard Carter comprendió que había cambiado de mundo. Festejado y adulado como una gran estrella, no dispuso de una sola jornada de descanso. Conferencias, recepciones, cenas mundanas y entrevistas fueron encadenándose a un ritmo desenfrenado. Toda América quería ver y escuchar a uno de los héroes de los tiempos modernos, al self-made man que había resuelto el mayor misterio de la egiptología.
En el salón de gala del Waldorf Astoria, Carter recibió su primer título honorífico: miembro honorario del Metropolitan Museum. La entrega del diploma fue saludada por un torrente de aclamaciones. Algunos pensaron que Carter sólo podía ser americano y el rumor, que corrió enseguida entre la opinión pública, no pudo ser desmentido.
Conferenciante apasionado y apasionante. Carter utilizaba perfectamente las espléndidas fotografías de Burton; sin buscar efectos oratorios, hechizaba la audiencia; la calidez de su voz, la calidad de su información, los esplendores que mostraba trasladaban al auditorio a Egipto, al Valle de los Reyes y al interior de la tumba de Tutankamón. Sabía transmitir la experiencia vivida sobre el terreno y hacer compartir los momentos más exaltantes de su epopeya; como un atleta, gastaba sin precauciones su energía y terminaba agotado sus conferencias. Nueva York, Filadelfia, New Heaven, Baltimore, Worcester, Boston, Hartford, Pittsburgh, Chicago, Cincinnati, Detroit, Cleveland, Columbia, Buffalo, Toronto, Montreal, Ottawa…, el nuevo «doctor honorario» de la universidad Yale había surcado el Nuevo Mundo.
¡Cómo echaba a faltar el silencio del Valle, su soleada casa de excavación y las dulces horas de meditación frente a la cima de Occidente! Ya sólo volvía las páginas de variedades de una existencia ficticia, privada del cotidiano contacto con su tierra y del tan deseado encuentro con Tutankamón. Su única esperanza era que su celebridad americana modificase la actitud de las autoridades egipcias; su actuación en el Carnegie Hall, el 23 de abril, ante más de tres mil personas, señaló el apogeo de su gira. Invitado a la Casa Blanca, habló de Tutankamón a un pequeño círculo de privilegiados, en presencia del presidente de Estados Unidos, Calvin Coolidge. Éste, ante el asombro del conferenciante, conocía muy bien su trabajo; Carter comenzó a soñar que el hombre más poderoso del mundo intervendría en su favor.
Despertó enseguida al recibir el texto final de la concesión que había redactado el Ministerio de Obras Públicas. Carter era presentado en él como un peligro para la ciencia; abandonando la tumba, había cometido un acto inicuo que justificaba la actitud del gobierno. El propio núcleo del documento le sorprendió, sin embargo, pues se contemplaba en él su posible regreso como director de excavaciones, bajo el estricto control del Servicio de Antigüedades; pero el carácter de las cláusulas lo hacía imposible. Una vez más, Morcos Bey Hanna se comportaba como el más hábil de los manipuladores, de modo que la responsabilidad cayera sólo sobre Carter.
El ministro formulaba secamente sus exigencias: todos los objetos serían propiedad del Estado; Carter no podría contratar a ningún colaborador sin la autorización del gobierno, que obligaba al arqueólogo a admitir a cinco estudiantes egipcios en período de prácticas; sólo el gobierno concedería autorizaciones de visita; Carter y lady Carnarvon deberían redactar informes científicos que el Servicio de Antigüedades examinaría. Finalmente, el ministro aguardaba dos cartas de excusas, una de lady Carnarvon y la otra de Carter, que se comprometería a no seguir insultando al gobierno egipcio y a someterse a sus decisiones.
—Bueno, señor Lacau, ¿en qué punto nos hallamos?
—En ninguna parte, señor ministro.
Morcos Bey Hanna dio un puñetazo en la mesa.
—¿Qué significa eso?
—Nadie quiere sustituir a Howard Carter.
—Es increíble.
—Pero es verdad.
—¿Qué solución propone?
—Recurrir a Carter. Sólo él es capaz de sacar el ataúd sin romper nada.
—¿Ha examinado sus notas?
—Las he leído una y mil veces; demuestran su competencia, universalmente reconocida. Conoce las trampas de la tumba y navega por entre las dificultades con un infalible instinto.
El ministro miró a Lacau con aire de asombro.
—¿No está haciendo la apología de alguien a quien odia?
—La objetividad científica me obliga a ello. Por eso le hice llegar sus exigencias esperando que las acepte.
—¡No hay posibilidad alguna!
—Olvidamos un factor esencial: Carter ama a Egipto más que a sí mismo. La tumba de Tutankamón es su razón de vivir.
Carter seguía siendo un brillante orador, pero, tras sus actuaciones, se encerraba en sí mismo y se refugiaba en la habitación del hotel. Las noticias llegadas de El Cairo le carcomían; el 30 de abril, el Parlamento había decretado consagrar un importante presupuesto, casi 20.000 dólares, a proseguir las excavaciones, a condición de que Carter y el equipo del Metropolitan Museum fueran excluidos de ellas. Sin embargo, ningún arqueólogo se presentaba ante el ministro con la intención de obtener el más hermoso puesto que un arqueólogo podía soñar.
La partida parecía definitivamente perdida; fiel al juramento que se había hecho a sí mismo. Carter prosiguió su lucha en otro terreno: redactar un detallado relato de los acontecimientos, con la intención de publicarlo y condenar el maquiavelismo de Lacau y del gobierno egipcio. El documento demostraría que había sido víctima de individuos sin escrúpulos, sólo preocupados por su carrera.
En el Mauretania, el paquebote que le devolvió a Inglaterra en el verano de 1924, Carter renunció a la publicación de su panfleto; aquello sólo podía aumentar la agresividad de sus enemigos. Añoraba cada vez más Egipto; con el transcurso del tiempo, la herida se agravaba. Estaba tan abrumado por la fatiga que no pudo gozar en absoluto de la travesía.
Su regreso no produjo reacción alguna en la prensa británica; la efervescencia americana daba paso a la indiferencia londinense. Carter se marchó enseguida a Highclere, donde lady Evelyn fue la primera en recibirle.
—He leído los periódicos americanos; has tenido allí un gran éxito.
—Di más bien irrisorio.
—No te subestimes, Howard; te has convertido en una celebridad.
—Inútil gloria, puesto que no puedo seguir trabajando en Egipto.
—Tu verdadero amor…
Carter no respondió. Siguió a la joven, que le introdujo en la biblioteca donde su madre leía los problemas de Shakespeare. Lady Almina parecía nerviosa.
—Egipto se muestra cada vez más intransigente: he pensado a menudo en mi marido y en usted mismo. ¿Cómo replicar a ese inicuo gobierno?
—Cediendo.
—¡Ceder usted! ¿En qué puntos?
—No puedo actuar sin usted. Es indispensable que esté usted de acuerdo.
Lady Almina parecía petrificada.
—¿Hubiera aceptado mi padre ese comportamiento? —se indignó lady Evelyn.
—¿No habría sacrificado las ventajas materiales para llevar su búsqueda hasta el final?
—Sea preciso —exigió lady Almina.
—Debe renunciar a cualquier derecho sobre los objetos. Ninguno saldrá de Egipto.
—Nos habían garantizado una compensación… Mi fortuna no es inagotable. Prosiga.
—Usted y yo debemos asegurar que no intentaremos acción judicial alguna contra el gobierno.
—Dicho de otro modo, nos entregamos atados de pies y manos.
—Eso es.
—¿Qué nos concederán?
—La posibilidad de reanudar el trabajo y extraer el sarcófago.
—Necesito pensarlo.
El final de aquel estío fue lluvioso y triste. Durante sus largos paseos por la propiedad, Carter y lady Evelyn intercambiaron muy escasas frases; sus conversaciones se referían a lord Carnarvon, cuya presencia empapaba cada bosquecillo. Carter no se defendió; aunque la mujer amada desaprobara su posición, no intentó convencerla. ¿Ignoraba acaso que, desde el primer momento, él no podía vivir sin Egipto?
El 13 de septiembre, lady Almina envió una carta a Su Excelencia Morcos Bey Hanna. Aceptaba las cláusulas de la nueva concesión, pero recordaba que su difunto esposo, durante más de diez años, había financiado improductivas excavaciones con la esperanza de verse recompensado por sus esfuerzos como cualquier arqueólogo; las propias instituciones científicas recibían algunos objetos de valor para agradecerle sus inversiones. Lady Almina solicitaba al ministro que estudiara una solución equitativa, tras haber examinado el contenido total de la tumba de Tutankamón.
Informó a Carter de su gestión ante la chimenea principal del castillo, mientras tomaban un oporto; los grandes cedros del Líbano se doblegaban bajo las violentas ráfagas de viento. Sobre la tumba de Carnarvon, un pájaro muerto ofrecía su cadáver a la helada lluvia.