¿Cómo desmontar las capillas sin causarles el menor daño? La misión obsesionaba a Carter. En el santuario de la tumba, se sentía libre e infatigable; ninguno de sus colaboradores lograba seguir su ritmo de trabajo. Preocupado por el estado de los dorados y por la fragilidad de las esculturas, concibió varios proyectos antes de iniciar la delicada operación. Comenzó sacando los dos guardianes que enmarcaban la puerta de la cámara funeraria. Los reyes negros, envueltos en vendas, fueron colocados sobre unos bastidores; sólo seguían viéndose sus ojos, como si fueran las últimas manifestaciones de vida de dos grandes cuerpos heridos.
Tras haber consultado con los miembros de su equipo. Carter solicitó a Callender que construyera un armazón de madera alrededor de la capilla exterior; se introdujo penosamente entre los montantes, se golpeó, se hirió las manos y tuvo que adoptar las más incómodas posiciones. Pese al calor y a lo exiguo del reducto, progresó centímetro a centímetro, temiendo el momento en que un panel, abandonando su posición, se inclinara y cayera sobre los demás. Carter rechazó una horrible visión: centenares de fragmentos e irremediables fracturas.
Tras diez días de esfuerzos, la más pesada de las secciones del techo fue levantada; Carter tuvo que recurrir a un muchacho para que colocara los cilindros de madera bajo un tablón que serviría de trineo. Cuando el panel fue apoyado en la acolchada pared de la cámara funeraria, el arqueólogo y sus ayudantes no gritaron victoria; todavía quedaba lo más difícil.
Retirado el techo. Carter admiró el velo de lino que recubría la segunda capilla. Llamó a Merton, el corresponsal del Times. El periodista dio un respingo.
—El Arca de la Alianza… ¡Es ella, no cabe duda!
Merton salió de la tumba y regresó una hora más tarde, provisto de una biblia; leyó los pasajes del Éxodo, consagrados a la preciosa reliquia. Su imaginación se inflamó.
—¡Éste es el secreto de Tutankamón! Fue a Israel y robó el Arca. Nunca el suelo del Valle contuvo tesoro más precioso; por eso se ocultó tanto la tumba.
Carter era escéptico; levantó el tul que había caído por el peso de las rosetas de bronce dorado.
—Pronto abriremos la puerta sellada de la segunda capilla —dijo a media voz.
Lacau estudiaba el «expediente Carter» con su habitual minuciosidad. Funcionario lleno de celo, agarrándose al reglamento como a un libro sagrado, cada vez soportaba peor el anárquico comportamiento de aquel aventurero que se negaba a inscribirse en una jerarquía administrativa. Sus exigencias estaban fuera de tono. ¿Cómo doblegar a Carter y obligarle a hincar la rodilla? Hasta entonces, Lacau había fracasado. Ciertamente, el periodista Bradstreet y sus colegas egipcios le hacían una guerrilla que, día tras día, iba debilitando la posición de Carter dándole la imagen de un individuo odioso, mercantil y despreciable; pero al arqueólogo le importaba un bledo el juicio de los demás y proseguía su camino con la misma obstinación. Además, desde que trabajaba en el interior de la tumba de Tutankamón, iba recuperando fuerzas. Para derribarle era preciso, pues, darle en pleno corazón y no limitarse a heridas superficiales.
Lacau acababa de encontrar el punto débil de su adversario.
Ya sólo debía desarrollar una estrategia prudente, sin que pareciera abuso de autoridad; procediendo poco a poco, desgastaría los nervios de Carter, le alcanzaría en su propia vocación y le obligaría a cometer el error fatal.
Carter, indignado, reunió a los miembros de su equipo en el laboratorio.
—Esta mañana he recibido la petición más ultrajante de toda la historia de la arqueología egipcia: el director del Servicio me conmina a comunicarle la lista de los miembros de mi equipo, como si no la conociera, y como si no fuera yo el único responsable de mis colaboradores en la concesión que me fue atribuida.
Merton, el periodista del Times, tomó la palabra.
—Yo soy la causa de ello; Bradstreet ha debido de apelar a las altas instancias. Quiere demostrar que un corresponsal de prensa no tiene lugar en un equipo de arqueólogos.
—Es usted más competente que la mayoría de los inspectores del Servicio.
—Si me lo exige, Howard, dimitiré.
—Es usted un amigo y un colaborador eficaz. Se quedará.
—Desconfíe de Lacau; es un jesuita acostumbrado a las más retorcidas estrategias.
—No tiene derecho alguno sobre esta tumba y lo sabe; su guerra de desgaste sólo puede llevarle a la desilusión. No olvide que el ministro está de nuestro lado.
El huraño rostro de Callender no se despejó; no se atrevió a responder que los ministros no eran eternos y que, desde hacía mucho tiempo, no creía ya en el derecho y la justicia.
—¿Le enviará la lista? —preguntó Merton.
—Carnarvon no lo habría hecho, yo tampoco. Lacau anuncia su visita el 13 de diciembre y lo discutiremos de viva voz.
Lacau visitó la tumba y el laboratorio; sólo el reis Ahmed Girigar estaba presente. Muy descontento, el director del Servicio subió hasta la mansión de Carter donde el arqueólogo, envuelto en una manta, bebía un grog.
—Siento no haberle recibido con mayor fasto; un resfriado me obliga a permanecer en la alcoba.
Vestido de punta en blanco, con las manos a la espalda, Pierre Lacau se expresó con una voz almibarada que contrastaba con la rigidez de su actitud.
—Sus exigencias son injustificables, señor Carter. Sólo el gobierno y no usted está habilitado para conceder autorizaciones de visita debidamente registradas y presentadas en forma de documento escrito.
—Soy yo, y no el gobierno, quien excava.
—El Estado tiene el derecho de controlar las excavaciones.
—Se trata de mi concesión; soy yo el único dueño. Demuéstreme lo contrario.
—No tiene usted derecho a emplear a Merton; es un periodista, no un arqueólogo.
—La elección de mis colaboradores es cosa mía; el Servicio no puede entrometerse en ese campo.
—Si no dimite, tendrá usted serios problemas.
—No dimitirá; sus órdenes son gratuitas, señor director. Amenazándome, pierde su tiempo.
—El ministro decidirá.
—Ya ha decidido.
—Ya lo veremos; sabe qué se murmura en El Cairo.
Carter bebió un ardiente trago.
—El rumor es una de sus aficiones favoritas.
Lacau evitó mirar a su interlocutor.
—Algunos piensan que lord Carnarvon era un espía y un hombre de negocios, absolutamente indiferente a la ciencia y la arqueología, y que sigue usted sus pasos. Esta hipótesis arroja una luz especial sobre su comportamiento.
Carter se levantó apartando la mano.
—Es usted innoble. El conde amaba apasionadamente Egipto; explorar esta tumba se había convertido en su razón de vivir. Por lo que a mí respecta, toda mi existencia ha estado orientada hacia ella.
—Admitámoslo…, tales impulsos sentimentales no justifican su arrogancia.
—Quiero trabajar en paz.
—¿Ha pensado ya en el reparto de los objetos?
—Es una cuestión resuelta.
—No esté tan seguro. Y hay otra en suspenso, más seria todavía.
Carter temblaba.
—La concesión no es eterna —recordó Lacau—; debo verificarlo, pero me parece que expira muy pronto. Su renovación depende del Servicio de Antigüedades, que se muestra cada vez más exigente sobre la calidad de los excavadores y la seriedad de su programa. Un científico como usted debe apreciar mucho ese rigor. Cuídese mucho. Carter; volveremos a hablar en cuanto esté bien. Espero que Tutankamón no le haga enfermar.