—¿Por qué está usted tan seguro?
—Uno de los sellos de la necrópolis ha sido colocado sobre una especie de fisura; la puerta fue abierta tras haber sido sellada, y volvieron a sellarla.
El conde no perdió la esperanza.
—El acontecimiento se produjo antes de la época ramésida, porque las viviendas de los obreros fueron construidas sobre esta tumba, ocultándola y salvándola así.
—Es un razonamiento irrefutable —reconoció Carter—; tal vez se haya conservado el material fúnebre.
Una sorda inquietud se había apoderado de los buscadores; ¿habrían entrado ladrones en la sepultura?
Ahmed Girigar avisó a Carter; acababa de extraer un escarabeo de entre los escombros que llenaban la parte baja de la escalera. El arqueólogo no creyó lo que sus ojos veían: llevaba el nombre de Tutmosis III. Intrigado, examinó el menor resto, ayudado muy pronto por lady Evelyn, que tuvo suerte y encontró varios fragmentos inscritos.
Los enseñó a Carter, que estaba cada vez más perplejo: descifró de nuevo el nombre de Tutankamón, pero otros cartuchos revelaban la presencia de sus predecesores, el herético Akenatón y Semenkhare. Otro fragmento mencionaba a Amenhotep III, el padre de Akenatón.
—Cinco faraones —murmuró Carter.
—¿Qué conclusión extrae?
—Nada bueno.
Callender acumulaba fragmentos de cerámica y de cajas de madera que habían contenido joyas y vestidos reales, unos pertenecían a Tutankamón, otros a Akenatón. Ver aquello desalentó a Carter.
—¿Por qué tan pesimista, Howard?
—Temo que sólo sea un simple escondrijo, desvalijado desde hace mucho tiempo; las reliquias prueban que algunos sacerdotes desplazaron las momias de estos reyes para ponerlas a cubierto en esta cavidad. A consecuencia de una tentativa de robo, fueron trasladadas a otra parte.
—Existe otra posibilidad: Tutankamón, obligado a abandonar el-Amarna y regresar a Tebas, ocultó los tesoros que se había llevado consigo.
Carter asintió con la cabeza, pero pensó en las numerosas violaciones de sepulturas que varios papiros relataban. Imaginaba los conciliábulos de los ladrones, su marcha entre tinieblas, el ataque a los guardias y la entrada en la tumba, en busca de oro. Aquellos criminales no respetaban las momias; arrancaban los collares, las joyas y los amuletos, arrancaban la máscara, quemaban las vendas. Se llevaban vasos, muebles y estatuas para, luego, dividirse el botín. Tras su paso, la mansión sagrada sólo era ya caos y desolación. Eso es lo que Carter temía contemplar al otro lado de la sellada puerta.
—Mañana la abriremos —decidió Carnarvon.
—¿Por qué esperar? —preguntó lady Evelyn, impaciente.
—A causa del reglamento del Servicio de Antigüedades.
Carter no se rebeló, demasiado abrumado por la decepción que había sucedido a su embriaguez.
Lacau había mandado al Valle al más siniestro de los inspectores, el flaco y rígido Rex Engelbach, al que nadie había visto nunca reír. El 25 de noviembre por la mañana, fue a examinar el lugar; ver los peldaños no le produjo emoción alguna.
—¿Hay una puerta de tumba al pie de la escalera?
—Es probable —repuso lord Carnarvon.
—En ese caso, hay que preparar una reja de hierro.
—Está preparada. De todos modos, antes quisiéramos entrar.
—No olvide que un inspector del Servicio debe estar presente cuando se abra; Pierre Lacau es muy exigente en este punto. Cualquier infracción será severamente castigada.
—No olvide usted que el descubridor tiene derecho a entrar primero —intervino Carter, irritado.
Rex Engelbach se levantó el cuello de la chaqueta.
—En efecto, eso dice su licencia de excavación; y advierta que lo deploro. La precipitación de un aficionado es algo temible.
—No soy un aficionado y trabajo en este Valle desde hace más tiempo que usted.
Temiendo un combate de boxeo, Carnarvon se interpuso.
—Pues bien, quédese. El señor Carter procederá a la apertura.
Lady Evelyn, indiferente a las querellas administrativas, estaba ya ante la puerta. Carnarvon la fotografío y tomó varios clichés de los sellos.
—Como puede advertir, trabajamos seriamente —le dijo Carter a Engelbach—. Yo mismo he dibujado el menor detalle y nuestra publicación será tan precisa como completa.
—Esperémoslo.
—Debo reclamar su atención sobre un hecho esencial.
Carnarvon y su hija se apartaron; Carter enseñó a Engelbach la parte superior izquierda de la puerta.
—¿Qué tiene de particular?
—El mortero. Tapa un agujero que sirvió para que pasaran unos ladrones.
—Simple hipótesis.
—Indiscutible seguridad; cuide de hacer constar en su acta que la tumba fue violada en la Antigüedad.
Engelbach tomó algunas notas. Carnarvon cambió una sonrisa cómplice con Carter; frente a Lacau y su administración, la diferencia entre «tumba intacta» y «tumba violada» podía tener gran importancia.
—¿Naturaleza exacta de la tumba?
—Si desea saberlo, señor Engelbach, tenemos que entrar.
—¿Tardará mucho?
—La puerta no es muy ancha.
—Bueno, hagámoslo.
Los obreros quitaron uno a uno los bloques de piedra. Carter vio el inicio de una galería de pronunciada pendiente, una altura de dos metros y la misma anchura que la escalera. Avanzar implicaba vaciar las piedras y la tierra que impedían el paso; en los escombros se ocultaban vestigios dignos de interés: fragmentos de alfarería, tapaderas de jarras, vasos de alabastro y vasos pintados. Carter se demoró en unos odres que habían contenido el agua necesaria para enyesar la puerta o el propio mortero. Ninguno de aquellos objetos tenía el nombre de Tutankamón o de alguno de sus predecesores.
—Rastros del robo —consideró Carnarvon—. Los bandidos se abrieron paso por entre los cascotes y abandonaron parte de su rapiña.
Engelbach siguió tomando notas.
Al caer la noche, unos nueve metros de corredor habían sido despejados.
—No se ve segunda puerta —observó el inspector del Servicio—. No ha habido suerte. Carter; ha dado usted con un escondrijo que fue vaciado y vuelto a cenar.
El 26 de noviembre, Rex Engelbach no acudió a la excavación que consideraba sin interés alguno. Carter, febril, no pensaba en el dolor de su mano; verse libre de aquel cerril funcionario le daba alas. Con su aliento, los obreros derrocharon energía y prosiguieron con precaución el vaciado; un metro más y pusieron al descubierto la parte baja de una segunda puerta que pronto quedó despejada.
Esta vez se trataba de la verdadera prueba. El acceso de la tumba podía ser la puerta del infierno o la del paraíso. Carter recordó que, cien años antes, el 14 de septiembre, Champollion, en un instante de iluminación, había descubierto el secreto de los jeroglíficos. Si el egiptólogo británico abría la primera tumba real intacta, se uniría a él en la leyenda.
—¿Derribaremos esta puerta? —preguntó lady Evelyn.
—Tal vez sea peligroso. Si el aire no se ha renovado desde hace treinta y cuatro siglos, ¿cómo saber que no es tóxico?
—Los riesgos me importan un bledo; vivir un momento semejante me hace olvidar el miedo.
Carter consultó a Carnarvon con la mirada; el conde no manifestó oposición alguna. Su hija era tan tozuda como él.
—Existe un medio de identificar eventuales emanaciones nocivas: la llama de una vela. Si se apaga, saldremos enseguida de la tumba.
Con un nudo en la garganta, Carter practicó una pequeña abertura en el ángulo superior izquierdo. Introdujo por él una barra de hierro que Callender le tendía y que sólo encontró el vacío; en consecuencia, al otro lado no había bloqueo alguno.
Luego acercó la vela encendida al orificio. La llama vaciló unos instantes, pero no se apagó.
—Sujétela —le pidió al conde—; ensancharé el agujero.
Carter, tembloroso, miró. Tenía la sensación de penetrar vivo en el otro mundo, de cruzar un umbral sagrado que separaba a la humanidad de una región fabulosa.
Primero, no vio nada; la llama siguió vacilando e iluminaba a poca distancia. Luego sus ojos se acostumbraron a la oscuridad; las formas fueron saliendo poco a poco de las tinieblas.
Carnarvon se puso tan impaciente como su hija.
—¿Ve usted algo?
—¡Sí, maravillas!