La cólera de Démosthène no desaparecía. Por culpa de Carter, el comercio de antigüedades iba cada vez peor. Ciertamente, el pillaje de las tumbas privadas proseguía, pero nada salía ya del Valle de los Reyes. Ahora bien, los aficionados pagaban siempre mejor los objetos procedentes del ilustre paraje, aunque fueran mediocres. De modo que el griego multiplicaba las entrevistas con los inspectores del Servicio; apreciaban su generosidad, que hacía más aceptable un salario miserable, y escuchaban los rumores que hacía correr. Todos sabían que el inglés era la bestia parda de Pierre Lacau y que daba mal ejemplo trabajando sin cesar; se hacía necesario librarse de él, tanto más cuanto los egiptólogos comenzaban a burlarse del «loco del Valle» que desplazaba toneladas de arena y roca buscando una tumba descubierta por Davis mucho tiempo atrás.
Frente a tres jóvenes lobos del Servicio, que se embolsaron un sobre conteniendo sus gastos de desplazamiento, Démosthène mostró varios de sus ases.
—Señores, tengo el desagradable deber de comunicarles que Howard Carter es un hombre corrupto. Acaba de firmar un acuerdo secreto con los americanos y les vende, a precio de oro, piezas muy raras.
—¿Objetos robados? —preguntó el inspector de mal grado.
—Naturalmente.
—¿Era Carnarvon su propietario oficial?
—En efecto.
—En tal caso, no podemos intervenir.
—¡Es un robo, un crimen contra el patrimonio egipcio!
—Es un asunto entre Carnarvon y sus compradores.
—Pero eso no es todo —insistió el griego—; Carter actúa como experto para los coleccionistas. Les exige considerables sumas antes de dar su preciosa opinión. Incluso el millonario Caluste Gulbenkian, el más rico vendedor de petróleo de la región, le ha pagado de modo principesco. ¡Caballeros, Carter se enriquece a costa de Egipto!
—¿Pruebas?
—¿No les basta mi buena fe?
—De todos modos. Carter no es un funcionario. Se gana la vida como quiere. Necesitaríamos una falta profesional evidente, un atentado al paraje, una sistemática destrucción de vestigios.
Démosthène pidió un licor de semillas de cáñamo; necesitaba aturdirse en un paraíso artificial, lejos de Luxor y de Carter.
Carter convocó al reís, a cuarenta hombres y ciento veinte muchachos. El mes de febrero sería decisivo; pidió al numeroso grupo que aumentaran sus esfuerzos en un nuevo emplazamiento, en el lado oeste de la tumba de Siptah, faraón de fines de la decimonona dinastía. El área no había sido explorada por Davis y podían esperarse agradables sorpresas.
El mes de febrero de 1922 vivió una intensa actividad; bajo la dirección de Ahmed Girigar, cada obrero puso todo su ardor en la tarea. Se desplazó una enorme cantidad de escombros, que fueron depositados en el torrente próximo a la tumba de Tutmosis III. Gracias al valor de su equipo, poco tiempo después Carter había llegado de nuevo al nivel más antiguo del Valle, donde esperaba descubrir la tumba de Tutankamón.
Un telegrama le avisó de la inminente llegada de Carnarvon.
Cuando el conde llegó a la excavación, Carter advirtió que tenía un aspecto preocupado. Lanzó una discreta mirada a las obras.
—Buen trabajo, Howard.
—El equipo se portó admirablemente; merece una gratificación.
—La tendrá. ¿Resultados?
El arqueólogo estaba al borde de las lágrimas.
—Nada. Absolutamente nada. Ni tumba, ni objetos hermosos.
—Tengo que comunicarle graves noticias. Mañana, 21 de febrero, Egipto será reconocido Estado soberano e independiente.
—Renuncia Inglaterra…
—No del todo. El verdadero dueño del país seguirá siendo el alto comisario británico y nuestro ejército seguirá ocupándolo. El gobierno de Su Majestad defenderá Egipto contra cualquier agresión exterior, protegerá sus intereses, garantizará la seguridad de sus medios de comunicación y controlará el Sudán.
—Estado soberano… Es una burla.
—No del todo, tampoco. Egipto gozará de más dignidad e Inglaterra tendrá que demostrarle más consideración.
Carnarvon olvidó precisar el papel que había desempeñado en las negociaciones.
—Los resultados parecen escasos —dijo Carter con emoción—, pero nuestro conocimiento del Valle ha aumentado en interesantes proporciones. Los planos de las tumbas reales de la decimoctava dinastía no tienen ya secreto para mí y comienzo a comprender cómo trabajaban los artesanos de los Ramsés. Fueron unas excavaciones exaltantes; ¿quiere que se las describa con detalle?
—Le sigo, Howard —repuso el conde con voz fatigada.
El 15 de marzo de 1922, Fuad I abandonó el título de sultán y se proclamó rey de Egipto de acuerdo con las autoridades británicas. Carter y Carnarvon cenaron frente a frente en el modesto comedor de la casa de excavación donde el arqueólogo ofreció una comida digna del conde: hojas de parra rellenas, albóndigas de cordero con especias, pescado del mar Rojo, melón y pasteles egipcios.
El aristócrata no se anduvo por las ramas.
—¿Existe todavía la esperanza de hacer un gran descubrimiento?
—Estoy convencido de ello.
—El balance no es una maravilla. Al margen de las transacciones comerciales, sin relación alguna con el Valle, sólo hemos descubierto los vasos ramésidas.
—Winlock ha demostrado que todavía debe encontrarse la tumba de Tutankamón.
—Le creo, Howard; pero ¿no se tratará de una pequeña sepultura correspondiente al reinado de un reyezuelo y, además, desvalijada desde mucho tiempo atrás?
—Desvalijada no, seguro: por los establecimientos de los anticuarios habrían circulado ya algunos objetos.
—Lo admito. Pero, aun permaneciendo intacta, no debe de contener gran cosa; proseguir esta quimera exigiría nuevas campañas y meses de encarnizado trabajo.
—Mientras exista una pulgada de terreno sin explorar, debemos seguir; me prometió usted suerte, señor conde.
—Sería injusto negárselo; pero tal vez sea una amante infiel que me ha abandonado.
—Juntos hemos vivido las más duras pruebas; el éxito está cerca, lo presiento.
—La concesión se está terminando.
—Lacau no se atreverá a negarle una renovación.
—Desengáñese: le odia.
—¡Qué su hiel le ahogue! Estos largos años, aparentemente estériles, eran indispensables; mi equipo está entrenado, su cohesión es perfecta y nos acercamos al fin de nuestra búsqueda.
—¿No tiene otro lugar que proponerme?
—No traicionemos al Valle.
Carnarvon advirtió que no podría doblegar la determinación de Carter.
—Como quiera… Le consagraremos pues una última temporada. ¿Qué lugar va a elegir?
Carter lo pensó largamente.
—Tal vez le parezca absurdo, pero tengo ganas de cavar bajo los cimientos de las casas de los obreros, junto a la tumba de Ramsés VI.
—Pero ya despejó usted esa zona.
—No llevé hasta el final las investigaciones, por culpa de los turistas y de las visitas oficiales; esta vez, cerraré el acceso a la tumba y sabré si esas provisionales moradas ocupan un depósito de cimientos que nos ofrezcan la clave del enigma.
El 9 de mayo de 1922, Carter había celebrado a solas sus cuarenta y nueve años. Tras haber bebido una botella de champaña, vagabundeó por su Valle. Le salían al paso tantos recuerdos: los descubrimientos de las tumbas del fundador, Amenhotep I, de la reina Hatshepsut, las esperanzas y los fracasos, el amor de Raifa, la fidelidad de Ahmed Girigar y su extraña amistad con George Herbert, conde de Carnarvon, tan próximo y tan lejano al mismo tiempo. Se sentía roto, agotado, como si su porvenir no le concerniera.
Menos de un año después, Carter se vería obligado a despedir a sus obreros y cerrar la excavación. Lacau y los egiptólogos triunfarían, el Valle sería abandonado y entregado a los turistas. El helado viento del fracaso le hizo estremecerse.