La costumbre no disipaba el misterio; ninguno de los poderes de antaño había abandonado el Valle donde seguían viviendo las almas de los reyes. Pasado y presente eran sólo uno en el séquito de Anubis, el señor de la muerte.
¿Cómo podría Carter seguir viviendo sin Carnarvon, su amigo, su hermano? Carnarvon, que sólo había sobrevivido seis meses al descubrimiento de la tumba de Tutankamón, cuyo sarcófago y cuya momia, suponiendo que estuviera intacta, no vería nunca.
El arqueólogo tenía constantemente ante los ojos la maldita partida de defunción, redactada en francés, en la que se leía que Henry George Stanhope, Earl of Carnarvon, nacido el 22 de junio de 1866, de cincuenta y siete años de edad y procedente de Londres, había muerto de neumonía tras ocho días de enfermedad. Carnarvon, un hombre entero, un aventurero que ocultaba el entusiasmo bajo la elegancia, un conquistador sin violencia… Sin él, los días serían grises y fríos aun bajo el más ardiente sol. Carter sintió deseos de cerrar el laboratorio y abandonar para siempre el Valle y la tumba al silencio y al polvo; pero Carnarvon le negaba tamaña cobardía. En menos de un mes, todos los objetos de la antecámara debían estar listos para un largo viaje. Era preciso olvidar la tristeza, la fatiga y el amargo acerbo de la soledad.
«Una nueva víctima de la maldición de los faraones»: varios periódicos publicaron en portada esa información sensacionalista, que muy pronto dio la vuelta al mundo. Consultado, Conan Doyle, especialista en espiritismo, declaró que Tutankamón, probablemente, se había vengado del principal profanador. Algunos órganos de prensa, considerados serios, hicieron referencia a un texto inscrito en la tumba: ¿acaso no profetizaba la destrucción de todos aquéllos que se atrevieran a tocar el tesoro? Se recordó que los egipcios eran magos temibles; lanzaban los peores males contra los violadores de sepulturas.
Médicos célebres se sublevaron contra tantas tonterías; admitieron, como máximo, la existencia de gérmenes patógenos en el origen de la infección generalizada de la que el conde de Carnarvon había sido víctima. ¿No sería preciso desinfectar la tumba antes de penetrar otra vez en ella?
La muerte de varios turistas sembró el pánico; ciertamente eran ancianos y estaban enfermos, pero todos habían visitado la tumba.
De este modo, una decena de políticos americanos exigieron un atento examen de las momias conservadas en los museos; ¿no serían responsables de muertes inexplicables e, incluso, de epidemias? En Inglaterra, los propietarios de antigüedades egipcias las enviaron al British Museum para librarse de aquellos maléficos objetos.
Carter aceptó comparecer ante una jauría de periodistas, que le acribillaron a preguntas.
—¿Se encuentra bien de salud?
—Mi salud es excelente, aunque la muerte de lord Carnarvon me ha afectado mucho.
—¿Y sus dolores de estómago?
—Estabilizados desde hace diez años.
—¿Se atreverá a bajar de nuevo a la tumba?
—En cuanto sea posible.
—Le acusan de ser un profanador.
—Nadie respeta más que yo la memoria de Tutankamón. Mi deseo más ardiente es verle, saludarle y garantizar la seguridad absoluta de su momia, si existe efectivamente, para que los siglos la veneren.
—¿No prohíben los textos egipcios penetrar en una tumba?
—Maldicen al profano que carece de respeto y exigen atención y amor para con el ser presente en su morada de resurrección, con el fin de que su nombre perdure. Nunca hay que pasar ante una sepultura sin leer las inscripciones. Tutankamón nos aguardaba, caballeros; nuestro deber era ser fieles a la cita.
Carter pensaba en la angustia de Evelyn. Había asistido a la agonía de su padre, vivido la muerte del ser al que más quería y que le había abierto todos los caminos de la vida; se sentía incapaz de escribirle una carta lenificante y consoladora, con palabras vacías de sentido. Condenada, como él, a la soledad, ¿hacia qué horizontes dirigiría su amor? Carter trabajaba en la restauración de un collar cuando un alto funcionario egipcio, acompañado por Engelbach, se presentó en la entrada del laboratorio. Callender les impidió pasar y les rogó que aguardaran a que el arqueólogo hubiera terminado. Enhebrar perlas excluía cualquier precipitación.
Una hora más tarde, ambos personajes estaban hastiados; Carter fue por fin a su encuentro.
—Quiero visitar la tumba —declaró secamente el egipcio.
—¿Con qué derecho?
—Tengo una autorización del Servicio.
—Es irrelevante.
—¿Qué significa eso?
—Que la tumba está cerrada hasta la próxima campaña de excavaciones.
—¿Quién lo ha decidido?
—Yo.
—La tumba es egipcia; no le pertenece. Soy responsable de su salvaguarda.
—Le aconsejo que me deje entrar, señor Carter.
—Y yo le aconsejo que se largue.
Engelbach echó leña al fuego.
—Howard Carter cree estar por encima de las leyes… ¡No siempre será así!
—Si el Servicio empleara menos incapaces, la herencia de los faraones estaría mejor preservada.
—Vayámonos —recomendó Engelbach—; arreglaremos este asunto donde corresponda.
—¡Obtendremos su dimisión! —prometió el alto funcionario.
—Lo tienen difícil —repuso sonriendo Carter—; no pertenezco a administración alguna.
La última paletada de tierra cubrió la sepultura de George Herbert, quinto conde de Carnarvon. Desde lo alto de la colina de Beacon Gil, dominaba para siempre su propiedad de Highclere, donde los cedros del Líbano ofrecían su copa a un sol primaveral.
Como el conde deseaba, sus funerales se habían celebrado con la más extremada sencillez. Sólo estaban presentes los íntimos y algunos amigos sinceros, a excepción de Howard Carter, obligado a proseguir, en Egipto, la misión que Carnarvon quería llevar a cabo. Susie dormía junto a su dueño, del que no se había separado en la vida ni en la muerte.
Cantaban las alondras, felices de volar hacia el cielo. El concierto era tan dulce y encantador que atenuó la tristeza de la despedida; lady Evelyn pensó en el pájaro con cabeza humana que Carter le había mostrado en los muros de las tumbas. ¿No habría el alma de su padre salido del cadáver para introducirse en esa danza cósmica que la haría volar incesantemente de su tierra natal al Egipto de Tutankamón?
A la hora del entierro de su amigo, Carter depositó una corona de hojas y una rama de acacia en la entrada de la tumba de Tutankamón. Un halcón cruzó el cielo azul del Valle de los Reyes, cuya luz inalterable borraba las victorias y las derrotas de la humanidad.
Aunque Carnarvon reposara en Highclere, en la propiedad de sus antepasados, su vagabundeo había concluido aquí y aquí se había realizado su sueño. Merecía la corona de justificación de los seres de verdad, capaces de marchar sin cansancio y sin traición por el camino de su propia metamorfosis.
Sin Carnarvon, el viaje estaría lleno de pruebas; el futuro se anunciaba oscuro. La única claridad era la presencia de un faraón olvidado, cuyo poder mágico había dado vida a una amistad eterna.