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El 18 de octubre, los obreros comenzaron a sacar las toneladas de escombros que habían protegido la tumba durante la ausencia de Carter; bajo la dirección del reis Ahmed Girigar, trabajaron con ardor para satisfacer los deseos del arqueólogo: despejar el acceso en una semana. Pese al calor, una cadena de hombres llevando capachos cumplió su tarea con una perfecta regularidad acompasada por las melopeas.

Conmovido, Carter recorrió de nuevo el pendiente corredor, abrió la reja y penetró en el santuario; tuvo la sensación de que Carnarvon caminaba a su lado y se enfrentaba a las puertas de las grandes capillas que, sin duda, ocultaban el sarcófago. Callender, que le acompañaba, se atrevió a revelarle la verdad.

—No estamos todavía listos, Howard. El Servicio no ha entregado las lámparas prometidas y carecemos de lo necesario para la preservación de las capillas.

—¡Pero yo adelanté los fondos, precisé las fechas e insistí en la importancia de las lámparas!

La cólera de Carter fue tanto más fuerte cuanto la iluminación pública, alrededor de la tumba, funcionaba perfectamente. Sus protestas ante el inspector local sólo provocaron la reacción de un informe suplementario, denunciando la injuria; si Dios lo quería, las lámparas estarían instaladas al final de mes.

Al salir de la inspección, Carter chocó con Bradstreet.

El atlético periodista había abandonado su despacho de El Cairo en cuanto se había enterado de que las excavaciones iban a proseguir. Poderoso, hosco, con la frente surcada por visibles venas, creía poder devorar al arqueólogo de un solo bocado.

—¡Bueno, Carter! ¿Qué hay de nuevo?

—No tengo por qué responderle.

—¡Me extraña! Tiene ante usted al corresponsal del New York Times, del Daily Mail de Londres y del Egyptian Mail. Mi misión consiste en informar al mundo entero y no podrá huir usted como un ladrón.

—Póngase en contacto con el representante acreditado del Times.

—¡Esta situación no puede prolongarse! Todos los periodistas deben gozar de los mismos derechos.

—No era ésa la voluntad de lord Carnarvon.

—Ha muerto.

—Para mí no.

—Le conmino a que rompa el contrato de exclusiva con el Times.

—Al parecer, es usted un buen jugador de polo.

Bradstreet frunció el entrecejo.

—Es cierto, pero no veo qué…

—Yo soy experto en lucha libre.

Las venas del periodista se hincharon; con el rostro enrojecido, se parecía a un toro furioso.

—¡Le aplastaré, Carter! Tiene usted cada vez más enemigos, me bastará coaligarlos.

—No iré —afirmó Carter, furioso.

Callender dirigió a su amigo una mirada de perro apaleado. Pese a sus anchos hombros y su aspecto macizo, compartía la angustia de Carter.

—Mejor será doblegarse —sugirió a regañadientes.

—¡Es una trampa! Lacau me llama a El Cairo para desembalar las cajas y colocar los objetos. ¡Qué broma siniestra! Quiere retenerme en la capital y demostrar que descuido la excavación.

—Si no coopera usted, le aislará más aún. Tener conciencia del peligro es, ya, contrarrestarlo; el combate nunca le ha dado miedo.

Carter abrazó a Callender.

—¡Combatiré!

En el despacho de Lacau estaban presentes el ministro de Obras Públicas y varios altos funcionarios egipcios e ingleses. La tumba de Tutankamón se estaba convirtiendo en un asunto de Estado; Carter se hallaba en la posición de un acusado frente a un tribunal decidido a mostrarle sus errores.

—¿Dónde están las cajas que deben abrirse? —preguntó el arqueólogo, sonriendo.

Lacau se volvió hacia el ministro, buscó una mirada de aprobación y se dirigió a Carter con una suavidad llena de autoritarismo.

—De acuerdo con las más altas autoridades, le pedimos que autorice al gobierno a publicar cada noche un boletín informativo sobre los trabajos realizados.

—Me niego; el derecho de publicación queda reservado a mi equipo y a mí mismo. Divulgar a toda prisa noticias no verificadas causaría el mayor perjuicio a nuestro trabajo.

Lacau consultó al ministro.

—Legítimas exigencias —admitió éste—. ¿Aceptaría usted que un representante de la prensa diaria visitara la tumba?

—Naturalmente.

—La explotación comercial del paraje es muy molesta —dijo Lacau.

Carter se mostró vehemente.

—El acuerdo de exclusiva firmado con el Times está destinado a protegerme de una jauría de periodistas curiosos; el dinero obtenido permite financiar los trabajos de la excavación. El único objetivo es proteger los fabulosos tesoros que Carnarvon y yo descubrimos; por ello solicito el apoyo total y sin reservas del gobierno y del Servicio de Antigüedades. Ni acoso de la prensa, ni visitantes, ni problemas administrativos; lo exijo con la convicción de que todos los aquí presentes optarán por lo sagrado y no por lo profano.

Pasaron los días. Carter llamó varias veces al ministro por teléfono, pero éste estaba reunido o ausente; tras una irritante semana, el arqueólogo hizo una nueva tentativa que consideró la última. Esta vez pudo hablar con el poderoso personaje. La conversación fue cordial pero molesta; el ministro preocupó a Carter explicándole que Lacau deseaba reconsiderar la negociación en su conjunto, y le tranquilizó afirmando que las dificultades se allanarían muy pronto. Si lo deseaba, podía regresar a Luxor y reemprender sus actividades. El arqueólogo no se lo hizo repetir.

Callender llevaba un grueso pliego con el sello del Servicio de Antigüedades. Carter lo abrió, nervioso; reconoció la caligrafía fina y rápida que aceptaba las condiciones del arqueólogo en todos sus puntos.

—¿Hemos ganado? —preguntó Callender.

Carter estuvo a punto de responder que el resultado superaba sus esperanzas, pero sus ojos se posaban ya en las últimas líneas.

«Naturalmente —finalizaba Lacau—, las medidas que usted desea que se adopten sólo pueden ser provisionales y están sujetas a modificaciones de acuerdo con sus resultados».

Carter dejó caer el documento en el pedregoso suelo del Valle.

—Fracaso completo.

—¿Qué piensa hacer?

—Proseguir. Ahora mi único dueño es Tutankamón.

El conflicto aumentó al día siguiente. Lacau había mandado una segunda carta, mucho menos amable, en la que reprochaba a Carter estar pisándole el terreno al Servicio de Antigüedades; era éste, y no un arqueólogo privado, quien debía regular las visitas a un paraje que pertenecía al Estado, y a nadie más. El director del Servicio precisaba sus consignas: desmontar las capillas sin estropear su decoración y poner al descubierto el sarcófago, cuya presencia se suponía. Carter y su equipo debían obedecer las órdenes sin tardanza y limitarse al estricto terreno arqueológico.

La prensa egipcia lanzó un ataque en toda regla contra el inglés, acusándole de comportarse como un colonialista mientras Egipto le albergaba; Tutankamón era faraón, no rey de Gran Bretaña. El contrato de exclusiva con el Times era un insulto al partido nacionalista y al pueblo. En su respuesta a tales críticas, Carter insistió en la diferencia entre los egipcios modernos, en su mayoría descendientes de los invasores árabes del siglo VI después de J. C. y adeptos del islam, y los egipcios antiguos, hostiles a cualquier dogmatismo. Esa torpeza le valió una creciente impopularidad y el odio de numerosos predicadores. Los miembros del equipo lograron convencerle de que no replicara, aunque dijera la verdad.

—¿Qué significa este mundo en el que sólo mentirosos e intrigantes tienen derecho de ciudadanía? —les preguntó Carter—. Ni siquiera esta tierra sagrada consigue ya transformar las conciencias. ¿Adónde ir pues para respirar un poco de aire puro?

—A la tumba de Tutankamón. A su tumba.