Carter, profundamente trastornado por la ruptura de su relación con Raifa, se zambulló en un trabajo hercúleo que agotó a sus más robustos obreros. En el centro del Valle, exploró el espacio entre la desoladora tumba 55 y la de Ramsés IX. Llegó una vez más al lecho rocoso sin más recompensa que un vaso canopeo de la época ramésida.
Negándose a abandonarse a la decepción, la emprendió con el otro lado de la tumba 55 y tuvo que contentarse con un magro escondrijo que contenía rosetas de bronce y jaspe rojo destinado a colorear los papiros. Llevó luego a su equipo hacia el vallecillo donde, alrededor de la tumba de Tutmosis III, había removido ya toneladas de escombros. De nuevo entró en acción la vagoneta.
En vano.
El Valle permanecía estéril.
—Su atención me conmueve.
—Está usted muy solo aquí.
—Me rodean los faraones.
—¿No es en exceso silencioso su discurso?
—Confieso que su voz no es tan suave como la suya.
—¿Se está convirtiendo en un seductor, señor Carter?
—Temo que, en este terreno, soy el más torpe de los hombres.
—No estoy yo muy segura…
—¿Volverá?
—No lo dude.
El vestido blanco onduló y desapareció en el crepúsculo.
Carnarvon y Carter asistieron a la puesta de sol, sentados bajo el tejadillo de la casa de excavación.
—¿Nada todavía, Howard?
—Nada importante, es cierto. El Valle es, tal vez, el más ingrato de todos los parajes, pero cuando te entrega uno de sus secretos, te recompensa ampliamente los largos años de monótono trabajo.
—Confío en usted, pero comienzo a dudar. ¿Qué plan tiene ahora?
—Llegar a la roca primitiva junto a las grandes tumbas. Las sepulturas ramésidas fueron excavadas a un nivel más alto que las tumbas de la decimoctava dinastía, a la que pertenece Tutankamón. Por lo tanto, no sólo hay que llegar por debajo de los desmontes sino también por debajo de los suelos de Ramsés II y sus sucesores.
—Es una empresa colosal.
—¿Acaso no me eligió usted por eso?
El conde sonrió.
—Limítese a descubrir los misterios del Valle, Howard, no los míos.
Carnarvon se levantó y, con lentos pasos, bajó por el sendero con la ayuda del bastón.
Carter se preguntaba a menudo si el aristócrata le consideraba un verdadero amigo o le ofrecía sólo la ilusión de tal privilegio. Que le pusiera a prueba no le entristecía, porque su existencia era sólo una sucesión de desafíos; pero le hubiera gustado que, una vez al menos, lord Carnarvon le abriera su corazón.
De la postrera lengua de fuego que el moribundo sol lanzaba sobre la ladera del Valle, surgió una mujer de cabellos negros y vestido blanco.
—No quería irme de Luxor sin saludarle —dijo lady Evelyn.
Pierre Lacau cerró el expediente. Tras haber reflexionado mucho, había tomado decisiones que serían irrevocables, sin tener en cuenta intereses particulares y susceptibilidades diversas. Recibió pues a lord Carnarvon con una fría determinación.
—Lo siento, señor director: no tengo tesoro alguno que compartir. Ha sido una mala temporada de excavaciones.
—Tendría usted que cambiar de arqueólogo.
—Howard Carter me satisface por completo.
—Tiene una lengua demasiado larga, sobre todo cuando critica al Servicio y trata a su director de sabio mediocre e incompetente.
—Habladurías.
—Han llegado tanto a mis oídos que deben de ser ciertas.
—¿Es Carter el tema de nuestra entrevista?
Lacau abrió el expediente.
—Los permisos de excavación son documentos obsoletos; en adelante, incluirán una obligación que se respetará al pie de la letra: la permanente presencia de un inspector del Servicio en cada excavación; llevará a cabo una vigilancia efectiva y, en caso de necesidad, podrá intervenir.
—¿No teme usted algunas… fricciones?
—Las ignoraré.
—¿Eso es todo?
—Las modalidades de reparto de los objetos hallados durante las excavaciones se han modificado.
Las manos de Carnarvon se crisparon sobre el pomo de su bastón.
—¿De qué modo?
—Ha quedado abolido el reparto habitual, mitad y mitad. El Servicio adquirirá la totalidad de las piezas arqueológicas halladas o una parte, según le convenga y según las necesidades del Museo.
—Abuso de autoridad… ¿Es ésta la palabra?
—Necesidad científica.
—Tendré que doblegarme pues.
—Se lo recomiendo encarecidamente. Hay otra cosa decisiva, señor conde: su concesión concluirá en abril de 1923. Luego el Valle de los Reyes volverá al Servicio de Antigüedades.
—Eso no es muy correcto; el señor Maspero me había ofrecido mejores plazos.
—Dios lo tenga en su seno; pero ya no dirige el Servicio. Creo que regresa usted a Inglaterra. Permítame que le desee buen viaje.
A comienzos de otoño de 1921, lord Carnarvon escuchó las primeras emisiones regulares de radio en un enorme aparato receptor que desfiguraba su biblioteca. El mundo iba de mal en peor: China había autorizado la creación de un partido comunista y Alemania la de un partido nacionalsocialista impulsado por Hitler, sangrientas convulsiones sacudían Rusia, huelgas de mineros turbaban la serenidad de Gran Bretaña. Egipto inquietaba de nuevo al conde; a causa del clima de insurrección, las autoridades británicas habían aceptado dialogar con los independentistas; pero la negociación había durado muy poco pues el alto comisario se negaba a cualquier concesión. Zaghlul había servido de chivo expiatorio y había vivido una segunda deportación, a las Seychelles esta vez.
El verde césped de Highclere brillaba bajo el sol de otoño; por la ventana de la biblioteca, el quinto conde de Carnarvon contemplaba hechizado un paisaje inmutable desde hacía varias generaciones. La más abominable guerra había devastado Europa, vacilaban las sociedades más estables, pero Highclere permanecía idéntico a sí mismo, inmutable jalón en el camino.
Después de la cena, lady Almina permaneció junto a su marido, ante el fuego de la chimenea.
—Estás preocupada, querida.
—Nuestros contables me han avisado. La cotización de la libra flaquea, la inflación se acentúa y nuestros gastos aumentan. Mantener nuestras 15.000 hectáreas y una numerosa servidumbre será pronto imposible. Si queremos mantener nuestro tren de vida, tendremos que hacer algunos ahorros.
~¿En qué terrenos?
—En el personal del servicio doméstico, imposible; con los jardineros, también; los equipos de montería son indispensables. De modo que sólo queda…
—… Mis excavaciones en Egipto.
—Sus resultados son mediocres, confiésalo. La venta de tu colección no podrá compensar la inversión. Piénsalo, te lo ruego.
Carter lamentó no haber conservado un puesto fijo que le habría permitido excavar durante toda su vida sin obligarle a obtener resultados; estúpido pensamiento, advirtió enseguida, porque la jerarquía administrativa no le habría permitido explorar el Valle de los Reyes. Carnarvon era el único hombre que le ofrecía la posibilidad de realizar su sueño.
Carter acudió a la cita que le había dado Herbert Winlock.
En uno de los salones del Winter Palace tendría lugar la última transacción que convertiría al Metropolitan Museum en propietario de los más hermosos objetos de la colección Carnarvon. Pronto se expondrían más de doscientas piezas; collares, brazaletes, anillos y copas darían prueba del arte de los orfebres del Imperio Nuevo, para desesperación del Servicio de Antigüedades y del British Museum.
La cantidad que lord Carnarvon recibiría compensaría, en gran parte, sus esfuerzos; por lo que a la comisión de Carter se refiere, le permitiría concluir sus días en una aldea del Alto Egipto, lejos de una civilización ficticia cuyos dogmas no compartía.
Winlock, risueño, advirtió que el inglés estaba apagado.
—La concesión concluye en la primavera de 1923 y no habré terminado mi trabajo.
—En Nueva York, he examinado atentamente el modesto hallazgo desdeñado por Davis… Mi hipótesis se ha confirmado. La presencia de los sellos de la necrópolis real y del nombre de Tutankamón prueban de modo definitivo que se celebró en su honor un banquete fúnebre en el Valle donde está enterrado. Puedo incluso precisar que los comensales eran ocho, que llevaban coronas de flores y que la comida fue abundante; el menú incluía pato y cordero. Bebieron cerveza y vino y cuidaron de enterrar, al mismo tiempo, los restos de la excepcional comida y las piezas de vajilla.
La mirada de Carter se animó.
—No tengo derecho a dudar. Tutankamón está aquí, muy cerca; pero ¿por qué lo ocultaron tan bien?