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En la noche del 2 de diciembre. Carter, Carnarvon y lady Evelyn comieron en un salón privado del Winter Palace. La muchacha, con un descolado vestido turquesa, estaba resplandeciente. El conde parecía de excelente humor, Carter fatigado e inquieto.

—Una información alucinante, Howard: el conservador de las colecciones egipcias del British Museum, Budge, se ha puesto en contacto conmigo. Considera, de pronto, que usted y yo somos grandes arqueólogos.

—Quiere algunos objetos.

—No parece usted creer en su sinceridad.

—El British Museum no tendrá nada.

—Eso creo yo; haber sido despreciado largo tiempo me ha hecho algo rencoroso.

Lady Evelyn expresó sus inquietudes.

—Parece usted agotado, señor Carter.

—Estoy muy inquieto.

—¿Por qué?

—El estudio de esta tumba y de su contenido sobrepasa mi competencia. Vaciarla será largo y costoso, pero, además, necesitaré expertos.

Carnarvon temía escuchar semejantes palabras.

—Largo y costoso —repitió.

—¡No va usted a abandonar ahora, padre!

—Si devolvemos la concesión al Servicio —indicó Carter—, perderá todos sus derechos sobre los objetos.

—¿Qué solución propone?

—Constituir un equipo.

—¡Formidable! —dijo lady Evelyn.

—Naturalmente, ha elegido ya sus colaboradores —supuso Carnarvon.

—Mi amigo Winlock me ha ayudado mucho.

—¡El Metropolitan Museum! ¿Recurrirá a ellos? Ha sido un fiel y abnegado compañero, ¿no es cierto?

—Muy bien, ¿y ese equipo?

—Harry Burton, el mejor fotógrafo del mundo en el terreno arqueológico; Arthur Mace, sobrino de Petrie, especialista en la restauración y embalaje de los objetos, y dos dibujantes. El profesor Breasted se dedicará a las inscripciones, al igual que el gramático Gardiner. Callender seguirá ayudándome y el químico Lucas no tardará en unirse a nosotros.

Carnarvon encendió un cigarro.

—Notable, Howard. Me sorprende usted cada día más; no imaginaba que fuera también un conductor de hombres, capaz de reunir el mejor equipo del momento. Hay un detalle que me intriga: ¿Cuánto me costará?

Carter sonrió.

—Nada.

Pese a una larga experiencia en la flema, Carnarvon estuvo a punto de atragantarse al tragar el humo.

—¿Perdón?

—Nuestro descubrimiento ha entusiasmado a Lythgoe, uno de los directores del Metropolitan; pone gratuitamente su personal a nuestra disposición.

—¿Dónde está la trampa?

—Le gustaría hablar con usted y negociar. En otro registro.

—Me siento aliviado… Durante unos instantes, he creído no comprender ya la naturaleza humana. ¿Dónde está?

—En Londres. Cree que sus entrevistas no deben celebrarse en Egipto.

—Tiene razón. Cubra la tumba, haga que la custodien y reúna lo antes posible a los miembros de su equipo; nos marcharemos a Londres el día 4.

—¿Tan pronto? —protestó lady Evelyn.

—No tenemos elección; Howard es un hombre implacable. Volveremos en cuanto sea posible.

Carter supo que la tristeza que leyó en los ojos de lady Evelyn le estaba destinada.

—Excelente idea la del fotógrafo —prosiguió Carnarvon.

—Conozco su afición a ese arte, pero…

—No me siento ofendido: pese a mi talento, he estropeado casi todos mis clichés. Usted, Howard, no olvide pintar… Tutankamón le ofrece un filón inagotable; más tarde, se arrancarán sus cuadros de las manos y será millonario.

—Pensaré en ello.

¿Pensaba lady Evelyn en ese «más tarde»?

El 4 de diciembre, el conde y su hija abandonaron Luxor para dirigirse a El Cairo. Carter les acompañó; había propuesto a Carnarvon una lista de compras indispensables. La escalera de la tumba había sido cubierta hasta el primer peldaño; unos soldados egipcios, a quienes se unieron los hombres de confianza del reis, custodiaban el paraje. Pero los turistas sólo tenían ojos para un coloso, armado con un fusil, que estaba sentado en un gran bloque con el escudo de armas de lord Carnarvon pintado. Callender dispararía sobre quien intentara violar el territorio prohibido. Ni el sol, ni las burlas le distraerían de su tarea; gracias a su presencia, Carter había podido partir en paz.

En El Cairo, Carnarvon se alojó en el Shepheard, construido en la más pura tradición londinense; el lujoso hotel acogía cada invierno a numerosos ingleses de la mejor sociedad. De buena gana desayunaban y tomaban el té en los jardines separados, por unas rejas, de una calle limpia y despejada. Las elegantes lucían satisfechas sus atavíos ante la entrada monumental, adornada con palmeras.

Carter estaba pensativo. Durante el viaje, el conde había hablado de dos grandes proyectos; el primero, una serie de libros sobre la tumba que incluyera una edición popular destinada al gran público y una publicación científica de envergadura; el segundo, una película amena y atractiva. Carter protestó; él no era escritor ni director de cine.

El conde le aconsejó que trabajara con especialistas y pensara en los beneficios que obtendría de ello. Si los inventores de la tumba no tomaban conciencia de que ésta podía convertirse también en una empresa comercial, otros se encargarían de explotarla.

—Tengo una aburrida cita en el hotel, Howard; ¿le gustaría enseñar el viejo Cairo a mi hija? Para esta misión, Susie será absolutamente incompetente.

—Me gustaría consagrarme enseguida a mis compras.

Lady Evelyn consideró necesario intervenir.

—¡Acompáñeme! Tengo unas ganas locas de descubrir los zocos.

—Temo que ese lugar…

—Usted me protegerá.

El emisario del gobierno británico era tan lúgubre como sus predecesores. Su estatura media, sus apagados ojos y el traje gris le hacían tan aburrido como el smog.

—Nos extraña mucho, lord Carnarvon.

—Les comprendo; no se da con un Tutankamón cada fin de semana.

—No estaba hablando de su epopeya arqueológica, cuyos aspectos técnicos no nos preocupan, sino de su inexplicable silencio desde que llegó a Egipto.

—Pues la razón es muy sencilla.

—¿Tendría la amabilidad de facilitármela?

—Tutankamón.

—¿Perdón?

—Mi epopeya es también una aventura interior, por ello, la política me interesa menos. Cuando uno se ocupa de la inmortalidad de un faraón, los asuntos humanos parecen irrisorios.

—Se está usted extraviando, señor conde.

—Muy al contrario, querido amigo, muy al contrario.

Carter necesitaba una reja de hierro, productos químicos, materia] fotográfico, cajas de varias dimensiones, treinta y dos balas de calicó, unos dos kilómetros de guata y otros tantos de vendas quirúrgicas. Pensaba también comprar un automóvil y algunas chucherías más.

Khan el-Khalili, el mayor bazar de Oriente, albergaba sus diez mil tiendas en una red de tortuosas y oscuras callejas donde se vendía oro, plata, piedras preciosas, especias, antigüedades falsas y auténticas, muebles, alfombras, fusiles, puñales y todos los productos de la industria antigua y moderna. Lo que no se veía en las tiendas podía obtenerse tras hábiles discusiones.

Lady Evelyn apreció la habilidad de Carter, admiró los incensarios, se embriagó con los perfumes de loto y jazmín, y adquirió dos huevos de avestruz para su colección.

Cuando tuvo la seguridad de que sus encargos serían entregados en Luxor en el menor plazo posible. Carter llevó a la joven a la ciudadela desde la que contemplaron la capital de Egipto. Desde aquel punto culminante, la lepra de los barrios pobres desaparecía: por encima de un magma de viviendas apretujadas unas sobre otras, sobresalían los minaretes, las cúpulas y algunas cruces cristianas. A lo lejos se perfilaban las pirámides de Gizeh, Abusir y Saqqarah.

—No deseo regresar a Inglaterra. Podría usted convencer a mi padre…

—Sólo un ser ejerce sobre él verdadera influencia: usted, lady Evelyn.

—¿Tengo derecho a abandonarle?

—Sería traicionarle.

—¿No debe una hija, incluso la más amante de todas ellas, abandonar algún día a su padre?

Carter no se atrevió a responder; el resplandor del poniente se mezclaba con las luces de la ciudad y las linternas amarillas y rojas de los cafés.

—No me pida que interprete el destino… Hace muchos años, tuve que interrumpir una campaña de excavaciones a pocos metros de la escalera que lleva a la tumba de Tutankamón. ¿Por qué el destino me ha impuesto tantas dudas, tantos esfuerzos y sufrimientos? Tal vez porque, el día del descubrimiento, debía usted tener veinte años.

El atormentado rostro de Howard Carter conmovió a lady Evelyn. No tenía nada de seductor, carecía de encanto, se comportaba con excesiva rigidez; pero aquella noche, era sólo dulzura y aspiraciones a una imposible felicidad.

Ni él ni ella rompieron el silencio vespertino. De El Cairo, la madre del mundo, ambos esperaban una aurora.