81

El 15 de diciembre Carter, devorado por la rabia, entró en el despacho del ministro de Obras Públicas con la firme intención de decirle toda la verdad y conseguir que finalizaran las persecuciones. Suleman Pachá no parecía tan jovial como de costumbre; en su mesa, un grueso expediente con la marca del Servicio de Antigüedades.

—¿Satisfecho de sus investigaciones, señor Carter?

—El director del Servicio vuelve a cuestionar mis exigencias.

—Cumple perfectamente su función. La campaña de prensa lanzada contra usted es muy desagradable, tanto más cuanto algunos periodistas comienzan a criticar abiertamente mi posición. Como ministro, debo permanecer al margen del conflicto.

Carter palideció.

—La presencia de Arthur Merton es inoportuna —prosiguió Suleman Pachá—. Según mis informaciones, no es un sabio; acreditar a un periodista del Times es un lamentable error por su parte.

—Le garantizo su competencia.

—Es imposible aceptar este argumento; nadie puede creerle. Es usted un hombre de ciencia y de paz, señor Carter; prohíba inmediatamente la entrada en la tumba al tal Merton y todo volverá a estar bien. Podrá visitarla con los demás corresponsales de prensa, el día que usted elija.

—¿Es un ultimátum?

—No utilicemos grandes palabras. Se trata de un simple compromiso.

—¿Puedo presentar objeciones?

—No perdamos más tiempo con detalles; yo mismo he suprimido el nombre de Merton en la lista de los miembros de su equipo.

—¿Y es legal?

La pregunta ofendió al ministro, que se mostró cortante.

—Es mi deseo, señor Carter.

—Si cedo, ningún equipo arqueológico trabajará libremente en Egipto.

—No ennegrezca la situación.

—Someteré su propuesta a mis colaboradores.

—No vaya demasiado lejos, señor Carter.

—Ni usted tampoco, señor ministro.

Regresando a Luxor, Carter reunió a todos sus colaboradores en la tumba de Seti II. No les ocultó la gravedad del momento y les repitió las palabras del ministro de Obras Públicas. No deseando tomar una decisión brutal que supondría una traba para sus investigaciones, les consultó uno a uno. Todos coincidieron: el político sobrepasaba sus derechos. Manipulado por los independentistas y por el francés que dirigía el Servicio de Antigüedades, iniciaba una sorda guerra contra Inglaterra y Estados Unidos. Capitular sería renunciar a la necesaria independencia de los arqueólogos.

Fortalecido por esa unanimidad, Carter escribió al ministro. Se negó a despedir a Merton, precisó que los especialistas del Metropolitan Museum abandonarían el Valle si su patrón era objeto de presiones administrativas y que el Times no vacilaría en relatar los hechos. Seguro de que Suleman Pacha entraría en razón, deploró el incidente que les había enfrentado y lamentó que le fuera imposible aceptar las restricciones sugeridas.

El ministro respondió con el silencio.

El interior de la tumba parecía una sala de operaciones. Parihuelas de madera, literas de caña, kilómetros de vendas, paquetes de guata y luz eléctrica evocaban más el helado marco de una intervención quirúrgica que la atmósfera mágica de una sepultura real. Fuera, guardianes y soldados rechazaban, a duras penas de vez en cuando, a los turistas que exhibían un billete que les autorizaba a visitar la tumba más célebre del mundo; los habían comprado a arrieros o mercaderes de falsas antigüedades y manifestaban con vehemencia su descontento.

Convencido de que los problemas iban alejándose, Carter, el 3 de enero de 1924, cortó la cuerda y corrió el pestillo que cerraba la puerta de la segunda capilla funeraria. Callender y los demás miembros del equipo le vieron abrir las puertas doradas.

—Más luz —exigió.

Callender enchufó dos grandes lámparas. Iluminaron la doble puerta de una nueva capilla.

—¡Otra! —exclamó Burton, el fotógrafo—. ¿Cuándo terminará esto?

La tercera capilla estaba también intacta. Conteniendo el aliento, Carter abrió las puertas y descubrió una cuarta capilla. Dos halcones de alas desplegadas custodiaban su acceso. Los jeroglíficos conservaban el recuerdo de las palabras de Tutankamón: «Soy la eternidad; he visto el ayer y conozco el mañana». Turbado, Carter se negó a seguir, pese a la insistencia de sus colegas.

—Tal vez sea el último obstáculo —sugirió Callender.

—Sin duda… Pero ¿tenemos derecho a…?

—Piense en Carnarvon; ¿le habría privado usted de esa alegría?

Carter rompió el sello. Los últimos batientes giraron dulcemente; el haz luminoso no mostró ya unas puertas de oro sino el brazo de la diosa Neftis, «la soberana del templo», que velaba ante un admirable sarcófago de cuarcita. Aquella mujer del otro mundo, tierna y dulce, encargada de apartar a los intrusos, era un espectáculo inolvidable y maravilloso. Carter y sus asistentes sintieron un respetuoso temor frente a aquella encamación de una fe milenaria que el tiempo no había desgastado.

—Un sarcófago intacto —murmuró Carter, jadeante—. El único del Valle de los Reyes.

Sintió a su lado la presencia de lord Carnarvon; desde el otro lado de la muerte, el conde participaba del triunfo.

Carter cerró religiosamente las puertas de la cuarta capilla.

El arqueólogo volvió a leer el texto del telegrama dirigido a Pierre Lacau: «Mis investigaciones me han permitido comprobar que la cuarta capilla contiene un magnífico sarcófago. Un sarcófago intacto». El mensaje apenas había sido enviado cuando la extraordinaria noticia se extendió por todo Egipto; miles de turistas y curiosos corrieron hacia el Valle. Fotógrafos y periodistas asaltaron a Carter en cuanto salió de la tumba; pese a la protección de sus colaboradores, se vio obligado a contestar a un Bradstreet muy excitado que le cerraba el paso.

—¿Está usted seguro de que el sarcófago está cerrado?

—Seguro.

—¿Encontrará dentro algo único?

—Algo inimaginable.

—¿Por qué no lo abre inmediatamente?

—Primero tengo que fotografiar las paredes de las capillas e inventariar los objetos rituales depositados entre ellas. Cualquier precipitación sería criminal.

—Se afirma que, en cuanto levante la tapa del sarcófago, se difundirán gases mortales.

—Estoy dispuesto a aceptar el riesgo.

—¿Estará la momia cubierta de oro?v

—Es probable.

—¿Cuándo lo sabremos?

—Lo ignoro; la próxima etapa es desmontar las dos últimas capillas. ¿Me permiten regresar a mi domicilio?

Carter dio la orden de que cerraran la tumba. Tras aquellos exaltantes momentos, necesitaba silencio y soledad mientras el equipo arqueológico se encargaba de restaurar los objetos. El lejano canto de un pájaro le recordó su canario, el pájaro de oro cuya benéfica influencia había favorecido el más fabuloso de los hallazgos. Miró su inmenso mapa del Valle de los Reyes, donde había anotado todos los descubrimientos anteriores; con su caligrafía fina y rápida, indicó el emplazamiento de la tumba de Tutankamón.

Carter se disponía a cenar solo cuando Ahmed Girigar, vigilante jefe de su servicio de seguridad, le comunicó la llegada de un emisario del Ministerio de Obras Públicas. Pese a su cansancio, recibió al alto funcionario, vestido a la occidental.

El hombre se negó a sentarse.

—El ministro le felicita, pero está muy descontento del modo como ha procedido usted a abrir la última capilla. Un representante del Servicio de Antigüedades tenía que estar presente.

—Convoqué al señor Engelbach, pero estaba ocupado en obligaciones más importantes. Tranquilícese, su ausencia no ha perjudicado al sarcófago.

—Además, el gobierno le acusa de haber dejado entrar en la tumba, en el momento de la apertura, a un corresponsal del Times, lo que es contrario a la deontología de las excavaciones.

—Es una información errónea: sólo estaban presentes los miembros de mi equipo.

—Me permito tomar nota de sus explicaciones y hacerle firmar el informe que será entregado al ministro.

Carter leyó la prosa del alto funcionario, comprobó que sus respuestas no habían sido deformadas y rubricó el documento.

—Temo serias complicaciones —concluyó el emisario.

—Relájese: todo está en regla.

Bradstreet y Lacau seguían con su trabajo de zapa. Cuanto más se acercaba Carter al sarcófago, más virulentos se mostraban; aunque el ministro de Obras Públicas se inclinaba un poco hacia ellos, sólo podrían clavar algunas banderillas en los lomos de Carter.

—Otra visita —anunció Ahmed Girigar.

—¡Ah, no! Más tarde.

—Debería usted recibir a su huésped, viene de muy lejos.

Intrigado, Carter aceptó.

Lady Evelyn avanzó hacia él, llevando un vestido parma, luminosa y etérea.