Como una bestia herida, Carter se acurrucó en el rincón más oscuro de la casa de excavación. Durante dos días, se negó a alimentarse; obstinada, lady Evelyn consiguió que bebiera té y comiera arroz. El arqueólogo leyó una y otra vez el artículo del Saturday Review, donde el periodista se preocupaba por la calidad de las cuerdas que mantenían colgada la tapa del sarcófago; si se rompían, los daños serían irreparables.
—Debo encargarme de eso.
—Es imposible, Howard; los soldados no te dejarán pasar.
—¿Ha recibido el ministro mi carta de protesta?
—Claro que sí; pero no contestará.
—¿Qué debo hacer, Eve? Están asesinando mi vida, están destruyendo a Tutankamón.
—Esperar y rezar. Las cuerdas resistirán, te lo juro.
La creyó; su mirada no mentía.
Una semana después del cierre oficial, la opinión pública se modificó. Reprochó al gobierno que olvidara los riesgos que corría el sarcófago al no nombrar otro arqueólogo capaz de llevar a cabo los trabajos; las cuerdas acabarían rompiéndose y la caída de la losa destruiría el ataúd de oro.
El Times insistía en la torpeza de las autoridades; su intransigencia se ejercía en un momento particularmente inadecuado.
Los periodistas locales cambiaron de opinión; ¿no sería Carter la víctima y no el culpable? Por consejo de lady Evelyn, aceptó recibir a uno de sus representantes. Afeitado, con el bigote bien recortado y la pajarita en perfecto equilibrio, el arqueólogo intentó mostrar un aspecto sereno.
—¿Acepta usted reconocer sus errores, señor Carter?
—No he cometido ninguno, salvo creer en la justicia.
—¿Mantiene usted las críticas al ministerio?
—El ministro miente cuando me presenta como adversario de Egipto y de su pueblo. Este país es mi país; me niego, sencillamente, a abrir la tumba a cualquier visitante indiferente mientras los ataúdes no hayan sido liberados.
—¿Ha tildado al ministro de mentiroso?
—Es la palabra exacta.
—¿Qué reclama usted?
—Que el dispositivo policial se disperse para proseguir la mayor aventura arqueológica de todos los tiempos; sólo mi equipo tiene la competencia necesaria.
Lacau dobló el periódico en el que acababa de aparecer el artículo de Carter; invitado al consejo de ministros, el director del Servicio de Antigüedades había expuesto los hechos y comunicado al conjunto del gobierno los principales documentos del expediente.
La requisitoria contra Carter fue abrumadora. El ministro de Obras Públicas la aprobó íntegramente y consideró que el inglés, al insultarle, injuriaba a la nación. Ninguno de sus colegas tomó la defensa del arqueólogo.
—¿Consideran que Howard Carter rompió su contrato con Egipto y pisoteó sus deberes de sabio al cerrar la tumba sin autorización? —preguntó Zaghlul.
El consejo votó «sí» por unanimidad.
—¿Aprueban la acción del señor Lacau y de su servicio?
Idéntica respuesta.
—En consecuencia, Howard Carter no está autorizado ya a proseguir las excavaciones y a penetrar en la tumba —concluyó el primer ministro—. El propio gobierno se encargará, en el futuro, del asunto Tutankamón.
La lectura del comunicado oficial dejó a Carter estupefacto; su derrota parecía haberse consumado. Zaghlul esgrimía el argumento más demagógico: actuaba así para permitir al pueblo visitar lo antes posible una obra maestra de la humanidad descubierta en su suelo.
Callender y los demás miembros del equipo estaban destrozados; el sueño más maravilloso se quebraba por culpa de políticos y funcionarios ambiciosos, indiferentes a los esfuerzos llevados a cabo durante tantos años. Carter intentó mantener la moral de sus tropas.
—Inglaterra no nos abandonará.
—¿Piensa en el alto comisario? —preguntó Burton.
—No —repuso lady Evelyn—. Mi padre no le gustaba y no arriesgará su carrera oponiéndose abiertamente al gobierno de Egipto.
—¿Qué otra solución queda?
—¡El Parlamento! He telegrafiado a mi madre para que obtenga el apoyo de los amigos políticos de mi padre; nuestro gobierno doblegará al de Egipto.
El entusiasmo de la joven fue comunicativo; Carter recordó los momentos exaltantes que habían jalonado la epopeya y descorchó unas botellas de champaña. Durante toda la noche, el equipo comulgó en una renovada fe.
El alba iba enrojeciéndose. Frente al Valle y las desérticas pendientes llenas de surcos, Eve y Carter seguían creyendo en lo imposible. Estrechándose mutuamente para escapar del frío del amanecer, gozaban de la muda complicidad de una pareja acostumbrada a vencer cien demonios y a superar mil obstáculos. Al final de su búsqueda no les aguardaba la felicidad; sabían que la separación y el desgarro abrasarían su corazón y su alma. Antes de que les devorara el abismo de la soledad, disfrutaban la embriaguez de una meditación conjunta, junto a la cima de Occidente.
—¿Es eso amor, Eve?
—El más violento y doloroso.
—¿Cuándo te vas?
—Volverá la primavera; mi madre me aguarda en Highclere.
—¿Tan importante es… tener tu sangre?
—Es esencial e irrisorio.
—Si pudiera retenerte… Hoy ya no soy nada.
—Eres un predestinado, Howard; tu camino está trazado en las estrellas. Es de la misma naturaleza que el oro de Tutankamón; yo soy sólo una etapa.
—¿Dudas de mi sinceridad?
—Ni por un momento. Pero no soy tu porvenir.
—¿Por qué esta condena?
Ella le sonrió y le besó.
—Eres el más sorprendente de los hombres, Howard, porque no cambias. Ni yo ni nadie podrán desviarte de tu camino. Te amo y te admiro.
El Parlamento británico ronroneaba: ningún tema de importancia debía turbar su quietud. El primer ministro, Ramsay MacDonald, fue bruscamente interpelado sobre el caso Tutankamón.
—¿Es ciato que el señor Carter es el titular de la concesión arqueológica?
—Está al servicio de la viuda del quinto conde de Carnarvon, que, en efecto, dispone de la concesión.
—¿Cuál es nuestra posición en el conflicto que opone Howard Carter al primer ministro egipcio?
—El gobierno de Su Majestad no ha concedido privilegio alguno al equipo arqueológico que trabaja en el lugar.
El primer ministro fingió no escuchar las protestas que provocaba su declaración. Un contestatario se empeñó en que aclarara sus palabras.
—El asunto Tutankamón no es de nuestra competencia —dijo Ramsay MacDonald—. Es de orden privado; por lo que se refiere a la actuación del señor Carter, está sometida a la legislación egipcia y no a la nuestra; no quiero oír hablar más de ese personaje y considero que el asunto está cerrado.