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La pareja descendió lentamente por la pasarela. Un sombrero negro, acampanado, ocultaba la cabellera de la muchacha de rostro radiante, apenas salido de la infancia; su chaqueta gris de grandes solapas, pesada y austera, tenía sin embargo un escote que permitía adivinar unas formas encantadoras. La larga falda y las medias negras aumentaban la excesiva seriedad del conjunto.

—Me alegra verle, Howard; le presento a mi hija, lady Evelyn.

Los grandes ojos negros cautivaron la mirada de Carter. ¿Cómo podía una mujer ser, al mismo tiempo, tan hermosa y tan tierna, tan púdica y tan atractiva?

—Bueno, Howard, ¿ha perdido usted la lengua en el Valle?

—Perdóneme… la emoción.

—Encantada de conocerle, señor Carter; mi padre, en Highclere, sólo habla de usted y de ese rey tan misterioso cuyo nombre he olvidado.

—Viajar es indispensable para conocer bien la humanidad; por eso decidí llevarme a Eve. Susie estaba de acuerdo.

—¿No fui yo la que insistí hasta terminar con su legendaria paciencia?

—Es un punto demasiado delicado para tratarlo a toda prisa.

Entre padre e hija reinaba una risueña complicidad; Carter se sintió torpe, incapaz de encontrar la palabra justa. Relató, precipitadamente, sus últimos trabajos en el Valle, mientras los mozos se ocupaban del equipaje.

—¿Desea lady Evelyn ver los más hermosos parajes del país?

—Tengo calor —repuso ella—, pero ¿cómo vestirme de otro modo? He leído que una mujer tiene que ocultarse con ropa gruesa e, incluso, velarse el rostro.

—Sólo las campesinas son tan estrictas, en algunos lugares apartados. En la ciudad, la ropa europea no sorprende a nadie.

—¡Maravilloso! Tuve razón llenando mis maletas.

—Yo opté por un contenido distinto —reveló el conde—; tras tantos años de privación, creí que incluso un arqueólogo tan exigente como Howard Carter no desdeñaría algunos sencillos placeres. Nuestra casa de excavación pronto tendrá vino francés, coñac, cerveza inglesa, tabaco y el mejor café; cuando se combate contra el misterio, es preciso recuperar fuerzas.

De El Cairo a Medinet el-Fayum, lord Carnarvon y su hija viajaron en un automóvil conducido por un chófer a veces vacilante y otras audaz; luego el conde eligió una calesa en buen estado tirada por bien cuidados caballos.

—¿Adónde me lleva?— preguntó, perdida en una ruidosa multitud.

—Al paraíso.

En cuanto hubo salido de la ciudad donde los canales, convertidos en cloacas, hacían reinar un hedor pestilencial, la calesa tomó caminos de tierra flanqueados por huertecillos. A la muchacha le sorprendió el lujurioso paisaje, adornado con palmeras datileras, limoneros, adelfas o hibiscus; su sorpresa fue mayor todavía cuando descubrió el lago Qarum, inmenso depósito de agua acondicionado por los faraones y del que la provincia de Fayum obtenía su fertilidad.

—Antaño —indicó lord Carnarvon—, el lago era dos veces mayor y la vegetación mucho más densa; los nobles venían a cazar en una reserva, en ciertas épocas del año.

—El paraíso… Tiene usted razón, debe de ser como este lugar. Almorzaron a orillas del lago, donde se pescaban excelentes peces. Susie probó una variedad de trucha con evidente satisfacción. De pronto, lady Evelyn dejó de comer.

—Allí, cerca de la barquita, se está bañando un hombre.

Carnarvon levantó la cabeza.

—Es innegable.

—¡Pero está desnudo!

—No tengo calzón alguno que proporcionarle. O cambias de lugar o aceptas la fatalidad.

—Creía que los musulmanes prohibían la desnudez, incluso en el baño.

—A las mujeres, sí; a los hombres, no, sobre todo en esta región donde se han conservado las antiguas costumbres. Bajo los faraones, nadaban desnudos y trabajaban, del mismo modo, en los campos.

—Observar los hábitos que sobreviven forma parte del aprendizaje de una futura arqueóloga, ¿no es cierto? No cambiaré de lugar.

El conde llevó a su hija a parajes que los turistas no frecuentaban, como el templo de Medinet Maadi, admirable vestigio de una gran ciudad enterrada por la arena, o el santuario ptolemaico de Kasr Karun, de piedras rubias y cálidas. Vagaron por las riberas del lago, reposaron a la sombra de las palmeras y fueron recibidos en varias viviendas aldeanas donde les ofrecieron tortas y té a la menta.

—El señor Carter parecía enojado al verle partir —observó la muchacha.

—Enojado es demasiado; deseaba enseñarte enseguida el Valle, es decir… su Valle.

—¿Cuándo iremos?

—Pronto. He querido prepararte para la impresión permitiéndote admirar las maravillas del país. El Valle es otro mundo, feroz, hostil y grandioso.

—Diríase que le da miedo.

—Un poco, lo confieso. Sólo habla de muerte y de eternidad, y en tan poderosos términos que el alma queda cautivada.

A pocos kilómetros al norte de Medinet el-Fayum, unos campesinos armados con horcas detuvieron la calesa. Se inició un vivo diálogo entre ellos y el cochero.

Carnarvon, que hablaba mal el árabe pero comprendía muchas palabras, captó lo esencial.

—Una revuelta. Los independentistas han acosado a unos policías y quieren atacar a los extranjeros.

Lady Evelyn estrechó el brazo de su padre.

El cochero propuso al conde cambiar de camino y seguir a pie, si era necesario; la cólera del pueblo estaba estallando en varias aglomeraciones. El paraíso se teñía de sangre.

Lord Carnarvon fue recibido por un colaborador íntimo del mariscal Allenby, el alto comisario que reinaba en Egipto.

—No podrá controlar por mucho tiempo los movimientos de la multitud —predijo el conde.

—No sea tan pesimista.

—Tranquilice el juego o todo el país se inflamará.

—¿Qué propone?

—Libere a Zaghlul.

—¡Ni lo sueñe!

—Lo ha convertido en un mártir; los discursos de sus partidarios son cada vez más violentos.

—Si sale de la cárcel, no podremos detenerle.

—Muy al contrario, se agotará.

—Peligrosa apuesta.

—Es la única salida posible. Zaghlul es mucho más temible en la cárcel: y no es nuestra única preocupación.

El funcionario, contrariado ya, se retrajo más aún.

—Sea más explícito.

—La deuda de Egipto sigue siendo considerable: los países vencidos, Alemania, Austria y Hungría, no forman parte ya de la caja que se encarga de administrarla. Debido a la Revolución, Rusia se ha retirado; sólo quedan los italianos, los franceses y nosotros. Si no me equivoco, el triunvirato no durará mucho; será necesario que haya un vencedor.

—Secreto de Estado, lord Carnarvon.

—Secreto de rábanos. Si Inglaterra no quiere hacer el ridículo, primero debe restablecer la paz.

Carter, despechado, se sentía solo. Carnarvon y su hija, ocupados en El Cairo, no sentían interés alguno por sus trabajos. La precaria calma que se había hecho de nuevo en el Alto Egipto le permitió reanudar sus excavaciones alrededor de la tumba de Ramsés IV y, luego, ante la de Tutmosis III; pero los primeros sondeos no proporcionaron ninguna pista interesante.

Tras una decepcionante semana, Carter se paseaba a orillas del Nilo, en Luxor, cuando fue abordado por uno de los más famosos vendedores de antigüedades clandestinas de la orilla oeste, un hombre joven y afeitado que pertenecía al clan de Abd el-Rassul.

—Le había prometido un lote de escarabeos.

—Eso es.

—Ahora no temo ya que me denuncie, porque prometió usted no avisar a la policía.

—A condición de que ningún solo objeto salga del Valle de los Reyes.

—Maldito sea quien rompa su palabra.

—¿Dónde están los escarabeos?

—Ya no los tengo; otro comprador me propuso un precio mejor. Si los quiere, tendrá que pagarme el doble.

—¿Quién se ha permitido…?

—No se enoje, señor Carter: el comercio es así. Esperaré su respuesta hasta mañana.

Estupefacto, Carter siguió a distancia al vendedor. ¿Quién se divertía haciendo subir así los precios e interviniendo en relaciones establecidas desde mucho tiempo atrás, las únicas capaces de salvar ciertos objetos?

El hombre entró en el Winter Palace; salió pocos minutos más tarde con un americano al que Carter reconoció enseguida: ¡Herbert Winlock! El inglés les siguió y aguardó a que la conversación finalizara para presentarse a su amigo.

—Perdone mi brutalidad, Herbert, ¿ese muchacho le ha ofrecido un lote de escarabeos?

—Sí, pero…

—Pertenecen a lord Carnarvon.

El americano, divertido, se palpó las mejillas.

—Dicho de otro modo, ese bandido intenta interrumpir el circuito normal y enemistamos el uno con el otro.

—Mucho me temo.

—Bueno, se lo mandaré de nuevo. El Metropolitan Museum se comprometió a no impedir en absoluto las transacciones de su patrón siempre que la mejor parte de su colección llegue a nuestras manos; creo que no tiene motivos para quejarse.

—La comisión que percibo me pone, por algún tiempo, a cubierto de necesidades.

—Eso está bien. No tema; la regla del juego sigue siendo la misma. Entre usted y yo, me divierte vencer a los ingleses en su propio terreno y dejar en la sombra al British Museum.

Winlock se ruborizó.

—Perdóneme…, olvidaba que era usted inglés.

Carter no protestó. ¿Seguía siendo inglés?

Carnarvon no presumía de su triunfo. La liberación del líder independentista había apaciguado los espíritus; Zaghlul peroraba libre y vehementemente, las palabras sustituían a la acción. Al salir del despacho del alto comisario, donde le habían alentado a proseguir su tarea, el conde sintió que las piernas le fallaban. Su corazón palpitó con fuerza y respiraba trabajosamente. El conserje acudió en su ayuda. Susie ladró.

—Avisen a mi hija, pronto…

En el barco que les llevaba de regreso, Evelyn cuidó a su padre, que debía someterse a una ligera intervención quirúrgica en Inglaterra. Luchó contra la desesperación que le amenazaba.

—Carter debe de sentirse desanimado —dijo el conde—. Venía a traerle mi apoyo y ni siquiera hemos ido a Luxor.

—Es sólo un aplazamiento; en cuanto pueda ponerse otra vez de pie, volveremos. Egipto me fascina tanto como a usted.