Lady Allenby, representando al alto comisario que había debido quedarse en El Cairo, el gobernador de la provincia y el gran patrón de la policía local estaban en cabeza de las personalidades que, el 29 de noviembre, se apretujaban ante la entrada de la tumba. Algunos notables advirtieron la ausencia de Pierre Lacau y de un representante del Ministerio de Obras Públicas, que se encargaba de los asuntos arqueológicos; lord Carnarvon se comportaba como si la sepultura le perteneciera. ¿Quién hubiera podido reprochárselo en semejante momento?
Carter estaba nervioso. Detestaba el mundanal ruido y se veía obligado a conducir a aquellos charlatanes e indisciplinados personajes que sólo pensaban en el respeto a sus privilegios: en ser los primeros en ver el oro del faraón olvidado. Mientras se introducía con ellos por el pendiente corredor, Carnarvon se ocupaba de la prensa reducida a su más simple expresión: sólo Arthur Merton, del Times, había sido autorizado a visitar la tumba y a redactar un artículo.
—Mis colegas egipcios están descontentos —reconoció—; por lo que a Bradstreet, el corresponsal del New York Times, se refiere, está furioso y le amenaza con represalias.
—Los americanos son susceptibles; haga su trabajo y no se preocupe.
Merton, encantado, se convirtió en el autor de una primicia mundial. El artículo exclusivo del Times, consagrado al más sensacional descubrimiento del siglo, pronto dio la vuelta al mundo. Tutankamón se convirtió en una estrella de la actualidad, a la que periódicos y semanarios consagraron tantos artículos como si fuera un monarca reinante. Ya el 30 de noviembre, la agencia Reuter valoró el tesoro en varios millones de libras esterlinas y provocó las más variadas codicias.
Carnarvon se sentía bastante satisfecho de su estrategia; al concentrar la información, había dado un golpe magistral; la dispersión habría reducido su fuerza. Que los periodistas se pelearan entre sí y cortejaran a Merton, le aliviaba; pero no podía evitar al adversario que, en aquella tarde del día 30, se dirigía con lentos pasos hacia la entrada de la tumba.
—Hermoso hallazgo —dijo Pierre Lacau.
—El mérito es de Carter.
—Según me han dicho, la pequeña ceremonia de ayer se desarrolló perfectamente.
—Carter sedujo a nuestros huéspedes.
—Como director del Servicio de Antigüedades, me hubiera gustado estar presente.
—Un lamentable error en la redacción de las invitaciones nos privó de ese placer.
—Error que también afectó al Ministerio de Obras Públicas.
—La ley de las series.
—¿Tenía usted la intención de prohibirme entrar en la tumba?
El conde se indignó.
—¡Qué cosas dice! Permítame que le guíe; a Carter le encantará volver a verle.
Ambos hombres no se estrecharon la mano; Carter, que había comenzado el inventario, no interrumpió su trabajo. Lacau no manifestó emoción alguna al ver las obras únicas que llenaban la antecámara. Carnarvon le explicó que la tumba, por desgracia, había sido desvalijada y que aquella sala comunicaba con dos cámaras más, una de las cuales era inaccesible.
—¿Cuándo piensan ustedes perforar el muro?
—No antes del próximo febrero. Debo regresar a Londres y Carter desea avanzar tomando las mayores precauciones.
—Mejor así. Tienen ustedes mucha suerte.
—¿No la hemos buscado?
—Todo lo que aquí se encuentra es excepcional; les considero a ambos responsables de la salvaguarda de estos objetos.
—Celebro oírselo decir —repuso Carter, irónico.
Con el dorso de la mano. Carter apartó el montón de telegramas y cartas que se acumulaban en su mesa de trabajo.
—Se han vuelto locos… Ignoraba que tuviera un centenar de primos cercanos, dispuestos a ayudarme y, sobre todo, a repartirse conmigo el tesoro.
—El artículo de Times, que ha sido vendido a todos los órganos de prensa, ha causado sensación —recordó Carnarvon—. Tutankamón se ha convertido en la mayor estrella internacional y usted es su empresario.
Tendido en una tumbona, el conde bebía un vaso de cerveza; comenzaba a divertirse.
—Soy arqueólogo y quiero que me dejen en paz.
—Tranquilícese, Howard. El revuelo acabará atenuándose.
—¡Hace diez días que dura y no deja de crecer! Las felicitaciones más o menos hipócritas, todavía pueden pasar… Pero ¿cómo aceptar las amenazas, las maldiciones, los consejos estúpidos y las bromas de dudoso gusto? Un millar de personas me han pedido que les mande un poco de oro o de arena para conservarla piadosamente.
—Es el precio de la gloría, amigo mío; al hombre más rico de la Tierra puede exigírsele todo.
—Nadie robará a Tutankamón.
—¡Qué faraón! No se sabe nada de él y eclipsa a las cabezas coronadas, las conferencias internacionales, el debate sobre las indemnizaciones de guerra e incluso los campeonatos de cricket: tras tantos siglos de silencio, se apodera del escenario de un modo atronador.
—¿Sabe que nos acusan de haber despertado las fuerzas maléficas que dormían en la tumba? ¡Por su causa, y por culpa nuestra pues, los soldados belgas cometen atrocidades en el Congo!
—Hace usted soñar al mundo entero, Howard; no se preocupe de algunas pesadillas.
—No puedo ya salir de aquí sin que me agredan los periodistas; lo quieren saber todo sobre Tutankamón.
—¿Y qué contesta usted?
—Que murió y fue enterrado en el Valle de los Reyes.
—Eso no debe de divertirles mucho.
—¡No los soporto! No soy un saltimbanqui sino un investigador que ha puesto toda su existencia al servicio del antiguo Egipto, en los lugares más apartados y más inhóspitos, removiendo toneladas de arena, aprendiendo a tener paciencia, el silencio y la soledad. Líbreme de esos parásitos.
—Lamentablemente, Howard, sólo estamos al comienzo de la epidemia.
En diciembre de 1922 llegaron las hordas de periodistas, eruditos, comerciantes y, sobre todo, turistas. La tumba de Tutankamón era un punto de paso obligado; había que contemplar la entrada e intentar penetrar en ella. En aquel jaleo, entre tumulto y polvo, se quería parlamentar con Carter, interrogarle, ser informado del último hallazgo.
Desde los primeros instantes del día, llegaban turistas en carreta o a lomos de un asno y se instalaban en el parapeto de piedra que Carter había hecho construir alrededor de la tumba. Se decían unos a otros que iba a producirse un acontecimiento excepcional, por ejemplo la salida de una estatua de oro o la aparición de la momia; algunos hablaban sin cesar, otros leían, otros se fotografiaban con la tumba al fondo. Cuando Carter aparecía al aire libre, le gritaban y se ponían casi histéricos; más de una vez, el arqueólogo creyó que el parapeto iba a ceder bajo su peso.
Aquella mañana de diciembre, un telegrafista obtuvo autorización para cruzar la barrera de guardias y penetrar en el corredor donde le aguardaba Carter.
—¿Un mensaje para mí?
—Sí y no.
—Explíquese.
—Soy un turista… La agencia me prometió que podría visitar la tumba ¡Me agencié este uniforme y aquí estoy!
Carter agarró a aquel tipo por el cuello de la chaqueta y lo propulsó fuera de la tumba. Apenas había llevado a cabo esa tarea cuando se presentó un grupo de oficiales.
Carter tuvo que examinar sus recomendaciones, redactadas por diplomáticos y funcionarios del Museo de El Cairo, y comprobar que no se trataba de falsificaciones. Durante media hora, les enseñó, como a tantos otros, las obras maestras de la antecámara.
Al salir, uno de aquellos privilegiados murmuró al oído de su esposa: «A fin de cuentas, no había gran cosa que ver». Furioso. Carter cerró la reja de madera, abandonó el Valle, atravesó el Nilo y corrió hacia la oficina del Servicio de Antigüedades, donde Ibrahim Effendi bebía un café.
—No habrá más visitas a la tumba de Tutankamón.
El funcionario, atónito, se levantó.
—¡Señor Carter! ¡Eso es por completo imposible! Atrae a miles de turistas, los hoteleros y los comerciantes están encantados.
—Tengo la intención de enterrarla de nuevo y desaparecer hasta que finalice este tumulto.
—Le acusarán de egoísmo y grosería.
—¿Merece críticas un investigador que no admite que le molesten? Diez visitas diarias representan cinco horas de trabajo perdidas. ¿Por qué esos sempiternos privilegiados gozan de más derechos que los demás cuando les importa un pimiento Tutankamón, su tumba y todo Egipto? Solo les mueve la curiosidad y el esnobismo; lo importante es poder sorprender a sus relaciones afirmando que han logrado conseguir un pase.
—Su oficio le impone…
—¡Hablemos de mi oficio! La arqueología es una distracción de millonarios: es lo que dicen por todas partes. ¿Cuántos «arqueólogos» se han llagado las manos en una excavación? ¡Por lo general, confían en el trabajo a destajeros o a incapaces! Yo debo salvar el tesoro de Tutankamón y lo salvaré: no acepto que los imbéciles produzcan daños en la antecámara derribando algunos objetos. En adelante, no tendré en cuenta las recomendaciones: sólo yo daré la autorización para las visitas.
Carter dio un portazo. El funcionario pensó que el excavador poseía un don innato para aumentar el número de sus enemigos.