La mayoría de los vendedores de antigüedades de Luxor se había reunido alrededor de Démosthène. Todos se habían convertido en feroces enemigos de Carter, acusado de arruinar un comercio antaño floreciente. El descubrimiento de los tesoros de Tutankamón agravaba más aún la situación: ni un solo objeto había salido de las excavaciones y los aficionados ya sólo soñaban en inaccesibles maravillas. Era indispensable actuar.
—Si Carter cometiera una falta profesional… —supuso un libanes.
—No cuente con ello —recomendó Démosthène—. Es demasiado catón.
—¿Ha descubierto realmente la tumba? —preguntó un sirio—. ¡Destruyamos la leyenda!
—Por desgracia, se ha convertido en realidad.
—¡Incluso en este país existen leyes! ¿A quién pertenece el tesoro? ¿A Carter no?
—No olvide a lord Carnarvon; sólo pretende enriquecer la colección personal y se burla de los funcionarios del Servicio de Antigüedades, que hubiéramos podido comprar fácilmente.
—Carnarvon está fuera de nuestro alcance —afirmó el decano de los traficantes—. Debemos destruir a Carter.
—Cuenten conmigo —dijo Démosthène.
—Si lo logras, habrás labrado tu fortuna.
Howard Carter estaba inmerso en su trabajo; procuraba que las piezas más modestas fueran tratadas con el mismo cuidado que las inmensas obras maestras. Burton, sin rechistar, adoptaba un ritmo infernal y revelaba más de cincuenta fotografías diarias. Maree restauraba, cuidaba, embalaba. Callender fabricaba cajas.
Por la noche, mientras sus colaboradores descansaban, Carter seleccionaba sus notas, ponía al día su diario de excavación, clasificaba negativos y preparaba el trabajo del día siguiente para no malgastar tiempo; demasiadas horas se habían perdido en inútiles visitas. Sólo la noche le concedía una tranquilidad ausente del Valle.
En cuanto nacía el alba, turistas y corresponsales de prensa se apiñaban con la esperanza de ver salir una obra maestra; en cuanto uno de los miembros del equipo de Carter manipulaba un objeto, brotaban los comentarios. Circulaban mensajes expedidos por adeptos a las ciencias ocultas que recomendaban derramar en el umbral de la tumba leche, vino y miel para apaciguar el furor de los genios malignos. Todo aquel jaleo, cada vez mayor, ponía a ruda prueba los nervios de Carter. En Luxor, todo estaba agitado; la pequeña ciudad se convertía en teatro de peleas entre turistas decepcionados por no haber entrado en la tumba o entre periodistas que, tras cabalgadas a caballo o a lomos de un asno, se atropellaban para utilizar el telégrafo. La efervescencia de la noche sucedía a la del día; en los salones de los grandes hoteles se bailaba el vals y la polca antes de evocar, durante toda la noche, las toneladas de oro enterradas en el secreto de la sepultura.
Carter rechazaba todas las invitaciones a esas veladas en las que la estupidez rivalizaba con la nada. Su única distracción consistía en cenar solo, una vez por semana, en el Winter Palace. Allí se le presentó Démosthène, recién afeitado y vestido de esmoquin.
—¿Se ha hecho usted rico?
El griego se sentó.
—Yo, no; usted, sí.
—Desengáñese. El tesoro de Tutankamón no está en venta.
—Todavía no. Centenares y centenares de objetos… No se podrán exponer todos en un museo; cuando lord Carnarvon y el Servicio hayan tomado su parte, quedarán algunas migajas.
Carter degustaba un salteado de buey; leía, al mismo tiempo, un cuaderno de notas colocado a la izquierda de su plato.
—Soy comprador de esas migajas —declaró Démosthène—. Los beneficios serán enormes. ¡Si conociera usted a mis clientes! El setenta por ciento para usted, el treinta para mí… Sin mencionar este pequeño adelanto.
El griego empujó hacia Carter un sobre atestado de libras esterlinas. El arqueólogo inmovilizó justo encima su tenedor; una gota de salsa cayó y lo manchó.
—Tenga cuidado, Démosthène; está ensuciando su capital.
El griego volvió a embolsárselo, furioso.
—¡Todo puede comprarse, Carter! Le pondré precio.
—Pierde usted el tiempo. El tesoro de Tutankamón vale más que todo el dinero del planeta, pues contiene un secreto. Y ese secreto no puede venderse.
—Me ha arruinado usted, Carter. ¡Lo pagará!
La levita negra, el pantalón rojo y el sombrero dieron a Démosthène el valor de presentarse en casa del jeque que, aquella noche, presidía el zar, ceremonia mágica donde manipulaba peligrosas fuerzas. El griego dio su nombre al guardián de la puerta de una casa baja y sórdida. Inclinado, Démosthène penetró en una atmósfera llena de humo y se sentó en un banco junto a una mujer envuelta en un chal negro. El jeque salmodió algunas fórmulas antes de degollar el cordero; se cubrió con su sangre y giró sobre sí mismo llamando a los genios.
La mujer apartó su chal, tomó un cuchillo y trazó largas estrías en sus antebrazos. Sin sentir el menor dolor, se cortó el extremo del índice izquierdo. Aterrorizado, Démosthène retrocedió hacia la puerta; el hechizo del jeque le inmovilizó.
—¡Oh genios de las tinieblas, salid de vuestras cavernas, matad a los desvalijadores y a los profanadores que osan turbar el reposo de Tutankamón!
El griego vaciló. Le faltó el aire. Se llevó la mano al corazón y se derrumbó.
Carter aguzó el oído. Esta vez no se equivocaba; era efectivamente el ruido de un motor. A lo lejos, una nube de polvo acompañaba la marcha del automóvil. Lord Carnarvon había tomado el volante y conducía suavemente; la carretera no era propicia a la velocidad y quería evitarle a lady Evelyn, sentada a su lado, excesivas sacudidas. El vehículo recorrió en media hora la distancia entre el embarcadero y la entrada del Valle.
Todo el equipo se había reunido para recibir a los viajeros. Muy conmovido, el conde dio un abrazo a Carter, que advirtió la tierna y furtiva mirada de lady Evelyn; Burton les pidió que posaran para una fotografía. Susie se colocó en primer plano.
Carnarvon, impaciente, caminó apresurado hasta la tumba de Seti II.
—Hace tanto tiempo que deseaba ver este lugar… ¡Magnífico, caballero!
El conde admiró a placer las obras restauradas, que brillaban con más fulgor todavía que en la penumbra de la tumba. Mace le enseñó varios bastones decorados y vestidos rituales adornados con centenares de rosetas de oro.
—¡Formidable trabajo! Merece una recompensa.
Carnarvon descorchó la botella Dom Pérignon que había traído; Burton llenó las copas. Todos se sentían orgullosos y felices.
—Estoy tan cansado, Carter.
Carnarvon se había tendido en una tumbona de mimbre trenzado. A sus pies dormía Susie. Durante el improvisado cóctel, el conde había bromeado y devuelto una nueva energía a la pequeña cofradía.
—Y sin embargo parece estar usted en excelente forma.
—Engañosa apariencia.
—El viaje le ha agotado —precisó lady Evelyn.
—La visión de esos tesoros me devuelve la juventud —afirmó el conde.
Con un sombrero de ala ancha encasquetado, Carnarvon contemplaba la puesta de sol. La terraza de la casa de excavaciones se abría en las alturas del Valle; rosadas, silenciosas, se sumían en el disco rojo que descendía hacia el más allá.
—Tutankamón no está muerto, Howard. Ha atravesado el mundo subterráneo y resurge a su hora, no a la nuestra. Por ello no debe ser entregado como pasto a cualquiera. Los periodistas de todo el mundo me asaltan; ¿por qué no conceder una exclusiva definitiva al Times?
—Excelente idea. Su corresponsal en El Cairo, Arthur Merton, es un amigo y un buen conocedor de la arqueología. Relatará correctamente nuestra aventura.
—El contrato supondrá una buena suma y cubrirá parte de los gastos; vérnoslas con un solo periodista nos ahorrará energías.
Lady Evelyn contemplaba un juego de fotografías.
—¿Está convencido, señor Carter, de que la tumba es realmente la de Tutankamón? ¿No puede tratarse de una especie de escondrijo? Ramsés I, que sólo reinó dos años, fue recompensado con una sepultura más grande que la de Tutankamón, que permaneció, por lo menos, seis años en el trono.
—No dejo de pensar en la naturaleza real de nuestro descubrimiento —confesó Carter—. Es mucho más que una tumba egipcia; el maestro de obra quiso que su emplazamiento fuera el misterio del Valle. Desde el Imperio Nuevo, bajo los últimos Ramsés, su rastro desaparece de los archivos; oculta bajo las viviendas de los artesanos, resultó inaccesible a los ladrones. ¿Por qué? Porque Tutankamón era el vínculo entre el culto solar y el conocimiento del dios secreto, Amón. En él se resumía la enseñanza espiritual de Egipto, que debía preservarse a toda costa; el pequeño rey era un gran faraón.