62

—Extraños animales, estatuas, oro… ¡El brillo del oro por todas partes! Carnarvon miró a su vez, pasmado; cuando llegó el tumo de lady Evelyn, permaneció tan muda como los dos hombres. Callender, por su parte, quedó boquiabierto. La aventura se transformaba en milagro.

Carter volvió a tapar sumariamente el agujero; el cuarteto salió en silencio de la tumba. Callender colocó una reja de madera sobre la puerta exterior y pidió al reis que montara guardia durante toda la noche. Ahmed Girigar no hizo pregunta alguna; los tres hombres y lady Evelyn montaron en los asnos y se dirigieron a la casa de excavaciones sin decir palabra; Susie les acompañó en silencio.

Callender sirvió cuatro coñacs. El licor sacó a Carnarvon de su mutismo.

—Decenas, tal vez centenares de obras maestras… El Valle es generoso, Howard.

—El día más maravilloso de nuestra existencia, el día del milagro… Y pensar que Davis interrumpió sus excavaciones a menos de seis pies de esta tumba… Pero no comprendo su plano; no se parece a ninguna otra.

—¿Tiene varias cámaras? —interrogó lady Evelyn.

—He visto el inicio de un pasadizo en la pared norte; una puerta tapiada, probablemente.

—Ni sarcófago, ni momia —observó Callender.

—Por lo tanto, es un escondrijo —decidió Carter.

—Olvida el pasadizo que, tal vez, da acceso a una cámara funeraria —objetó Carnarvon—. Si la puerta tapiada está intacta, Tutankamón descansa todavía en su sarcófago.

—Vaciar la antecámara, explorar toda la tumba… Necesitaremos mucha paciencia antes de conocer al faraón…, si existe.

Lady Evelyn se levantó, huraña.

—Volvamos a la tumba.

—¿Pretende usted que…?

—Sí. Debemos actuar esta misma noche.

—Si el Servicio de Antigüedades lo sabe, suprimirá nuestra licencia.

—El reis no nos traicionará —afirmó Callender—; es un tipo formidable. Confiemos en él.

—Debemos redactar un mensaje para Engelbach —consideró Carnarvon—; le indicaremos que la segunda puerta ha sido despejada y que le esperamos mañana por la mañana en la excavación.

—Si se lo hacemos llegar esta noche, ¿no se presentará intempestivamente? —se inquietó la muchacha.

—No hay peligro: la oficina del Servicio cierra a las cinco. Engelbach sólo recibirá el mensaje mañana por la mañana.

—Pues bien, caballeros, tomemos lámparas. Pasaré el primero.

Ahmed Girigar ató los asnos a una estaca y regresó a su puesto de centinela ante la reja de madera, que había cerrado una vez hubo pasado el cuarteto. En compañía de Susie, montaría guardia en el exterior.

Carter vaciló antes de forzar la puerta de la cámara cerrada que unos sacerdotes habían clausurado en la época de esplendor de Egipto. ¿No estaba aquella empresa marcada con el sello de la locura?

—Tendremos que ampliar el agujero —comprobó Carnarvon.

—Debiéramos renunciar —estimó Carter.

Lady Evelyn se acercó al arqueólogo y le tomó la mano.

—Usted debe decidirlo, claro…, pero no nos cause esa pena.

En la penumbra, su sonrisa era la de una diosa egipcia.

Carter ensanchó el agujero.

—Me gustaría entrar primero. Si existe algún peligro, quiero afrontarlo.

—Lady Evelyn…

—No cambiaré de opinión, señor Carter. El arqueólogo debe sobrevivir a toda costa, para redactar un informe científico.

Carnarvon ayudó a su hija; Carter se las compuso solo y, luego, tendió el brazo al conde, a quien Callender ayudó cuidadosamente. Lady Evelyn les iluminaba con una linterna eléctrica.

—Me he encallado —se quejó Callender, mucho más corpulento que sus compañeros.

Carter tiró. La piedra se disgregó, su amigo pasó.

Apretados unos contra otros, con el corazón palpitante, iluminaron con sus linternas el tesoro. El amontonamiento de objetos superaba el más insensato sueño; lechos funerarios dorados, estatuas reales de madera negra, cofres pintados e incrustados, vasos de alabastro, sillas, bastones, las piezas desmontadas de un carro…, la mirada saltaba de una obra maestra a otra.

Un ligero olor flotaba en aquel aire que ellos respiraban por primera vez desde hacía más de tres mil años.

Lady Evelyn lanzó un grito.

—¡Allí, una serpiente!

Mientras ella se refugiaba en brazos de Carter, Callender se interpuso.

—En efecto, es una serpiente, pero de madera dorada.

Pasada la emoción, el arqueólogo midió la cámara: 8 metros de largo, 3,60 de ancho, 2,20 metros de alto. En aquel pequeño espacio se amontonaba el más fabuloso tesoro nunca descubierto en Egipto.

—Qué desorden —observó Carnarvon—. Amontonaron los objetos unos sobre otros… A menos que unos ladrones fueran sorprendidos en pleno trabajo.

—Un desorden ordenado —rectificó Carter—. Miren el suelo.

En tierra, piezas de paño y flores secas que no habían sido pisoteadas.

—Quienes hollaron esta tierra sagrada por última vez tuvieron cuidado de no destruir nada. No es sólo un tesoro material lo que se nos ofrece, sino el alma misma de Egipto; el perfume que llena nuestra nariz es el de la eternidad.

Conmovido, Carnarvon se inmovilizó ante los tres lechos de resurrección, uno con cabeza de león que simbolizaba la vigilancia, otro con cabeza de vaca que evocaba la madre celestial, el último con cabeza de hipopótamo encamando la matriz de renacimiento. La sombra de las cabezas se dibujaba en la pared, como si recuperaran la vida.

Lady Evelyn no se atrevió a abrir las decenas de cofrecillos de madera preciosa y las cajas con forma de huevo; una ilustración que representaba a Tutankamón en su cargo, venciendo a unos enemigos que huían, la sumió en una especie de éxtasis. Carter levantó la tapa del cofre a la gloria del joven rey: en su interior, sandalias y vestiduras adornadas con cuentas de colores.

—Llevó estas ropas y calzó estas sandalias —dijo, conmovida.

Carnarvon admiró un trono cuyo respaldo estaba consagrado a Tutankamón y a su joven esposa; la reina, frente al rey, le testimoniaba su afecto tendiendo hacia él los brazos, en un gesto de una inigualable ternura y distinción.

—Es el más hermoso relieve de todo el arte egipcio —murmuró Carter.

—Qué feliz debe sentirse —dijo lady Evelyn, tan cerca que casi le tocaba.

Los instantes de alegría se sucedían; innumerables objetos únicos atraían la mirada del egiptólogo.

—Vengan a ver esto —propuso Callender, que, pese a su corpulencia, se movía sin derribar nada—; en el ángulo sudoeste de esta antecámara, hay una abertura.

—¡Si es estrecha, yo introduciré la cabeza!

Lady Evelyn, con una linterna eléctrica en la mano, lo hizo enseguida. Llamó luego a Carter que, arrastrándose, penetró en una especie de pequeño reducto cuadrado, excavado en la roca como la antecámara. Estaba también lleno de magníficos objetos, lechos dorados, asientos de oro, vasos de alabastro; reinaba allí un gran desorden, como si una borrasca hubiera atravesado el lugar trastornando el orden original.

Carter se sintió abrumado. El estudio del contenido de la antecámara y del anexo exigirían años de inventario e investigación; sería necesario comprender por qué la única sepultura intacta del Valle había sido concebida de aquel modo. ¿Sepultura…, era ésa la palabra? ¿No faltaba, acaso, el propio Tutankamón?

De regreso a la antecámara, Carter se dirigió hacia el inicio de pasadizo que había creído distinguir en la pared norte; tuvo que enfrentarse con la mirada de las dos estatuas de madera negra que encamaban el rey como si fueran el propio guardián de su tumba. Les rogó, en su interior, que perdonaran aquella intrusión y les prometió respetar el alma y el cuerpo del faraón, si conseguía llegar al sarcófago. Carter estaba ahora convencido, por un lado, de que estaba efectivamente adentrándose en una tumba real y no en un escondrijo, por muy prodigioso que fuera; por el otro, se asombraba ante un plano anormal, sin ningún punto en común con las demás tumbas conocidas. Por lo general, un corredor más o menos largo, flanqueado de capillas laterales, desembocaba en una cámara funeraria; ¿estaría ésta oculta en una de las paredes de la antecámara?

Un mortero de distinto color al de la pared probaba la existencia de un pasadizo; se veían en él varios sellos de la necrópolis. Los sacerdotes habían vuelto a cerrar el edificio tras haber salido de la sala secreta.

—¿Desea usted seguir adelante, señor conde?

—Naturalmente —repuso lady Evelyn en vez de su padre.

Carter movió algunos bloques, con la ayuda de Callender. La luz de la linterna sólo iluminó una especie de estrecho corredor, sin duda un pasadizo que llevaba a otra cámara. Tuvo pues que quitar otros bloques y despejar la parte baja del pasadizo antes de poder introducirse en él. Carnarvon, su hija y Callender contuvieron el aliento.

De pronto, Carter desapareció como si hubiera caído en un abismo.

—¡Howard! ¿Dónde está?

La cabeza del arqueólogo apareció de nuevo.

—Todo va bien… El suelo está, aproximadamente, a un metro por debajo del de la antecámara. El desnivel me ha sorprendido.

—¿Qué ve usted?

—Todavía nada… Recogeré mi linterna.

El silencio duró poco.

—¡Dios mío! ¡Un muro de oro!

Lady Evelyn se metió a su vez por la abertura, con los pies por delante. Su linterna, uniéndose a la de Carter, iluminó una enorme capilla que llenaba casi por completo una sala más pequeña que la antecámara, pero mayor que el anexo.

—La cámara funeraria… ¡Esta vez, hemos llegado!

Carnarvon bajó a su vez; la corpulencia de Callender le impidió seguir el mismo camino. Carter y él decidieron no quitar otros bloques. Tapar de nuevo el agujero no debía costarles demasiado tiempo.

El conde, fascinado, pasó la mano por el oro del gigantesco catafalco cuya puerta estaba cerrada con un cerrojo.

—Descansa en su interior, estoy seguro. ¡Un faraón en su sarcófago de oro, por primera vez!

Carter corrió lentamente el cerrojo.

Un sudario de lino, sembrado de rosetas de oro, cubría el ataúd.

—Está aquí —murmuró con voz quebrada—. Está aquí, efectivamente, y cuidaré de él.

Carter cerró la puerta de la capilla y volvió a pasar el cerrojo, con Las manos temblorosas.

—Esta noche no podemos seguir adelante, sin arriesgamos a estropear estas maravillas.

Agachada, lady Evelyn iluminaba con su linterna un pasadizo excavado en el ángulo nordeste de la cámara funeraria.

—¡Aquí hay otra sala…, es increíble!

Carter y Carnarvon se arrastraron siguiendo a la joven; un extraordinario relicario dorado atrajo sus miradas. En las cuatro esquinas, cuatro diosas de oro extendían sus brazos en señal de protección; los rostros eran tan perfectos, los cuerpos tan admirables que experimentaron un auténtico sentimiento de piedad.

—Debemos partir —deploró Carter—. Tenemos que regresar antes del amanecer a la casa de excavación.

—Es el mayor descubrimiento de todos los tiempos —murmuró Carnarvon—; hay bastantes objetos para llenar toda la parte superior del British Museum consagrada a Egipto.

Lamentándolo, salieron de aquella nueva cámara del tesoro presidida por una magnífica estatua del chacal Anubis, tendido sobre el techo de una capilla. A lo largo de las paredes, arquillas, vasos, lámparas, cestos, modelos de barcas y joyas componían un decorado de deslumbradora belleza.

Casi atontados, regresaron a la cámara funeraria y se dirigieron a la antecámara. Callender colocó de nuevo los bloques en su lugar y Carter puso ante el pasadizo la tapadera de un cesto y algunos tallos de caña.

Ahmed Girigar no hizo pregunta alguna. Cuatro sombras montaron en los rucios y, guiados por Susie, se desvanecieron silenciosamente en la noche agonizante.