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Carter se moría de impaciencia y maldecía la lentitud de los barcos. En el Valle estaba esperándole una tumba intacta y él paseaba por el andén de la estación de Luxor.

La contenida alegría de Carnarvon y la sonrisa de lady Evelyn, entusiasmada por la idea de vivir la más fabulosa de las aventuras, borraron aquellas jornadas perdidas. Travesía del Canal, ferrocarril para atravesar Francia, nueva travesía de Marsella a Alejandría, nuevo ferrocarril de Alejandría a El Cairo y, luego, de El Cairo a Luxor, el conde no había llegado al final de sus pruebas. Tuvo que tomar aún la barcaza entre la orilla este y la oeste del Nilo, tras haber recibido los saludos del gobernador de la provincia, que había acudido a recibirle, montar luego a lomos de un asno y caminar hacia el Valle de los Reyes al ritmo del rucio.

Con su sombrero gris de borde blanco, su grueso abrigo con doble hilera de botones y su bufanda de lana, Carnarvon, cansado y friolento, no lograba calentarse. Su hija, radiante, llevaba un conjunto beige claro; unas pieles al cuello recordaban los fríos europeos y la modosa falda, abotonada a un lado, el obligatorio porte de una muchacha del establishment. Los brillantes ojos de Susie, que corría junto al asno, no perdían ni un ápice del espectáculo.

Cuanto más avanzaban, más numerosos eran los curiosos; encantada, lady Evelyn aceptó las flores que le ofrecían. Los muchachos tocaron el tamboril, las jovencitas bailaron lanzando gritos de bienvenida.

—Si no estuviéramos a 23 de noviembre de 1922 y no me llamara Carnarvon, me parecería fácil creer que estoy viviendo de nuevo la entrada de Cristo en Jerusalén. Su pequeño hallazgo está haciendo mucho mido, mi querido Howard.

Carter miró a la hija del conde. Era bonita y se había vuelto hermosa; la muchacha había dejado paso a una mujer risueña, de mirada viva y profunda.

—Díganos la verdad —exigió, picara—; ¿cómo se llama el rey enterrado en la tumba?

—Lo ignoro.

—¿Realmente se ha detenido ante la puerta?

Carter se ruborizó.

—¡Se lo juro por mi honor!

—No sea susceptible —dijo ella riéndose—; realmente es usted un hombre especial. En su lugar, yo no habría tenido tanto valor.

Los asnos apretaron el paso y penetraron en el Valle. Callender, avisado por un telegrama, había comenzado a despejar los peldaños de la escalera. Lady Evelyn descabalgó y fue la primera en llegar a la excavación.

—¿Cuándo proseguimos el trabajo?

—En cuanto ustedes lo deseen —repuso Carter.

—Un poco de reposo nos irá bien —consideró Carnarvon—. Nos esperan rudas jornadas.

La mañana del 24 de noviembre, Carter contempló los peldaños. ¿Hacia dónde conducían? Se sentó en un bloque y, maquinalmente, hundió la mano en la arena. La quemadura le arrancó un grito de dolor, se inclinó y vio el pequeño escorpión negro que acababa de picarle. Sin perder la serenidad, llamó a Ahmed Girigar.

—Esa clase no es mortal, pero hay que desinfectar la herida enseguida.

La mejor curandera de Gournah trajo hierbas, ungüento y vendó la hinchada muñeca. El sufrimiento y la fiebre eran soportables; ningún veneno impediría a Carter dirigir la excavación. Pensó en Raifa, que conocía, también, ancestrales remedios capaces de luchar contra el veneno. Durante un mes, el arqueólogo sentiría dolores, violentos a veces; a cada luna llena, la quemadura se reavivaría. Pero sus días no estaban en peligro y, si disponía del vigor necesario, seguiría trabajando.

Carter descansó hasta la llegada de Carnarvon y de su hija, a primeras horas de la tarde; tras haber escondido su muñeca izquierda vendada en la manga de su chaqueta, comprobó la horizontalidad de su pajarita y ayudó a lady Evelyn a bajar de su rucio. Aunque sufriera algunos vértigos, consiguió disimularlo.

—¿Despejaremos la puerta? —preguntó la muchacha, impaciente.

—No perdamos ni un instante.

Callender había terminado. Ahora, dieciséis peldaños estaban al descubierto. Carter invitó a bajar a Carnarvon y su hija.

—¡Hay varios sellos! —exclamó ella.

—La marca de la necrópolis —indicó Carter.

Carnarvon había puesto una rodilla en tierra.

—Abajo, son distintos.

Intrigado, Carter se aproximó. De hecho, la parte inferior de la puerta había recibido unas inscripciones jeroglíficas bastante claras. Un cartucho real, varias veces repetido.

Carter creyó que su corazón iba a detenerse; lívido, dio un paso atrás.

—Señor Carter… ¿Se encuentra mal?

El arqueólogo fue incapaz de contestar. Señaló con el índice los cartuchos.

—Allí…, en la puerta…

Carnarvon le tomó del brazo.

—¿Qué ha leído, Howard?

—Tutankamón.

El éxtasis de los santos debe de parecerse a ese inefable júbilo que se apoderaba de todo su ser y le situaba en un indescriptible estado, entre cielo y tierra. Tutankamón, por fin. El rey surgía de la oscuridad de los siglos; su morada de eternidad surgía del Valle, se convertía en su corazón y su centro.

Carnarvon no había soltado el brazo de Carter.

—¿Un coñac?

—No… Necesito tener clara la cabeza. Quiero volver a ver esa puerta.

Carter temía haberse engañado y haber descifrado otro nombre pero era efectivamente Tutankamón quien había sido inhumado en aquel extraño lugar.

—Fabuloso, Howard —dijo calurosamente Callender.

—¡Bravo, señor Carter! —exclamó lady Evelyn, entusiasmada—. ¡Permítame que le dé un beso!

No aguardó la autorización del arqueólogo.

—Ésa es la mejor muestra de gratitud —estimó el conde—. Es usted un hombre célebre y adulado.

—La paternidad del descubrimiento le corresponde.

—No pienso negar mi participación, pero es su sueño el que se realiza.

Nuestro sueño.

Carnarvon fingió reflexionar.

—No está del todo equivocado.

Carter se inclinó de nuevo sobre los sellos.

—¿Comparte la tumba con otro monarca?

—Es mucho más grave.

Carter había palidecido; Carnarvon percibió su turbación.

—¿Qué sucede?

—La tumba ha sido violada.