En mayo de 1923, el termómetro superaba los 50° C, pero el ardor de Howard Carter no disminuía. Indiferente a la fatiga, se concentraba en un problema grave: deshojar las capillas de oro como si fueran cebollas, para poner al descubierto su probable corazón, el sarcófago real.
Imaginó, con sus colaboradores, distintos procedimientos, preocupado por el menor riesgo; una carta de lady Evelyn interrumpió sus meditaciones. El arqueólogo debía dirigirse urgentemente a Highclere donde se trataría el delicado tema de la sucesión de lord Carnarvon.
La convocatoria le sumió en la angustia. ¿Acaso la esposa del difunto había decidido interrumpir la financiación de las excavaciones?
Los periodistas ingleses le asaltaron en cuanto bajó del barco, donde tuvo que llenar el formulario del Who’s Who indicando su actividad principal: «Pintor». Carter intentó huir, pero la jauría le asedió por todas partes. Responder a las preguntas fue la única salida.
—¿Ha sido usted afectado por la maldición de Tutankamón?
—Me persigue con sus bendiciones.
—¿Teme usted al fantasma del faraón?
—Somos los mejores amigos del mundo.
—¿Se ha hecho usted millonario?
—Todavía no; tengo una agenda demasiado cargada.
—¿No es demasiado apresurada la excavación?
—Pierre Lacau me reprocha mi lentitud.
—¿No es usted un ladrón de sepulturas?
—Tutankamón es mi hermano en espíritu; al encontrar su tumba, saco a la luz su mensaje.
—¿Cuándo abrirá el sarcófago?
—Si me dejan trabajar en paz, en poco más de un mes.
Carter se recogió ante la tumba de su amigo. El radiante estío de Highclere negaba la muerte; los grandes cedros, majestuosos y serenos, tocaban el cielo.
—No ha abandonado el Valle; cada día siento junto a mí su presencia.
—No nos abandonará —prometió lady Evelyn—; venga, Howard, mi madre podría impacientarse.
Dulce y cortante a la vez, lady Almina no manifestó animosidad alguna contra el arqueólogo; Carter temió, sin embargo, que le acusara de ser responsable del fallecimiento de su marido.
—Gracias a usted, señor Carter, George Herbert conoció la verdadera felicidad en esta tierra; el paraíso que tanto había buscado se llamaba Tutankamón. Por eso le ayudaré.
Carter contuvo sus lágrimas. Fortalecido por su ayuda, podría seguir combatiendo.
—Lo más urgente es poner la concesión de excavaciones a su nombre.
—¿Habrá dificultades?
—Lacau protestará, pero se verá obligado a acceder.
—¿Considera útil prorrogar el contrato de exclusiva con el Times?
—Durante un año, por lo menos; de lo contrario, la prensa invadirá la tumba. Tenemos que exigir también una total independencia, para poder rechazar la intrusión de los turistas y los inspectores del Servicio de Antigüedades.
—Usted debe solucionar esos problemas, señor Carter; ahora es mi consejero arqueológico, el único que puede proseguir la obra de mi marido.
El verano transcurrió suavemente; los jardineros regaban el césped cuando caía la noche, las boscosas colinas se doraban al sol, el belvedere de mármol blanco velaba sobre la propiedad, de la que el dueño nunca estaría ausente ya. Carter había aceptado la invitación de lady Almina; pasar el verano en Highclere junto a Evelyn era un inesperado regalo.
El 5 de agosto, había recibido la más conmovedora de las cartas; Ahmed Girigar y sus obreros le deseaban una excelente salud, esperaban volver a verle pronto y le informaban de que ningún incidente se había producido en la excavación donde el reis hacía respetar al pie de la letra sus consignas de seguridad. Durante un picnic en el lindero de un hayedo, Carter leyó una y otra vez la carta a lady Evelyn.
—¡Buena gente! El mundo no está sólo poblado de celosos y ambiciosos.
—¿Se está volviendo pesimista, Howard?
—Lúcido.
—No se amargue.
—Sé que quieren impedirme llevar hasta el fin mi aventura y que utilizarán los más bajos medios para destruirme. Algunos enemigos se presentarán a cara descubierta, otros actuarán en la sombra; aunque sus intereses diverjan, sabrán aliarse contra mí.
—Piensa… en la maldición.
—No existe fuerza demoníaca alguna en las tumbas egipcias; por el contrarío, preservan los elementos del más fabuloso de los tesoros: el secreto de la inmortalidad. Hasta ahora, sólo nos han entregado algunas briznas.
La joven apoyó su cabeza en el hombro de Carter; un rayo de sol, deslizándose entre las frondas, iluminó su cabellera.
—¿Es preciso correr tantos riesgos, Howard?
—Nunca se había explorado una sepultura intacta. Si lo logro, la muerte será vencida.
—Es un sueño loco…
—Tutankamón está muy cerca, Eve; ya no es-un sueño. No es él quien extiende la maldición sino la cohorte de envidiosos que se prepara para atacarme. Y su padre ya no está aquí para ayudarme; sin él, estoy desarmado.
—Tenga confianza en usted mismo; es mucho más fuerte de lo que imagina.
Una bandada de ocas silvestres sobrevoló el bosque; la pequeña comunidad de migratorias, unida en su movimiento, partía hacia una nueva tierra de asilo que sólo su jefe conocía.
—El verano terminará pronto.
—¿Ha hablado con su madre?
—Toda la familia se opone a nuestra unión. Si nos casamos, se interrumpirá la financiación de las excavaciones.
—¿Es su última palabra?
—No hay negociación posible; le reconocen como el amigo y el continuador de la obra de mi padre, nada más.
—¿Por qué acepta mi presencia en Highclere?
—Porque lo exigí. Estoy dispuesta a seguirle, Howard.
—Sería una locura. Una hija de conde no puede perderse liándose con un aventurero. Pintor y arqueólogo no son títulos de nobleza suficientes.
—Muy bien, prescindamos del matrimonio.
Se levantó, fogosa, le tomó de la mano y le obligó a seguirla hasta la espesura del bosque. Una ligera brisa hacía temblar las hojas. Cuando la carrera del sol comenzó a descender, la claridad del ocaso tiñó de oro el vestido blanco, abandonado en una mata de espino albar.