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El 19 de abril de 1923, el rey Fuad, jefe supremo de los ejércitos, cedió a las exigencias de los partidos y concedió una Constitución. El soberano se reservaba el ejecutivo; el parlamento el legislativo. El Wafd, que predicaba la independencia, organizó una huelga de tenderos y algunas marchas pacíficas; gozando del fervor popular, obtuvo una clara mayoría, decidido a gobernar contra el rey y contra Inglaterra al mismo tiempo. Fuad, que sustituía con facilidad a sus ministros si se atrevían a contradecirle, pensó entonces en disolver un parlamento insolente e inútil. Pero el Wafd y el primer ministro Zaghlul, surgido de sus filas, supieron extender el ideal de un nacionalismo egipcio, aunque estuvieran aliados con los banqueros y los grandes terratenientes, hostiles a cualquier reforma social.

En la tumba laboratorio de Seti II, el equipo de Carter se creyó al abrigo de aquella agitación; sin embargo, un policía de alto rango, vestido con un soberbio uniforme blanco y cubierto de condecoraciones, convocó al arqueólogo en Gournah. Sentado tras una enorme mesa de despacho, el funcionario hojeaba un montón de informes.

—Está usted en situación irregular, señor Carter.

—Me sorprende.

—Los hechos son los hechos.

—¿Qué hechos?

—La seguridad de los trabajadores egipcios no se respeta en su excavación.

—Es falso.

—¡Tengo pruebas!

—Enséñemelas.

El policía sacó una hoja del montón.

—Helas aquí: ¡Enfermedades, accidentes, atentados!

Carter leyó la prosa administrativa.

—Todo es falso.

—¿Se atreve a poner en duda los documentos oficiales?

—Sin duda alguna. El reis Ahmed Girigar testimoniará a mi favor, al igual que todos los obreros. Exijo una confrontación inmediata.

—Si es usted sincero, tal vez no sea indispensable.

—Quiero que se haga.

—Que lo decidan mis superiores.

El policía se puso los expedientes debajo del brazo, se levantó, salió del despacho y subió en un coche de caballos, que se alejó entre una nube de polvo mientras Carter se secaba la frente con un pañuelo.

Con 37° C a la sombra, el 13 de mayo de 1923, Carter y su equipo embalaron los tesoros de la antecámara con lana y tejido, y repartieron los objetos, bien protegidos contra los choques, en treinta y cuatro cajas. En el muelle aguardaba un barco de vapor fletado por el Servicio de Antigüedades.

—Casi diez kilómetros de pista entre el laboratorio y el Nilo —advirtió Callender—. ¿Cómo lo haremos para transportarlos?

—Había pensado en porteadores —repuso Carter.

—Imposible. Demasiado calor, demasiado lejos.

—Pues camiones.

—No se lo aconsejo; el camino es malo. Da vueltas sin cesar y está lleno de piedras…, podrían romperse muchas cosas.

—Sólo queda una solución: la vía férrea.

—¡Es un trabajo de hormigas!

—No tenemos elección.

Al día siguiente, a las cinco de la madrugada, Callender dirigió la colocación de los primeros raíles entregados por el Servicio. Las secciones rectas y curvas. Formaban una longitud de treinta metros. Cuando reclamó el resto del material, los funcionarios confesaron que aquéllos eran todos los raíles prometidos por la administración.

A las ocho, Carter comprobó el desastre. Su cólera contra el Servicio no conmovió a sus representantes; habían obedecido las órdenes de Lacau y nada podía reprochárseles. Viendo que su amigo estaba al borde del desaliento, Callender reaccionó. Con ayuda de algunos obreros, cargó las cajas en los vagones, los empujó hasta el extremo de la vía férrea, desmontó los raíles y los colocó en la parte delantera.

—Nada más sencillo —dijo—; realizando esta maniobra varios cientos de veces, llegaremos al Nilo.

Con una abnegación y un valor que conmovieron a Carter, una cincuentena de obreros llevaron a cabo la operación. El reis Ahmed Girigar acompasaba con cantos el esfuerzo y daba con frecuencia de beber a sus hombres. Callender regaba sin cesar los ardientes raíles y vigilaba las cajas.

El 17 de mayo, a mediodía, el convoy salió del Valle; Carter pensó en la lenta procesión que, tres mil años antes, llevó aquellas obras maestras hacia la tumba del rey.

—Hoy no podemos proseguir —deploró Callender—. El camino se hace demasiado difícil y los obreros están agotados.

Carter se lanzó a la pista, quitó decenas de guijarros, intentó desplazar solo los raíles.

—No se obstine, Howard.

—¡No podemos detenernos aquí!

—Es preciso; descansemos un poco.

—¿Y la seguridad?

—Encarguémonos nosotros mismos, con el reis.

Se descargaron las cajas y se depositaron junto al lecho de un ued; Carter no pegó ojo en toda la noche. Al amanecer, el reis y sus hombres sacaron nuevas energías de sus fatigados cuerpos; consideraron cuestión de honor franquear el obstáculo. Aquella danza infernal volvió a comenzar; con los nervios de punta, Carter temía un accidente o alguna herida. Pese a sus prisas, impuso que se manejaran lentamente los raíles, cada vez más pesados.

Algunos soldados, enviados por el gobernador de la provincia, apartaban a curiosos e importunos; pero ninguno de ellos aceptó ayudarles.

El Nilo, por fin.

—Las aguas están bajas —deploró Callender—, y la orilla es muy abrupta. Nos queda la parte más peligrosa del recorrido.

Se colocaron los raíles en una irregular pendiente; se doblaron bajo el peso de los vagones.

—¡Sujétenlos! —aulló Carter.

Los cincuenta hombres frenaron la bajada del primer vagón; las cajas, atadas entre sí, parecían dispuestas a caer. Con un irrisorio gesto, Carter intentó echarlas hacia atrás.

—Apártese —ordenó Callender—; corre usted peligro de que le aplasten.

Carter se negó a obedecer. En un concierto de metálicos gemidos, los vagones se detuvieron al extremo de la vía férrea, que rozaba el agua. Ninguna caja había caído. Carter, Callender, Ahmed Girigar y los obreros lanzaron un grito de triunfo, que brotó espontáneamente de su pecho.

—¡Por todos los santos, Howard, no creí poder hacerlo!

—Tutankamón nos protege.

—¿Se está volviendo místico?

—Un esfuerzo más, amigo mío: debemos transportar las cajas hasta el barco.

El hermoso navío anunciado se había transformado en una barcaza ordinaria. Sin protestar, hundidos en el agua hasta la cintura, los porteadores cargaron las cajas en la embarcación tirada por un remolcador. Carter abrazó al reis y felicitó a sus hombres con un entusiasmo que ninguno de ellos olvidaría. En sus familias, se evocaría durante siglos la hazaña realizada.

En la proa de la barcaza. Carter se sació de brisa. Carnarvon habría estado orgulloso de él.

El 27 de mayo, Pierre Lacau aguardó a Carter en un embarcadero situado a 1,5 km del Museo de El Cairo. Inquieto, el director del Servicio de Antigüedades olvidó la cortesía.

—¿Están intactos los objetos?

—Pese a su falta de cooperación, mi equipo ha conseguido lo imposible.

Lacau pareció no escuchar la crítica.

—Abramos una caja.

Carter aceptó.

Lacau vio aparecer bastones y pies de sillas envueltos en gruesas vendas.

—Otra.

Frágiles arquillas, envueltas en gruesas capas de tejido, que tampoco habían sufrido en el viaje.

—¿Está usted satisfecho, señor director?

Lacau murmuró una vaga fórmula de agradecimiento.

—Su trabajo de restauración ha sido muy lento. Carter; desembalar exigirá también mucho tiempo. Y sin embargo, el público está impaciente por contemplar unas obras que, lamentablemente, no podrán exponerse antes de seis meses.

—Se equivoca usted.

Lacau levantó la nariz.

—Explíquese.

—Todas estas piezas han sido inventariadas y descritas; por lo tanto sus servicios no tienen que realizar tarea científica alguna. Además, Callender y yo las hemos embalado para ofrecerle el orden más satisfactorio; le bastará con sacar los objetos siguiendo la numeración de las cajas. En fin, la restauración ha sido tan minuciosa que su laboratorio no tiene que intervenir.

—A su entender, ¿cuánto tiempo necesitamos para exponer?

Carter fingió reflexionar.

—Si los que desembalan son competentes… ¡una semana!

—¡Grotesco!

Una semana más tarde, los maravillados visitantes se extasiaron ante las seis vitrinas de la primera exposición de los tesoros de Tutankamón. A las puertas del Museo se apretujaban miles de curiosos, ninguno de los cuales se sintió decepcionado. El rey resucitado merecía su reputación.