Durante largos minutos. Carter fue incapaz de hablar. Lacau y el subsecretario no se atrevieron a alejarse y despedirse antes de que el arqueólogo volviera en sí.
—Magnífico —reconoció Lacau.
—Sería conveniente autorizar algunas visitas —recomendó el subsecretario—; y dar una conferencia de prensa. Es un acontecimiento tan fabuloso…
—Como usted quiera —asintió Carter, todavía bajo los efectos de la impresión.
—Creo que las esposas de los miembros del equipo debieran poder ver al faraón antes que los periodistas —propuso Callender.
—Es evidente —reconoció Carter—; merecen esta recompensa.
—Sin duda —admitió el subsecretario—; sin embargo, necesitamos una derogación. Es un pequeño problema que se resolverá enseguida; llamaré al ministro.
—Maravilloso —repitió Lacau perdido en sus sueños.
Carter se asfixiaba; bajó de nuevo a la tumba con el pretexto de verificar las cuerdas; en realidad, deseaba estar a solas con Tutankamón y preguntarle el secreto de una mirada que la noche de la muerte no había apagado.
El aire transparente y ligero; los colaboradores de Carter y sus esposas le felicitaron. Aquella mañana de febrero, un intenso gozo animaba las conversaciones. Todos tenían conciencia de estar participando en un momento histórico.
El reis Ahmed Girigar fue el primero que vio al cartero que, montado en un asno, se acercaba a la tumba de Tutankamón.
—¡Un pliego urgente para el señor Carter! —anunció con voz fuerte.
El arqueólogo, sorprendido, leyó el mensaje firmado por Pierre Lacau, director del Servicio de Antigüedades. Tras haber recibido un telegrama del ministro de Obras Públicas, que prohibía formalmente la admisión de las esposas de los colaboradores de Carter, Lacau se veía obligado a formular la orden con toda claridad. Aun deplorando el molesto malentendido, el director, respetando las decisiones ministeriales, exigía que Carter las aplicara sin discusión. Ninguna dama que no tuviera una autorización escrita podría entrar en la tumba. Carter apretó los puños.
—Lo siento mucho —confesó—. El ministro niega a sus esposas la posibilidad de ver a Tutankamón.
Brotaron algunas protestas, pero Callender y Burton desaconsejaron la desobediencia. La carta de Lacau tenía carácter oficial; negarse a tenerla en cuenta colocaría a Carter en plena infracción.
—Doblegamos sería una cobardía.
Redactó una carta breve y brutal, donde evocaba las inadmisibles vejaciones de que eran objeto él y su equipo; por ello, se negaban a proseguir su trabajo y cerraban la tumba.
Muy irritado, Carter solicitó a Merton que publicara en el Times un relato exacto de los hechos y estigmatizara el papel de Lacau; a grandes pasos, se dirigió hacia la tumba de Seti II, instaló con la ayuda de Callender la reja de hierro y cerró los candados. Colocó luego la que protegía el acceso a la sepultura de Tutankamón, se embolsó el único juego de llaves, montó en un asno y se dirigió al embarcadero. Pese a gustarle tanto respirar la brisa mientras cruzaba el Nilo, ni siquiera le prestó atención. Una calesa lo llevó rápidamente al Winter Palace. Carter corrió hacia el vestíbulo y colgó su nota en el tablón de anuncios ante el que pasaban centenares de turistas y personalidades.
Unas horas más tarde, la querella era del dominio público; las acusaciones de Carter y su extraordinaria decisión fueron pronto el único objeto de conversación de todo Luxor.
Carter prosiguió la lucha en otro frente; mandó un telegrama al primer ministro, Zaghlul, para solicitarle que interviniera en su favor. Éste debía condenar la incalificable actitud del Servicio de Antigüedades. Para probar su derecho, el arqueólogo pensaba incluso intentar un proceso contra el gobierno.
—Ganaremos —le prometió a lady Evelyn.
—La mayoría de los turistas critican tu iniciativa.
—No importa.
La respuesta de Zaghlul fue rápida y muy seca.
—¡Es increíble! —deploró Carter—. Zaghlul no sólo no reconoce los hechos sino que me recuerda, además, que la tumba no es de mi propiedad, y que no tengo derecho a abandonar los trabajos.
Lady Evelyn, inquieta, leyó la misiva del primer ministro. Pese a la frialdad del tono, advirtió algunos signos alentadores.
—Reconoce el interés de tus descubrimientos para el mundo entero.
—Pura fórmula de cortesía… Apoya a su ministro y me desautoriza.
—La lucha está siendo desigual, Howard.
—Claro que no; el derecho está conmigo.
Pierre Lacau consultó la prensa con satisfacción. Sólo el Times tomaba la defensa de Carter y acusaba al gobierno egipcio de haber enviado policías para impedir, por la fuerza, la entrada a la tumba de algunas damas de calidad; los demás periódicos criticaban la reacción del arqueólogo, considerándole un megalómano, un hombre agotado y a punto de perder los nervios o un colonialista de la peor especie. Morcos Bey Hanna, ministro de Obras Públicas, había vertido con abundancia su propia versión en los periódicos egipcios. Por lo tanto, éstos consideraban que Carter, creador de disturbios y huelguista, no merecía ya dirigir las excavaciones. Violaba las reglas de la profesión y comprometía la continuación de las investigaciones.
Lacau se sentía jubiloso. Ingenuo, torpe. Carter había cometido un error fatal. Víctima de una paciente táctica de acoso, no había desconfiado de las trampas tendidas en su camino. El ardoroso aventurero se convertía, para la opinión pública, en una especie de bandido. El gobierno debía derrotarlo y afirmar su soberanía.
Desamparado, Carter se sintió atrapado en una tormenta; Callender intentó en vano reconfortarle. Las bromas de Burton no le divertían ya. Sólo la presencia de lady Evelyn le estimulaba.
—Esos políticos son los más despreciables de los hombres. Mentira y traición: ése es su código de conducta.
—¿Estás descubriendo el mundo, Howard?
Se habían retirado a la casa de excavación vigilada por Ahmed Girigar y sus hombres; algunos turistas, enfurecidos por el cierre de la tumba de Tutankamón, habían intentado subir por el sendero para insultar al arqueólogo.
Carter bebía más que de costumbre.
—¿Por qué tantas desgracias? Primero, la muerte de lord Carnarvon, luego esa hostilidad…
—Aguanta, Howard; si cedes, Lacau triunfará y la memoria de mi padre se verá injuriada.
La joven se expresaba sin agresividad alguna; Carter obtenía nuevas fuerzas de su dulzura.
—Combatiré, Eve; combatiré hasta el final.
Carter y sus colaboradores mantuvieron un consejo de guerra. Nadie estuvo ausenta; todos estuvieron de acuerdo en el hecho de que el ministro de Obras Públicas y el director del Servicio de Antigüedades abusaban de sus derechos y practicaban una política de intimidación. Ni una sola vez, a lo largo de su atormentada existencia, se había inclinado Howard Carter ante las amenazas.
El incondicional apoyo de su equipo le tranquilizó. Fortalecido por aquella unanimidad, decidió rechazar cualquier concesión. En adelante, la exploración de la tumba se llevaría a cabo bajo la responsabilidad única del arqueólogo encargado del lugar.
El 15 de enero, al amanecer, Howard Carter bajó por el sendero que llevaba al Valle. Ante la tumba de Tutankamón, unos militares montaban guardia. Creyó que las medidas de seguridad habituales habían sido reforzadas; un oficial superior se adelantó.
—Zona prohibida —dijo.
—Soy Howard Carter.
—¿Tiene una autorización escrita del Ministerio de Obras Públicas o del Servicio de Antigüedades?
—No la necesito.
—Mis instrucciones son claras: las tumbas de Tutankamón y de Seti II, repertoriada con el n.º 15 y que sirve de laboratorio, están cerradas y nadie puede entrar en ellas.
—¿Me está tomando el pelo?
—No haga ningún gesto imprudente, señor. De lo contrario, utilizaré la fuerza.