Lady Almina, de acuerdo con los deseos de su esposo, había organizado una cena de trece invitados. El comedor estaba iluminado sólo por velas. No conocía a ninguno de sus huéspedes cuya apariencia le pareció más bien extraña; mujeres de edad que llevaban recargados vestidos y hombres barbudos. Uno de ellos lucía un turbante. Cuando se hubieron instalado, de acuerdo con la distribución que había hecho el conde, lady Almina se atrevió a interrogarle en voz baja.
—¿Quiénes son esas personas?
—Los mejores médiums de Londres.
—¿Iluminados en Highclere? Pero ¿porqué…?
Carnarvon posó el índice en los labios de su esposa.
—Recojámonos, querida; el asunto es serio.
Durante la cena, la flor y nata de la videncia británica se comportó de un modo honorable; el conde advirtió incluso cierta propensión a la gula en la mayoría de sus miembros. Acostumbrado a examinar a los seres con la mirada, fijándose en sus actitudes o en sus gestos, descubrió pronto a dos charlatanes, varios desequilibrados y un loco. Una mujercita morena, que llevaba su impudor hasta parecerse a una reina Victoria de cierta edad, le intrigó; comía poco, hablaba menos todavía y contemplaba sin cesar la llama de una vela, como si quisiera hipnotizarse.
Levantada la mesa, lord Carnarvon mostró un plano del Valle de los Reyes y una hoja en la que Carter había inscrito en jeroglífico los nombres de Tutankamón.
—Concéntrense, amigos míos, y apelen a los espíritus. ¿El rey cuyos nombres están aquí escritos fue enterrado en este lugar? Y si lo fue, ¿pueden precisar dónde?
Un pesado silencio se apoderó de la concurrencia. Unos cerraron los ojos, otros adoptaron una actitud de plegaría y otros, por fin, se recogieron ante una bola de cristal o unas cartas de tarot. La sosias de la reina Victoria si* guio mirando la llama.
—Ese monarca fue un atlante —dijo el hombre del turbante—; su cuerpo está enterrado bajo las aguas.
Como Carnarvon le había clasificado en la categoría de los charlatanes, su visión no le molestó en absoluto; siguieron otras revelaciones del mismo estilo, sin relación alguna con el Valle o el reinado de Tutankamón.
De pronto, la mujercita morena tomó la palabra; tenía una voz grave, que salía del vientre.
—Un faraón… Un faraón que murió joven… Todo brilla, todo refulge a su alrededor… Su alma se oculta, se nos escapa… Una puerta sellada… Nadie debe abrirla, nadie debe entrar. ¡Allí está el secreto, el gran secreto!
La vidente se desvaneció y cayó al suelo. Simultáneamente, el mayordomo entró en el comedor.
—Señor conde, acaban de cometer un robo en la biblioteca.
Carnarvon abandonó a los médiums y corrió hacia el lugar de los hechos. Un rápido examen le reveló que el malhechor la había emprendido con su colección de objetos egipcios; desdeñando los más preciosos, sólo había cogido una hoja de oro de Tutankamón; lady Almina, asustada, se abrazó a su marido.
—Un robo en casa, ¡es horrible! Pero ¿quién…?
—O el espíritu del faraón o un especialista.
Según recientes informaciones, cierta indiscreción había permitido al British Museum conocer el pacto secreto que el conde y los americanos habían hecho; ¿el furor de los egiptólogos, que desdeñaban el trabajo de Carnarvon y el de Carter, tachándolo de soñador y fanático, se habría concretado en aquella brutal acción? Acostumbrado a la perfidia y a sus innumerables manifestaciones, el dueño de Highclere consideró plausible la hipótesis. Sin embargo, prefirió creer que el alma de Tutankamón se rebelaba ante la idea de que turbaran su sueño y le había lanzado una seria advertencia.
¿Podía haber algo más excitante?
El emisario del Foreign Office apreció aquel excelente oporto.
—Reserva especial —recordó lord Carnarvon.
—Notable.
—Su visita, querido amigo, significa que mis últimos análisis han sido tomados en consideración.
—Han hecho incluso cierto ruido.
—¿Agradable o desagradable?
—Han rechinado los dientes de algunos responsables de nuestros servicios secretos; para ellos, Egipto no se acerca a la independencia.
—Se engañan, como de costumbre; de lo contrario, Inglaterra hubiera conservado el dominio del mundo.
—Ésta es una opinión casi subversiva; ¿sabe que tiene usted muchos enemigos?
—Muchos enemigos ingleses, muchos amigos egipcios; y ellos dirán la última palabra, créame.
—No olvide, de todos modos, que es usted de nacionalidad inglesa, lord Carnarvon, y que debe defender los intereses de su país antes que los de un pueblo lejano, de costumbres tan distintas a las nuestras.
—¿Es una amenaza disfrazada?
—Alabamos su espíritu crítico y su franqueza, pero no desearíamos que superara el límite de lo razonable.
—¿Y dónde lo fijan ustedes?
—A usted le toca ser prudente.
—Lo haré: encuéntreme un medio de transporte que me lleve a Egipto.
El emisario se estremeció.
—¿Se va de nuevo?
—La guerra ha terminado y mi salud mejora; ¿olvida que obtuve la concesión del Valle de los Reyes?
—Excelente cobertura que le permitirá reanudar múltiples contactos con las personalidades egipcias.
—¿Cobertura? No, amigo mío, mucho más que eso…
—¿Qué quiere decir?
—¿Quién puede hablar de vocación con un alto funcionario?
Carter paseaba por el muelle del puerto de Alejandría. Se había anunciado ya el barco procedente de Inglaterra; a bordo, lord Carnarvon, regresaba a la tierra de los faraones tras muchos años de ausencia. Carter estaba todavía más nervioso de lo normal a causa de las malas noticias que la radio había dado. El navío no parecía un paquebote de crucero; se trataba de un barco de transporte de tropas, provisto de un dispositivo antiminas, pero carente de cualquier comodidad. Se habían dispuesto, apresuradamente, unos estrechos camarotes sin haber tenido tiempo de una limpieza en toda regla y la indispensable desinfección. Durante la travesía se habían puesto gravemente enfermos numerosos viajeros y se hablaba, incluso, de dos fallecimientos; por lo tanto, a Carter, que conocía la mediocre salud del conde, le corroía la inquietud.
Debido al espantoso tiempo en el Mediterráneo, el barco se había retrasado y, durante una jornada, las autoridades portuarias habían temido incluso un naufragio. Pero el sonido de las sirenas anunciaba por fin la llegada. El remolcador entró en acción y los primeros pasajeros pudieron desembarcar muy pronto.
Carter buscó en vano a Carnarvon entre la multitud. Familias que se encontraban, padres que besaban a sus hijos, esposas a sus maridos; estallaba una incontenible alegría. Había transcurrido casi una hora; la vacía pasarela era el más triste de los espectáculos. El conde no había sobrevivido pues y aquel cascarón destartalado era el más fúnebre de los sudarios. ¿Tal vez yacía en el camarote, incapaz de levantarse? Cuando Carter se decidió a subir a bordo, vio a lord Carnarvon.
Muy delgado, con el paso vacilante, lucía en el rostro las huellas de una profunda fatiga; su mano diestra levantó un sombrero de anchas alas, desvelando sus cabellos de un rubio rojizo que flotaron unos instantes al viento. Lord Carnarvon seguía teniendo aquella elegancia natural que le convertía en un personaje irreemplazable; bajo el caparazón del aristócrata aparecían la generosidad y la pasión. Susie corrió hacia Carter, que la acarició con ternura.
Pese a la felicidad que el encuentro le proporcionaba, otro sentimiento se apoderó de él.
Carnarvon no estaba solo.
Llevaba del brazo a una muchacha resplandeciente.