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Pierre Lacau no lograba concentrarse en el texto jeroglífico que estaba traduciendo; le obsesionaban demasiadas preocupaciones. El 5 de abril, la Sociedad de Naciones había autorizado a Gran Bretaña a ocupar Palestina; la influencia inglesa en el Próximo Oriente iba aumentando. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que atacara el bastión del Servicio de Antigüedades?

Desgraciadamente, el excavador más célebre y más activo era aquel Carter, que, una vez más, alimentaba la crónica; acababa de desenterrar trece vasos de alabastro en un olvidado rincón del Valle de los Reyes. Lejos de envanecerse, se había limitado a fotografiarlos, indicar su posición y describirlos en su propio catálogo arqueológico, dejando para lord Carnarvon la gloria del descubrimiento.

El erudito francés se sentía investido de una misión sagrada: llevar a cabo su papel de director del Servicio defendiendo, a la vez, los intereses de la ciencia y los de su país. Así, tras un período de observación por el que le habían considerado pasivo, pasaba a la ofensiva.

—Ha llegado lord Carnarvon —anunció su secretario.

—Que entre.

Pierre Lacau se levantó para saludar al aristócrata.

—Gracias por haber aceptado la cita, señor conde.

—Visitarle es un privilegio, señor director; es usted uno de los hombres más poderosos de este país.

—Un humilde funcionario que intenta preservar un prestigioso patrimonio, y sólo eso.

Les sirvieron café.

—Su éxito ha sido sonado.

—Hermosas piezas, lo admito.

—Se habla de obras maestras.

—Éstos son los dibujos de Howard Carter.

Lacau apreció el talento del artista y la belleza de los vasos.

—El rumor no mentía. Por un lado, es maravilloso; por el otro, es bastante molesto.

—¿A qué viene esa inquietud?

—Esos esplendores forman parte del patrimonio egipcio.

—El contrato firmado con el Servicio de Antigüedades es muy claro; yo financio las excavaciones, los hallazgos me pertenecen.

—El texto es más ambiguo —consideró Lacau—; y he emprendido una profunda reforma jurídica.

—Una ley no puede ser retroactiva, señor director.

—Cierto, cierto… Iniciar una batalla legal me disgustaría. Sin embargo…

A Carnarvon, el francés le pareció peligroso. El tono suave y la cortés actitud ocultaban una voluntad de hierro y una rara obstinación; además, aquel elegante personaje, de rostro fino y magnífica barba blanca, manejaba la astucia como si fuera un juego de niños.

—¿Ha pensado pues en algún trato?

—No soy un comerciante… Pero a mi entender, un reparto sería una excelente solución.

—¿En qué condiciones?

—Siete vasos para el Museo y seis para usted; le dejo elegir. Los adornados con una cabeza de íbice darán prestigio a su colección; por lo que a la moral científica se refiere, será considerada suave.

—Deseo, señor director, que el pacto selle nuestras buenas relaciones.

—¿Por qué iba a ser de otro modo, señor conde?

Carnarvon pasó en Highclere un apacible verano. Su salud mejoraba; su esposa y su hija evocaban a menudo su temporada egipcia y preparaban ya la próxima expedición. Durante sus largos paseos con Susie, el conde pensaba en la favorable evolución que Egipto estaba experimentando; al fijar las fronteras de una despedazada Turquía, el tratado de Lausana había liberado definitivamente el viejo Estado de la influencia otomana. Pese a esporádicos tumultos, la sociedad se remodelaba; la fundación del banco Misr permitía recuperar el ahorro mientras iba formándose una burguesía media, deseosa de gozar los frutos de una expansión económica cada vez más evidente. En verdad, las aspiraciones a la independencia no desaparecían; pero parecían menos agresivas y tal vez fueran extinguiéndose en el fluir de la prosperidad.

—¿Está soñando, padre?

—No puedo ocultarte nada, Eve.

—Me gusta el diminutivo.

—Desconfía; te convierte en una tentadora.

—Júreme de nuevo que, este invierno, me llevará con usted.

—Sólo tengo una palabra.

—Egipto es tan bonito… ¡Y el Valle! Comprendo su pasión.

—Me haces tan feliz…

—¿Cree usted que el señor Carter descubrirá su famosa tumba?

—Él lo cree; y eso es lo esencial.

El calor disminuyó con los primeros días de otoño.

Howard Carter fue a El Cairo para hablar con Arthur Lucas, director del laboratorio analítico del gobierno, al que había confiado parte del contenido de los vasos; químico experimentado, a Lucas le apasionaban las técnicas de preservación y restauración de las antigüedades. Su rostro oval estaba adornado por un espeso bigote negro y unas tupidas cejas, y el sabio nunca perdía su seriedad de la que su cuello duro, de inmaculada blancura, era la mejor prueba.

Lucas, lento y meticuloso, había estudiado con placer un material de tres milenios de antigüedad.

—¿Cuáles son sus conclusiones? —preguntó Carter.

—Sus jarrones contenían una mezcla de cuarzo, calcáreo, asfalto, resina y sulfato de sodio.

—¿Rastros de aceite?

—Efectivamente.

Carter se sintió decepcionado; de acuerdo con las inscripciones, los vasos habían servido para conservar los aceites sagrados y, por lo tanto, no pertenecían a un material funerario que habría podido indicar la proximidad de una tumba.

—¿Progresan sus investigaciones?

—Limpiaré todo el Valle, si es preciso.

—Me gustaría ayudarle; si necesita la química, no deje de recurrir a mis servicios.

Ahmed Girigar y sus obreros volvieron al trabajo con entusiasmo; Carter, presente día tras día en la excavación, les comunicaba su energía y su convicción de tener éxito. Tras haber despejado las casas de los obreros, abrió una nueva excavación en el torrente próximo a la tumba de Tutmosis III; también allí tuvo que mover los escombros procedentes de las excavaciones de Davis para alcanzar el suelo del Valle de la decimoctava dinastía, época en la que había sido elegido como sepultura para los faraones.

El mapa del arqueólogo se enriquecía sin cesar; precisaba el emplazamiento de las pequeñas sepulturas, rectificaba los errores de sus predecesores, establecía planos exactos y reflexionaba sobre las decisiones de los constructores. Con frecuencia, con demasiada frecuencia, olvidaba la necesidad de descubrir objetos dignos de una colección de calidad. Su único hallazgo fue un lote de fragmentos de canopeos procedentes de la tumba 42, la primera que había explorado en el Valle, muchos años antes.

Cuando Carnarvon regresó, acompañado por su esposa y su hija, no se reprodujo milagro alguno. Carter no tuvo ningún objeto, pequeño o grande, para ofrecerle. Su única sorpresa consistió en acondicionar como comedor la parte superior de la tumba de Ramsés XI, donde se celebró el banquete de Navidad regado con un excelente champaña. Encantado de ver feliz a su hija y relajada a su esposa, Carnarvon no hizo pregunta alguna sobre los escasos resultados de la campaña en curso; instalados alrededor de una larga mesa, los comensales participaron en una fiesta al margen del tiempo gracias a la benevolencia de un hospitalario faraón.

Cuando sus invitados se hubieron marchado. Carter apagó la luz y respiró a pleno pulmón el aire nocturno; caminó con lentos pasos, comulgó con aquel Valle que tanto amaba y que le negaba su último secreto.

Quince pasos más allá, una silueta surgió de las tinieblas.

—¡Raifa!

—Ni siquiera recuerdas ya que existo, Howard.

—Raifa…

—No mientas. He visto a la muchacha, he visto el modo como la mirabas.

—Lady Evelyn es la hija de Carnarvon. No tengo derecho…

—Al amor no le importan las prohibiciones; tampoco yo tenía derecho. Pero ella tiene veinte años y yo más de cuarenta… ¿Hay otra verdad?

Raifa retrocedió.

—No te vayas…

—No me retendrás, Howard. El Valle ha ganado. Ha atraído a esa muchacha y nos aleja para siempre.