El reis Ahmed Girigar concluía su plegaria matutina, a pocos metros de la tumba de Tutankamón, cuando vio llegar una desacostumbrada tropa, compuesta por soldados y policías. A la cabeza, Pierre Lacau. Camellos y caballos avanzaban con paso tranquilo.
El reis se colocó junto al camino que llevaba a la tumba de Tutankamón. Lacau, encuadrado por un oficial superior y un alto funcionario del Ministerio de Obras Públicas, se detuvo a dos metros de distancia.
—Déjenos pasar, amigo mío.
—El señor Carter me ha nombrado capataz; me encargo de la vigilancia de su excavación.
—Ya no le pertenece; este paraje está bajo el directo control del Estado.
—Mi único patrón es el señor Carter.
—Se equivoca usted; ahora está al servicio del gobierno.
—¿Tiene usted documentos que lo demuestren?
El alto funcionario se encolerizó.
—¡Cumpla de inmediato las órdenes del primer ministro!
—Enséñeme un papel oficial.
A una señal del oficial superior, dos soldados apuntaron al reis coa sus fusiles; éste no se movió ni una pulgada.
—Sus amenazas me dejan indiferente —declaró con voz pausada—; disparen y se convertirán en asesinos.
Lacau se interpuso.
—No perdamos los nervios… No quiero ningún incidente. El reis es un hombre inteligente y razonable; debe comprender que oponerse a las directrices del gobierno es una locura. Estoy convencido de que no nos obligará a utilizar la violencia.
El tono helado de Lacau impresionó a Ahmed Girigar.
—Debo avisar al señor Carter.
—Como guste.
El reis se apartó y corrió a avisar al arqueólogo. Aprovechando la ocasión. Lacau llevó a su patrulla hacia la reja; un cerrajero serró los candados, los policías se abalanzaron al interior de la tumba. El director quería actuar deprisa.
—Haced bajar la tapa.
Unos soldados llevaron a cabo la orden; Lacau se sentía triunfante e inquieto al mismo tiempo. Las poleas rechinaron, las cuerdas se calentaron pero no se rompieron; poco a poco, la enorme losa se puso en movimiento. El director del Servicio siguió con la mirada su lento descenso; cuando se posó sobre el sarcófago, supo que se había convertido en único dueño del lugar.
A la entrada de la tumba, unos soldados impedían a Howard Carter entrar en el pendiente corredor. Viendo a Lacau, gritó.
—¿Qué se ha atrevido a hacer?
—He cumplido con mi deber.
—Si ha dañado el sarcófago le…
—No se preocupe, señor Carter; los tesoros de Tutankamón están colocados bajo la protección del Estado.
—¡Es ilegal! La concesión está a nombre de lady Carnarvon.
—Error; ha sido anulada para la presente temporada. Por lo tanto su presencia es ilegal.
—Es usted un monstruo.
—Añadiré que el laboratorio también queda requisado y que no tiene usted ya posibilidades de utilizarlo.
—Hoy mismo iniciaré un procedimiento judicial contra el gobierno egipcio.
—Será otro paso en falso, querido Carter; Egipto se ha comportado de un modo muy digno, respetando las leyes y la moral. Renuncie a una nueva agresión y déjeme preparar un compromiso.
—Me da usted asco; exijo sus excusas y que abra de inmediato la tumba.
Lacau se dio la vuelta penetrando en el corredor; Carter intentó seguirle pero chocó con los soldados. Loco de rabia, tomó una piedra y la arrojó hacia el cielo.
Gracias a una hábil orquestación, la prensa egipcia tomó partido a favor del gobierno; debía defender la grandeza de la nación contra un aventurero extranjero, cuyo solo objetivo era enriquecerse a expensas del pueblo, único propietario legítimo de la tumba de Tutankamón.
El 6 de marzo de 1924, un tren especial procedente de El Cairo llevó a Luxor a 170 invitados del primer ministro, Zaghlul, cuyo nivel de popularidad era muy alto. A lo largo del recorrido, los militantes nacionalistas aullaron consignas hostiles a Inglaterra y a Howard Carter, refugiado en su casa de excavación; aunque Zaghlul, indiferente a las antigüedades egipcias, no se hubiera desplazado, una enorme muchedumbre gritó su nombre cuando el tren llegó a la estación de Luxor.
Ninguno de los oficiales sentía el menor deseo de perder el tiempo en el Valle de los Reyes y sufrir calor; pero la peregrinación era obligatoria. Un Lacau desbordante de amabilidad acogió a las 170 personalidades en la pequeña cámara funeraria; la tapa del sarcófago había sido levantada y apoyada contra una pared. Una lámpara, enfocada sobre el rey, iluminaba el rostro de oro. El extraordinario espectáculo conmovió a los más insensibles; los políticos felicitaron a Lacau.
Con la ayuda de lady Carnarvon, Carter contrató un abogado, F. M. Maxwell, para que iniciara un procedimiento legal contra el gobierno egipcio en el tribunal mixto de El Cairo, compuesto por autóctonos y extranjeros. Esta jurisdicción, heredada de los otomanos, provocaba la indignación de los independentistas que exigían su supresión; el ministro de Obras Públicas, Morcos Bey Hanna, no dejaba de vilipendiarlo.
Lady Evelyn alentaba a Carter a luchar; ¿no gozaba Maxwell de excelente reputación y no conocía perfectamente el derecho egipcio? De temperamento triste, desengañado incluso, el abogado no sonreía nunca. El rigor de la ley le parecía la condición esencial para la supervivencia de una sociedad, fuera oriental u occidental. Consideró que el asunto Tutankamón se fallaría sin duda a favor de Carter, víctima de un evidente abuso de poder, gracias a sus relaciones y a las calidades técnicas de su expediente, el abogado obtuvo la rápida celebración del proceso.
La víspera de su inicio, Carter y lady Evelyn se sentían optimistas. Maxwell no se comprometía a la ligera; por lo común luchaba en terreno conquistado y sólo concedía ínfimas oportunidades a sus adversarios.
—Lacau se doblegará, el gobierno egipcio también… En el fondo, no me importa. Sólo deseo encargarme otra de vez de Tutankamón.
—Mi padre nos ayudará; lo siento muy cercano.
Callender interrumpió la conversación; por su desolado aspecto, Carter supo enseguida que surgía una dificultad inesperada.
—Maxwell, su abogado…
—¡Explíquese!
A Callender, petrificado, le costaba encontrar las palabras.
—Es un hombre intransigente, encarnizado partidario de la pena de muerte.
—No nos importa.
—Muy al contrario, la exigió, hace algunos años, para un traidor que Inglaterra quería ver condenado con la mayor severidad. Afortunadamente, el veredicto fue mucho más clemente.
—¿Por qué «afortunadamente»?
—Porque el acusado era Morcos Bey Hanna, actual ministro de Obras Públicas y nuestro principal enemigo.
El informe de Maxwell fue muy convincente; presentó a Carter como un investigador desinteresado cuyo único objetivo era la preservación de los tesoros de Tutankamón. Ninguna jurisdicción podía acusarle de corrupción ni presentarle como un simple ejecutor; los hechos demostraban que había dirigido personalmente las excavaciones con seriedad y rigor. El expediente jurídico no ofrecía ambigüedad alguna; el gobierno cometía un abuso de poder anulando el contrato original e impidiendo a Carter entrar y trabajar en la tumba.
El juez dormitaba; para él, el caso estaba claro. Carter y lady Evelyn compartían su opinión; pese a su aprensión, el arqueólogo advertía que el ministro de Obras Públicas no había conseguido impedir el curso de la justicia. Al final del informe técnico del abogado, el juez hizo una pregunta que le intrigaba.
—¿Por qué el señor Carter cerró la tumba antes de avisar al tribunal?
Maxwell advirtió que el magistrado no había escuchado su demostración; irritado, repitió un argumento esencial.
—Mi cliente disponía del disfrute legal del paraje y no violaba la ley comportándose de ese modo; fueron los agentes del gobierno quienes actuaron como bandidos.
La injuria llenó de turbación la concurrencia. Muy molesto, el juez se expresó vacilante.
—¿No cree que el término es excesivo?
—Bandidos, ladrones, desvalijadores; ésa es la verdad. La acción de los funcionarios, de los soldados y de los policías fue ilegal.
La prensa egipcia disparó su artillería pesada contra Carter y su abogado, acusados de haber insultado a Egipto del modo más vil; todo el pueblo se sentía agredido y difamado por aquellos dos ingleses, agentes de un colonialismo agonizante. La reacción de Morcos Bey Hanna fue rápida y brutal; Carter no podría ejercer nunca más su oficio en Egipto y, además, el ministro de Obras Públicas se negaría a cualquier negociación. La carrera del descubridor de Tutankamón había terminado.