71

Una reina viva para un rey muerto, una soberana popular para un faraón adulado: lord Carnarvon, gracias a ese formidable gesto publicitario, hizo callar a sus detractores. El 15 de febrero, Luxor se convirtió en el centro del mundo: todas las capitales, clavaron los ojos en la villa del Alto Egipto de donde partieron centenares de telegramas y despachos relativos al Valle de los Reyes. Los ferrocarriles egipcios triplicaron el número de trenes procedentes de El Cairo; los hoteles se llenaron de lores, ladies, duques, duquesas e incluso rajás que no querían perderse el esperado milagro: el descubrimiento de la sepultura intacta de un faraón.

El aspecto de la carretera que llevaba al Valle había cambiado mucho.

Antaño, arena, roca y silencio; hogaño, una letanía de automóviles petardeantes que pasaban entre dos hileras de soldados del ejército egipcio vestidos de gala, encargados de formar una escolta de honor para los visitantes de relieve.

Carter maldecía. Esa afluencia de turistas, aunque fueran millonarios, influyentes y célebres, le molestaba en su trabajo y amenazaba la seguridad de los objetos. ¡A cuántos lores palurdos y duquesas envaradas les había impedido derribar un jarro de alabastro o pisotear unas cuentas! Sólo la presencia de lady Evelyn le daba fuerzas para representar la comedia.

El 16 de febrero, la reina y su hijo, el príncipe Leopoldo, llegaron a Luxor justo cuando se divulgaba la noticia de la trágica muerte del canario. Los periódicos se apoderaron del drama; algunos añadieron que la cámara funeraria estaba llena de cobras que atacarían a los profanadores. Bradstreet ironizaba; en aquella famosa estancia, inaccesible durante tanto tiempo, sólo se descubriría el vacío o, en el mejor de los casos, un sarcófago desvalijado.

El 17, a mediodía, se despejó la antecámara; sólo quedaban las dos estatuas del rey de piel negra que enmarcaban el paso hacia la cámara funeraria. Carter, no sin lamentarlo, contempló la estancia desnuda; se derrumbaba una parte de su vida. Tal vez hubiera debido limitarse a grabar en su memoria la primera visión de aquellas maravillas y cerrar de nuevo la tumba.

A las dos de la tarde comenzó la ceremonia oficial; en vez de las veinte personas previstas, una cuarentena invadió la última morada de Tutankamón. Lady Evelyn, lord Carnarvon y Carter rivalizaban con sus huéspedes en clásica elegancia; el alto comisario inglés, lord Allenby, y las más altas autoridades egipcias habían respondido a la invitación del conde, al igual que Lacau y Engelbach. Este último sembró la duda recordando la triste aventura de Davis, que, algunos años antes, había molestado al dueño del país sólo para enseñarle unos jarros vacíos. La reina de los belgas, enferma, se había excusado.

Carter, Carnarvon y lady Evelyn cambiaron algunas miradas cómplices mientras los cámaras y los fotógrafos grababan en sus películas la brillante concurrencia que se apretujaba a la entrada de la tumba. Carter abrió la reja de hierro; aconsejó a los hombres que se quitaran la chaqueta para soportar mejor el calor que reinaba en la antecámara.

—Está muy oscuro —se quejó un ex ministro egipcio.

—Tranquilícese —dijo Carnarvon—; las entrañas de la tierra no nos devorarán. Disfrutaremos una especie de concierto; Carter nos cantará una canción inédita.

Acodado en el parapeto, Arthur Weigall, contrito, contempló a los privilegiados que desaparecían por el corredor.

—El conde nunca deja de bromear —observó el periodista que estaba a su lado.

—Con ese estado de ánimo, no le doy seis semanas de vida. La maldición de los faraones…

—Supongo que estará bromeando.

Molesto, Weigall desapareció. Otro periodista tomó su lugar; como sus colegas, estaba dispuesto a pasar la tarde bajo el sol, con la esperanza de ser el primero en recoger alguna información sobre la cámara secreta. Comenzaban a correr ya falsos rumores; de fuente segura, se hablaba ya de dos momias, que, quince minutos más tarde, se convirtieron en ocho.

El equipo arqueológico había instalado sillas y una barrera que separaba los espectadores de la puerta tapiada ante la que se había levantado una pequeña plataforma que permitiría a Carter trabajar en buenas condiciones, sin arriesgarse a dañar las estatuas negras protegidas por unas cajas de madera.

Cuando Carter subió al estrado, sintió el estremecimiento de excitación que hacía vibrar a los espectadores, detrás de la barrera. Aunque su mano temblaba, dio el primer golpe en la pared iluminada por unos focos.

Tras haber puesto al descubierto el dintel de madera que revelaba la presencia de una puerta, quitó el yeso y la grava que formaban la capa superior del relleno e hizo dos agujeros de pequeñas dimensiones.

—Una linterna —solicitó a Callender.

Carter iluminó la cámara secreta. Sólo él podía ver lo que se hallaba al otro lado de la pared; los espectadores contuvieron el aliento.

—Veo una pared…, una pared de oro y loza.

Callender le tendió una palanca y le ayudó a separar piedras más grandes, para ampliar el agujero; Carter, cuyos gestos eran precipitados, perdió la paciencia al dar con unos bloques irregulares, de talla y peso muy variable. Quiso quitarlos todos personalmente y fue pasándoselos a Callender, que los entregaba a un obrero para sacarlos de la antecámara. Mace procuraba que el tabique no se derrumbara en la cámara secreta, con el peligro de dañar sus tesoros; Carter introdujo un colchón en el orificio y pasó al otro lado. Carnarvon le siguió.

La concurrencia aguardaba una declaración; pero Carter acababa de pisar unas cuentas caídas de un collar. Pese a la impaciencia cada vez más manifiesta, las recogió una a una y se negó a avanzar antes de haber terminado. Lacau se impuso como el tercer explorador privilegiado; Carter, extáticos ante la gran capilla cuyos costados parecían un muro de oro, no se lo impidió. Los tres hombres avanzaron con prudencia, pues el suelo estaba lleno de símbolos: remos mágicos que permitían a la barca real avanzar por los caminos del cielo, naos conteniendo los instrumentos rituales utilizados en los funerales, ramilletes de persea, jarras de vino, una trompeta de plata, pieles de Anubis arrolladas a un asta para evocar la muerte y el renacimiento.

Lacau permaneció mudo. Las inscripciones y las escenas de la enorme capilla, que llenaba casi toda la estancia, ofrecían un repertorio inédito; ¿cuántos años de estudios serían necesarios para interpretarlas? En las paredes, unas pinturas representaban la apertura de la boca de la momia real después de que fuera izada hasta la necrópolis por los «amigos del rey». El corazón, fue pesado, con la Regla en el otro platillo, y el resultado había sido favorable; por lo tanto, el espíritu de Tutankamón había entrado en la eternidad.

Carter corrió los pestillos, abrió las grandes puertas e hizo aparecer una segunda capilla. En la puerta, un sello.

—Está intacto —observó Lacau—. Y este velo amarillento por el tiempo… Nadie lo ha tocado desde el entierro del rey.

Mantuvieron silencio largo rato. ¿Quién rompería el sello?

La mirada de Lacau cayó en la puerta baja que daba a la última estancia de la tumba, el tesoro. Carter penetró el primero, advirtiendo la presencia de un ladrillo de arcilla en el que estaba clavada una antorcha de caña. Anubis, tendido en una capilla y envuelto en un paño de lino, contemplaba al intruso. Frente a la puerta, contra la pared más alejada, cuatro diosas de oro tendían sus brazos para proteger el cofre de los canopes donde se preservaban las vísceras del rey. Eran tan naturales y tan vivas, su rostro expresaba tanta serenidad que apenas se atrevía a contemplarlas.

Arcones, modelos de barcos, joyas, material de escriba, abanicos de plumas de avestruz, estatuillas… La mirada se perdía. Cuando Lacau salió, atónito, lady Evelyn se unió a su padre y al arqueólogo. Carter, descifrando los jeroglíficos inscritos en distintos objetos, identificó los nombres de los íntimos del monarca, especialmente Maya, ministro de Finanzas y superintendente de la necrópolis real. Por lo tanto, él había ordenado excavar en aquel lugar y había impuesto el más absoluto secreto tras haber dirigido los funerales. Maya el fiel, de quien Carter se convertía en continuador.

Turbado, se disponía a abandonar la cámara funeraria cuando advirtió la presencia de una lámpara de mecha cuyo zócalo de arcilla llevaba una inscripción.

—¿Qué dice? —preguntó lady Evelyn.

—Protege la tumba de cualquier violación y conserva intacta la cámara secreta.

Ni Carter ni Carnarvon fueron capaces de articular una sola palabra al regresar a la antecámara; se limitaron a levantar los brazos al cielo. Las personalidades, unas tras otras, cruzaron el umbral del Santo de los Santos; algunos de ellos se separaron penosamente del mundo fascinante que se les ofrecía. No hubo uno solo cuyas piernas no vacilaran, ni uno solo que no se sintiera abrumado por tanta belleza. A la agitación sucedió la gravedad de unos testigos convencidos de haber participado en misterios cuya verdadera naturaleza se les escapaba.

Más de tres horas después del comienzo de la extraña ceremonia. Carter y Carnarvon salieron en último lugar de la tumba, sudorosos, polvorientos, despeinados; el sol se había puesto y el fresco pellizcaba la piel. Carter puso un chal en los hombros de lady Evelyn.

—El Valle ha cambiado —advirtió la muchacha—; miren…, está iluminado por una luz insólita. Nunca había visto nada semejante.

—Nunca lo he amado tanto… Nos ha ofrecido lo imposible.