El 25 de diciembre. Carter decidió sacar el primer objeto de la tumba. Como si hubiera presentido el drama, los muebles emitían extraños crujidos.
—De nuevo el fantasma —dijo el fotógrafo.
La broma no divirtió a Callender. Carter pidió a sus colaboradores que se movieran con la más extremada prudencia por el pequeño pasillo central abierto en el centro de la antecámara. Un gesto brusco podía provocar la caída de un montón de objetos, cubiertos de una fina película de polvo rosado que el arqueólogo quitó con agua tibia.
Mace tomó un par de sandalias. Apenas las había tocado cuando las dejó inmediatamente, como si tuviera una bomba a punto de estallar.
—Es imposible manipularlas antes de haberlas consolidado; de lo contrarío, se convertirán en polvo.
El americano utilizó parafina, dejándola endurecer durante dos horas; vaporizó con celuloide los ramilletes funerarios. Carter comprendió que cada clase de objeto plantearía un problema especial, que mover uno sólo de ellos podía dañar a los demás, y que sería necesario restaurar buen número de ellos en el confinado espacio de la antecámara. Incluso Callender pareció por unos instantes asustado por una empresa colosal que exigía manos de hada.
—Cualquier negligencia por nuestra parte sería criminal —declaró Carter—. Debemos transmitir este tesoro al mundo y estar a la altura de nuestra suerte.
—A veces es agradable ser fotógrafo —advirtió Burton.
—No utilice una luz demasiado violenta.
—Me bastaría con la penumbra… Pero puedo proponerle una solución mejor: dos focos portátiles. Dan una luz uniforme, muy superior a la del flash, y utilizaré un tiempo de exposición largo.
Por la tarde. Carter topó con otro problema: la cantidad de cuentas que adornaban collares y brazaletes. Aunque los hilos estuvieran podridos, se negó a sacrificar una sola, hizo dibujar los originales con la máxima exactitud y, manejando la aguja, él mismo se ocupó de enhebrarlos de nuevo, siguiendo el orden de cuentas que el artesano había deseado.
Alrededor de la entrada de la tumba, la muchedumbre era cada vez más numerosa; Mace y Callender sacaban, uno a uno, los objetos, saludados por nutridos aplausos. El espectáculo se hacía permanente y se apretujaban para contemplarlo.
Mientras llevaba un gran collar que brillaba al sol, Carter vio a un joven árabe. Había conseguido ponerse en primera fila y parecía fascinado. El arqueólogo le llamó; Callender le dejó aproximarse.
—Tu rostro me recuerda a alguien… ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Hussain Abd el-Rassul.
¡Uno de los hijos del jefe del clan! El poderoso personaje había respetado sus compromisos; Carter quiso pues agradecérselo de un modo espectacular. Puso el collar en el cuello de Hussain y Burton le fotografió. Sobre la galabieh blanca se destacaba un escarabeo que levantaba el sol con sus patas delanteras.
—En cuanto esté revelada, te daré la fotografía.
—La guardaré toda mi vida —prometió Hussain—; y la enseñaré a todos los que crucen el umbral de mi casa.
Soldados de la provincia, miembros del Servicio de Antigüedades y hombres de confianza de Ahmed Girigar seguían montando guardia noche y día. Algunos periódicos mencionaban la llegada de gangsters decididos a apoderarse de los tesoros de Tutankamón; los bandidos locales, contraviniendo las consignas de Abd el-Rassul, habían aceptado, al parecer, ayuda. Carter no tomaba esas amenazas a la ligera y se preocupaba sin cesar de la seguridad; cuatro cadenas con candado sujetaban la reja de madera de la entrada y la reja de hierro, de una tonelada y media, que impedía el acceso a la antecámara. Sólo Carter podía dar permiso para manipular un objeto.
—No podemos seguir así —se quejó Burton—; necesitamos enseguida un laboratorio y un almacén.
—¿No le basta su cámara oscura?
—La tumba 55 está cerca de Tutankamón pero es demasiado exigua. ¿Quién atribuye los emplazamientos?
—El Servicio de Antigüedades; yo me encargo.
Fue necesario enfrentarse de nuevo con Rex Engelbach, quien, con aire envarado, rechazó la idea. Acabada su perorata. Carter volvió al ataque.
—Si no nos concede usted un local más espacioso, no podremos seguir trabajando. Será usted responsable del fracaso.
Molesto, Engelbach aceptó discutirlo.
—¿Adónde desean ir?
—La tumba de Seti II sería perfecta. Es estrecha pero profunda; como la visitan poco, sólo privaremos de ella a unos pocos especialistas.
—Está demasiado alejada de la de Tutankamón; mejor será construir un cobertizo en las proximidades.
—Los turistas lo tomarían al asalto; reconozco que el trayecto a recorrer será bastante largo, pero podríamos cortar el camino e impedir el paso a los importunos. La seguridad será fácil de lograr, he previsto ya una reja de hierro.
Engelbach vacilaba.
—Los acantilados que rodean la tumba la protegen del sol —prosiguió Carter— y la mantienen bastante fresca, incluso en varano. Además, delante de la tumba, hay un área bastante despejada. Instalaremos allí un estudio fotográfico al aire libre y un taller de carpintería.
Engelbach accedió.
Cada objeto fue depositado en unas parihuelas acolchadas y, luego, sujetado con vendas. Una vez al día, un impresionante convoy salía de la tumba de Tutankamón y se dirigía a la tumba de Sed II; policías armados y chauiches provistos de garrotes vigilaban a los porteadores y mantenían apartados a los curiosos, que no dejaban de tomar fotografías. Algunos excitados lanzaban gritos y empujaban a los periodistas, que garabateaban sus notas. Irritado. Carter deploraba que se gastase más película en un invierno que en toda la historia de la fotografía: apenas esbozaba as gesto, se iniciaban los chasquidos de los obturadores.
En cuanto llegaba el prestigioso cargamento, el equipo actuaba con precisión y rapidez. Numeración, medidas, anotación de las inscripciones, dibujos, fotografías: cada obra tenía una ficha de identidad indispensable para los futuros estadios. Luego se depositaba en el fondo de la sepultura antes de ser embalada, previniendo su traslado al Museo de El Cairo.
Cuando un cargamento estaba a punto de partir el sol desapareció. Carter levantó la cabeza: grandes nubes negras cubrían el cielo. Callender perdió los nervios.
—¡Una tempestad…! ¡Si estalla, los lechos funerarios están jodidos! No tendremos tiempo de ponerlos a cubierto.
Un relámpago cruzó las nubes; cayeron algunas gotas de lluvia. En menos de cinco minutos, se convertiría en un diluvio, transformaría el lecho del Valle en un río e inundaría la tumba. Ninguna reja impediría el paso a aquel cataclismo.
Carter cerró los ojos.
Sólo podía rezan Una invocación al dios Amón, señor de los vientos, le vino a la memoria. Una potente ráfaga estuvo a punto de derribarle: tras una rápida batalla, alejó las nubes y disipó la tempestad.
—Allá arriba, nos protegen —afirmó Callender.
El sueño proseguía. Tendido en su cama. Carter leía por décima vez la carta que le había mandado lady Evelyn. Una larga carta, una caligrafía redonda y tierna… La muchacha evocaba su expedición nocturna a la tumba, le manifestaba al arqueólogo su agradecimiento, describía con detalle la epopeya. Sus deseos de felicidad para el próximo año dejaban adivinar un afecto sincero y profundo.
Ella era una aristócrata; él, un plebeyo… ¡Sorprendente e imposible! ¿Se habría atrevido a hablar de su inclinación a lord Carnarvon? Sin duda, no. ¿Quién habría vencido, el amigo o el propietario de Highclere? Carter debía renunciar a ser feliz porque había nacido en una familia pobre, no había acudido a ningún gran colegio y sólo tenía la escasa cultura de un arqueólogo formado sobre el terreno y detestado por sus colegas.
Nacía en él una rebeldía contra la convención y la injusticia que condenaban al mundo a sumirse en una lucha de castas tan artificial como cruel. Esta vez, no renunciaría.