Animado por la más feroz determinación, Carter llegó a Luxor el 2 de octubre de 1922. Convocó inmediatamente a Ahmed Girigar y le explicó su plan: reiniciar trabajos intensivos al nordeste de la tumba de Ramsés VI.
El reis manifestó cierto asombro; ¿no sería preciso impedir, al mismo tiempo, el acceso a los visitantes y desmontar las casas de obreros de la época ramésida? Efectivamente, ésa era la intención del arqueólogo.
Ahmed Girigar se retiraba cuando escuchó un canto característico.
—¿Se ha metido un pájaro en su casa?
Carter se introdujo entre las cajas llenas de botellas de vino francés, pastas secas y conservas compradas en Fortnum and Masón, y regresó con una jaula donde revoloteaba un canario. El reis quedó maravillado.
—¡El pájaro de oro! Le traerá suerte.
—Tenía necesidad de escuchar esa voz.
—El pájaro de oro habla el idioma del cielo; él nos guiará.
Cada obrero del equipo sabía que sería la última temporada de excavaciones bajo la dirección de Howard Carter, patrón exigente pero comprensivo, que se interesaba por la suerte de los hombres y la de sus familias. Mañana tendrían que aceptar de nuevo el yugo de un extranjero glacial y distante que se limitaría a inspeccionar, de vez en cuando, los trabajos presumiendo, ante los visitantes distinguidos, de sus esfuerzos.
Concentrado, Carter impartió precisas consignas; en cuanto se hubo cortado el acceso a la tumba de Ramsés VI, hizo quitar la masa de escombros que llenaban todavía el sector que debía explorar. El 1 de noviembre, fotografió las viviendas ramésidas, verificó sus anotaciones anteriores y dio la orden de que las demolieran para llegar más abajo. Ahmed Girigar le indicó que un metro de tierra, por lo menos, separaba los cimientos de aquellas rudimentarias construcciones de la roca primitiva. La limpieza exigiría tres o cuatro días.
Un hombre aguardaba a Carter ante la entrada de su aislada casa. Un hombre al que reconoció con dificultad, pues había envejecido y estaba muy ajado.
—¡Es usted Gamal, el hermano de Raifa!
—Mi hermana ha muerto.
—¿Cómo sucedió?
—No tiene importancia. Manifestó el deseo de que asistiera usted a su entierro; no puedo traicionar a una difunta.
Gamal dio media vuelta. Carter le siguió.
Lavado con agua caliente, el cadáver de Raifa había sido envuelto en un sudario blanco mientras las plañideras cantaban sus melopeas. Con los tobillos atados, con algodón en los oídos y la nariz, Raifa iniciaba su último viaje, acunada por la plegaria de los muertos: «Pertenecemos a Dios y debemos regresar a Él». Sólo los hombres seguían el ataúd cubierto de recargados paños. En el cementerio se declamó un párrafo del Corán: «Dos ángeles se acercarán a ti y te interrogarán. A la pregunta: ¿Quién es tu Señor? Responde: Alá es mi Señor. A la pregunta: ¿Quién es tu Profeta? Responde: Mahoma es mi Profeta». En la cabecera de la fosa se excavó un agujero por el que los vivos podrían hablar con la muerta.
Las paletadas de tierra cubrieron años de juventud y felicidad.
La noche del 3 de noviembre, las casas de los obreros habían sido desmontadas ya; ahora era ya posible excavar el suelo desnudo y aventurarse por un sector no explorado todavía. Carter durmió mal aquella noche; despertó varias veces, obsesionado por el dulce rostro de Raifa. Al alba, el canario cantó con su más hermosa voz, como contribuyendo a que el sol naciera de nuevo.
Cuando llegó a la excavación, Howard Carter sintió una especie de malestar cuya causa comprendió enseguida: el silencio. Por lo general, los obreros charlaban, cambiaban mil y una frases, manejaban sus herramientas cantando. En aquella mañana del 4 de noviembre, todos callaban. Carter se dirigió hacia el reis.
—¿Un accidente?
Ahmed Girigar no respondió; indicó al aguador que se acercara.
—Explícate.
El hombre temblaba.
—Me distraía cavando en la arena con mi bastón, allí… De pronto, he dado con algo duro. Intrigado, he insistido. Con las manos, he descubierto un bloque. Creo…, creo que es muy antiguo. He tenido miedo y he ocultado el bloque con arena.
—Muéstrame el lugar —ordenó Carter.
Carter se arrodilló y puso de nuevo el bloque al descubierto.
—Es un peldaño…, tal vez una escalera tallada en la roca.
Era demasiado pronto para entusiasmarse. Los obreros se relevaron durante todo el día para hacer aparecer una escalera que se hundía cuatro metros por debajo de la entrada de la tumba de Ramsés VI; la forma de los peldaños, su anchura y su modelo se parecían a los de los hipogeos de la decimoctava dinastía, la época de Tutankamón. Lamentablemente, mientras iban despejándolos, no hubo confirmación alguna: ni depósito de cimientos, ni pequeños objetos con el nombre de algún faraón.
La noche del 4 al 5 fue breve. Tendido en su cama, Carter se obligó a cerrar los ojos y descansar un poco. Intentó acallar las hipótesis y las esperanzas de su espíritu, limitándose a la realidad: acababa de descubrir una escalera que llevaba a una tumba.
La jornada de trabajo comenzó muy pronto, en un clima de gran excitación; los obreros no cantaban y hablaban poco. Todos eran conscientes de participar en una aventura extraordinaria y tenían ganas de saber más; el reis no tuvo necesidad de estimularlos. Se estaba extendiendo ya la leyenda: aquella tumba era la del pájaro de oro cuya alma había guiado la mano de los hombres.
Carter estaba cada vez más nervioso a medida que el tramo de peldaños brotaba de la tierra. Mil veces sintió deseos de unirse a los obreros y apresurar la maniobra; las horas pasaban angustiosas, con demasiada lentitud; ¿no se trataría de una sepultura inconclusa o de una simple cavidad abandonada sin haber sido utilizada? ¡El Valle se había burlado tantas veces de él, atrayéndolo a una de sus trampas! ¿Cómo no recordar que nunca había ofrecido una sepultura intacta?
A primeras horas de la tarde, Carter bajó por la escalera con las piernas temblorosas. Tal vez fuera el primer hombre que realizaba aquel gesto irrisorio desde hacía tres mil años; en la excavación reinaba un silencio absoluto, como si un temor sagrado se hubiera apoderado de ella.
Carter había hecho interrumpir la limpieza en el duodécimo peldaño, pues comenzaba a aparecer la parte superior de una puerta que quiso examinar enseguida. En el mortero de los bloques se veía la huella de varios sellos.
—Es cierto pues —murmuró—; he hecho bien al no perder la fe en el Valle.
Carter reconoció a Anubis, dominando a los nueve enemigos de Egipto, encadenados e incapaces de hacer daño: ¡El sello de la necrópolis real que había esperado desde hacía tantos años! Ya sólo quedaba identificar el nombre del rey para conocer el propietario de la tumba.
La decepción fue terrible. Sólo se habían colocado los sellos de la necrópolis real, verticalmente unos, de través los otros, durante el cierre definitivo de la puerta. Eso significaba que el sepulcro pertenecía a un gran dignatario, al que se había considerado merecedor de reposar entre los reyes. Tutankamón, entrevisto por un instante, se alejaba de nuevo.
Quedaba aquella puerta tapiada; ¿no probaba acaso que la sepultura no había sido violada? Ciertamente, su estrechez descartaba definitivamente la hipótesis de una tumba real. Pero ¿no ocultaría el secreto de un maestro de obra de aquella radiante época en la que Egipto brillaba en todo su esplendor? ¿Y por qué habían ocultado tanto al individuo enterrado allí? A menos que se tratara de un simple escondrijo de objetos más o menos preciosos…
Pasada la primera emoción, Carter examinó la parte superior de la puerta centímetro a centímetro; se veía madera en los lugares donde el mortero se había desconchado. Un dintel. ¿Era la puerta del escondrijo o la de acceso a un corredor descendente? Ensanchó una pequeña fisura entre el muro y el dintel e hizo una abertura suficiente para, con la ayuda de una linterna eléctrica, entrever lo que había al otro lado de la puerta sellada.
Efectivamente, había un corredor, pero lleno de piedras y escombros. No satisfechos con ocultar la tumba bajo las casas de los obreros, los constructores habían ocultado su acceso con increíbles precauciones. ¿Derribar inmediatamente la puerta y vaciar el corredor? Refrenó un estúpido impulso; Carnarvon tenía que estar a su lado. No ofrecerle ese júbilo hubiera sido una traición despreciable.
Carter subió los doce peldaños y solicitó al reis que los cubriera de tierra e hiciera custodiar el lugar día y noche.
—Parece usted trastornado… ¿Quiere que le acompañe a casa?
—Gracias, Ahmed; prefiero estar solo.
Caía la noche. La luz lunar tendió sobre el Valle un velo plateado; muy exaltados, los obreros se dispersaron, convencidos de que un inmenso tesoro se ocultaba tras la misteriosa puerta. Pese a las recomendaciones del reis, nadie mantendría mucho tiempo la boca cerrada.
Carter montó en un asno; con los nervios de punta, tuvo deseos de vagabundear por el Valle durante toda la noche. Comenzaba una insoportable espera; ¿cuánto tiempo tardaría Carnarvon en bajar, a su vez, por aquella escalera? ¿Qué milagro podía prometerle Carter? Ciertamente no una tumba real, pero sin duda una sepultura muy antigua, datada en la dinastía de los Amenhotep y los Tutmosis. Si el conde viajaba para ver un escondrijo desvalijado y devastado, ¿no pondría fin, inmediatamente, a la campaña en curso? No, deliraba… La puerta sellada y el bloqueo del corredor probaban que aquel misterioso sepulcro no había sido violado.
El asno erró bajo la luna, mientras el enfebrecido cerebro de Carter se perdía en las más locas ensoñaciones, recorriendo toda la gama de la esperanza y la desesperación.