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Tutankamón se había convertido en el dueño absoluto de Luxor. No había conversación en la que no estuviera presente, no había tienda en el que su nombre no figurara sobre las más variadas mercancías; los cocineros habían inventado «sopas Tutankamón» o asados a la «Tut» mientras los organizadores de festejos llamaban a la muchedumbre al «baile Tutankamón».

Bradstreet, que pensaba escribir un artículo irónico sobre la diplomática enfermedad de la reina de los belgas, se desilusionó al saber que la soberana, restablecida muy pronto, había acudido a la orilla oeste el 18 de febrero. Sin duda prefería una visita solitaria al jaleo de la inauguración oficial.

Callender le había reservado una sorpresa; perfeccionando la instalación eléctrica y disimulando las bombillas, había creado un ambiente suave y cálido, propicio al descubrimiento de la gran capilla y de las maravillas de la sala del tesoro. Turbado, el egiptólogo Capart, que acompañaba a la reina, aplaudió.

—¿Cómo retener ese fugaz instante? ¡Es el día más hermoso de mi vida!

Entusiasta, besó a Carter en ambas mejillas.

—Es usted un genio y un benefactor de la humanidad.

Sin aspirar a aquellos títulos de gloria, Howard Carter se sentía satisfecho al recibir una prueba de sincero afecto de parte de un colega. Tutankamón hacía realmente milagros.

La reina, tocada con un sombrero blanco de alas anchas, con el rostro cubierto por un velo, iba vestida de blanco; una estola de zorro plateado cubría sus hombros. Su llegada no había pasado desapercibida, porque su séquito contaba con siete automóviles acompañados de una cohorte de coches de caballos y vehículos diversos tirados por asnos. La gente humilde de la orilla occidental se sentía feliz de participar en la fiesta y manifestó ruidosamente su alegría; el jefe de la provincia había dado ejemplo, al salir del embarcadero, haciendo que una fanfarria saludara a la soberana.

La gripe que Su Majestad sufría no era fingida; pese al calor, temblaba. Sin embargo, la visita a la tumba la apasionó; hizo muchas preguntas a Carter, encantado, que abrió algunos cofres cerrados desde la muerte de Tutankamón. Uno de ellos contenía una serpiente de madera dorada, cuya vista sobresaltó a los visitantes, pues parecía viva.

La reina de los belgas no ahorró elogios a Carnarvon y Carter en la conferencia de prensa que dio aquella misma noche; satisfecha de estar en Luxor, más satisfecha todavía de haber visto obras maestras de pasmosa belleza, insistió en el agradecimiento que el mundo entero debía al conde y a su arqueólogo.

—¿Un malestar?

—Sí, Howard. Es el tercer visitante que desfallece al salir de la tumba.

—El calor.

—El rumor público habla de una maldición pronunciada por un jeque.

—¿Y usted lo cree?

—No —repuso Carnarvon—; no disuade a nadie de acechar la tumba. El Times es un aliado precioso; al dar diariamente cuenta de nuestros trabajos, logra que nuestros adversarios callen.

—Salvo Bradstreet y el New York Times. Afirma que nuestros desacuerdos con el gobierno egipcio no dejan de aumentar.

—El Ministerio de Obras Públicas acaba de desmentirlo calificando de «ridículos» los alegatos de Bradstreet y felicitándose de la cordialidad que preside nuestras relaciones. Y hemos recibido un mensaje del rey Fuad: «Me es especialmente agradable dirigirles la expresión de mis más cálidas felicitaciones, cuando sus largos años de trabajo se ven coronados por el éxito». Nuestros enemigos han sido vencidos, Howard; ni siquiera Lacau puede levantar ya un solo dedo. Al convertirse en un héroe internacional, se ha vuelto usted intocable.

Entre el 20 y el 25 de febrero, decenas de miles de turistas se lanzaron al asalto de la orilla oeste y corrieron hacia la tumba de Tutankamón; ni siquiera la tempestad de arena desalentó a los curiosos. La vida nocturna de Luxor era tan animada como la de una gran capital; muchos americanos, indiferentes a las maravillas de la arqueología egipcia, aficionados a las carreras de caballos y camellos, apostaban grandes cantidades, bebían mucho y jugaban durante toda la noche en los cruceros que surcaban el Nilo.

Carter apartó a dos hombres ebrios y entró en el salón del Winter Palace donde Carnarvon tomaba el té en compañía de un representante del Metropolitan Museum; el conde presintió una desgracia.

—Esto no puede seguir así. Los turistas son más insoportables que las moscas.

—El gobierno egipcio nos ha pedido autorización para abrir la tumba al público y…

—Nos equivocamos; esas pandillas excitadas son un peligro.

—¿Algún accidente?

—Un obeso se atascó en el paso entre el muro y la capilla, cuya pared ha quedado dañada. Mañana se producirán otras degradaciones; si no cerramos la tumba, no respondo de nada.

Carnarvon, tan inquieto como Carter, estaba hablando urgentemente con un representante del Ministerio. El arqueólogo, sediento de soledad, escribía su diario de excavación cuando la puerta de su morada se abrió suavemente.

—¿Puedo molestarle?

La sonrisa de lady Evelyn habría desarmado al más feroz de los conquistadores; por lo tanto, Carter abandonó su pluma.

—Por favor.

El sol se ponía en el Valle, la roca se teñía de ocre, el silencio cubría las moradas de eternidad.

—Mi padre se siente contrariado.

—Lo siento. No estamos por completo de acuerdo sobre nuestras relaciones con las autoridades; las concesiones pueden provocar catástrofes.

Lady Evelyn se acercó a Carter; posó la mano derecha en su hombro. Petrificado, el arqueólogo apenas se atrevía a respirar.

—Es usted un hombre intratable.

—Yo…

—Me gusta su carácter, Howard; es imposible y único. Está usted convencido de que lo absoluto puede vivirse aquí y de que la rectitud es el único comportamiento aceptable.

—Lo reconozco.

Ella le besó la frente; Carter se agarró a su mesa de trabajo como un náufrago se agarra a una madera flotante.

—¿Soy lo bastante intransigente a su modo de ver?

—Me gustaría decirle…

Se levantó, temiendo que ella le obligara a permanecer sentado: pero la muchacha, inaccesible de pronto, se apartó.

—No quiero perderla, Evelyn.

Dio un paso en su dirección. Ella no retrocedió.

—No sé cómo…

—Cállese, Howard. No estoy esperando palabras.

La tomó en sus brazos. Lady Evelyn, Eve, una mujer enamorada, la felicidad.

A las seis de la mañana. Carter no estaba todavía levantado. Con los ojos abiertos, intentaba fijar en su memoria cada instante de aquella noche sublime en la que, por primera vez desde hacía treinta y tres años, no había soñado en el Valle de los Reyes.

La puerta de la casa de excavación se abrió con estruendo.

—Carter, ¿está usted ahí?

El arqueólogo se incorporó.

—¡Responda, Carter!

—Estoy en mi alcoba, señor conde.

Carter tenía el rostro deshecho; su voz rugía.

—Eve me lo ha contado todo.

—Ha hecho bien.

—Le prohíbo que vuelva a verla.

—¿Por qué?

—Porque no es usted de su mundo.

—¡Ella es una aristócrata, yo, un plebeyo!

—Eso es.

—¿Si le pido su mano, me la negaría?

—Me veo obligado a ello.

—¿Por qué ley?

—Por la moral y la costumbre.

Carter se levantó y se vistió.

—Ni usted mismo cree en lo que está diciendo; su carácter, su existencia desmienten este conformismo.

—Creo en ello para mi hija y lucharé contra su locura.

—¿Amarme es una locura?

—¡Compréndalo, Howard!

—Me niego. Al parecer, el mundo ha cambiado… Hoy, un plebeyo puede casarse con la hija de un conde.

—Se está equivocando: su único amor es el Valle de los Reyes. Ésta es la verdadera razón de mi negativa. Debo protegerle contra usted mismo.

—No decida sobre mis sentimientos.

—Olvide a Evelyn.

—Nunca. No la alenté ni un solo instante; pero soy incapaz de rechazarla.

Carnarvon no contuvo su cólera.

—Oblíguese. ¡Ella tiene veintidós años y usted cincuenta! ¡Es una monstruosidad, Carter!

El arqueólogo se arregló la pajarita.

—No se rebaje a discutir con un monstruo. Salga de aquí.

—¿Sabe lo que eso significa?

—El conde despide al plebeyo. Nuestra colaboración ha terminado.