Carter bebía su café matinal cuando el reis le anunció una increíble visita.
—¿Qué nombre has dicho?
—Arthur Weigall.
Carter dejó su taza y salió a la escalinata de la casa de excavación. Nunca la presencia de aquel bandido mancillaría su morada. Weigall, ex inspector de Antigüedades, sospechoso de robo y obligado a dimitir, Weigall, se atrevía a regresar a Egipto.
Tocado con un casco colonial, elegantemente vestido con una chaqueta a rayas y un pantalón gris, el visitante era un hombre bastante apuesto, tan rígido como el cuello de su camisa. Sus delgados labios y su mirada acerada expresaban una latente agresividad.
Conociendo el carácter irascible de su huésped y las prevenciones que sobre él tenía, Arthur Weigall no se preocupó por las fórmulas de cortesía.
—Soy inocente y quiero ayudarle. Deseo hablar con usted como un amigo sincero; escúcheme al menos unos instantes, se lo ruego.
Weigall tenía un rostro móvil y cambiante; en él parecían cohabitar varios individuos.
—Está usted en peligro, Carter, en gran peligro. Egipto no es ya una colonia sometida; al desdeñar a la prensa autóctona, se ha echado usted encima la opinión pública. Le acusan de ser un ladrón y comienzan a odiarle. Tutankamón no le pertenece; los partidarios de la independencia le consideran como uno de los suyos, al que usted mantiene preso.
—Delira.
—Es usted el que se está extraviando; vuelva a tierra, declare a la prensa egipcia que comprende sus quejas y que lamenta su conducta.
—Sólo tengo una moral: ni lamentaciones ni remordimientos.
—No se obstine, Howard; ya no está en terreno conquistado. El mundo ha cambiado mientras usted permanecía en la decimoctava dinastía, junto su amado faraón. No cuente demasiado con la protección de Carnarvon; es un hombre débil y enfermo. Además…
—¿Además?
—Se habla de una maldición que afectaría a todos los profanadores de la tumba.
—Es estúpido.
—Recuerde la terrible advertencia del gran dignatario Ursu: «Quien viole mi tumba en la necrópolis será un hombre odiado por la luz; no podrá recibir agua en el altar de Osiris, morirá de sed en el otro mundo y no podrá trasmitir sus bienes a sus hijos».
—Todo eso no me afecta —objetó Carter—, Ursu vivía en la época de Amenhotep II, no bajo el reinado de Tutankamón; no estoy violando una tumba, la preservo de cualquier destrucción y de cualquier pillaje; y por último, no tengo hijos.
—Hace mal tomando a la ligera la advertencia. Me gustaría tanto hacerle comprender…
—Largo.
—No entrará nunca en la sala secreta, Carter, o la maldición caerá sobre usted.
Tras una larga entrevista, agitada a veces, Carnarvon obtuvo la conformidad de Carter. El 26 de enero, en la fecha que Lacau deseaba, todos los periodistas egipcios y extranjeros fueron admitidos a visitar la antecámara y a comprobar que el equipo de Carter trabajaba de un modo notable.
Esa concesión no calmó el ardor vengativo de Bradstreet, el corresponsal del New York Times y del Morning Post. La exclusiva concedida al Times le parecía una inaceptable imposición; prosiguió organizando una virulenta campaña de opinión contra el equipo de explotadores y de comerciantes sin escrúpulos que habían tomado a Tutankamón como rehén; Carter era descrito como un monstruo de vanidad y egoísmo que no comunicaba ninguna información seria y quería guardárselo todo para sí, mientras su patrón, Carnarvon, se transformaba en un hombre de negocios al que sólo preocupaban los beneficios y que estaba dispuesto a tratar cualquier contrato ventajoso. Los dos desvalijadores resultaban mucho más eficaces que las pandillas de ladrones de Gournah. ¿Por qué las obras maestras acumuladas en la antecámara no estaban expuestas ya, por qué no se abría la tumba a los visitantes? Porque Carter, como un avaro que estrechara contra sí un saco de oro, demoraba el vaciado e inventaba mil artimañas administrativas que impedían al Servicio de Antigüedades cumplir su función.
Lady Evelyn ayudaba a Carter a contestar una correspondencia cada vez más abundante.
—¿Quiere leer el último artículo del innoble Bradstreet?
—No.
—Mejor así; guarde su energía para lo esencial. ¿Contestaremos a las cien peticiones de autógrafos que han llegado hoy?
—Compartiré esa tarea con Mace y Burton; su padre y yo hemos decidido no olvidamos de quienes nos alientan y perciben la dificultad de nuestra tarea.
—¿Enviaremos las semillas procedentes de la tumba a ese comerciante en granos británico que quiere cultivar trigo egipcio?
—No antes de que las hayamos estudiado nosotros.
—Aquí hay una petición de un modista parisino que reclama muestras de tejido para lanzar una moda Tutankamón.
—Responda usted, lady Evelyn.
—Que se las arregle sin nosotros. Ah…, la tercera carta de un fabricante de conservas, que exige alimentos momificados.
Carter se cogió la cabeza con las manos.
—Ya no puedo más…
Ella se levantó, se acercó a él y pasó por su frente un pañuelo empapado en agua de Colonia.
—Debe resistir, Howard; si pierde pie, los buitres caerán sobre Tutankamón y se estropeará la obra de toda una vida.
—Sin usted…
—No diga nada más.
Febrero fue excepcionalmente cálido. Las tempestades de arena irritaban los ojos y hacían difíciles los desplazamientos. Los miembros del equipo tenían que cambiarse de ropa interior varías veces al día; lady Evelyn, liberada de su atavío de turista, había adoptado ropas más deportivas y se había acondicionado un minúsculo salón privado al fondo de la tumba de Seti II.
Procuraba no molestar a los especialistas de la restauración y el embalaje que luchaban contra el tiempo; su labor debía concluir antes de abril, cuando las condiciones climáticas les impedirían proseguir una tarea ya agotadora.
La salida de los grandes lechos rituales había sido un inmenso éxito y los espectadores reunidos alrededor de la tumba y en el trayecto hasta el laboratorio la recordarían como un momento de incomparable emoción. Cuando la cabeza del león apareció en lo alto de la escalera, murmullos de admiración recorrieron la multitud; el animal estaba vivo, sus ojos, graves y risueños a la vez, perforaban las almas. Simbolizando el ayer y el mañana, el león suprimía los siglos separando el cierre del sepulcro de su reapertura. Cada testigo siguió los lentos gestos de Callender, que vigilaba la colocación de las obras maestras en grandes cajas forradas de guata.
Los curiosos habían ocupado los mejores lugares desde las seis de la mañana; nadie quedó decepcionado. Aquel día aparecieron el trono de oro cuya decoración cantaba el amor de Tutankamón por su joven esposa y un busto del rey, tan realista que algunos creyeron que el soberano en persona salía del gran sueño. Los más hastiados advirtieron que estaban viviendo un acontecimiento excepcional; poco importaba que se apreciara o no el arte egipcio, Tutankamón y la historia de los faraones. Una fuerza, aprisionada y retenida hasta entonces en las tinieblas, caía como una ola sobre el mundo de los hombres; una ola mágica que acarreaba en su seno una energía capaz de trastornar las conciencias.
Carter dio por fin una conferencia de prensa. En el mayor salón del Winter Palace, los periodistas se apretujaban; pese al servicio de orden y a la obligación de presentar una tarjeta de invitación al entrar, muchos habían logrado colarse.
Con cierto sentido de lo teatral, el conde aguardó a que se acallara el tumulto antes de tomar la palabra.
—El señor Carter y su equipo, gracias a esfuerzos dignos de elogio, respetan el programa que nos habíamos impuesto para dar a conocer al mundo los prodigiosos tesoros de Tutankamón. Los resultados obtenidos acallarán, eso espero al menos, a los envidiosos y las malas lenguas. Los objetos de la antecámara, muchos de los cuales han sido restaurados en el laboratorio del Valle, serán transferidos al Museo de El Cairo a comienzos de primavera. El Servicio de Antigüedades se encargará, luego, de organizar una exposición digna de estas incomparables piezas.
Brotaron algunas risas sarcásticas; la incompetencia de la mayoría de los empleados del Servicio era notoria. Carnarvon arrojaba una enorme piedra al jardín de Pierre Lacau.
—¿Se abrirá la tumba al público? —interrogó Bradstreet, acerbo.
—De ningún modo.
—¿Por qué razón?
—Por la mejor de todas: la excavación no ha terminado todavía.
Un estremecimiento de excitación recorrió la concurrencia; las plumas estaban dispuestas a correr sobre el papel. Bradstreet, convencido de que no obtendría una respuesta precisa, dio la estocada.
—¿En qué fecha perforarán ustedes el muro de la sala oculta?
—Está usted bien informado —reconoció el conde con una sonrisita.
—Bueno, ¿en qué fecha?
—Abriremos la puerta tapiada el 17 de febrero, en presencia de la reina de los belgas.