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Durante todo el mes de enero de 1920, Carter trasladó los montones de escombros que llenaban los alrededores de la tumba de Merenptah, hijo y sucesor de Ramsés II. Gracias a la vagoneta, el trabajo progresó deprisa. Ante la entrada de la tumba de Ramsés IV, Carter descubrió cinco depósitos de cimientos que contenían herramientas en miniatura, cuentas, placas de loza y cuatro grandes fosas cerradas. Semejante dispositivo permitía esperar un escondrijo; lamentablemente, estaban vacías.

Carter se había estancado. Y sólo podía acusarse a sí mismo, porque no carecía de hombres ni de material. Muchos esfuerzos desplegados para tan escasos resultados… Pese a su obstinación y su sentido del método, estaba muy lejos de igualar las hazañas de Theodore Davis. De vez en cuando, se desesperaba; ¿no sería necesario rendirse a las razones de casi todos los egiptólogos, convencidos de que el Valle estaba agotado?

El deterioro de la salud del conde agravaba la sensación de fracaso; todo se coaligaba contra el arqueólogo. ¿Creía todavía Carnarvon en un gran éxito? Ni siquiera se había tomado el trabajo de llevar a su hija a Luxor.

Un telegrama, recibido el 24 de enero, hizo que Howard Carter lamentara haber dudado de su patrón. El arqueólogo convocó enseguida a Ahmed Girigar y le pidió que redoblaran el ritmo; se concedería una prima especial a los obreros para que despejaran las cercanías de la tumba de Ramsés II, donde podían estar ocultos preciosos objetos. Cuando el conde llegara a la excavación. Carter no tendría las manos vacías.

Lady Almina rechazó Egipto en cuanto dio el primer paso en la tierra de los faraones. «El más hermoso país del mundo», según decía su marido, era sólo un gigantesco depósito de moscas donde reinaba un sol insoportable y donde soplaban vientos que acarreaban polvo y producían jaqueca. ¿Qué encanto podía hallarse en aquellas llanas extensiones, donde frágiles palmeras luchaban contra la sequía, en esos desiertos ardientes e inhóspitos, en esos huertecillos miserables y mal cuidados, qué excusas podía tener esa gente perezosa y sucia que se pasaban el tiempo sentados y fumando en pipa?

Cuanto más se dirigía hacia el sur, menos esperaba lady Almina una lluvia constante y verdeantes vallecillos. Embutida en un traje de lana, no dejaba de quejarse.

—¿Es indispensable ir hasta Luxor?

—Afortunadamente, sí.

—¡Afortunadamente! ¿Cómo os puede gustar esta región y los salvajes que la habitan?

—¿Sabes que nos consideran unos analfabetos?

Lady Almina se sobresaltó.

—¡Y con qué derecho. Dios del cielo!

—Para ellos, lo hacemos todo al revés; caminamos con zapatos en los lugares sagrados, nos quitamos el sombrero en las casas y, sobre todo, escribimos en la dirección equivocada, de izquierda a derecha, cuando un hombre culto sólo escribe de derecha a izquierda.

—Esos argumentos son tan absurdos que prefiero callarme.

Los alrededores del Valle de los Reyes asustaron a la esposa de lord Carnarvon. El caos de rocas, el aspecto implacable de los acantilados abrumados por el sol y el silencio mineral le produjeron la sensación de salir del mundo de los vivos y entrar en un universo decididamente hostil en el que no tenía su lugar. Cuando Howard Carter salió a su encuentro, creyó que se le aparecía un demonio surgido de una de las tumbas excavadas en la roca; el impecable traje de tres piezas, la pajarita a lunares y el aspecto del personaje la tranquilizaron. Se las estaba viendo con un compatriota, islote de civilización en aquella desolación.

Los saludos y las presentaciones tuvieron lugar de acuerdo con la costumbre, manteniéndose lady Evelyn ligeramente retrasada; luego, seguida por Susie, Carter hizo visitar al trío la tumba de Seti I. Aconsejó a lady Almina que entregara a un obrero su pesado casco colonial provisto de velo, pero ella se negó secamente. Vestida con un elegante traje de cuero acharolado y cubierta de joyas, avanzaba penosamente por culpa de sus altos tacones. Lady Evelyn, que había avisado a su madre de que se trataba de una excursión por el desierto y no de una garden-party, se había limitado a un pullover escotado, una falda escocesa y una sombrilla.

Carter describió con entusiasmo el viaje del sol al otro mundo y sus sucesivas transformaciones desde una muerte aparente hasta la resurrección. Deslumbrada, intrigada, lady Almina seguía a la defensiva; una buena cristiana y una aristócrata nacida en el país más refinado del mundo no tenía derecho a admirar las bárbaras obras de una religión ya pasada.

La casa de excavación reavivó su animosidad.

—¿Cómo puede usted vivir en ese extravagante marco, señor Carter? ¡Esta morada es indigna de un gentleman!

—Por ello debemos mejorarla —declaró lady Evelyn con voz suave—. Mañana traerán baúles Henos de alfombras, mosquiteras, cortinas y lámparas de petróleo. He pensado incluso en una escobilla para luchar contra el polvo de las tumbas.

—Nuestra estancia será así más agradable —consideró el conde— porque los alimentos prometidos están ya en camino.

—¡«Nuestra estancia»! —se indignó lady Almina—; ¡no vas a obligarme a vivir aquí!

—Claro que no, querida; tienes una suite reservada en el mejor hotel de Luxor. Por lo que me afecta, pasaré algunas noches en esta casa.

Lady Evelyn no se atrevió a formular su deseo; ¡cómo le hubiera gustado vivir, también, en el Valle! Había heredado de su padre la afición por la aventura y las situaciones inesperadas. Cuando se añadía a ello el aroma del misterio, se sentía animada por la pasión de conquistar. Ser propietaria, a los veinte años, del más famoso paraje de Oriente era el más increíble de los milagros.

Howard Carter comprobó la raya de sus pantalones, se ajustó la pajarita, cortó un rebelde pelo que deshonraba su bigote y bajó hacia la excavación, donde le aguardaba una temible prueba. Aquella mañana del mes de marzo, debía mostrar a los Carnarvon el resultado de los enormes trabajos de limpieza que habían costado muy caros al conde. El arqueólogo sólo tenía una certeza: ninguna tumba se ocultaba en los lugares que habían sido examinados con el mayor cuidado. Ni asomo de estatuas, collares de oro o figurillas funerarias; ¿qué enseñarle a lord Carnarvon, salvo la roca, los restos de herramientas utilizadas por los constructores y los cimientos de las casitas donde trabajaban? El triángulo formado por las tumbas de Ramsés VI, Ramsés II y Merenptah, del que tanto esperaba Carter, se había revelado estéril. No había pues cumplido su primera misión: enriquecer la colección privada del conde.

Por consejo de su hija, lady Almina había aceptado vestir más ligeramente; sin abandonar su oscura chaqueta y la estricta falda gris, había aceptado cambiar la lana por el algodón. A veces, comenzaba a disfrutar del sol de Luxor e incluso de los paseos en faluca por el Nilo, pero se reprochaba esos instantes de abandono. A su lado, lady Evelyn estaba resplandeciente: sombrero con flores, vestido blanco, collar de perlas que subrayaba el fulgor de su juventud. El conde, apoyado en su bastón, miró su reloj.

—Somos puntuales, Howard; enséñenos sus hallazgos.

En pocos instantes, Carter se vería obligado a afrontar la vergüenza. Intentaría demostrar el valor científico de las excavaciones emprendidas, con la certidumbre de que los Carnarvon bostezarían enseguida de aburrimientos. A pocos pasos de la última cavidad excavada por su equipo, Ahmed Girigar murmuró unas palabras al oído de Carter.

—¿Estás seguro?

—Lo estoy.

Más relajado, Carter hizo que sus huéspedes recorrieran la excavación; ambas mujeres se asombraron por la magnitud de los trabajos, el conde permaneció silencioso. Tras media hora de explicaciones técnicas, interrumpió al arqueólogo.

—Esas montañas de roca debían ocultar magníficos objetos; estamos impacientes por admirarlos.

Carter les llevó hacia el profundo agujero a cuyo alrededor Ahmed Girigar había apostado varios guardianes.

—Vamos a vivir juntos la coronación de uno de los trabajos —anunció con orgullo—. Al fondo, hay un escondrijo. ¿Desea usted bajar el primero, lord Carnarvon, y extraer el tesoro?

—Ese privilegio me corresponde —declaró lady Almina, ante la general estupefacción—. No he hecho este largo viaje para nada; si invertimos una fortuna en esta región, quiero apreciar nuestras adquisiciones.

Intrépida, lady Almina bajó por la pendiente.

Molesto, torpe. Carter intentó ayudarla; ella fue más rápida y, tras algunos resbalones, llegó a su objetivo.

—¿Cómo debo proceder?

—Bueno…, con la mano.

Sin vacilar, la aristócrata hundió sus manos en la venerable tierra, mezcla de arena y restos rocosos; muy pronto, puso al descubierto el cuello de un vaso. Loca de alegría, lo sacó de la ganga y lo blandió con una exaltación que se apoderó de la asistencia.

—¡Un vaso de alabastro! ¡Es espléndido!

Carter tomó la obra maestra. Sin aguardar su autorización, lady Almina siguió cavando. El escondrijo contenía trece soberbios vasos con el nombre de Ramsés II y de su hijo Merenptah. El destino acababa de salvar a Howard Carter ofreciendo a Carnarvon las más hermosas piezas descubiertas en el Valle desde que financiaba las excavaciones.